El día de Pascua, en primavera, el rey Artús había reunido la corte en Caradigán, su castillo; nunca se vio tan rica corte, pues tenía muchos y buenos caballeros, atrevidos, valerosos y fieros, y también ricas damas y doncellas, hijas de reyes, hermosas y gentiles; antes que la corte se separara, el rey dijo a sus caballeros que quería cazar el Ciervo Blanco a fin de restablecer la costumbre. A mi señor Galván no le satisfizo demasiado cuando oyó esta proposición:
—Señor —dijo—, de esta cacería no obtendréis ni satisfacción ni gracia. Todos sabemos, desde hace mucho tiempo, qué costumbre es la del Ciervo Blanco: a aquel que pueda matar al Ciervo Blanco le corresponde, por derecho, besar a la doncella más hermosa de vuestra corte, pese a quien pese. Muy grandes males nos pueden venir, pues ahora hay quinientas doncellas de alta estirpe, hijas de reyes, gentiles y discretas; no hay ninguna que no tenga, por amigo, a un valiente y valeroso caballero, dispuesto a probar que, con razón o sin ella, la que le agrada es la más hermosa y gentil.
El rey responde:
—Bien lo sé; pero no dejaré de hacerlo por ello, pues palabra que el rey dice no debe ser discutida. Mañana temprano iremos todos con gran placer a cazar el Ciervo Blanco al Bosque de la Aventura: esta cacería será maravillosa.
De tal modo es preparada la caza para el día siguiente, para cuando amanezca. Al día siguiente, tan pronto como amanece, el rey se levanta y se prepara, y se viste con una corta túnica para ir al bosque. Hace que despierten a los caballeros y que se dispongan los caballos; éstos llevan arcos y flechas y van a cazar al bosque. Después, monta la reina; juntó a ella, una jovencita que era doncella, hija de rey, y cabalgaba un buen palafrén. Tras ellas iba espoleando un caballero, que se llamaba Erec; pertenecía a la Tabla Redonda, y en la corte tenía gran fama; mientras él estuvo allí no hubo caballero tan loado, y fue tan hermoso que en ninguna otra tierra se podía buscar otro más bello que él. Era muy hermoso, valiente y gentil y aún no tenía veinticinco años; nunca ningún hombre de su edad tuvo tan nobles cualidades; ¿y para qué hablar de su bondad? Iba montado sobre un destrero y llevaba abrochada una capa de armiño; viene galopando durante todo el camino; debajo llevaba una cota de noble tela de seda decorada con arabescos, hecha en Constantinopla; llevaba calzas de seda, muy bien hechas y cortadas; iba bien sujeto en los estribos y calzaba espuelas de oro; no llevaba consigo arma alguna, a excepción de su espada. Tanto espolea que alcanza a la reina en un recodo del camino:
—Señora —dijo—, iría con vos, si os place, en esta marcha; no vengo aquí por otro asunto sino para haceros compañía.
La reina se lo agradece:
—Buen amigo, me gusta mucho vuestra compañía, sabedlo de veras, pues no podría encontrar otra mejor.
Entonces cabalgan con gran satisfacción y llegan directamente al bosque. Los que habían ido delante ya habían levantado al ciervo; unos tocan el cuerno, otros gritan; los perros alborotan detrás del ciervo, corren y muchas veces ladran y le persiguen; los arqueros tiran continuamente. Delante de todos ellos caza el rey, sobre un corcel español de caza. La reina Ginebra estaba en el bosque y oía a los perros; a su lado, Erec y la doncella, que era muy cortés y hermosa; pero se habían alejado tanto los que habían levantado el ciervo que no se oía nada, ni cuernos, ni cazadores ni perros. Para prestar atención y escuchar si oían hablar a algún hombre, o el grito del perro por alguna parte, los tres fueron hacia un claro del bosque y se detuvieron frente a un camino. Pero muy poco tiempo llevaban allí cuando vieron a un caballero armado que venía montado en un destrero, el escudo al cuello, empuñando la lanza. La reina lo vio a lo lejos: a su lado, a la derecha, cabalgaba una doncella de buena apariencia; delante, sobre un gran rocín, venía un enano por el camino y llevaba en la mano un látigo con un nudo en la punta. La reina Ginebra quiso saber quién era al ver al caballero, bello y erguido. Mandó a su doncella que fuera rápidamente a hablarles:
—Doncella —dijo la reina—, id y decidle a aquel caballero que venga y traiga a su doncella consigo.
La doncella va apresuradamente, sin rodeos, hacia el caballero. El enano sale al encuentro con el látigo en la mano:
—Doncella, ¡paraos! —dijo el enano que estaba lleno de felonía—, ¿qué buscáis por aquí?; aquí delante nada tenéis que hacer.
—Enano —respondió ella—, déjame ir: quiero hablar con ese caballero, pues me ha enviado la reina.
El enano le cerraba el camino, pues era muy felón y de bajo origen.
—No tenéis nada que hacer —dijo él—, volveos. No tenéis ningún derecho a hablar a tan buen caballero.
La doncella, que se ha puesto delante y quiere pasar aunque sea a la fuerza, siente un gran desprecio por el enano, al que ve tan pequeño. Entonces el enano alza el látigo al ver que se acerca, e intenta golpearle en la cara, pero ella se ha puesto delante el brazo; aquél lo vuelve a intentar y la ha alcanzado al descubierto en la mano desnuda: le da tal golpe sobre el revés de la mano que le hace un verdugón. La doncella, ya que no puede hacer nada mejor, a su pesar, tiene que volverse; regresa llorando, de los ojos le descienden las lágrimas por la cara. La reina no sabe qué hacer cuando ve a su doncella herida, y lo siente mucho y se aflige:
—¡Ay! Erec, buen amigo —dice la reina—, mucho me duele que mi doncella haya sido golpeada por ese enano; muy villano es el caballero que ha permitido que tal aborto golpeara a tan bella criatura. Erec, buen amigo, id y decidle al caballero que venga, que no se resista más: quiero conocerlo, a él y a su amiga.
Erec espolea hacia allí, pica al caballo con las espuelas, y va directamente hacia el caballero. El enano perverso lo ve venir y le sale al encuentro:
—Vasallo —dijo el enano—, retroceded, no sé qué tenéis que hacer aquí, os aconsejo que os retiréis.
—¡Huye! —dijo Erec— enano enojoso, eres demasiado felón y mezquino; déjame pasar.
—Vos no pasaréis.
—Sí lo haré.
—No lo haréis.
Erec derriba al enano; el enano fue tan traidor como pudo: con el látigo le dio un fuerte golpe en el cuello. El cuello y la cara se le enrojecieron por el golpe del látigo; de arriba a bajo aparecen las marcas que le han hecho las correas. Sabía con certeza que no podía aspirar a herir al enano, pues vio que el caballero estaba armado, y era muy felón e insensato; teme que muy pronto lo mataría si delante de él golpeaba al enano. La locura no es cualidad noble; por esto, Erec actuó con mucha sensatez, y se volvió sin hacer nada.
—Señora —dijo—, ahora es peor; el enano traidor también me ha golpeado hiriéndome en la cara; no he osado golpearlo ni tocarlo, pero nada se me debe reprochar, pues yo estaba completamente desarmado: y he temido al caballero armado, que es villano y capaz de cualquier ultraje; no me lo he tomado a juego: pronto me hubiese matado por su orgullo. Ahora os prometo que, si puedo, vengaré mi vergüenza o la acrecentaré; pero mis armas están demasiado lejos, y no las tendré para esta ocasión, pues hoy por la mañana las dejé en Caradigán, cuando me puse en marcha. Si las fuera a buscar, quizás no podría volver a encontrar al caballero para tal aventura, pues se aleja deprisa: me conviene seguirlo inmediatamente, esté donde esté, de cerca o de lejos, hasta que pueda encontrar armas ya sea alquiladas o prestadas. Si hallo a alguien que me preste las armas, al instante el caballero me encontrará dispuesto para la batalla y habéis de saber sin duda alguna que ambos combatiremos hasta que él me venza o yo a él. Y, si puedo, en tres días, regresaré; entonces me volveréis a ver en vuestra casa, contento o dolido, no sé cómo. Señora, no puedo esperar más: es necesario que siga al caballero; me voy, a Dios os encomiendo.
Y la reina asimismo lo encomienda a Dios más de quinientas veces para que lo proteja del mal.
Erec se separa de ella y persigue al caballero; la reina se queda en el bosque, donde el rey ha cazado el ciervo, pues llegó antes que nadie; lo han matado y lo han cogido, y todos se ponen en camino de vuelta, llevándose el ciervo, así se marchan y vuelven a Caradigán. Después de cenar, cuando los nobles estaban entretenidos en la corte, el rey, tal como era normal, ya que había cazado el ciervo, dijo que iría a dar el beso para restituir la costumbre del ciervo. Por la corte se oye un gran murmullo: todos juran y prometen que esto no será hecho sin enfrentamientos de espada o lanza de fresno. Cada uno quiere demostrar, mediante hechos de armas, que su amiga es la más bella de la sala; muy malas han sido las palabras del rey. Cuando mi señor Galván se enteró, sabed que no le gustó nada; y se puso a hablar con el rey:
—Señor —dijo—, muy agitados están vuestros caballeros. Todos hablan del beso y todos dicen que no se solucionará si no es con enfrentamientos o con batalla.
Y el rey responde con buen sentido:
—Buen sobrino Galván, aconsejadme, salvad mi honor y mi rectitud, pues estoy preocupado por el enfrentamiento.
Al consejo acude gran parte de los mejores nobles de la corte: ha ido el rey Idier, primero de los llamados; luego el rey Cadiolán, que era muy prudente y valeroso; Keu y Girflete han venido y el rey Amalguín también estuvo, y con ellos estaban reunidos bastantes otros nobles. Tan animada está la conversación que acude la reina; les cuenta su aventura, de cómo encontró en el bosque al caballero que estaba armado y al enano felón y pequeño que con su látigo golpeó en la mano desnuda a la doncella, y también les cuenta cómo hirió el enano de forma vergonzosa a Erec, y cómo éste siguió al caballero para acrecentar o vengar su deshonra, y que debía regresar al tercer día, si podía.
—Señor —dijo la reina al rey—, esperad un poco por mí. Si estos nobles aprueban mi propuesta, aplazad este beso hasta el tercer día, en que Erec haya vuelto.
No hay nadie que se oponga y el mismo rey lo otorga.