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Shimeh

Dicen que la fe no es más que la esperanza tomada por conocimiento. ¿Por qué creer si la esperanza por sí sola es suficiente?

Cratianas, Tradiciones nilnameshi

Al final, Ajencis sostuvo que la ignorancia era el único absoluto. Según Parcis, dijo a sus alumnos que él sólo sabía que sabía más que cuando era un niño. Aquella afirmación comparativa, diría, era el único clavo al que uno podía atar la cuerda del conocimiento. Esto ha llegado hasta nosotros como el famoso «Clavo ajenciano», y es lo único que evitó que el gran kyraneano cayera en el estéril escepticismo de Nirsolfa, o en el vergonzoso dogmatismo de prácticamente todo filósofo o teólogo que se atreviera jamás a arañar un pergamino con su tinta.

Pero incluso aquella metáfora, «clavo», es incorrecta, una consecuencia de lo que sucede cuando confundimos nuestra anotación con lo que se anota. Como el número «cero», utilizado por los matemáticos nilnameshi para crear maravillas, la ignorancia es la estructura ocluida de todo discurso, la circunferencia invisible de todas nuestras disputas. Los hombres buscan eternamente el punto, el fulcro concreto que pueden utilizar para desplazar todas las afirmaciones adversarias. La ignorancia no nos proporciona eso. Lo que proporciona es más bien la posibilidad de la comparación, la convicción de que no todas las afirmaciones son iguales. Y eso, argumentaba Ajencis, es todo lo que necesitamos. Mientras admitamos nuestra ignorancia, podemos esperar mejorar nuestras afirmaciones, y mientras podamos mejorar nuestras afirmaciones, podemos aspirar a la verdad, aunque sólo sea a modo de aproximación.

Y ésta es la razón por la que lamento mi amor por el gran kyraneano, pues a pesar de la fuerza de su sabiduría, hay muchas cosas de las que estoy absolutamente seguro, cosas que alimentan el odio que mueve esta misma pluma.

Drusas Achamian, Compendio de la Primera Guerra Santa

Primavera, año del Colmillo 4112, Shimeh

El Cifrango había surcado ebrio los cielos, chillando ante el pinchazo del mundo aguja. Colgando de sus garras, Achamian veía líneas y manchas que eran hombres guerreando y el borrón de una ciudad en llamas. La sangre de la cosa caía hacia la tierra ardiendo como la nafta.

La tierra giraba en espiral, cada vez más cerca…

Se despertó a duras penas con vida, respirando el polvo que no lograba quitarse de los dientes. Con el único ojo que pudo abrir, vio la arena al pie de unos juncos que se agitaban. Oyó el mar —el mar de Meneanor— batiendo las costas próximas.

¿Dónde estaban sus hermanos? Pronto, pensó, las redes estarían secas, y su padre gritaría a través del viento exigiendo sus hábiles dedos. Pero no podía moverse. Quería llorar al pensar en los golpes que le propinaría su padre, pero aquello parecía sólo una cosa más que no importaba.

Entonces, algo lo arrastró, tirando de él sobre la arena; podía ver los coágulos donde su sangre la ennegrecía. Tirando de él, una sombra inclinada contra el sol le arrastraba hacia la oscuridad de guerras antiguas, hacia Golgotterath…

Hacia un laberinto dorado de horrores más vasto que cualquier Mansión de los nohombres, donde un estudiante, que era más un hijo, le miraba con horror e incredulidad. Un príncipe kuniúrico que apenas empezaba a comprender la traición del sustituto de su padre.

—¡Está muerta! —gritaba Seswatha, tanto a la insoportable expresión como al hombre—. ¡Ahora se ha ido contigo! ¡Y si vive, no guardarás lo que encuentres, por muy profunda que creas tu pasión!

—Pero tú dijiste —gritó Nau–Cayuti, con su valiente rostro quebrado por el dolor—. ¡Tú dijiste!

—¡Mentí!

—¿Cómo? ¿Cómo pudiste hacerlo? ¡Tú eras el único, Sessa! ¡El único!

—Porque no podía lograrlo —dijo Achamian—. No solo. Porque lo que hacemos aquí es más importante que la verdad o el amor.

Los ojos de Nau–Cayuti brillaban como dientes desnudos en la penumbra. Seswatha sabía que aquélla era la mirada que había sellado el último latido de muchos, hombres y sranc por igual.

—Y ¿qué hacemos aquí, viejo profesor? Dímelo, por favor.

—Buscamos —murmuró Achamian—. Buscamos la Lanza de la Garza.

Entonces hubo agua purificadora, agua fresca, aunque el aire olía a sal. Y el murmullo de voces, preocupadas y compasivas, pero también calculadoras. Algo suave rozó sus mejillas. Vislumbró el jirón de una nube y vio tras él la cara de una niña, morena y pecosa, como la de Esmenet. La vio apartándose los largos mechones de pelo que el aire había llevado hasta sus labios.

Memest ka hoterapi —dijo una voz arrullando desde algún otro lugar. Era demasiado maternal para pertenecer a la niña—. Shhh… shhh.

El mar retumbaba blanco en rompeolas invisibles. Pensó en los canallas que le abandonarían cuando finalmente, irresistiblemente, soltara el último aliento.

La conciencia, el verdadero estado de conciencia, en el sentido de estar tranquilo y atento, tardó en llegar. Durante los primeros días pareció que rodara, como si le hubieran atado a una gran rueda giratoria de la que sólo una pequeña parte sobresaliera de las aguas calientes y amnióticas. Estaba el camastro sobre el que se echaba y se retorcía, la sucia habitación en la que la mujer y su hija entraban con agua y un cuenco y, a veces, con pescado triturado con gachas para calentarle el estómago. Y estaban las pesadillas, una mezcla martirizante de tormento y vacío. Un antiguo mundo acabándose sin acabarse, sólo una herida inmortal sobre otra, y los gritos incesantes.

Tenía las Fiebres, como hacía muchísimo tiempo. Se acordaba de ello perfectamente.

Cuando remitieron se encontraba solo, parpadeando al techo de palma. De las vigas, que eran poco más que palos, colgaban gavillas de hierbas primaverales. En las paredes había viejas redes. Había una mesa con un montón de pescado seco parecido a suelas de sandalias. Veía las manchas y olía los aromas de incontables vísceras. Por encima el ruido de las olas, oía el crujido y el traqueteo de las paredes. En la corriente de aire ondeaba un cordel. Un remolino de polvo momentáneo levantó briznas de broza en el rincón…

«Estoy en casa —pensó—. He vuelto a casa.» Y durmió de verdad por primera vez.

Estaba estupefacto en el carruaje del Gran Rey kyraneano.

Durante años, una inexplicable sensación de condena había pendido sobre el horizonte, un horror que no tenía forma, sólo dirección… Todos los hombres lo sentían. Y todos los hombres sabían que era responsable de que sus hijos hubieran nacido muertos, que había roto el gran ciclo de las almas.

Al fin lo veían, la espina que atragantaría la Creación.

Los bashrags golpeaban el suelo con sus grandes martillos mientras los sranc se arremolinaban en estúpidas masas. Deglutían las llanuras circundantes, corriendo con armaduras de piel humana curtidas, farfullando como simios, arrojándose sobre las murallas que los hombres de Kyraneas habían hecho con las ruinas de Mengedda. Y detrás de ellos, el torbellino… una gran cuerda enrollada que succionaba la tierra parda y la llevaba a los cielos negros, elemental e indiferente, rugiendo cerca, venida para acabar con la última luz de los hombres.

Venida para cerrar el Mundo.

Las nubes de tormenta aprisionaron el sol y todo se convirtió en penumbra y trueno. Cogiéndose la entrepierna, los sranc cayeron sobre sus rodillas, indiferentes a las espadas humanas que se abatían sobre ellos. Entonces Seswatha, por medio de las bocas de sus hijos, lo oyó, la voz con un millón de gargantas de Tsumarah, el No Dios…

¿QUÉ VES?

—¿Qué —dijo Anaxophus— ves?

Seswatha se quedó boquiabierto ante el Gran Rey. Aunque el tono y la expresión del hombre eran suyos, había pronunciado las mismísimas palabras del No Dios.

—Mi señor Gran Rey… —Achamian no supo qué otra cosa decir.

Las llanuras circundantes se estremecían y guerreaban. El pavoroso torbellino se acercaba, tan alto como el horizonte; el No Dios caminaba, tan vasto que convertía las ruinas de Mengedda en arenilla, los hombres en motas.

TENGO QUE SABER LO QUE VES.

—Tengo que saber lo que ves.

Los ojos pintados estaban fijos en él, honestos y decididos, como si pidiera un favor cuyo significado no se hubiera definido todavía.

—¡Anaxophus! —gritó Seswatha en el clamor—. ¡La Lanza! ¡Tienes que coger la Lanza!

«Esto no es lo que sucede…»

Un coro de rugidos. Los hombres que los rodeaban se inclinaban al viento, gritando a sus Dioses. La arena acribillaba las placas de bronce. El No Dios caminaba, elevándose en su enorme dimensión, trascendiendo el lapso de una simple mirada, convulsionando la jerarquía de lo móvil y lo inmóvil, de tal forma que parecía que el torbellino estuviera quieto mientras la Creación volaba a su alrededor.

DIME.

—Dime…

—¡Por todo lo que es sagrado, Anaxophus! ¡Coge la Lanza!

«No… esto no puede ser…»

El No Dios avanzaba por la llanura de Mengedda, barriendo legiones de sranc, derribándolos alrededor de su base como a muñecos de carne. Seswatha lo vio en su corazón atormentado, el reflejo del Caparazón, colgando como una joya negra… Se volvió hacia el Gran Rey kyraneano.

¿QUÉ SOY?

—¿Qué soy? —dijo la cara oscura y majestuosa frunciendo el entrecejo. Sus trenzas impregnadas de aceite colgaban como serpientes sobre sus hombros. La última luz brillaba sobre los leones forjados en su armadura de bronce.

—¡El mundo, Anaxophus! ¡El mismo mundo!

«¡No es así como sucede!»

El torbellino se alzaba por encima de ellos, como una descomunal columna de furia, tan alta que había que arrodillarse para ver la cima envuelta en las nubes. Por encima de ellos rugían vientos huracanados. Los caballos resoplaban y pateaban a un lado y a otro. El carruaje se estremecía bajo sus pies. Todo se había convertido en una sombra ocre. Más ráfagas huracanadas, golpeándoles con la violencia de su fuerza, sin límites, abarcándolo todo. La arenilla les arrancaba la piel de los nudillos, de las mejillas…

El No Dios caminaba.

«Demasiado tarde…»

Extraña… la forma en que la pasión se mostraba ante la vida.

Caballos resoplando. El carruaje estremeciéndose.

DIME, ACHAMIA…

Se despertó sobresaltado, gritando.

La mujer que se encontraba en la puerta dejó caer el cuenco y corrió hacia él. Él cogió sus manos instintivamente, de la forma en que lo haría un marido consternado. Cuando intentó separarse, él la agarró más fuerte y se sirvió de ella para encontrar sus inseguros pies. Ella gritó, pero no la soltó. Sintió sus dedos apretando los brazos de ella, con tanta fuerza que tenía que dolerle, ¡pero no podía soltarla!

La puerta se abrió de golpe. Un hombre se precipitó hacia él, levantando y agitando los puños.

Hubo un golpe que Achamian no recordaría. Sólo vio que el hombre apartaba a su esposa mientras él intentaba ponerse en pie. Sentía un dolor punzante en la mejilla. El hombre gritaba en alguna lengua desconocida, gesticulando salvajemente, mientras la mujer parecía suplicarle, sujetándole el brazo izquierdo aunque él intentaba soltarse una y otra vez.

Achamian se puso en pie casi completamente desnudo. Comprendió que había algo en su pierna derecha que no iba bien. Cogiendo una áspera manta de su camastro, se envolvió en ella. Entonces, desconcertado, sorteando al hombre y a su mujer, se dirigió a la puerta y salió dando trompicones a la luz del sol. Sintió sus talones sobre la arena caliente. Levantó una mano para protegerse los ojos del sol, de la playa y del mar agitado. Vio a la niña de las pecas acurrucada detrás de la pared trasera. Entonces vio a otros, muy lejos, más allá de donde las rocas negras se precipitaban sobre la arena blanca, tirando de sus barcas en la espuma diamantina.

Se volvió y huyó por la orilla tan rápido como pudo.

«¡Por favor, no me matéis!», quiso gritar, aunque sabía que podía abrasarlos a todos.

Empezó a caminar hacia el este, hacia Shimeh. Parecía la única dirección que conocía.

Era por la mañana, y el sol parecía huir de la tierra que él ansiaba alcanzar, como si temiera que pudiera alcanzarlo. Mientras la arena fue dura y el suelo uniforme, siguió la orilla, sintiendo la templada brisa del Meneanor en los tobillos. Unas gaviotas de cuello rojo se mantenían suspendidas, inmóviles, en el enorme cielo. Todo se movía más rápido y más despacio a la vez, como ocurría siempre en las orillas de un gran mar. Las enormes masas de agua se agitaban pesadamente ante un horizonte inmóvil y, sin embargo, sobre su superficie, en su lenta agitación, brillaba la luz. Los deshilachados límites de las cosas se estremecían con un viento incesante.

Se detuvo cuatro veces. Una para hacerse un bastón valiéndose de los restos arrastrados por el mar. Otra para atar un trozo de cuerda podrida sobre la manta negra, que había dispuesto a la manera de lo que los nansur llamaban «capa de ermitaño». Una tercera vez para echar un vistazo a su pierna, en la que tenía un corte que afectaba a la espinilla y el tobillo. No recordaba cuándo le habían herido, aunque se acordaba bien de haber gritado una Guarda Piel justo antes de que el demonio destruyera sus defensas. Quizá no había gritado con la rapidez necesaria.

Se detuvo una cuarta vez, justo antes de que las olas le obligaran a apartarse de la playa. Se encontró con una charca formada por la marea, tan resguardada del viento que su superficie parecía de cristal. Se arrodilló al borde para estudiar el reflejo de su cara y vio las Dos Cimitarras trazadas con hollín o brea sobre su frente, obra de los que le habían cuidado, supuso. Un hechizo o una bendición o una oración de alguna clase.

Por alguna razón, no quiso quitárselas, por lo que sólo se enjuagó la apelmazada barba.

Cuando el agua se calmó estudió su reflejo de nuevo: los ojos oscuros, más bien pequeños, la barba que cubría por completo sus mejillas, los cinco mechones blancos. Apretando la imagen con el dedo, vio cómo se torcía y ondeaba alrededor de la intromisión. Una cosa de pura superficie. ¿Cómo podían sentir tan profundamente los hombres?

Se dirigió tierra adentro, eligiendo cuidadosamente la ruta a través de los prados para evitar los cardos. Aunque el viento seguía soplando —veía las ráfagas en las sombras que perseguía en la ondulada distancia— parecía ignorarlo cada vez más, como sucede siempre cuando se abandona la costa. Le envolvía el calor del verde intenso, y los insectos iban y venían sin rumbo. En un momento dado asustó a un tordo, y a punto estuvo de gritar cuando salió disparado desde sus pies, en busca de otro refugio entre la hierba.

El suelo se hinchaba ante él, y se topó con una extensa franja de tierra pisoteada, resultado del paso de caballos, centenares de ellos. Después de todo, no estaba tan lejos.

Cruzó la cima, donde los mausoleos de los antiguos reyes amoti se consumían al sol. El cristal de la tierra quemada cortaba sus pies descalzos.

Cruzó las extensiones desgastadas y apisonadas en las que la Guerra Santa había montado su campamento.

Caminó por los campos de batalla, cerca del acueducto en ruinas, donde el hedor y la tierra amarillenta marcaban los lugares donde hombre y caballo habían caído.

Caminó entre las ruinas de la Puerta de Massus, y en un tramo de pared derribada vio un lirio labrado en blanco sobre una baldosa negra.

Siguió entre calles destrozadas y se detuvo para mirar a un Maestro Escarlata que sobresalía de los escombros, fijo en su última postura, cubierto de sal.

Ascendió por la gran escalera situada en el lado del Juterum, pero no se detuvo en ninguna de las estaciones de los peregrinos.

No vio a nadie hasta que llegó a las puertas occidentales de la Muralla Heterine, donde montaban guardia dos conriyanos a los que reconoció vagamente. Gritando «¡La verdad refulge!» cayeron sobre sus rodillas ante él, implorando que les bendijera.

Pero en lugar de eso, les escupió.

Mientras subía hacia el Primer Templo, miró a las paredes todavía humeantes del Ctesarat, el Gran Tabernáculo cishaurim. No significaba nada para él.

El Primer Templo se erguía muy cerca, con su fachada circular blanca elevándose ante los miles de inrithi que se congregaban en él. El sol estaba bajo. Las sombras cedían. No había nubes en el cielo, un cuenco turquesa señalado sólo por el Clavo del Cielo, que brillaba como algo perdido y precioso vislumbrado en las profundidades.

Apoyándose pesadamente en su bastón, Achamian subió el último tramo. Sin excepción, los Hombres del Colmillo le abrieron paso. Él era más importante que ellos, mucho más importante. Estaba en el centro del mundo, era el maestro del Profeta Guerrero. Pasó rozándoles, indiferente a sus súplicas. Finalmente se detuvo en el escalón más alto y les miró. Les miró y se rió.

Volviéndose de espaldas, avanzó cojeando hacia la espaciosa penumbra, pasando bajo las tablillas de bendiciones colgadas de los dinteles. Tan diferente, pensó, de la penumbra de Sumna, donde todo estaba pintado y era estridente. El mármol alivió sus pies ensangrentados.

Todos estaban arrodillados cuando pasó por el anillo exterior de columnas. Abriéndose paso entre el murmullo de la multitud, se sorprendió pensando en el extraño… vacío que se había abierto en su interior. Estaba allí, y respiraba, lo cual significaba que su corazón aún latía dentro de su pecho, pero no sentía su pulso. Pensó en los piojos que pronto surgirían de su pelo.

Entonces oyó las adustas proclamas, las proclamas que hacían que tantos se estremecieran de pavor. Y reconoció la voz de Maithanet, el sagrado Shriah de los Mil Templos. Casi llegó a verle entre el bosque concéntrico de columnas.

—Levántate, Anasurimbor Kellhus, pues toda la autoridad reside ahora en ti…

Se produjo un momento de silencio, roto por el suave sonido de los sollozos.

—¡He aquí el Profeta Guerrero! —gritó el oscurecido Shriah—. ¡He aquí el Gran Rey de Kuniuri!

«¡He aquí el Emperador–Aspecto de los Tres Mares!»

Aquellas palabras cortaron la respiración de Achamian como el puñetazo de un padre. Mientras los Hombres del Colmillo se levantaban, llorando de embeleso y adulación, él se tambaleó y se apoyó en una de las columnas, sintiendo el frío de las figuras grabadas contra su mejilla.

¿Qué era aquel vacío que le consumía? ¿Qué era aquel anhelo tan parecido al duelo?

«¡Nos hacen amar! ¡Nos hacen amar!»

Pasó algún tiempo antes de que se percatara de que Kellhus estaba hablando. Achamian se vio impulsado hacia adelante, irresistible, inevitablemente. Vestidos con los mantos de seda de su enemigo, nobles y caballeros se apartaban de él y le miraban como si fuera un leproso.

—Conmigo —declaró Kellhus— todo se escribe de nuevo. Vuestros libros, vuestras parábolas y vuestras oraciones, todas vuestras costumbres, no son más que curiosidades infantiles. Durante demasiado tiempo, la Verdad ha languidecido en los vulgares corazones de los hombres. Lo que llamáis tradición no es sino artificio, el fruto de vuestra vanidad, de vuestra lujuria, de vuestro miedo y de vuestro odio.

»Conmigo, todas las almas hallarán un equilibrio más honesto. Conmigo, ¡el mundo entero ha nacido de nuevo!

Año Uno.

Achamian siguió renqueando. A cada paso, sentía el cosquilleo del bastón en la palma de la mano. Crujía… como todo lo demás en su miserable mundo.

—¡El viejo mundo ha muerto! —gritó—. ¿Es eso lo que dices, Profeta?

El silencio de jadeos y el frufrú de la seda.

La última de las figuras oscurecidas se separó, más atónita que escandalizada. Y al final Achamian pudo ver… Parpadeó, tratando de separar lo que era familiar de la pompa y la gloria.

La Corte Sagrada del Emperador–Aspecto.

Vio a Maithanet envuelto en la vestimenta dorada de su clase. Vio a Proyas, a Saubon y a otros señores de la Guerra Santa supervivientes, la nueva casta noble, menos numerosa pero más radiante que la antigua. Vio a los Nascenti y a otros cargos de alto nivel del Ministerio, engalanados con la gloria de su fraudulenta clase. Vio a Nautzera y al Quorum brillando en carmesí y oro con los mejores atuendos ceremoniales del Mandato. Incluso vio a Iyokus, tan pálido como el cristal, con las autoritarias vestiduras de Eleazaras.

Vio a Esmenet, con la boca abierta y los ojos pintados brillantes por las lágrimas… De nuevo una emperatriz nilnameshi.

No vio a Serwe. No vio a Cnaiur ni a Conphas.

Tampoco se veía a Xinemus por ninguna parte.

Pero vio a Kellhus, leonino, sentado ante un gran Circunfijo suspendido en blanco y oro, con el pelo refulgente sobre sus hombros y su rubia barba trenzada. Le vio tejiendo las redes del futuro, tal como le había dicho el scylvendio, midiendo, teorizando, clasificando, penetrando…

Vio al dunyaino.

Kellhus movió la cabeza hacia él con una expresión afable y perpleja.

—Eso es lo que decreto, Akka. El viejo mundo ha muerto.

Apoyándose en su bastón, Achamian miró a los atónitos congregados.

—Por lo tanto —dijo sin urgencia ni rencor— hablas de un Apocalipsis.

—No es tan sencillo. Tú lo sabes… —Su voz, su expresión, todo en él transmitía un indulgente buen humor. Levantando una mano en señal de bienvenida señaló el espacio que quedaba a su derecha—. Ven… ocupa tu lugar a mi lado.

Justo entonces, Esmenet gritó y salió corriendo del estrado hacia Achamian, pero tropezó y cayó llorando… Con las palmas de las manos en el suelo, levantó la cara hacia él sin esperanzas, suplicante.

—No —dijo Achamian a Kellhus—. He vuelto a por mi esposa. Nada más.

Hubo un momento de silencio, opresivo y monolítico.

—¡Absurdo! —gritó Nautzera—. ¡Harás lo que él ordene!

Aunque Achamian oyó lo que el viejo gran hechicero decía, le ignoró. Hacía años que no comprendía a sus hermanos escolásticos. Extendió la mano.

—¿Esmi?

La vio a sus pies, vio la hinchazón creciente de su vientre. Estaba mostrando… ¿Cómo podía no haberlo visto antes?

Kellhus se limitaba a… mirar.

—Eres un Maestro del Mandato —gritó Nautzera con una amenaza en su voz—. ¡Un Maestro del Mandato!

—Esmi —dijo Achamian con la mirada y la mano tendidas hacia ella—. Por favor…

Aquello era lo único que podía seguir teniendo significado.

—Akka —dijo ella entre sollozos. Miró a su alrededor y pareció que se encogía ante las miradas absortas que la rodeaban—. Soy la madre de… de…

De modo que el vacío no podía cerrarse. Achamian asintió y se secó la última lágrima que sabía que derramaría. Ahora sería cruel. Un hombre perfecto.

Esmenet se le acercó, con añoranza, sí, aunque también con horror y recelo. Le cogió la mano que él había extendido, la que no se apoyaba en el bastón.

—El mundo, Akka. ¿No lo ves? ¡El mismo mundo pende de un hilo!

«¿Cuándo será la próxima vez que muera?»

Con una violencia que le asustó y le estremeció al mismo tiempo, le agarró la muñeca izquierda y se la retorció para mostrarle el tatuaje borroso que ennegrecía el dorso de su mano. La apartó de él.

La multitud estalló en gritos de indignación. Pero extrañamente, nadie se movió para detenerle.

—¡No! —gritó Esmenet desde el suelo—. ¡Dejadle! ¡Dejadle! ¡No le conocéis! No le conoc…

—¡Renuncio! —rugió Achamian barriendo con la mirada a todos los congregados—. ¡Renuncio a mi condición de Sagrado Tutor, de Visir de la corte de Anasurimbor Kellhus! —Dirigió sus ojos a Nautzera, sin importarle si el anciano adoptaba un aire despectivo o no.

»¡Renuncio a mi Escuela! —prosiguió—. Una asamblea de hipócritas y de asesinos.

—Entonces te estás sentenciando a muerte —gritó Nautzera—. ¡No hay hechicería fuera de las Escuelas! ¡No hay…!

—¡Renuncio a mi Profeta!

Exclamaciones y gritos llenaron las galerías del Primer Templo. Esperó a que el alboroto amainase y miró, durante lo que pareció una eternidad, el aspecto sobrenatural de Anasurimbor Kellhus. Su último estudiante.

Nada se transmitió entre ellos.

De algún modo, su mirada encontró a Proyas, que parecía tan… viejo con su barba recortada en ángulos rectos. En sus atractivos ojos marrones había una oración, la promesa del regreso. Pero era demasiado tarde.

—Y renuncio… —prosiguió, luchando con pasiones errantes—. Renuncio a mi esposa.

Sus ojos cayeron sobre Esmenet, que estaba postrada en el suelo. «¡Mi esposa!»

—Nooo —dijo ella llorando y susurrando—. Por favooor, Akka…

—Por adúltera —prosiguió con la voz rota—, y por… por…

Con el rostro convertido en una máscara, se dio la vuelta y echó a andar por donde había llegado. Los Hombres del Colmillo le miraban estupefactos, con una indignación tan refulgente como las chispas de sus ojos. Pero se apartaron ante él. Se apartaron.

Entonces, a través del sonido del llanto de Esmenet…

—¡Achamian!

Kellhus. Achamian no se dignó a darse la vuelta, pero se detuvo. Parecía que el futuro se apoyara en él, inescrutable, como un yugo alrededor de su cuello, como la punta de una lanza contra su espina dorsal…

—La próxima vez que estés ante mí —dijo el Emperador–Aspecto con la voz cavernosa, resonante de ecos inhumanos—, te arrodillarás, Drusas Achamian.

Volviendo sobre las huellas ensangrentadas de sus pies, el hechicero se marchó renqueando.