Shimeh
La duda lleva al entendimiento, y el entendimiento a la compasión. En verdad, lo que mata es la convicción. |
Parcis, Las nuevas analíticas |
Primavera, año del Colmillo 4112, Shimeh
Luz grasienta de antorchas. Caras color naranja, flácidas de ansiedad. Paredes de ladrillo naranja manchadas y untadas de basura. Techos abovedados, tan bajos que incluso los arqueros de menor estatura tenían que inclinarse. Hombres tosiendo, algunos continuamente, aunque no a causa de las aguas residuales que empapaban sus botas. Los fuegos de arriba se comían el aire…
O eso había dicho el aguador.
Los cishaurim se encontraban debajo de la salida. Los áspides que rodeaban su cuello miraban hacia arriba, con sus cabezas negras y brillantes del tamaño de un pulgar. Los idólatras se habían sumido en el silencio. El techo abovedado ya no repiqueteaba por los impactos o las explosiones. La arenilla ya no tintineaba sobre sus yelmos.
Ladeó su calva afeitada, como si escuchara…
—Apaga la luz —ordenó—. Cúbrete los ojos.
Dejaron caer las antorchas en el agua. Durante un momento, la luz azul crepitante iluminó sus espinillas. Todo se oscureció…
Después imposiblemente refulgente. Un ruido atronador.
—¡Moveos! —gritó el aguador—. ¡Subid! ¡Subid!
De repente, todo se volvió azul, iluminado por una moneda incandescente que brillaba en la frente del aguador. Se movieron apretujados hacia adelante, escupiendo al polvo. Uno a uno, a empujones, pasaron frente al hombre ciego y ascendieron trabajosamente por una pendiente de piedras rotas y abrasadoras, y después se encontraron corriendo entre las ruinas encendidas.
—La voz que oyes —dijo el viejo dunyaino—, no es parte del Pensamiento de las Mil Caras.
Kellhus ignoró aquellas palabras.
—Llévame con ellos.
—¿Con quién?
—Con los que tienes cautivos.
—¿Y si me niego?
—¿Por qué ibas a negarte?
—Porque tengo que reconsiderar mis supuestos y explorar estas permutaciones imprevistas. Había descartado esa posibilidad.
—¿Qué posibilidad?
—La de que el Páramo se rompería en lugar de iluminar. La de que tú vendrías a mí convertido en un hombre loco.
Agua, cayendo incesantemente, golpeando el aire y la piedra. El estruendo de la inevitabilidad.
—Niégame algo y te mataré, padre.
Encorvados sobre sus monturas, los kianene cabalgaron desde las ruinas de la puerta de Tantanah hasta el río Jeshimal. Sus mantos multicolor golpeteaban los eslabones de sus armaduras de malla. Al principio sólo eran unas docenas, después centenares, marchando en una agrupación en forma de flecha. Otros seguían saliendo en fila por la puerta de Jeshimal, próxima al flanco ainonio.
Los tydonnios que estaban al cargo de los cuernos, y que veían claramente a los fanim desde el santuario, los hacían sonar una y otra vez. Pero el viejo Conde de Agansor avanzaba al trote. Veía el gran nublo elevándose en los barrios más alejados de la ciudad, pero los arcos medio en ruinas del acueducto de Skilura, que se encontraba muy cerca, ocultaban la vista. Al percatarse de que los cuernos continuaban sonando, maldijo y envió patrullas de reconocimiento.
Pero ya era demasiado tarde.
Los primeros kianene, con los caballos cubiertos de sudor por la carrera, habían llegado al Jeshimal y empezaban a cruzarlo. Para los que estaban al cargo de los cuernos y que miraban desde el santuario de Azoreah, parecía que Shimeh se hubiera inclinado y que la guerra se hubiera derramado fuera de la ciudad. Al cabo de poco, efectivos que empequeñecían a las reservas tydonnias corrían por Shairizor. Varios mastodontes, que habían sido los primeros en pasar sobre la muralla derrumbada, marchaban pesadamente, arrastrando los mismos tablones que se habían dispuesto encima de los montículos de escombros para que se desplazaran sobre ellos. Y los jinetes lo vieron con mayor claridad que nadie: la astucia del plan del Padirajah.
Para entonces, el Conde Gothyelk había llevado a sus caballeros a un galope progresivo que había dejado atrás a sus más numerosos soldados a pie. Al cruzar el acueducto, vio inmediatamente el dilema, pues cientos de infieles habían cruzado ya el río y estaban formando en los campos baldíos y las arboledas. Levantando su maza, mandó formar a sus hombres. Cuando vio que sus iguales, los Condes Iyengar, Damergal y Werijen Grancorazón, también habían dejado atrás el acueducto en ruinas, gritó y se precipitó hacia los bulliciosos márgenes del río Jeshimal.
Elevando un potente grito, los nobles y caballeros de Ce Tydonn le siguieron.
Caminaron en la oscuridad absoluta por pasillos más antiguos que el Colmillo. Un padre conduciendo a su hijo.
El estruendo de la cascada se alejó, convirtiéndose en un rumor tan monótono como la oscuridad. El ruido de sus pasos resonaba en las paredes igualmente cubiertas de representaciones. Kellhus hablaba, explicaba todo lo que las deducciones le habían enseñado sobre su padre. Hablaba principalmente de generalidades. Los detalles que se aventuraba a dar, en especial los referentes a la manipulación de Cnaiur por parte de Moenghus, los presentaba por medio de una asignación de probabilidades.
—Después de huir de los utemot te dirigiste al sur, no al este. Sabías que la misma swazond que te vería sobrevivir en la Estepa te vería muerto en el Nansurium. Así fue como te encontraste en tierras fanim.
»Al principio te retuvieron preso, pues aunque su odio era poco comparado con la furia homicida nansur —la batalla de Zirkirta aún no había renido lugar— no amaban a los scylvendios. Después de aprender su lengua, profesaste devoción por Fane. Debido a tus conocimientos, te fue fácil convencer a tus captores de que te vendieran como esclavo. Alcanzaste un precio respetable.
»Poco después te dejaron en libertad, pues el amor que infundiste en tus maestros pronto se convirtió en intimidación. Ni siquiera los Sacerdotes Fánicos podían igualar tu dominio del pillai–a–fan o de cualquiera de las escrituras secundarias con que pudiste hacerte. Los que te habían azotado ahora te imploraban que viajaras a Shimeh… con los cishaurim, hacia la posibilidad de un poder que estaba más allá de lo que los dunyainos habían concebido jamás.
Cinco pasos. Kellhus olía el agua secándose sobre la piel desnuda de su padre.
—Mi inferencia estaba justificada —dijo Moenghus desde la negrura que tenía ante sí.
—Sí. Eclipsamos a los nacidos en el mundo. Para nosotros son menos que niños. No importa con qué nos encontremos, ya sea su filosofía, su medicina, su poesía o incluso su fe. Nosotros vemos con mayor profundidad, y nuestra fuerza es así mucho mayor.
»Así pues, asumiste que actuar contra corriente no sería distinto, que convertirte en un Indara–Kishauri te haría divino en comparación. Y dado que los propios cishaurim apenas comprenden la metafísica de su práctica, no había nada que pudieras aprender que contradijera ese supuesto. No podías saber que la Psukhe era una metafísica del corazón, no del intelecto. De la pasión…
»De modo que dejaste que te cegaran, pero descubriste que tus poderes eran proporcionales a tus pasiones vestigiales. Lo que creíste que era el camino más corto era en realidad un callejón sin salida.
El aire se estremecía al ritmo del golpeteo de los tambores.
Por encima de los restos de las calles y los edificios, los Maestros Escarlatas designados como observadores esperaban sostenidos en el aire, lejos del eco del suelo. Entre ellos se alzaban penachos. Entre sus pies rugían tormentas de fuego. Negras nubes daban vueltas por encima de ellos. Sólo con dificultad podían ver las formaciones de sus hermanos, esparcidas por los límites del paisaje torturado y roto. Sintieron el Chorae antes de ver al primero de los arqueros Thesji: ausencias como espectros, moviéndose abajo, sobre la tierra destrozada. Se intercambiaron gritos de aviso, aunque ninguno sabía qué hacer. Los Chapiteles Escarlatas no habían librado una batalla como aquélla desde las guerras escolásticas.
Se produjo un destello blanco rodeado de un borde negro. Uno de ellos, Rimon, cayó al suelo y quedó destrozado.
Los demás corrieron por el cielo.
Gritos de consternación desviaron la atención de Eleazaras hacia las nubes que se encontraban detrás de él. Vio gotas de fuego cayendo desde las alturas suspendidas y rugiendo sobre el ya carbonizado suelo. Miró a su alrededor y vio el miedo y el desconcierto de su gente. Pero por alguna razón, él no sentía terror. En vez de eso, lágrimas ardientes quemaban sus mejillas. Pesos enormes e intangibles se desplomaban, tan rápidamente que pensó que podría estallar en el cielo como una burbuja de aire liberada desde aguas profundas.
Sucedió… ¡Sucedió!
Miró hacia las alturas que tenía frente a él, la dorada cúpula del Ctesarat, el Tabernáculo cishaurim, temblando al calor de los fuegos entrelazados. Después recorrió con la mirada cada uno de los flancos y observó los edificios en llamas que bordeaban el ruedo que habían creado. Estaban todos a su alrededor, como siempre. Mugre cishaurim. Rodeándole. Rodeándole.
—¡Vienen! —dijo con una voz resonante y hechicera—. ¡Finalmente vienen!
Dispuestos en las ruinas arrasadas, pequeños bajo los fuegos que habían encendido, los Maestros de los Chapiteles Escarlatas gritaron aclamaciones exultantes. Su Gran Maestro había vuelto con ellos.
Entonces, hilos incandescentes, deslumbrando en azul y blanco, azotaron las paredes de fuego circundantes.
—Seotki y los demás te respetan —prosiguió Kellhus—. Como Mallahet, tienes una reputación que llega hasta Kian, e incluso más allá. Y brillas en la Tercera Vista. Pero en secreto, todos te creen maldito por el Dios Solitario. ¿Por qué si no iba a eludirte el Agua?
»Y sin ojos, tu habilidad para discernir lo que antecede es muy limitada. Las serpientes no son sino agujeros. Durante años libraste una batalla inútil contra tus circunstancias, y aunque tu intelecto podía dejar atónitos a los que estaban a tu alrededor y darte acceso a sus más privilegiados consejos, en cuanto se encontraban más allá de la fuerza de tu presencia, los susurros de desprestigio se reavivaban. “Es débil”.
»Después, hace unos diez años, descubriste al primero de los espías–piel del Consulto, probablemente debido a discrepancias en sus voces. Los cishaurim se vieron envueltos en un tumulto, eso es cierto. Y aunque nadie tenía la más ligera idea sobre esas criaturas, se culpó a los Chapiteles Escarlatas. Pues sólo la mayor de las Escuelas, pensaron, se atrevería a cometer semejante acción. ¿Infiltrarse entre los cishaurim?
»Pero tú eras dunyaino, y aunque nuestros hermanos no saben nada de los arcanos, nuestra comprensión de lo mundano no tiene parangón. Comprendiste que esas cosas no eran artefactos hechiceros, que eran instrumentos de la carne. Pero no pudiste convencer a los demás, que querían advertir a los Chapiteles Escarlatas del peligroso rumbo que habían tomado. Tenía que haber consecuencias. Por eso los cishaurim asesinaron al Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas, con lo que propiciaron una guerra que terminará hoy mismo…
Justo entonces, Kellhus dio sin querer una patada a algo que había en el suelo de grava. Algo hueco y fibroso. ¿Un cráneo?
—Pero tú —prosiguió sin titubear— conservaste las criaturas, y al cabo de años de tormentos finalmente las doblegaste. Supiste de Golgotterath, de sus murallas amontonadas sobre los cuernos de una antigua ruina, un recipiente caído del vacío en los días en que los nohombres todavía gobernaban Earwa. De los inchoroi y la gran guerra que libraron contra los reyes nohombres muertos hace mucho. Aprendiste que los últimos supervivientes de aquella raza maligna, Aurang y Aurax, pervirtieron el corazón de su captor nohombre, Mekeritrig, y que éste, a su vez, corrompió a Shauriatis, el Gran Maestro de Mangaecca. Aprendiste que aquel grupo perverso rompió la coraza de Golgotterath e hizo suyos sus horrores.
»Supiste del Consulto.
—Estas palabras que dices —dijo Moenghus desde la negrura—, «maligno», «corromper», «pervertir»… ¿por qué las utilizas si sabes que no son más que mecanismos de control?
—Naturalmente, habías oído hablar del Consulto —continuó Kellhus ignorando la pregunta—, y como la mayoría en los Tres Mares, creías que habían muerto hacía mucho, lo demás eran fantasías del Mandato. Pero los relatos que arrancaste a tus prisioneros… eran demasiado coherentes, demasiado detallados para ser invenciones.
»Cuanto más profundo hurgabas, más perturbadora se hacía la historia. Habías leído Las sagas, y habías dudado de ellas y creído que eran demasiado imaginativas. ¿Destruir el mundo? Ninguna maldad podía ser tan grande. Ninguna alma podía estar tan perturbada. Al final, ¿qué podía ganarse? ¿Quién sigue caminos más allá de los precipicios?
»Pero los espías–piel lo explicaron todo. Hablando a gritos y alaridos te enseñaron el qué y el porqué del Apocalipsis. Aprendiste que las fronteras entre el Mundo y el Exterior no estaban fijadas, que si el Mundo podía limpiarse de las suficientes almas, podría cerrarse. Contra los Dioses. Contra los cielos y los infiernos de la otra vida. Contra la redención. Y lo que es más importante: contra la posibilidad de la condenación.
»Comprendiste que el Consulto trataba de salvar su alma. Y más importante: a juzgar por lo que decían tus prisioneros, se estaban acercando al final de su tarea de milenios.
A falta de luz, Kellhus estudió a su padre a través de las lentes de diferentes sentidos: el aroma de la piel desnuda, el movimiento de las corrientes de aire, el sonido de los pies descalzos avanzando en la oscuridad.
—El segundo Apocalipsis —dijo sencillamente Moenghus.
—Sólo tú conocías su secreto. Sólo tú podías detectar a sus espías.
—Había que pararlos —replicó Moenghus—. Había que destruirlos.
—Por eso le diste vueltas a lo que los espías–piel te dijeron y estuviste durante años inmerso en las profundidades del Trance de la Probabilidad.
Desde el principio, desde su descenso de los glaciares a las extensiones de Kuniuri, Kellhus había reflexionado sobre el hombre que ahora le conducía por aquellas galerías oscuras. Un plan probable tras otro. La ramificación de innumerables alternativas, creciendo y disminuyendo tras cada milla recorrida, con cada percepción y cada aprensión.
«Estoy aquí, padre. En la casa que has preparado para mí.»
—Empezaste —dijo Kellhus— pensando en lo que se convertiría en el Pensamiento de las Mil Caras.
—Sí —replicó Moenghus; una simple afirmación. Incluso mientras lo decía, Kellhus notó los cambios en la acústica, en los olores, incluso en la temperatura ambiente. El negro e inclinado pasadizo se había abierto a una especie de cámara. En la que había cosas que aún vivían y cosas que habían muerto. Muchas cosas.
—Hemos llegado —dijo su padre.
Bajo los aleros de las nubes, los caballeros inrithi de Ce Tydonn rugían en los campos muertos y los huertos pisoteados. Los estandartes ondeaban en la extensión humeante de Shimeh: los tres escudos negros de Nangaelsa, el Ciervo Blanco de Numaineiri, las Espadas Rojas de Plaideol, y otros antiguos distintivos de pueblos del norte. Bajo el Circunfijo negro y oro, Gothyelk, Conde de Argansor, galopaba delante de ellos, y el mundo entero retumbaba.
La distancia se acortaba. Cada vez más fanim subían por los inclinados márgenes del Jeshimal y se apresuraban a unirse a las filas que se arremolinaban. Las flechas empezaron a caer entre los inrithi en oleadas desorganizadas, que, o bien repiqueteaban contra sus enormes escudos sin causar daño o se clavaban en las gruesas almohadillas de fieltro. Varios caballos cayeron, gruñendo, arrojando sus jinetes al suelo, pero las masas los sorteaban y continuaban su marcha. Las espuelas aceleraron el galope de los corceles. Bajaron las lanzas. Guerreros de larga barba empezaron a rugir, aclamando a Gilgaol, poderosa Guerra.
Los infieles empezaron a cargar contra ellos, sin orden ni concierto al principio, como semillas cayendo de vez en cuando desde un árbol repleto cargado, después en masa. El horizonte entero se movió, oscuro y multicolor a la vez. Entre los tydonnios, algunos vislumbraron el estandarte triangular de Cinganjehoi, el famoso Tigre de Eumarna.
Los Hombres del Colmillo se apoyaban en sus lanzas, sonriendo y haciendo muecas al mismo tiempo. Parecían sacudir el mundo hasta sus cimientos. «¡Shimeh!», gritó una voz. Había sido el viejo y entrecano conde, que cabalgaba a la cabeza de la formación. Al cabo de poco gritaban todos: «¡Shimeh! ¡Shimeh! ¡Shimeh!».
A continuación, todo fue ruido de madera al partirse y gruñidos de caballos, espadas hiriendo y mazas golpeando. Hombres gritando, muriendo. Gauslas, hijo del Conde Cerjulla, fue el primero entre los nobles de casta en caer, decapitado por el mismo Cinganjehoi. Pero sus warnutish, aullando por la pena, eran invencibles, como cualquiera de los tydonnios. Los hombres de hierro golpeaban escudos y destrozaban caras. Hacían añicos las cimitarras con sus largas espadas con muescas. Rompían la cabeza a los caballos que piafaban.
Entonces, como un milagro, aminoraron la marcha para detenerse ante las aguas azules y negras. Habían tomado la margen del río.
Los Grandes de Eumarna fueron doblegados, muertos o golpeados, pero no hubo descanso. Como abejas furiosas, los fanim se reagruparon más allá de sus flancos, incluso detrás de ellos, cabalgando en arco, disparando una flecha tras otra. En el suelo, los heridos aullaban entre bosques de piernas que los pisoteaban. Se retomaron las cabezas de puente, y los condes inrithi rugieron a sus hombres para exhortarles a retenerlas. En los puentes y en los rápidos tenían lugar refriegas despiadadas. Pero los fanim ya estaban desenganchando las balsas que sus mastodontes habían arrastrado desde la arrasada Puerta de Tantanah. La orilla opuesta del Jeshimal estaba abarrotada por el enemigo. Los jinetes fanim se agrupaban sobre la primera balsa. Cada vez caían más flechas entre los inrithi.
El Conde Gothyelk miró las blancas paredes embaldosadas de la ciudad y se percató de que el Rey–Regente Chinjosa y sus ainonios estaban presa de la confusión. Muchos seguían abarrotando los parapetos.
Maldiciendo, ordenó al hombre a cargo del cuerno que tocase retirada. Habían perdido el Jeshimal.
Kellhus pronunció una palabra hechicera y apareció un punto de luz que iluminó las paredes unidas por bóvedas bajas. Aunque adornada con motivos inrithi, la cámara era más austera que las que había encontrado desde que se sumergiera en la oscuridad reinante bajo Kyudea. Los frisos que recubrían las paredes no ocultaban grabados anteriores. Parecían más discretos en sus temas y su contenido, como si fueran obra de una época más antigua e imperturbable, aunque Kellhus resolvió que aquello tenía más que ver con la función de la estancia. Había sido una especie de cámara de acceso a las antiguas cloacas de la mansión.
Unos bancos de trabajo y unos extraños mecanismos de madera y hierro proyectaban sus sombras sobre las paredes. En el lado de enfrente de la cámara, donde el techo era tan bajo que un hombre habría tenido que agacharse, se abría una cisterna bajo unos vertedores convergentes, tan polvorienta como el resto de la sala. Más cerca habían hecho dos pozos u hoyos, cada uno de los cuales tenía unos labios en forma de manos que sobresalían de la oscuridad sosteniendo cuatro figuras con los brazos y las piernas extendidos, una para cada uno de los puntos de la brújula. Con las cabezas inclinadas hacia atrás, emitiendo aullidos mudos, se agarraban al suelo con una desesperación inmóvil.
Los dos espías–piel estaban suspendidos sobre esos hoyos, con los brazos y las piernas sujetos por cadenas de hierro.
Kellhus se aproximó al más cercano pasando ante un conducto suspendido, parte de un oxidado mecanismo de alimentación forzada. ¿Cuántos años hacía que aquello colgaba en la habitación, suspendido en la oscuridad absoluta, estremeciéndose entre los demás instrumentos, escuchando el insistente susurro de la voz de su padre?
Con un gesto, aproximó el punto de luz. Las sombras se balancearon con su movimiento.
Los dedos faciales de las criaturas permanecían abiertos permanentemente por el alambre recubierto de óxido marrón sujeto a un aro de hierro. Un sistema de cables y poleas permitía mover hacia atrás o hacia abajo las caras interiores de aquellas cosas.
—¿Cuándo comprendiste que no poseías la fuerza —preguntó Kellhus—, que se necesitaba más para impedir el segundo advenimiento del No Dios?
—Desde el principio me di cuenta de que era probable —dijo Moenghus—, pero tardé años en evaluar las posibilidades, en reunir los conocimientos. No estaba en absoluto preparado cuando llegó a mí el principio del Pensamiento.
Su cráneo había sido serrado y tenían al descubierto los lóbulos y las circunvoluciones perforadas por centenares de agujas de plata. Neuropuntura. Kellhus extendió un dedo y rozó una cerca de la base del cerebro. La criatura se agitó y quedó rígida. Los excrementos cayeron al hoyo. El hedor se extendió por la habitación.
—Supongo —prosiguió Kellhus— que no careces del todo de Agua… que así fue como pudiste llegar hasta Ishual, enviar sueños a los dunyainos que conocías antes de tu exilio.
Entre cadenas cruzadas, vio que su padre asentía, tan desprovisto de pelo como los antiguos nohombres que habían tallado la piedra que les rodeaba. ¿Qué secretos había aprendido de aquellos prisioneros? ¿Qué aterradores susurros?
—Tengo cierta habilidad para esos elementos de la Psukhe que requieren más sutileza que poder. Intuición, Llamada, Traducción… Sin embargo, las llamadas que te hice casi me destrozaron. Ishual está en el otro extremo del mundo.
—Yo era el Camino más Corto.
—No. Tú eras el único camino.
Kellhus examinó los dos cuadrados de madera de roble que habían colocado en el suelo, en el lado más alejado de los pozos. Parecían puertas, sin goznes ni manetas, provistas de clavos en cada esquina, de manera que pudieran colgarse directamente bajo los espías–piel. El niño y la mujer clavados a ellos —medios que su padre había utilizado para avivar o para saciar la lujuria de las criaturas— no hacía mucho que habían muerto. Su sangre brillaba como la cera.
¿Una técnica de interrogatorio, u otro mecanismo de alimentación?
—¿Y mi hermanastro? —preguntó Kellhus. Parecía que casi pudiera verle con el ojo de su alma: la pompa, la grandiosidad autoritaria; tantas veces había oído su descripción. Kellhus dio unos pasos por el lado más alejado de los espías–piel para poder ver mejor a su padre. El hombre parecía marchito, casi desnudo en la luz cegadora. Extrañamente inclinado… o destrozado.
«Utiliza cada latido de su corazón para evaluar. Su hijo ha vuelto a él loco.»
Moenghus asintió y dijo:
—Te refieres a Maithanet.
Con la cabeza en su hombro, Esmenet miró hacia arriba, entre los árboles. Respiraba profundamente, despacio, probando la sal de sus lágrimas, oliendo el frío y la humedad de la piedra cubierta de musgo y la amargura del verde del entorno. Como pequeñas banderas, las hojas se mecían y ondeaban con su claro murmullo amarillento contra el fragor de fondo. Parecía maravilloso e imposible. Tallos sobre ramas, ramas sobre bifurcaciones del tronco, hacia arriba, agitándose como un abanico, al azar y al mismo tiempo en perfecto movimiento radial, alcanzando mil cielos diferentes.
Ella suspiró y dijo:
—Me siento joven.
El pecho de Achamian se agitaba bajo su mejilla, movido por una risa silenciosa.
—Lo eres… Sólo el mundo es viejo.
—Oh, Akka, ¿qué vamos a hacer?
—Lo que debemos.
—No me refiero a eso. —Echó una rápida mirada a su perfil—. Él lo verá, Akka. En el momento que nos mire a la cara nos verá aquí… Lo sabrá.
Se volvió hacia ella. El lacerante dolor de los antiguos miedos desenterrados.
—Esmi…
El resoplido de un caballo, alto y cercano, le interrumpió. Ambos se miraron, confundidos y alarmados.
Achamian retrocedió sigilosamente a lo largo de la V que marcaba el paso de ambos sobre la hierba, agachado detrás del muro recubierto de musgo. Ella le siguió. Por encima del hombro vio una hilera de soldados de caballería —obviamente Kidruhil imperiales— formados en una larga fila, marchando sobre sus caballos por las cumbres. Adustos, inexpresivos, los hombres con armaduras de malla miraron a la estruendosa ciudad. Los caballos pateaban y resoplaban nerviosos. Por el clamor creciente, ella supo que se aproximaban muchos más.
¿Conphas? ¿Aquí? ¡Se suponía que había muerto!
—¡Veo que no te has sorprendido! —murmuró ella, comprendiendo repentinamente, acercándose y apoyándose en él—. ¿Te habló el scylvendio de esto? ¿A tanto llega su traición?
—Me lo dijo —dijo Achamian, con voz tan hueca y abatida que sintió pinchazos de terror en la piel—, y me dijo que avisara a los Grandes Nombres… É–él no quería que nada perjudicara a la Guerra Santa, más que nada por el bien de Proyas, creo… P–pero una vez se hubo ido, lo único en que pude pensar fue… —Su voz se apagó. Después, volviéndose hacia ella, con los ojos redondos le dijo—: Quédate aquí. ¡Escóndete!
Su tono fue tan intenso que ella se echó hacia atrás. Apretando la espalda contra la horquilla de un tronco delgado dijo:
—¿De qué estás hablando? Akka…
—No puedo permitir que suceda, Esmi. Conphas tiene un ejército entero… ¡Piensa en lo que ocurrirá!
—¡Es en eso exactamente en lo que estoy pensando, idiota!
—Por favor, Esmi. Tú eres su esposa… ¡Piensa en lo que le ocurrió a Serwe!
Con los ojos del alma, vio a la muchacha intentando devolver la sangre con la palma de la mano al tajo de la garganta.
—¡Akka! —sollozó.
—Yo te quiero Esmenet. Con el amor de un idiota… —Se detuvo y parpadeó, tratando de contener dos lágrimas—. Es todo lo que siempre he podido ofrecerte.
De repente, se irguió. Antes de que ella pudiera hablar, Achamian avanzaba por encima de la pared rota. Había algo en sus movimientos que parecía de pesadilla, una urgencia que sus miembros no podían contener. Ella habría reído si no lo hubiera conocido tan bien.
Alejándose, se incorporó a la hilera de soldados de caballería, caminando entre ellos, llamando…
Sus ojos refulgían. Su voz era un trueno.
El Emperador Ikurei Conphas I estaba de un humor anormalmente exultante.
—Una ciudad sagrada en llamas —dijo a los graves rostros que se encontraban a su lado—. Masas humanas enzarzadas en la batalla. —Volviéndose hacia el Gran Maestro, que parecía desplomado en su silla, dijo—: Dime, Cememketri, tú que dices ser sabio, ¿qué se dice de los hombres que pensamos que cosas así son hermosas?
El hechicero, con sus negras vestiduras, parpadeó como si tratara de quitarse las légañas de los ojos.
—Que hemos nacido para la guerra, Dios de los Hombres.
—No —replicó Conphas, juguetón y enojado al mismo tiempo—. La guerra es intelecto, y los hombres son necios. Es para la violencia para lo que hemos nacido, y no para la guerra.
Sobre su caballo, el Emperador miraba a través del campamento inrithi allí donde Shimeh humeaba y titilaba con luces de guerra. Además del enfermo Gran Maestro Saik y el General Areamanteras, le acompañaban otros oficiales y miembros de los cuerpos de mensajeros, formados a lo largo de la cima de los montículos. Sus Kidruhil marchaban en abanico delante de él, formando filas sobre las laderas, cerca de una serie de construcciones en ruinas que no se molestaba en identificar. Sus columnas se acercaban desde atrás, ya dispuestas en formaciones de combate rojo y oro. La ejecución del plan logístico había sido impecable. Habían desembarcado la noche anterior en una pequeña ensenada situada a unas cuantas millas. Incluso los vientos habían sido favorables. Y ahora…
Casi se echó a reír a causa de lo que veía. Los Chapiteles Escarlatas en combate a la sombra del Juterum. La mitad de la Guerra Santa corriendo descuidadamente por las calles humeantes y causando estragos. Fanayal atacando el sur de la ciudad, intentando flanquear a los obstinados tydonnios. Todo era tal como su partida de reconocimiento le había informado.
Los Hombres del Colmillo no tenían ni idea de su llegada, lo que significaba que Sompas, dondequiera que estuviese, había conseguido frenar al scylvendio. ¡Cuatro columnas completas! Un golpe en la espina dorsal de la Guerra Santa.
«¿A quién favorecen los dioses ahora, eh, Profeta?»
Un defecto desde el útero… Por favor.
Rió en voz alta, totalmente impasible ante las caras lívidas de sus oficiales. De pronto pareció que pudiera ver el futuro hasta sus mismísimos límites. Aquello no acabaría allí, ¡de ninguna manera! Continuaría. Primero hacia el sur, hacia Seleukara, después hacia Nenciphon, al este de Invishi, ¡camino de Auvangshei y de las legendarias puertas de Zeum! Él, Ikurei Conphas I, sería el nuevo Triamis, ¡el próximo Emperador–Aspecto de los Tres Mares!
Frunciendo el entrecejo volvió hasta la comitiva. ¿Cómo podían no verlo? Estaba todo tan claro. Aunque estaban mirando a través del humo de la mortalidad. Lo único que veían ahora era su preciosa Ciudad Santa. El tiempo se lo mostraría. Mientras tanto, sólo necesitaban…
—¿Qué es eso? —dijo súbitamente entre dientes el General Areamanteras.
Conphas vio y reconoció al hombre inmediatamente. Drusas Achamian, caminando sobre la hierba, vuelto hacia ellos, con los ojos y la boca ardiendo…
Buscando a tientas su Chorae gritó:
—Cememket…
Pero el calor extrajo el aire de sus pulmones. Oyó gritos disolviéndose como la sal en el caldo hirviente. Caía.
—¡A mí, al Emperador! —dijo una voz envejecida—. ¡A mí!
Estaba en el suelo, rodando sobre la hierba, que se había convertido en ceniza negra. De alguna forma, el Gran Maestro del Saik imperial estaba de pie, por encima de él, con su pelo blanco agitándose y su voz hechicera fuerte a pesar de su insegura posición. Murallas etéreas deformaban el aire entre ellos y el hechicero del Mandato, que se había vuelto hacia las desordenadas filas Kidruhil. Hilos de luz barrían el entorno, perfectos como ninguna otra cosa, destellando entre los soldados de caballería imperiales más cercanos, que se desplomaron, no con sus cuerpos completos, sino en trozos empapados que rodaron entre los montículos y la hierba.
Una luz cegadora redefinió las sombras. Entre dedos levantados, Conphas vio un sol cayendo desde nubes negras y desplomándose sobre la figura del Maestro del Mandato. Franjas de fuego desbordante se expandían en arco en todas direcciones. Conphas se oyó a sí mismo gritar de alivio, de júbilo.
Pero a medida que sus ojos se adaptaban al entorno, veía las llamas, lejos, en la nada, girando en torno a una esfera invisible, y lo vio, tan claro como la noche bajo las cumbres de Andiamine o en el palacio de Sapatishah, en Caraskand: Drusas Achamian ileso, intacto, riendo en la incandescencia mientras cantaba.
De ninguna parte, una sacudida masiva. El aire se resquebrajó.
Cememketri cayó sobre una de sus rodillas, produciendo un curioso sonido ahogado. Parábolas de luz hendían el aire bajo sus Guardas medio rotas. Sonido de dientes de hierro rompiendo los huesos del mundo… la voz de Cememketri se quebró a causa del pánico. Las palabras envolvían los jadeos.
Otra sacudida, y Conphas se encontró boca abajo, sobre la ceniza. Los oídos le pitaban, aunque todavía podía oír la voz ronca bramando…
—¡Corre!
Y el Emperador corrió, gritando.
La sangre del Gran Maestro Saik corría como aguanieve por su espalda.
Maldiciendo, el solitario guardián que se encontraba a la entrada de seda y lona de la Umbilica le lanzó una flecha a los pies. Parpadeó ante la figura que se aproximaba, que no se… movía con normalidad. En un momento dado pareció un hombre, pero en otro pareció algo más, como la crisálida de una mariposa, o un fardo de ropa desarreglado, como algo aplanado, aunque no se arredraba.
Y el aire parecía… crepitar, como si en alguna parte, fuera de la vista, ardieran haces de papiro.
Él permaneció rígido, sin aliento. Todo en su cuerpo —e incluso más adentro— pedía a gritos que echara a correr.
Pero el guardián era uno de los Cien Pilares. Ya era suficiente vergüenza que intentaran burlarle, pero ¿fallar en aquello? Sacando su larga espada, gritó:
—¡Alto! —más por el desconcierto que por otra cosa.
Como por ensalmo, aquello dejó de moverse.
Al menos hacia adelante, porque se abrió hacia afuera, como si suaves superficies interiores estuvieran pelándose y quedaran expuestas al cielo.
Una cara como el sol del verano. Miembros con la piel arrancada por el fuego.
Extendiendo las manos, aquello lo agarró por la cabeza, desollándola como a un grano de uva.
«¿Dónde —dijo una voz que surgía de la cabeza humeante— está Drusas Achamian?»
Fuego y luz bruñendo el vientre de las nubes negras y revueltas, esculpiendo las columnas exteriores del Primer Templo, brillantes frente a una maraña de negro inescrutable.
Desoyendo el trueno de la voz de su Gran Maestro, las unidades de Chapiteles Escarlatas de los flancos se retiraron ante las agitadas luces, cayendo en un gran círculo, en la devastación que habían llevado al pie de las Cumbres Sagradas. Los cishaurim, mayores en número, les atacaban con las serpientes enroscadas a sus cuellos inclinadas hacia adelante. En tríos, los más débiles se agachaban y se ponían a salvo entre las ruinas, derramando energía blanco azulada desde sus frentes, como el agua cayendo hacia suelos ocultos. Los más fuertes aguantaban orgullosos, derramando auténticos torrentes. En las arrasadas calles había lugares que cegaban, en los que la pura luz se rompía contra los fantasmas de la piedra resquebrajada.
Entre Palabras y renovadas Guardas, los hechiceros de rango gritaban instrucciones y daban ánimo a sus escuderos Javreh. De vez en cuando, cuando algún esclavo–soldado tropezaba sobre el suelo traicionero, se hacía audible un Chorae zumbando fuera del fuego y de la oscuridad. Hem–Arkidu fue alcanzado y permaneció en perfecto equilibrio mientras látigos incandescentes destruían sus débiles defensas, una columna de sal en medio de las ruinas amontonadas y ardientes.
El círculo se cerraba. Los Maestros abandonaron sus Guardas Envolventes y empezaron a cercar los espacios que tenían ante sí con Guardas Direccionales mucho más sólidas: la rápidamente conjurada Portcullis, las difíciles pero poderosas Murallas de Ur.
Entonces ellos respondieron de la misma manera.
Shimeh se estremecía con resonancias profanas hasta sus huesos. La terrible majestuosidad de la cabeza de dragón. El horror hirviente de las Furias Memkotic. El ruido que absorbía el aire de la catarata Meppa. Docenas de cishaurim menores desaparecieron en torrentes de oro hirviente. Otros fueron arrastrados, humeando, desde el cielo. Abandonando sus posiciones, a la retaguardia de sus unidades, muchos Rhumkari, los famosos arqueros Chorae de los Chapiteles Escarlatas, avanzaron sigilosamente entre los escombros y empezaron a lanzar flechas contra los pocos y fuertes que parecían inmunes a los fuegos hechiceros. Parpadeaban ante la vista de las serpientes y las caras, negras contra el blanco puro.
Pero los arqueros del círculo se volvieron, con los ojos mirando al cielo, a causa de los gritos, y vieron a cishaurim desplomarse a través del humo y caer en medio de ellos. En un momento, antes de que las paredes de escombros cayeran sobre ellos, habían matado a más de una docena. Pero los cishaurim ni cedían ni flaqueaban, pues se trataba de los Aguadores de Indara, los primogénitos del Dios Solitario, y a diferencia de sus malvados enemigos no les importaban sus vidas.
En mitad de su enemigo, derramaron su Agua.
La carnicería fue enorme.
Los fanim se mofaban de ellos y les acribillaban con flechas mientras corrían por los márgenes del río Jeshimal. La retirada pronto se convirtió en una huida en desbandada. Al cabo de poco, bandas dispersas de tydonnios corrían a toda velocidad hacia las ruinas arqueadas del acueducto ceneiano. Algunos se detuvieron para recuperar a sus caballos derribados y fueron atropellados por la marea de jinetes infieles que les perseguía. A excepción del estruendo que producía la hechicería, los tambores kianene y los aullidos eran los dueños del cielo.
Pero los fuertes soldados a pie de Ce Tydonn, bajo el mando de Gotheras, el hijo mayor de Gothyelk, ya se estaban reuniendo bajo el acueducto. A cada momento crecía el número de lanzas y escudos multicolor que abarrotaban los espacios entre los pilones derrumbados. Al norte, donde el acueducto se convertía en un montículo ante las Murallas de Tatolear, los ainonios también se retiraban hacia posiciones defensivas. El Palatino Uranyanka aullaba a sus moserothi para que cerraran la brecha con los tydonnios, nangaels bajo el Conde Iyengar. Soter conducía a sus sanguinarios kishyati en una carga desesperada desde el norte.
Levantando cortinas de polvo, los caballeros de Ce Tydonn rugían dispersos en las filas de sus compatriotas. La mayoría se abrían paso hacia la retaguardia. Pero algunos, como Werijen Grancorazón, espoleados por su séquito y rugiendo gritos de ánimo, se preparaban para la arremetida de los infieles.
Las flechas caían sobre ellos como el pedrisco sobre la hojalata.
—¡Aquí! —rugió el Conde Gothyelk de Agansor—. ¡Aquí esperamos!
Pero los fanim se abrieron ante ellos lanzando tormentas de flechas. Los caballeros de Kishyat, con las caras pintadas de un blanco aterrador sobre sus barbas trenzadas, les habían infligido un terrible daño en los flancos. Pero lo que era más: Cinganjehoi recordaba bien las obstinación de los idólatras una vez sus pies se posaban sobre el suelo. Hasta ese momento, sólo una parte del ejército fanim había cruzado el Jeshimal.
Fanayal ab Kascamandri se acercaba. Señor de las Tierras Limpias, Padirajah del Sagrado Kian.
Más allá del mercado de Esharsa, entre barrios bajos y una maraña de callejones, los conriyanos luchaban y perseguían a los fanim y perdían cada vez más hombres que se entregaban a la rapiña y al saqueo, y sólo se detuvieron cuando alcanzaron las extensas marismas que habían sido alguna vez el gran puerto de Shimeh. Proyas hacía tiempo que había abandonado cualquier intento de imponer orden o disciplina entre sus hombres. La locura de la batalla se había apoderado de ellos, y aunque lo sufría en su interior, comprendía lo que significaba jugarse la vida y la brutal libertad que los hombres se tomaban como recompensa.
Parecía que Shimeh no era la excepción.
«No lo era…»
Aislado durante la persecución, se encontró deambulando por las oscuras calles. Llegó hasta la pequeña plaza de un mercado, donde las fachadas y las cornisas derrumbadas le dejaron ver las cumbres del Juterum, las murallas Heterine pintadas por las luces parpadeantes y las altas columnas del Primer Templo en un azul inmóvil. Grandes cortinas de humo ascendían desde el pie de las cumbres hacia el oeste, elevándose del modo en que la arena se hunde en el agua clara. Bullendo hacia arriba, se fundían con las nubes poco naturales, de forma que el cielo entero parecía una cosa de humo que se expandía sobre la superficie de un inmenso techo.
«No lo era…»
Contemplando los habitáculos hundidos de los edificios que tenía ante él, vio en el oscuro interior de uno de ellos lo que parecía un colmillo. Frunciendo el entrecejo contra la presión de la máscara del yelmo, cruzó el umbral pasando ante objetos de cerámica sin valor colgados de cuerdas y estantes abarrotados de cuencos y platos de madera.
Allí estaba… del tamaño de su antebrazo quizá, pintado con brea en una modesta puerta. Su burda sencillez le hizo sentir una punzada en la garganta. El atolondramiento o algo parecido al miedo o la expectación sobrecogió su corazón y sus miembros, igual que cuando su madre le llevó al templo siendo niño.
Levantando una mano, palpó la madera a través de las protecciones de las puntas de los dedos. Cuando la puerta se abrió, contuvo la respiración.
Aparte de unas esteras para dormir, la habitación estaba desprovista de mobiliario; quizá fuera la morada de esclavos. Un hombre, al parecer un soldado raso amoti, estaba sentado, desplomado contra la pared de la izquierda, donde parecía haberse desangrado hasta la muerte. Más allá del alcance de sus dedos púrpura se encontraba el mango de un cuchillo. Otro hombre, uno de los kianene contra los que habían luchado en Esharsa, estaba tendido en el suelo, despatarrado boca abajo. El suelo estaba inclinado hacia la pared de enfrente, de manera que la sangre había corrido sobre éste y manchado tablas, impregnado virutas y extendido una delgada capa pegajosa a lo largo de las juntas. Casi invisibles en la oscuridad, una mujer y una muchacha estaban encogidas en el rincón de enfrente, mirándole con los ojos redondos horrorizados.
Se acordó de la máscara de su yelmo y la levantó, saboreando el frescor repentino en su cara. El miedo de las mujeres no disminuyó, aunque él creyó que lo haría. Miró hacia abajo, como si viera por primera vez la sangre embadurnada que impregnaba de carmesí su manto blanco y azul.
Recuerdos de violencia, de muerte cruel, de gritos y maldiciones de horror. Recuerdos de Sumna, de su frente apretada contra la rodilla de Maithanet, llorando como si hubiera vuelto a nacer. ¿Cómo había llegado hasta allí?
A pesar del estruendo de los tambores y los cuernos en la distancia, sus pasos parecían estallar en el silencio con un ruido sordo. La madre gemía y se movía a un lado y a otro, farfullando algo… algo…
—¡… merutta k’al alkareeta! ¡Merutta! ¡Merutta!
La mujer palpó desesperadamente la sangre que tenía en el labio inferior y la mejilla y dibujó:
~
en el suelo, a sus pies. ¿Un colmillo?
—¡Merutta! —gritó, aunque él no sabía si quería decir «colmillo» o «clemencia».
Las dos gritaron y retrocedieron cuando él extendió la mano hacia ellas. Tiró de la muchacha hasta sus pies, y la ligereza de su cuerpo le pareció aterradora y excitante a la vez. Ella se debatió inútilmente y a continuación se quedó inmóvil, como si las manos de aquel hombre fueran mandíbulas. La madre gritaba y suplicaba, dibujando un colmillo tras otro sobre el suelo arenoso.
«No, Prosha…»
No tenía que ser… No de aquella manera.
Pero nunca debía ser.
Pareció que olfateara a la muchacha entre el hedor a humo y entrañas: sin perfume, oliendo a la vez a agrio, a almizcle y a limpio, el olor de una promesa joven. Él la volvió hacia la luz, de procedencia indeterminada. Pelo negro corto. Ojos expectantes. Mejillas prominentes. Por los Dioses, aquella hija del enemigo era hermosa. Caderas estrechas. Piernas largas…
Si la golpeaba, ¿sentiría la muerte al final de su brazo? Si iba a calentarse contra ella…
Un enorme ruido estremeció el aire, resonando en los huesos del edificio.
—¡Corre! —murmuró él, aunque sabía que ella no lo entendería. La apartó, extendiendo su mano manchada para levantar a su madre—. Tenéis que encontrar un sitio mejor donde esconderos.
Aquello era Shimeh.
—En este mundo —dijo Moenghus—, no hay nada más precioso que nuestra sangre, como sin duda has supuesto. Pero los hijos nacidos de mujeres del mundo carecen de la variedad de nuestras aptitudes. Maithanet no es dunyaino. Lo único que podía hacer era preparar el camino.
El nombre de la mujer surgió de la oscuridad como una punzada: Esmenet.
—Sólo un verdadero hijo de Ishual podía conseguirlo —prosiguió su padre—. Pese a las innumerables deducciones del Pensamiento de las Mil Caras, pese a toda su belleza, quedaban incontables variables que no se podían prever. Cada uno de sus recovecos posee un velo de posibilidades catastróficas, la mayoría de ellas remotas, otras casi ciertas. Lo habría dejado hace tiempo si las consecuencias de la inactividad no fueran tan absolutas.
»Sólo uno de los Condicionados podía seguir su camino. Sólo tú, hijo mío.
¿Podía ser? ¿Un asomo de pena en la voz de su padre? Kellhus se volvió, dio la espalda a los espías–piel suspendidos y vio a su padre de nuevo cerca de él.
—Hablas como si el Pensamiento fuera un ser vivo.
No vio nada en la cara sin ojos.
—Lo es. —Moenghus dio unos pasos entre los espías–piel suspendidos. Aunque ciego, extendió la mano de forma certera y pasó un dedo por una de las numerosas cadenas que colgaban—. ¿Has oído hablar de un juego del sur de Nilnamesh llamado viramsata, o «múltiples respiraciones»?
—No.
—En las llanuras que rodean la ciudad de Invishi, los gobernantes de casta noble son muy distantes, muy decadentes. Los narcóticos que cultivan les aseguran la obediencia de la población. Durante siglos han elaborado el jnan hasta el punto de que éste ha desplazado a su antigua fe. Invierten vidas enteras en lo que nosotros llamaríamos cotilleos. Pero el viramsata es muy distinto de los rumores de la corte o del chismorreo de los eunucos del harén, muy distinto. Los jugadores de viramsata han hecho de la verdad un juego. Mienten sobre quién dijo qué a quién, sobre quién hace la corte a quién. Y lo hacen continuamente, y aún más: tratan de representar las mentiras que han dicho los demás, especialmente cuando son convincentes, de manera que puedan convertirlas en verdades. Y así sigue, de boca a oreja, hasta que no se distingue lo que es verdad de lo que es mentira.
»Al final, en una gran ceremonia, se declara al cuento más convincente Pirvirsut, palabra que significa “esta respiración es tierra” en vaparsi antiguo. Los débiles, los poco convincentes, han muerto, mientras que otros se fortalecen, cediendo sólo ante el Pirvirsut, la Respiración–que–es–Tierra.
»¿Lo ves? En el viramsata se convierten en seres vivos, y nosotros somos su campo de batalla.
Kellhus asintió.
—Como el inrithismo y el fanim.
—Precisamente. Mentiras que han conquistado y se han reproducido a lo largo de los siglos. Visiones erróneas del mundo que han dividido el mundo entre ellos. Son viramsata gemelos, que incluso ahora guerrean por medio de los gritos y las manos de los hombres. Dos grandes bestias irreflexivas que hacen del alma de los hombres su terreno.
—¿Y el Pensamiento de las Mil Caras?
Moenghus se volvió hacia él con la misma precisión que si viera.
—Un instigador que les acosa, que les desangra incluso mientras hablamos. Un cúmulo de acontecimientos que reescribirá el curso de la historia. Un gran reinado de transición que transformará a los inrithi y los fanim. Todo eso es el Pensamiento de las Mil Caras.
»Las creencias incitan a la acción, Kellhus. Si los hombres quieren sobrevivir a los años oscuros que se aproximan, deben actuar todos de común acuerdo. Mientras haya inrithi y fanim, eso no será posible. Tienen que ceder ante un nuevo engaño, ante una nueva Respiración–que–es–Tierra. Todas las almas deben ser reescritas… No hay otra forma.
—¿Y la Verdad? —preguntó Kellhus—. ¿Qué hay de ella?
—No hay Verdad para los nacidos del mundo. Se alimentan y se aparean, adulan sus corazones con falsos halagos, aligeran sus intelectos con patéticas simplificaciones. Para ellos, el Logos no es más que un recurso para su lujuria… Se excusan y cargan la culpa sobre los otros. Ensalzan a su pueblo por encima de otros pueblos, a su nación por encima de otras naciones. Centran sus temores en los inocentes. Y cuando oyen palabras así, las reconocen, aunque como defectos de los otros. Se trata de niños que han aprendido a ocultar sus rabietas a sus esposas y sus amigos, y sobre todo, a ocultárselas a ellos mismos…
»Ningún hombre dice: “Ellos son los escogidos, y nosotros los condenados”. Ningún hombre nacido del mundo. No tienen corazón para la Verdad.
Alejándose de entre sus dos prisioneros sin rostro, Moenghus se acercó con la expresión de una máscara de piedra ciega. Extendió el brazo como si quisiera coger la mano o la muñeca de Kellhus, pero se detuvo en cuanto Kellhus retrocedió.
—¿Por qué, hijo mío? ¿Por qué me preguntas lo que ya sabes?
Se agarró a las desmoronadas paredes y se agachó para observar lo que acontecía ante ella.
Algo, quizá el viento, perturbaba las misteriosas nubes que ensombrecían la Ciudad Santa. Sobre sus contornos se había formado una corona de oro, y la luz del sol caía sobre las laderas, por encima del campamento de la Guerra Santa, en las ruinas de los mausoleos de los antiguos reyes amoti. Incluso entonces, el hechicero brillaba con un imposible resplandor. Sus ojos eran esferas brillantes. Su boca se abría y se cerraba alrededor de un blanco deslumbrante.
Desde el lugar en el que observaba Esmenet, Achamian ya no era Achamian, sino algo totalmente diferente, algo divino y conquistador. Estaba envuelto en múltiples esferas de luz, cada una de ellas dividida en dos por discos protectores. Sobre las laderas que le rodeaban se proyectaban líneas brillantes, destellando geometrías que lo destruían todo excepto los cuerpos más sólidos y el acero más duro. Las Abstracciones de la Gnosis. Las Palabras–Guerra del Antiguo Norte.
Su voz —por muy sobrenatural que continuara siendo— se había convertido en un sonsonete que descendía desde todas direcciones y le hizo sentir un hormigueo en la punta de los dedos cuando tocó la piedra. A pesar del terror y de la confusión, supo que al final le veía, a ese hombre cuya larga sombra siempre había enfriado sus esperanzas y había ensombrecido su amor.
El Maestro del Mandato.
Por lo que veía, los nansur se hallaban en la confusión más absoluta. Los Kidruhil se habían venido abajo y se habían dispersado en la distancia, adonde todavía les alcanzaban las lejanas líneas proyectadas de la Gnosis. El aire estaba lleno de temores desesperados.
Ella no era idiota. Sabía que tendrían Chorae, y que sólo era cuestión de tiempo que las unidades de arqueros se abrieran camino en mitad de la confusión. Pero ¿cuánto tardarían? ¿Durante cuánto tiempo más sobreviviría?
Comprendió que iba a verle morir. Al único hombre que la quería de verdad.
Aparentemente desde ninguna parte, fuegos dorados se precipitaron por encima de él, quemando la tierra bajo sus conjuros. Entonces empezó la tormenta, con los brillantes espasmos de los rayos garabateando sobre las llanuras encendidas. Caminando trabajosamente a lo largo de la parte interior de las paredes en ruinas, Esmenet se esforzó por recobrar el equilibrio y se incorporó para mirar hacia el oeste.
El corazón se le paró al avistar las Columnas Imperiales, con sus filas apretujadas en la distancia. Entonces los vio. A lo largo de la cresta, de la altura de un árbol: cuatro hechiceros vestidos de negro rodeados por baluartes espectrales de piedra. Cantando dragones. Cantando rayos, lava y sol. Las sacudidas le hicieron caer dos veces de su lugar.
Con precisión vertiginosa, el Maestro del Mandato los derribó uno a uno.
El Agua Bendita de Indara–Kishauri caía perpendicularmente sobre la tierra amontonada, surgiendo de almas que se habían convertido en fisuras. Docenas de Maestros Escarlatas, demasiado absortos o asustados para cantar nuevas Palabras Envolventes, gritaban en la luz ardiente. Unidades enteras eran eliminadas con una avalancha relumbrante tras otra avalancha. Narstheba. Irummi…
La muerte se posaba trazando una espiral.
Los cishaurim eran abatidos con Chorae —rápidamente, con destellos sordos, como el tejido arrojado a las llamas—, pero también lo eran algunos Maestros por los arqueros Thesji, que se precipitaban entre las ruinas humeantes. En un momento rompieron el círculo, y la batalla organizada se convirtió en un tumulto hechicero. Cada Maestro se encontró luchando solo con su atónita unidad, para vivir y para matar. Sus gritos se perdían en el trueno de su destrucción. Los cishaurim estaban en todas partes, entre ellos, en grupos, detrás de paredes derrumbadas, sobre escombros amontonados, faroles de luz azul. A lo largo de las superficies verticales de ladrillo surgían geiseres que dejaban hoyos profundos y arrastraban tierra y grava. Los ladrillos caían como el yeso pulverizado. Mataron a muchos cishaurim, secundarios y terciarios, con simples cabezas de dragón. A los primarios les golpearon una y otra vez, por separado o conjuntamente, pero sólo para verse cayendo de rodillas y gritando una Palabra desesperada tras otra.
Los Chapiteles Escarlatas sabían de los Nueve Incandati, aquellos Primarios cuyas espaldas podían soportar más Agua que ningún otro, aunque no eran conscientes de su verdadera fuerza. Ahora, los más poderosos de los Psukari les atacaban: Seokti, Inkorot, Hab’hara, Fanfarokar, Sartmandri… Y no podían hacerles frente.
A sólo unos instantes de toparse con Inkorot, Sorosthenes sólo cantaba Palabras. La luz resplandeciente caía sobre él con tal fuerza que parecía que los soportes del mundo fueran a romperse. Sus escuderos Javreh gritaban en torno a él, tratando de encontrar sus pies. La piedra se resquebrajaba y se rompía en láminas. Su canción se esfumó y todo fue esplendorosa agonía.
Eleazaras había estado muy cerca de la aparición por sorpresa de los cishaurim. Acosado por Fanfarokar y Seokti, el mismísimo Gran Heresiarca, podía hacer poco más que cantar una Palabra tras otra. El Heresiarca estaba frente a las medias ventanas que tenía ante él, con sus áspides curvados para observar las ruinas circundantes y su figura blanqueada por sus bendiciones imposibles. Fanfarokar le atacó por la derecha, surgiendo de las ruinas de un tabernáculo. Las palabras. ¡Las palabras! El Gran Maestro concentró todo su saber y su astucia en las palabras, las pronunciadas y las silenciosas. El mundo que se encontraba más allá de sus defensas fue sacudido y atacado por una luz ensordecedora. Él cantó y cantó para mantener seguro su limitado círculo.
No podía permitirse el lujo de la desesperación.
Entonces hubo un momento de respiro milagroso. A excepción del perverso resplandor de los fuegos, el mundo se oscureció. Eleazaras oyó un cuerno burdo y solitario entre el ruido y el chisporroteo, sonando sobre los campos de ruinas. Todos, hechicero y cishaurim por igual, escudriñaron en la distancia, confusos. Eleazaras los vio entonces; demonios rojos en la penumbra, juntos en una larga hilera sobre la tierra rota: los thunyerios, con sus armaduras negras brillando por la sangre y sus sedosas barbas rubias alborotadas al viento de los fuegos. Vio el Circunfijo, negro sobre rojo, prendido al estandarte del Príncipe Hulwarga.
Hombres del Colmillo que acudían a salvarles.
Masas de jinetes kianene abarrotaban los campos, una línea estruendosa tras otra, trotando directamente hacia el acueducto en ruinas. Esperando con las lanzas listas y los escudos levantados, los Hombres del Colmillo los observaban evaluando la valía de unos enemigos que ya conocían bien. Las tribus khirgwi, dedicadas a finalizar el trabajo del desierto. Los Grandes de Nenciphon y Chianadyni, que habían sufrido terriblemente en las murallas de Caraskand. Los girgashi del Rey Pilaskanda, con dos docenas de sus temibles mastodontes. Los supervivientes de Gedea y Shigek, a las órdenes de Ansacer. Los sufridos jinetes de Eumarna y Jurisada, bajo el mando de Cinganjehoi, que habían hecho retroceder a los inrithi una y otra vez. Y bajo el estandarte de los Padirajah, los intrépidos coyauri, con el tejido de sus mallas refulgiendo allí donde el sol los encontraba.
Todo lo que quedaba de una orgullosa y temible nación afrontaba la hora de la verdad.
A la izquierda de los inrithi, sobre el corazón de la ciudad, el humo se extendía como una malla en el agua, ocultando el Primer Templo y las Cumbres Sagradas, donde unas luces resplandecían y parpadeaban como miradas fugaces en la oscuridad. El clamor y el estruendo rompían en la distancia, más crueles que el ritmo de los tambores infieles.
Los nangael, luciendo sus trenzas, empezaron a cantar uno de los sobrenaturales himnos del Profeta Guerrero. A ellos se sumaron los numaineiri. Al cabo de poco, toda la formación inrithi rebosaba de profundas voces guerreras que cantaban:
Nosotros, hijos de sufrimientos del pasado,
nosotros, herederos de la antigua creencia,
traeremos la gloria del mañana,
y utilizaremos nuestra furia hoy…
Los kianene apretaron el paso para adaptarlo al ritmo de los estrepitosos tambores, fila tras fila, llenando el campo y los pastos de un color oscuro. De pronto, las cohortes empezaron a correr, como si lo hicieran los unos contra los otros. Destacándose de los demás, los Sapatishah levantaron su cimitarra y gritaron. Sus Grandes y los más fieros de sus caballeros respondieron, y al cabo de poco todos aullaban airados y orgullosos.
Tantas injusticias sufridas. Tantas muertes sin vengar.
La tierra se estremecía a su paso. Más rápido. Más rápido.
Los hombres lloraban de sobrecogimiento y de odio. Y pareció que el Dios Solitario les oyera…
El acueducto de Skilura se extendía ante ellos, una línea perfecta que iba desde la ciudad hasta el horizonte, con largos tramos intactos, arcos sobre arcos y partes totalmente derruidas. Agrupados entre los pilares en ruinas, sobre el pedregal, filas de inrithi se atrincheraban en sus bases formando una pared de escudos y de hombres perversos. La distancia se acortaba. El tiempo se diluía hasta lo imposible. Durante un breve instante, las canciones combatieron con un clamor inarticulado…
¿Traeremos la gloria del mañana?
Entonces el mundo entero estalló.
Las lanzas se partían. Los escudos se resquebrajaban. Algunos caballos piafaban y se encabritaban, mientras otros embestían. Los hombres acuchillaban y golpeaban. Las canciones y los gritos titubeaban y los alaridos se elevaban hasta el cielo. Desde lo alto del acueducto, los arqueros inrithi lanzaban lluvias incesantes de perdición. Otros levantaban con esfuerzo y dejaban caer bloques y piedras sobre las masas de abajo. Aquí y allá, muchos infieles se retiraban hacia el lado más alejado, donde esperaban los caballeros tydonnios y ainonios, que cargaron inmediatamente contra ellos. El derramamiento de sangre y la confusión reinaban en las filas de los inrithi.
—Incluso los dunyainos —dijo Moenghus— poseen vestigios de esas debilidades. Incluso yo. Incluso tú, hijo mío.
Las consecuencias estaban claras. «Tu sufrimiento te ha doblegado». ¿Era eso lo que había sucedido bajo las ramas negras del Umiaki? Kellhus se recordaba elevándose desde el cadáver de Serwe, las manos envolviéndole en lino blanco. Recordaba haber parpadeado ante el rayo de sol que traspasaba la frondosa penumbra. Recordaba haber caminado cuando debería estar muerto, viendo a los Hombres del Colmillo a millares, gritando de asombro, de alivio y de júbilo, de sobrecogimiento…
—Hay algo más, padre. Tú eres cishaurim. Tienes que saberlo.
Recordaba la voz.
¿QUÉ VES?
Incluso sin ojos, la cara de su padre todavía parecía estar escudriñando.
—Te refieres a tus visiones, a la voz de ninguna parte. Pero dime, ¿dónde está tu prueba? ¿Qué garantiza lo que dices acerca de los que simplemente están locos?
DIME.
¿Garantías? ¿Qué garantías tenía él? Cuando lo real castigaba, el alma negaba. Lo había visto tantas veces en tantos ojos… Así pues, ¿cómo podía estar tan seguro?
—Pero en las llanuras de Mengedda —dijo—, los Caballeros Shriah… Ocurrió lo que profeticé. —Aquellas palabras habrían sonado vacías para los nacidos del mundo, habrían carecido de interés o de oportunidad. Pero para un dunyaino…
«Que crea que titubeo.»
—Una fortuita Correspondencia de Causa —replicó Moenghus—. Nada más. Lo que antecede y sin embargo determina lo que viene después. ¿De qué otra forma podrías haber conseguido lo que has conseguido? ¿De qué otra forma serías tú posible?
Tenía razón. La profecía podría no serlo. Si el final de las cosas determinaba sus principios, si lo que venía después determinaba a lo que estaba antes, ¿cómo había podido dominar las almas de tantos? ¿Y cómo podía gobernar los Tres Mares el Pensamiento de las Mil Caras? El principio del Antes y el Después tenía que ser cierto si sus presunciones podían conferirle…
Su padre tenía que estar en lo cierto.
Así pues, ¿qué era aquella certeza, aquella convicción inamovible de que estaba equivocado?
«¿Estoy loco?»
—Los dunyainos —prosiguió Moenghus— creen que el mundo está cerrado, que todo lo que hay en él es prosaico, y en eso están totalmente equivocados. Este mundo es abierto y nuestras almas están en sus límites. Pero lo que hay en el Exterior, Kellhus, no es más que un reflejo roto y distorsionado de lo que hay en el interior. He buscado durante casi toda tu vida y no he encontrado nada que contradiga el Principio.
»Los hombres no lo ven debido a sus incapacidades innatas. Sólo prestan atención a lo que confirma sus temores y sus deseos; lo que les contradice, o lo descartan o lo pasan por alto. Están concentrados en la afirmación. Los sacerdotes alardean sobre este o aquel incidente y guardan silencio sobre otros. Hijo mío, durante años he observado, he contado, y el mundo no es generoso. Es totalmente indiferente a las pataletas de los hombres.
»El Dios duerme… Siempre ha sido así. Sólo esforzándonos por alcanzar lo absoluto podemos despertarle. Significado. Propósito. Estas palabras no se refieren a algo dado… no se refieren a nuestra tarea.
Kellhus estaba inmóvil.
—Dejar a un lado tus convicciones —dijo Moenghus— por la sensación de certeza es un indicador de la verdad en la misma medida en que la sensación de voluntad es un indicador de la libertad. Los hombres engañados siempre creen estar en lo cierto, de la misma manera en que siempre se creen libres. Eso es lo que significa estar engañado.
Kellhus miró los halos alrededor de sus manos y le asombró que fueran luz y sin embargo no proyectaran luz, ni sombra… La luz de la falsa ilusión.
—Pero nosotros, hijo mío, no podemos permitirnos el lujo del error. El vacío… el vacío ha llegado a este mundo. Cayó del cielo hace miles de años. Ha renacido dos veces de las cenizas de su caída: la primera en lo que el Mandato llama las guerras cuno–inchoroi; la segunda, en lo que llaman Primer Apocalipsis. La tercera vez está próxima.
—Sí —murmuró Kellhus—. También me habla a mí.
¿QUÉ SOY?
—¿El No Dios? —preguntó Moenghus. Se detuvo un instante. Si su padre hubiera tenido ojos, Kellhus estaba seguro de que los habría visto mirar a un lado y a otro mientras la conciencia interior se erguía y se sumergía—. Entonces estás realmente loco.
Los gritos estaban en todas partes, descendiendo del sol cegador, parpadeante.
—¡Emperador! ¡Dios de los hombres!
Sus hombres… sus gloriosos Columnarios habían ido a salvarle.
—¡Está muerto! ¡No–no–no!
—¡Dulce Sejenus, nuestras plegarias han sido atendidas!
—¡Sedición! Debería…
—¿Cómo? ¡Crees que valoro mi piel más que mi al…!
—¡Tiene razón! Lo sabemos todos. Todos hemos pensado…
—¡Entonces todos sois culpables de traición!
—¿Lo somos? ¿Y qué hay de este loco? ¿Qué clase de idiota cambiaría almas por tinta y…?
—¡Exactamente! ¡Me dejaría colgar antes que luchar por los cerdos fanim! ¿Arriesgar mi vida por luchar por mi propia condenación?
—¡Tiene razón! ¡Tiene raz…!
—¡Mira! —gritó una voz inmediatamente por encima de él—. ¡Se mueve!
Durante un momento, Conphas no oyó nada a causa del zumbido que tenía en los oídos. Entonces, una maraña de brazos y manos lo arrastró por el arnés. Sus talones rebotaron sobre la hierba. En lo único en que podía pensar era en mantener su Chorae fuertemente apretado. ¿Qué había sucedido? ¿Qué había sucedido?
Se miró las manos, que había llevado hasta su cara, y vio su baratija llena de sangre. Gritó, aterrado, por la repentina certeza de su destino. Sentía el corazón como si tuviera un gorrión aleteando en el pecho.
«¡Estoy muerto! ¡Me han matado!»
Entonces se acordó, y estaba luchando, deshaciéndose de las manos en torno a él.
Drusas Achamian.
—¡Matadle! —gritó, levantándose. Le rodeaban columnarios y oficiales, boquiabiertos por el asombro y el terror. Hombres de la Columna Selial. Conphas arrancó la capa de uno de ellos y la utilizó para limpiarse la sangre de la cara y el cuello. La sangre de Cememketri. ¡El imbécil! ¡Inútil! ¡Débil!
—¡Matadle!
Pero sólo unos pocos le sostuvieron la mirada, los demás miraron tras él, hacia la cima redondeada. Se percató de las extrañas sombras que jugueteaban a los pies de los demás. El zumbido de sus oídos se desvaneció y Conphas oyó el rasgueo de la canción de otro mundo. Dándose la vuelta, vio a Maestros Saik esparcidos por el cielo, arrojando ruinas hechiceras sobre el lado más alejado del prado lleno de montículos. Mientras miraba, uno de los hechiceros vestidos de negro se desplomó y sus conjuros se deshicieron bajo una caligrafía de luces lineales. Cayó al suelo envuelto en llamas.
Como lo harían los demás. Cuatro hechiceros anagógicos no serían suficientes, no contra la Gnosis. Conphas se maldijo por haber dividido el Saik Imperial entre las columnas. Con los cishaurim y los Chapiteles Escarlatas enfrascados en una lucha mortal, había supuesto que… que…
«Esto no está pasando… ¡no a mí!»
—Mi Chorae —dijo aturdido—. ¿Dónde están mis arqueros?
Nadie pudo responder. Naturalmente. Todo era confusión. La inmundicia del Mandato había anulado por completo su mando. El propio estandarte del Emperador había desaparecido en una erupción de fuego. ¡El estandarte sagrado destruido! Dando la espalda al espectáculo, escudriñó los campos circundantes y los prados. Los Kidruhil huían hacia el sur, ¡huían! Tres de sus columnas se habían detenido, mientras las falanges de la más lejana, la Nasueret, parecía estar retirándose.
Creían que estaba muerto.
Riendo, se abrió camino entre las garras de los soldados y extendió sus brazos ensangrentados hacia las lejanas filas del Ejército Imperial. Dudó ante la vista de los jinetes vestidos de blanco que cabalgaban sobre la cresta lejana, pero sólo durante un breve instante.
—¡Vuestro Emperador ha sobrevivido! —rugió—. ¡El León de Kiyuth vive!
Llamas. Lenguas envolviendo lenguas doradas, arrojando penachos de humo al cielo.
Sin ningún signo visible, cientos de thunyerios empezaron a avanzar, sorteando trincheras, caminando sobre pendientes de escombros y saltando por ventanas de paredes solitarias. No daban gritos de batalla. Como lobos, avanzaban flotando en silencio.
Los cishaurim recobraron el orden. Sobre el campo aplastado se desplomaban gotas de luz que caían entre los guerreros norsirai mientras corrían a toda velocidad. Lamentos. Sombras retorciéndose en la luz ardiente. Durante un instante, lo único que pudo hacer el Gran Maestro fue mirar, atónito. Vio a un bárbaro, con la barba y el pelo en llamas, avanzando a tropezones sobre las paredes derribadas, portando todavía en lo alto un estandarte con el Circunfijo.
Sin mediar aviso, la avalancha alcanzó a Eleazaras una vez más: arcos de energía incipiente que rompían y destruían sus Guardas. Cantó a gritos su canción, reconfortante y renovadora, sabiendo todo el tiempo que no sería suficiente. ¿Cómo se habían vuelto sus enemigos tan fuertes?
Pero entonces, las aterradoras luces se partieron por la mitad, volvieron a partirse de nuevo. Jadeando, Eleazaras vio cómo el gigante Yalgrota, ennegrecido por el hollín e impregnado de sangre, cogía por la garganta a Fanfarokar y le levantaba en el aire. Los áspides se agitaban. Con un Chorae en la mano, el gigantesco thunyerio golpeó el cráneo afeitado contra las empapadas ruinas. Eleazaras giró, buscando amenazas en la oscuridad amontonada, y vio a Seokti retrocediendo, flotando delante de un torbellino de nubes negras… hacia los fuegos que cercaban la base inclinada de las Cumbres Sagradas. Vio las unidades de sus hermanos que quedaban —¡eran tan pocos!—, iluminadas con renovada furia.
—¡Luchad! —gritaba con voz hechicera—. ¡Luchad, Maestros, luchad!
En su unidad sólo quedaba un escudero, encogido a sus pies. No tenía ni idea de lo que les había ocurrido a los demás.
Maldiciendo al idiota, el Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas entró en el cielo rasgado por el humo.
El fragor blanco de la batalla.
Derribados por las flechas enemigas, los hombres caían desde lo alto del acueducto sobre las enfrascadas masas de abajo. Las espadas y las cimitarras se levantaban y descendían arrojando sangre a los negros cielos. Las protecciones mortificaban los cuellos de los caballos enloquecidos. Los hombres, estupefactos, se aprisionaban las heridas mortales con sus manos enguantadas. Otros, enfurecidos, cortaban y golpeaban la aglomeración que tenían delante. Hombres llorosos arrastrando los cuerpos sin vida de sus señores.
Entonces, los fanim se replegaron, dejando a los caídos atrás, encogidos y esparcidos en el suelo. Se retiraron como las aguas durante la marea. A lo largo del acueducto de Skilura, los inrithi rugían de júbilo. Un numaineiri se adelantó y, agitando la espada hacia atrás y hacia adelante, gritó:
—¡Esperad! ¡Habéis olvidado vuestra sangre!
Centenares rieron.
Retiraron a los muertos. Se enviaron mensajes a la retaguardia. Los Hombres del Colmillo habían vivido y respirado la guerra durante siete estaciones. Su rutina les parecía tan próxima como los huesos a la sangre. Más inrithi subieron a lo alto de lo que se había convertido en su muralla, donde la visión de los fanim concentrándose y reorganizándose sobre los campos les dejó sin aliento.
Los cuernos dieron la señal. Alguien, en algún lugar reanudó la canción.
Traeremos la gloria del mañana,
utilizaremos nuestra furia hoy…
Los fanim se congregaron de nuevo alrededor de sus brillantes estandartes, fuera del alcance de las flechas. Por un momento, sólo hubo enfrentamientos en el sur, mientras Ansacer conducía a sus cohortes, tan curtidas como las idólatras, sobre los prados por los que se accedía al santuario de Azoreah. Aunque muy inferiores en número, Gotian y sus Caballeros Shriah corrieron ladera abajo hacia él. «¡Dios —gritaban los monjes guerreros— así lo quiere!» Y se encontraron, martillo con martillo. A lo largo del acueducto, los Hombres del Colmillo gritaban con entusiasmo a la vista de los infieles huyendo ladera abajo.
Entonces, el ritmo de los tambores aminoró y, al sonido de los platillos, la enorme masa de infieles que tenían ante ellos empezó a avanzar al trote. Las primeras flechas inrithi se elevaron en el cielo lanzadas por los agmundr con sus poderosos arcos de madera de tejo. Al cabo de poco, los arqueros de otras naciones se unieron a ellos, aunque parecía que las descargas se malograban entre la marea que avanzaba.
De pronto, de la forma inconexa propia de las grandes concentraciones, las huestes fanim se detuvieron a no más de cien pasos de las filas desplegadas junto a la base del acueducto. En todas partes, prendidas a los estandartes que ondeaban, pintadas sobre escudos redondos, los jinetes llevaban las Dos Cimitarras fanim. Sus caballos, protegidos por faldones de finas anillas de hierro, daban patadas en el suelo y gruñían, pero bajo sus yelmos, las expresiones de los fanim eran de una calma asesina. Paralizados por el asombro, los Hombres del Colmillo dejaron morir su canción. Incluso los arqueros bajaron los arcos.
Los hijos de Fane y Sejenus se miraban mutuamente. Entre ellos no había más que una delgada franja de tierra muerta.
El sol caía sobre los campos y brillaba sobre el metal. Parpadeando, los hombres miraron al cielo y vieron a los buitres volando en círculo sobre sus miradas.
Los mastodontes gruñían entre los girgashi. A través de las líneas se percibía un susurro inquietante, infiel e idólatra a la vez. Los observadores de lo alto del acueducto gritaban advertencias: los jinetes infieles parecían estar cambiando sus posiciones detrás de sus hermanos. Pero todos los ojos estaban puestos en los coyauri, donde el estandarte del mismísimo Padirajah se abría camino entre las filas: el Tigre del Desierto, bordado en plata sobre una figura triangular de seda negra. Las filas se separaron y Fanayal, con su malla oro, espoleó su caballo negro sobre el campo de batalla.
—¿Quién? —gritó a los asombrados espectadores, en sheyico nada menos—. ¿Quién es la verdadera voz de Dios?
Su voz era juvenil y estridente, pero también era una señal para sus hombres. Miles de ellos se lanzaron hacia adelante con las lanzas bajadas y las bocas aullando.
Con los miembros entumecidos por la impresión, los inrithi se prepararon. El calor del sol parecía ahora enfermizo.
Fanayal condujo a un veloz grupo de coyauri hasta los gesindal y sus hermanos galeoth, todos los que había decidido abandonar al Rey Saubon en Caraskand. El Conde Anfirig gritaba a sus compatriotas tatuados de azul, pero la sorpresa era excesiva. Todo parecía estar sumido en la confusión. Las filas de vanguardia se habían lanzado hacia adelante y los jinetes infieles rajaban y acuchillaban entre ellos. El Padirajah se abrió camino hasta la sombra de los arcos mientras sus arqueros barrían la cima del acueducto.
De entre los infieles surgió un clamor repentino, pues Cinganjehoi había penetrado en las defensas de los ainonios más al norte, y ahora luchaba con Soter y sus despiadados caballeros Kishyati. Respondiendo a la llamada de su Padirajah, los coyauri redoblaron su furia, abriéndose camino hacia adelante bajo la luz del sol. Entonces, de repente, galopaban sobre la hierba, en campo abierto, segando las vidas de los desordenados supervivientes. Los gloriosos Grandes de Nenciphon y Chianadyni huían a su paso.
Pero los nobles y los caballeros de Ce Tydonn les esperaban. En una oleada tras otra, los hombres de hierro chocaban con la creciente masa de infieles. Las lanzas rompían los brazos y arrojaban a los hombres de sus sillas. Los caballos se empujaban, cuello con cuello, casco con casco. Las espadas y las cimitarras se agitaban. Besando el Colmillo de oro que colgaba de su cuello, el Conde Gothyelk cargó directamente contra el estandarte del Padirajah. Lo suyos dispersaron a varias docenas de coyauri abriéndose paso hacia adelante. El conde, al que los suyos llamaban «viejo martillo», derribaba a todo aquél que se atrevía a oponérsele. Entonces se encontró con Fanayal, frente a frente.
Según los testigos, la confrontación fue corta. La famosa maza del conde pudo hacer poco contra la rápida hoja del Padirajah. Hoga Gothyelk, el Conde de Argansor de cara roja, líder de los tydonnios por los mares, se desplomó de su silla.
La muerte descendió trazando una espiral.
Había esterilidad en la luz hechicera, una palidez que se negaba a distinguir la piedra de las tallas nohombres de la carne de la cara y los miembros de su padre.
—Dime, padre, ¿qué es el No Dios?
Moenghus permanecía inmóvil frente a él.
—El sufrimiento te doblegó.
Kellhus sabía que el tiempo se le estaba acabando. No podía permitirse las distracciones de su padre.
—Si fue destruido, si ya no existe, ¿cómo pueden mandarme sueños?
—Confundes tu locura interior con la oscuridad exterior, igual que los nacidos en el mundo.
—¿Qué te han dicho los espías–piel? ¿Qué es el No Dios?
Aunque encerrado en la carne de su cara, Moenghus parecía examinarlo.
—No lo saben. Pero nadie en este mundo sabe lo que adoran.
—¿Qué posibilidades has pensado?
Pero su padre no cedía.
—La oscuridad te precede, Kellhus, te posee. Tú eres uno de los Condicionados. Sin duda tú —de pronto se detuvo, volviendo su cara ciega al aire— has traído a otros… ¿A quién?
Entonces Kellhus también los oyó, deslizándose en la oscuridad hacia su luz y sus voces. Había tres. Reconoció al scylvendio por el latido de su corazón… Pero ¿quién le acompañaba?
—He sido elegido, padre. Yo soy el Heraldo.
La calma de las respiraciones alternas. El sonido de la arenilla bajo las palmas de las manos y los talones.
—Esas voces —dijo Moenghus con lentitud deliberada—, ¿qué dicen de mí?
Kellhus comprendió que su padre había captado finalmente los principios de su encuentro. Moenghus había asumido que sería su hijo el que necesitaría instrucciones. No había previsto como posible —ni mucho menos inevitable— que el Pensamiento de las Mil Caras superaría al alma en que se había incubado y la desecharía.
—Me avisan —dijo Kellhus— de que todavía eres dunyaino.
Uno de los espías–piel atados se retorció, forcejeó con las cadenas y vomitó hilos de babas en el pozo.
—Ya veo. ¿Y ésa es la razón por la que voy a morir?
Kellhus miró a los halos que rodeaban sus manos.
—Los crímenes que has cometido, padre… los pecados… Cuando conozcas la condenación que te espera, cuando llegues a creer, no serás distinto de los inchoroi. Como dunyaino, serás obligado a dominar las consecuencias de tu perversidad. Como el Consulto, llegarás a ver tiranía en lo sagrado… Y guerrearás como guerrean ellos.
Kellhus se replegó y abrió su alma más profunda a los detalles de la forma casi desnuda de su padre, evaluando, valorando. La fuerza de los brazos. La velocidad de los reflejos.
«Hay que actuar rápidamente».
—Aislar el mundo del Exterior —dijeron los pálidos labios—. Protegerlo mediante la exterminación de la humanidad.
—Del mismo modo en que Ishual está aislado de lo selvático —replicó Kellhus.
Para el dunyaino era axiomático: lo que se amoldaba tenía que ser aislado de lo incorregible e intratable. Kellhus lo había visto muchas veces deambulando por el laberinto de posibilidades que era el Pensamiento de las Mil Caras: el asesinato del Profeta Guerrero. El ascenso de Anasurimbor Moenghus para ocupar su lugar. Las conspiraciones apocalípticas. La falsa guerra contra Golgotterath. La acumulación de desastres premeditados. El sacrificio de naciones enteras a la glotonería de los sranc. Los Tres Mares sumidos en la oscuridad y en la ruina.
Los Dioses aullando como lobos ante una puerta en silencio.
Quizá su padre todavía no había comprendido aquello. Quizá, sencillamente, no podía ver más allá de la llegada de su hijo. O quizá todo aquello —las acusaciones de locura, o la preocupación por su giro imprevisto— era simplemente una artimaña. En cualquier caso, era irrelevante.
—Todavía eres dunyaino, padre.
—Como lo…
La cara sin ojos, alguna vez totalmente obstinada e inescrutable, se transformó de pronto en el fantasma de una mueca. Kellhus extrajo el cuchillo del pecho de su padre y retrocedió varios pasos. Observó cómo se llevaba los dedos a la herida, un orificio supurante justo debajo del tórax.
—Yo soy más —dijo el Profeta Guerrero.
Una amplia franja de tierra se abrasaba y humeaba en torno a él.
Achamian se dio la vuelta trazando un semicírculo y vio cómo huían los últimos Kidruhil, el campamento inrithi que congestionaba las extensiones más cercanas de la llanura y Shimeh, todavía oscura bajo las nubes, despidiendo humo. Miró atrás, hacia la cresta, donde dos de los cuatro Maestros Saik ardían en el suelo. Se dio cuenta de que la totalidad del Ejército Imperial subía por el lado más alejado. En cualquier momento, sus estandartes flotarían sobre la hierba y las flores salvajes. Recordó su entrenamiento en el Mandato…
«Por debajo de la tierra alta».
Tenía que correr. Hacia algún lugar desde el que pudiera verse el acercamiento de los arqueros Chorae y que le proporcionara la mayor cobertura. Pero una parte de él todavía pensaba en la inutilidad de aquello. La única razón por la que había sobrevivido hasta entonces era que les había cogido totalmente desprevenidos. Aquello no duraría, no con Conphas todavía vivo.
«Estoy muerto».
Entonces se acordó de Esmenet. ¿Cómo podía olvidarlo? Miró hacia el mausoleo en ruinas, le dio miedo que estuviera tan cerca. Entonces la vio, con su pequeña cara de muchacho, mirando a través del zumaque que poblaba la base de las paredes. Se dio cuenta de que ella lo había visto todo.
Por alguna razón, aquello le apenó.
—¡Esmi, no! —gritó, pero era demasiado tarde. Ella ya había saltado la pared y había empezado a correr hacia él sobre la hierba ennegrecida.
Primero lo vio centellear, un destello en el extremo de su campo visual. Después la Marca, abriéndose en una profundidad nauseabunda.
Miró hacia arriba…
—¡Nooo! —aulló. El cristal se rompió bajo sus pies.
Alas largas, escamas negras sobre sus miembros fundidos, garras de cimitarra, fauces rodeadas por un ojo.
Un Cifrango, llamado desde las infernales entrañas del Exterior. Un monstruo de azufre.
Una ráfaga levantó la falda de Esmenet y la hizo caer de rodillas. Alzó la mirada al cielo…
Un demonio descendía.
«Iyokus…»
Proyas estaba en el tejado de una antigua construcción, la única que daba a la parte occidental del Juterum que no estaba en llamas. Aunque el sol iluminaba la distancia, todo era humo y penumbra. Si miraba al cielo durante demasiado tiempo parecía que girase, por lo que se concentró en las tejas de arcilla que había bajo sus pies. Caminó sobre el tejado, tropezando una vez y pisando unas tejas rotas. Agachándose, se arrastró hasta la pendiente que daba al sur.
Miró por encima de Shimeh.
Las serpentinas y las cortinas de humo daban al cielo la perspectiva de las calles de una ciudad y permitían evaluar la distancia relativa de los hechiceros suspendidos y sus luces en guerra. Abajo, todo eran ruinas ennegrecidas y fuegos ardiendo. Muros en pie, tan deteriorados como pergaminos rasgados. Paredes ardiendo en su base. Heridos gritando, agitando sus pálidas manos. El carbón muerto.
Intacto en las cumbres, el Primer Templo observaba con monumental reposo.
Había una grieta enorme que hizo que Proyas perdiera el equilibrio en su punto de observación. Se aferró al tejado con todas sus fuerzas, parpadeando para protegerse los ojos del resplandor.
Casi inmediatamente, vio debajo de él a dos Maestros vestidos de carmesí, uno viejo y decrépito, rodeado de columnas decapitadas en la galería de un templo destruido, y el otro corpulento y de mediana edad, en equilibrio sobre una cresta de escombros. Sus conjuros brillaban como la plata a la luz de la luna o el acero en los oscuros callejones. Con sus bocas refulgentes, cantaban mientras los fuegos crepitaban y rugían. A unos cincuenta pasos de allí, la tierra explotó, como si hubiera sido golpeada por una barra del grosor del tronco de un pino. Sobre las ruinas caía una lluvia de grava humeante.
De alguna forma, imposiblemente, una figura vestida de color azafrán flotaba sobre todo ello. De su frente surgía una incandescencia azul que caía sobre el suelo, arrastrando las columnas como si fueran palos, rompiéndose sobre los conjuros de los viejos Maestros Escarlatas. Proyas alzó un antebrazo para protegerse los ojos, tan brillante era el resplandor.
El cishaurim ascendió hacia el cielo hasta que estuvo al nivel de Proyas y voló de un lado a otro atacando al viejo hechicero con gotas de destellante energía azul. Unas nubes negras se habían arremolinado en el aire, detrás de él, y descargaban rayos como grietas en el vidrio, pero el cishaurim las ignoraba, decidido a vencer a los Maestros Escarlatas de abajo. El aire zumbaba con las estrepitosas resonancias producidas por el ruido de piedras del tamaño de una montaña. Los gritos de los hombres no eran más que el chirrido de un ratoncillo contra aquel tumulto. O nada en absoluto.
Truenos retumbando. Luces desvaneciéndose. La figura suspendida atacaba con menor intensidad, volviendo la cara y las serpientes hacia los otros Maestros, que cantaban sin cesar. Su vestimenta desprendía un ocre brillante en el viento. Sus áspides, como ganchos de hierro, se balanceaban alrededor de su cuello.
Proyas no tuvo que mirar para saber que el viejo hechicero estaba muerto y que el otro pronto lo estaría. Se encontraba en la pendiente, azotado por el viento, sobre la misma cornisa, frente a calles en ruinas y fuego blasfemo ardiendo en la distancia.
—¡Dulce Dios de Dioses! —gritó al viento acre. Con sus manos desnudas, se arrancó el Chorae que colgaba de la cadena que llevaba alrededor del cuello.
—El que camina entre nosotros… —Moviendo hacia atrás el brazo, cansado del peso de la espada, afianzó su equilibrio.
—Innumerables son tus santos nombres… —Y arrojó su Lágrima de Dios, que le había regalado su madre el día en que cumplió siete años.
Pareció desaparecer ante el horizonte de hierro…
Entonces se produjo un destello, un círculo negro de luz desde el que la figura de azafrán se desplomó como un trapo empapado.
Proyas cayó de rodillas en el borde de la cornisa, inclinado hacia adelante sobre el vacío. Su ciudad santa se mostraba abierta ante él. Y lloró, aunque no sabía por qué.
Los nobles y caballeros de Ce Tydonn cargaban una y otra vez, pero no conseguían restañar la brecha. Pronto se vieron rodeados por jinetes del desierto que aullaban y les acosaban desde todas partes. En un torrente inacabable, los kianene vestidos de seda galopaban bajo los arcos, a la vista del campamento inrithi. Cientos de ellos subían por los tambaleantes pilares hasta alcanzar la cima del acueducto, donde se libraban agotadoras batallas bajo las flechas disparadas por los infieles arqueros a caballo. Otros cargaban a lo largo de la construcción contra el Conde Damergal y sus acosados cuarwethi, intentando hacer retroceder los flancos de la brecha. Otros dirigían sus caballos hacia la asombrada multitud de espectadores que se encontraba en el límite del campamento.
Entre los nangael surgió un grito: una lanza había alcanzado al Rey Pilaskanda, lo que había hecho retroceder en desorden a sus girgashi. Los mastodontes, presas del pánico en la retirada, empezaron a cargar contra sus propias líneas. Los ainonios aclamaban al Palatino Uranyanka, que cabalgaba a lo largo de sus líneas sosteniendo en el aire la cabeza cortada de Cinganjehoi, que se había quedado atrapado tras los moserothi después de haber sido rechazado por Soter y sus kishyati.
Pero la condenación de los inrithi cabalgaba con Fanayal ab Kascamandri, que conducía a sus resplandecientes Grandes muy por detrás de las líneas de los idólatras. Hacia el norte y hacia el sur, cohortes de kianene se dispersaban por las llanuras de Shairizor, encogiéndose de hombros ante el paso de grupos de caballeros y torciendo hacia el este para cargar contra el lado más lejano del antiguo acueducto. El Conde Damergal murió tras el impacto de un bloque lanzado desde los arcos superiores. El Conde Iyengar se encontraba en apuros con los suyos, a la retaguardia de los nangael. Aullando juramentos, vio a sus hombres deshechos en grupos dispersos. Un Grande mongileano lo silenció con una flecha que le atravesó la garganta. La muerte descendió con una espiral.
Los fanim lloraban con furia, con ira, mientras desventraban a los invasores inrithi. Aclamaban a Fane y al Dios Solitario, asombrados porque los Hombres del Colmillo no huían.
«¡Piensa–piensa–tienes–que–pensar!»
Una Palabra de Conmoción odaini, liberándola del descenso monstruoso de la cosa, de nuevo hacia el mausoleo.
Cayó dura y pesadamente, como si fuera de hierro, y sin embargo se movía como si sus piernas flotaran en éter invisible. La criatura se volvió hacia él, encorvada y babeando.
—La Voz —dijo resollando, dando un paso aterrador hacia adelante. Toda vida se desmoronaba en polvo oscuro a su alrededor.
—Dice ojo por ojo.
Olas de calor se desprendían hacia afuera, secas como el hueso convertido en ceniza.
—Así el dolor termina…
Y Achamian supo que aquél no era un demonio corriente. Su Marca era como la luz, concentrada hasta tal punto que el pergamino del mundo se ennegrecía, se enroscaba y ardía. Daimos…
¿Qué había perdido Iyokus?
—¡Esmi! —gritó él—. ¡Huye! ¡Te lo ruego! ¡Huye!
La cosa saltó hacia él.
Achamian empezó a cantar, el más profundo de los Telares cirroi. Abstracciones gloriosas llenaron el aire a su alrededor; una inundación de luz. El demonio reía y gritaba.
Su padre se dirigió tambaleándose hacia los paneles que cubrían las paredes. Las serpientes salieron de lugares ocultos, brillantes y negras, enroscándose alrededor de su cuello como ojos que estrangulaban.
Kellhus retrocedió y dirigió su mirada hacia un punto del tamaño de la uña de un pulgar a un brazo de distancia. Lo que era uno se convirtió en muchos. Lo que era alma se convirtió en lugar.
«Aquí».
Llamando desde el hueso de las cosas.
Cantó con tres voces. Una externa destinada al mundo y dos internas dirigidas al suelo. Lo que había sido una antigua Palabra de Llamada se convirtió en algo más… mucho más… En una Palabra de Transposición.
Luces fractales azules mapeaban el aire a su alrededor, le envolvían con su brillo. Vio a su padre a través de los filamentos garabateados, sosteniéndose en pie, vuelto con sus áspides hacia el pasadizo. Anasurimbor Moenghus… ¡que pudiera parecer tan pálido a la luz de su hijo!
La existencia se intimidó ante el látigo de su voz. El espacio crujió. El aquí se asomó al allá. Detrás de su padre, vio a Serwe con el pelo rubio sujeto en un nudo guerrero. Vio cómo daba un salto desde la oscuridad…
Mientras él daba uno mucho mayor.
Drusas Achamian gritaba destrucción. La luz caía sobre la criatura en parábolas de blanco. La sangre fundida salpicaba la hierba. Fragmentos de carne abrasada salían despedidos, como carbones a los que se diera un puntapié.
Olas de calor quemaban las mejillas de Esmenet. Ésta miraba como si estuviera paralizada, aunque no podía soportar lo que veía. Rodeada de hierba marchita y quemada, permanecía detrás de sus cortinas de luz, gloriosas por su fuerza y espantosas por su debilidad. Pero la cosa estaba encima de él, como una pesadilla delirante, golpeando y arañando, rompiendo la piedra que la rodeaba y haciéndole sangrar la nariz. Las Guardas se torcían y fracturaban. Achamian conjuró una gran sacudida que aporreó la cabeza del demonio. Los cuernos restallaron. Ojos de araña desgarraron la luz.
El asalto de la criatura se convirtió en un frenesí, en un borroso estallido de violencia, hasta que pareció que el mismo infierno se desgarraba y rechinaba a sus puertas.
Achamian se tambaleó, parpadeó sobre sus ojos blancos en llamas, gritó…
Un instante de voz baldía.
Las ratas chillaron a través de su rugido exultante. Achamian cayendo, moviendo la boca. El dragón cerrando sus garras…
Achamian cayendo.
Ella no pudo gritar.
La monstruosidad saltó hacia el cielo castigando el aire con sus alas desgarradas.
Ella no pudo gritar.
—¡Estoy vivo! —gritó de nuevo Ikurei Conphas, sin oír nada por encima del fragor y el estruendo de la batalla hechicera, cercana y lejana al mismo tiempo. No hubo ovaciones resonantes ni gritos individuales de alivio o aclamación. No lo veían, ¡era eso! Le habían confundido con uno de los suyos. Para un hombre…
Se volvió hacia sus asombrados salvadores.
—Tú —gritó a un estupefacto Capitán Selial—. ¡Encuéntrame al General Baxatas! ¡Dile que se una a mí en seguida!
El hombre vaciló, aunque sólo durante un brevísimo instante que hizo que Conphas sintiera un fuego frío en el vientre. Acto seguido, el idiota desapareció corriendo sobre la hierba y los tréboles hacia formaciones distantes.
—Y tú —espetó a un vulgar columnario—. Encuéntrame a unos cuantos jinetes. ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Diles que anuncien el paso del general!
—Y t… —Se detuvo. Se oían gritos en el viento. ¡Naturalmente! Habían tardado un rato en recuperarse. En recobrar el sentido común. Pobres idiotas…
«¡Creían que estaba muerto!»
Sonriendo, se volvió hacia la visión de su ejército…
Sólo vio a los jinetes que había visto antes, unos centenares, cabalgando tranquilamente a lo largo de los flancos inmóviles de la Columna Selial. «¡No hay más naciones! —gritó una voz entre los que galopaban—. ¡No hay más naciones!»
Durante un momento, Conphas apenas pudo dar crédito a sus ojos, ni siquiera a sus oídos. Obviamente eran inrithi a pesar de sus mantos blancos y azules. El estandarte del Circunfijo colgaba por encima de los primeros jinetes dejando tras de sí un rastro de borlas doradas. Y detrás… El León Rojo.
—¡Matadles! —aulló Conphas—. ¡Atacad! ¡Atacad! ¡Atacad!
Durante un instante pareció que no sucedería nada, que nadie le había oído. Su ejército continuaba dando vueltas, como una multitud de imbéciles. Los intrusos continuaban cabalgando sin problemas entre ellos.
«¡No hay más naciones!»
Entonces, los caballeros vestidos de blanco cambiaron súbitamente de dirección y empezaron a cabalgar hacia él.
Conphas se volvió hacia los columnarios que quedaban, riendo y gruñendo a la vez. Se acordó de su abuela, cuando su belleza refulgía brillante como una leyenda. Se acordó de ella cuando lo tomaba en su regazo, riendo por la forma en que retorcía las piernas y pateaba.
—¡Es bueno que prefieras mantener lo pies en el suelo! Para un Emperador es lo primero…
—¿Y qué es lo segundo?
Una risotada, tan clara como una fuente.
—Ahhh… Lo segundo es que tienes que medir constantemente.
—¿Medir qué, abuela?
Se acordaba de los golpecitos que le daba con sus dedos en el cuello. Qué pequeñas eran sus uñas.
—Los monederos de los que te sirven, mi pequeño. Porque si alguna vez los encuentras vacíos…
De la docena de columnarios nansur que estaban frente a él, dos se arrodillaron llorando y tres ofrecieron sus espadas. Cinco salieron corrieron como locos y dos sencillamente se fueron caminando. Oía el estruendo elevándose en el cielo detrás de él.
—Derroté a los scylvendios —dijo a los que quedaban—. Vosotros estabais allí…
Cascos aplastando la hierba. Sentía el suelo estremeciéndose bajo sus sandalias.
—Ningún hombre podría haber hecho algo así —dijo.
—¡Nadie! —gritó uno de los que estaban arrodillados. El soldado le cogió la mano y besó el Anillo Imperial.
Aquel sonido tan profundo, la carga de los inrithi. El estruendo en torno a los caballos resoplando, el ruido metálico de los aparejos. Aquello era lo que los infieles oían.
El Emperador de Nansur se dio la vuelta, sin poder creer…
Vio al Rey Saubon inclinado sobre su silla, con la cara rubicunda de intenciones asesinas. En los ojos azules del hombre brillaba algo más que el sol.
Vio el sable que se llevó su cabeza.
Caminando a zancadas entre el humo y por encima de las altísimas hogueras, Eleazaras se aproximaba al Heresiarca de los cishaurim. Seotki saqueaba la tierra ante él, levantando montañas de escombros humeantes, atacando y derrotando a los thunyenos de negra armadura que se lanzaban contra él.
Con la voz ensangrentada, Eleazaras gritaba las más poderosas Grandes Analogías. Era el Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas, la Escuela más grande de la Baja Antigüedad. Era Heredero de Sampileth, el que cantaba fuego, de Amrezzer el Negro. ¡Vengaría a su amado profesor! ¡A su Escuela!
—¡Sasheoka! —gritó entre Palabras.
El fuego del dragón zarandeó al Heresiarca y, durante un instante, el hombre rodó entre el fuego dorado, envuelto en azul espumoso, enredado en su brillante indumentaria. Eleazaras le golpeaba una y otra vez. De la tierra que se encontraba bajo sus pies surgía magma. De los cielos descendían soles. Grandes manos ardiendo golpeaban sus defensas de otro mundo; un tumulto ardiente en el que Eleazaras cantaba cada vez con más potencia, hasta que vio la cara ciega gritar. Con los pies firmes entre el humo y el cielo, Eleazaras reía al cantar, pues la venganza había convertido el odio en éxtasis y gloria.
Pero desde una dirección distinta ráfagas de plasma azul, el Agua Bendita de los Indara–Kishauri, lloraba sobre sus Guardas, sacudiéndolas, rebotando en las nubes de encima, donde se desvanecían en manchas de azul brillante. Aparecieron los fantasmas de las grietas. Láminas de piedra etérea se venían abajo…
Otro Incandati surgió de las ruinas, mostrando un poder que estremecía al mundo… Eleazaras volvió a sus Guardas, cantando Fortificaciones más profundas y Escudos más fuertes. Vio a Seokti subiendo de vuelta al cielo. Desde un punto imposible entre sus ojos inexistentes llameaban cataratas deslumbrantes…
¿Dónde estaban sus hermanos Maestros? ¿Ptarramas? ¿Ti?
A su alrededor, el mundo se había convertido en un oleaje blanco y azul brillante, arrancando, aplastando. Sin marca, tan virginal como el mundo de los inocentes.
Arrancando. Aplastando.
El Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas gruñó y maldijo. En sus Guardas estallaban chorros de incandescencia que inmolaron su brazo izquierdo mientras gritaba defensas más profundas. Frente a él se abrió una grieta. Una luz se proyectó sobre su cabeza y su frente. Fue arrojado hacia atrás como un muñeco.
Su cadáver cayó en las ruinas ardientes de abajo.
Los fanim envolvieron a los desesperados Hombres del Colmillo a lo largo del acueducto de Skilura. Los jinetes atacaban los pilares a ráfagas, lanzando saetas a quemarropa. Otros cargaban contra las paredes de escudos dispuestas al azar, abriéndose camino con sus armas entre picas y lanzas. Galgota, el Palatino de Eshganax, cayó a manos del despiadado fervor de los kirgwi.
Gotian cargó en la refriega con todo lo que quedaba de sus Caballeros del Shriah. Al principio, su convicción y su furia hicieron que ganaran terreno, pero eran muy pocos. Los infieles irrumpían en sus flancos y atacaban sus caballos desde debajo de ellos. Los Caballeros del Colmillo luchaban, cantaban himnos que ningún desastre podía quebrar. Gotian cayó, alcanzado por una flecha en la axila mientras mantenía la espada en alto, y sin embargo los monjes guerreros siguieron cantando.
Hasta que la muerte llegó trazando una espiral.
Entonces, desde el oeste, sonaron los cuernos. Durante un momento, todos los que se encontraban en Shairizor, infieles e idólatras por igual, se volvieron hacia las cumbres en las que los antiguos amoti habían enterrado a sus reyes. Y allí, por encima del campamento, vieron el Ejército Imperial reunido en largas filas sobre la cresta.
Los Hombres del Colmillo rugieron de júbilo. Al principio, los infieles gritaron sus aclamaciones y abuchearon a los inrithi mientras éstos agitaban los brazos, pues sus Grandes les habían dicho que no temieran nada en caso de que llegaran los nansur. Pero entre ellos se propagó un presentimiento de fatalidad que pasaba de un grupo a otro. Bastantes entre ellos habían visto el Circunfijo y el León Rojo entre los estandartes sagrados de las Columnas Nansur.
Aquello no era la traición de un Emperador —un Ikurei— que acudía a sellar un pacto con el Padirajah. El odiado estandarte del Exalto–General, con su distintivo disco kyraneano, no se veía por ningún sitio.
No. Aquél no era Ikurei Conphas. Era la Bestia Rubia.
El Rey Saubon.
Los jinetes kianene se alejaron de los grupos de inrithi supervivientes, arremolinándose confusos por la llanura. Incluso el Padirajah parecía inseguro.
Werijen Grancorazón llamó a los tydonnios de Plaideol desde la sombra del acueducto. Alzando un fuerte grito, los guerreros de barba rubia cargaron sobre la hierba sembrada de cadáveres, corriendo al encuentro de su malvado enemigo, golpeando y matando. Otros les siguieron, haciendo caso omiso de las heridas o de su escaso número.
Maestros con sus negras vestiduras permanecían suspendidos en el cielo: el Saik imperial, los Hechiceros del Sol, avanzaba hacia las populosas formaciones de sus odiados y ancestrales enemigos.
Hombre y caballo estallaron en negro bajo el fuego descendente.
El scylvendio daba arcadas intentando respirar. Allí estaba, desplomado contra las paredes de aquel lugar, en una cámara iluminada de blanco que se abría al final del pasadizo. Pálido. Desnudo excepto por el taparrabos. «Allí estaba…»
Durante horas, Cnaiur había caminado por aquellos pasillos obscenos siguiendo a Serwe y a su hermano mientras éstos seguían el rastro de Kellhus. A excepción de los braseros que se encontraban bajo la tenebrosa catarata, todo estaba a oscuras. Profundidad sobre profundidad. Oscuridad sobre oscuridad. Un infierno de imágenes horribles. Pasaron por ruinas que, según Serwe, eran las minas de los cunuroi, asesinados hacía mucho por los ancestros de los hombres. Cnaiur sabía que ningún camino podía llevarle más lejos de la Estepa. El corazón le había martilleado en los oídos. Había vislumbrado a su padre, Skiotha, haciéndole señales en la oscuridad. Y ahora…
Allí estaba. «¡Moenghus!»
Serwe le atacó primero, sus extremidades y su espada un borrón en movimiento. Pero él la detuvo con sus manos refulgentes de azul, apartó su esbelta figura de un manotazo…
Entretanto, su hermano descendía, golpeando manos imposibles, girando y dando patadas, embistiendo y tanteando. Se quedó boquiabierto, retorciéndose, mientras el ciego lo agarraba por la garganta y lo levantaba; en su cuerpo surgieron ampollas y ardió cuando la luz azul consumió su cabeza y lo convirtió en una vela. La cara de la cosa se apretujó y el ciego lo arrojó, sin vida, al suelo.
Mientras tanto, Cnaiur había avanzado por el pasadizo, caminando pausadamente, aunque el aturdimiento de su paso hacía que pareciera que se arrastraba. Recordaba haberse acercado a Kellhus de la misma manera, aquel día en que lo había encontrado medio muerto sobre el túmulo de su padre, rodeado de círculos de sranc sin vida. Recordaba el aire inmovilizador de las pesadillas. El aliento como agujas. ¡Pero eso era distinto! Aquello había sido el punto de partida, desde su patria, desde su pueblo, desde todo lo que había tenido por sagrado y fuerte. Y aquél era su destino. Era él…
¡Él!
Alrededor de su garganta había tres serpientes negras, una más sobre cada uno de sus hombros y otra enroscada sobre su reluciente cabeza. Cnaiur echó un vistazo a la herida de su abdomen. La sangre empapaba el taparrabos, aunque no recordaba que le hubieran herido.
—Nayu —dijo la cara ciega al reconocerle. ¡La voz de Kellhus! ¡Las facciones de Kellhus! ¿Cuándo se había convertido el hijo en el molde de su padre?
—Nayu… Has vuelto a mí…
Las serpientes le observaban; sus lenguas lamían el aire. Incluso sin ojos, la cara le suplicaba y le imploraba con una mirada de largo arrepentimiento y asombrado júbilo.
—Sabía que lo harías.
Cnaiur se detuvo en el umbral, a sólo unos pasos del hombre que había desventrado su corazón. Mirando con inquietud por la habitación vio a Serwe a su derecha, con las piernas abiertas, inmóvil, con el pelo rubio extendido sobre el suelo ensangrentado, y a los espías–piel prisioneros colgando abyectos entre una maraña de poleas y cadenas. Las paredes guerreaban con imágenes inhumanas. Echó una mirada a la luz que colgaba imposiblemente bajo las bóvedas esculpidas.
—Nayu… baja la espada. Por favor.
Parpadeando, vio la espada mellada en el aire ante a él, aunque no recordaba haberla desenvainado. La luz rodó como líquido sobre ella.
—Soy Cnaiur urs Skiotha —dijo—. El más violento de los hombres.
—No —dijo Moenghus en voz baja—. Eso no es más que una mentira que utilizas para ocultar tu debilidad a otros hombres tan débiles como tú.
—Eres tú el que miente.
—Pero yo lo veo en ti. Veo… tu verdad. Veo tu amor.
—¡Yo odio! —gritó, tan alto que los pasillos les devolvieron las palabras como mil susurros.
Aunque ciego, Moenghus se las arregló para mirar el suelo pensativamente.
—Tantos años —dijo—. Tantas estaciones… Todo lo que te mostré ha dejado cicatrices en tu corazón, te ha apartado del Pueblo. Ahora me haces responsable por lo que te enseñé.
—¡Profanación! ¡Engaño! —Las babas quemaban su mentón sin afeitar.
—Entonces, ¿por qué te atormenta? La mentira, cuando se descubre, se desvanece como el humo. Es cierto que quema, Nayu, como sabes… pues tú has ardido en ella durante incontables estaciones.
Repentinamente, Cnaiur lo sintió: las millas de tierra amontonadas sobre ellos, la violenta inversión del suelo. Había llegado demasiado lejos. Había escarbado demasiado hondo.
La espada cayó de los dedos insensibles del desconocido, rodando como algo patético sobre el suelo. Su cara se rompió, como algo que envolviera a alimañas retorciéndose. Los sollozos resonaron sobre la piedra marcada.
Moenghus le sostenía, rodeándole, curando sus innumerables cicatrices.
—Nayu…
Él le quería… quería a aquel hombre que le había enseñado, que le había conducido por la estepa sin caminos.
—Me estoy muriendo, Nayu. —Susurros cálidos en su oído—. Necesito tu fuerza…
Le abandonó. Olvidado.
Sólo le había querido a él. En todo el mundo…
«¡Marica llorón!»
El beso fue profundo; el olor, penetrante. El corazón le martilleaba. La vergüenza sangraba por cada uno de sus poros, resbalaba por sus temblorosas piernas y, de alguna manera, encendió un ardor más profundo.
Respiró el aire vibrante de la cálida boca de Moenghus. Las serpientes se retorcían entre su pelo, apretando con fuerza, como falos, sus sienes. Cnaiur gruñó.
Tan distinto de Serwe o Anissi. El abrazo de un luchador, firme e implacable. La promesa de rendición, de refugio en unos brazos más fuertes.
Deslizó la mano bajo su cinturón, bajo sus pantalones…
Con los ojos brillantes de ardor, murmuró:
—Vago por una tierra sin caminos.
Moenghus jadeó, dio una sacudida y sintió un espasmo cuando Cnaiur pasó el Chorae por su mejilla. De las cuencas abiertas de sus ojos surgió una luz blanca. Durante un momento, pensó Cnaiur, pareció que el Dios lo mirara a través del cráneo de un hombre.
«¿Qué ves?»
Pero entonces su amante se vino abajo, ardiendo como era de esperar, tal era la fuerza que les había poseído.
—¡Otra vez no! —gritó Cnaiur a la forma combada. Tropezó y cayó sobre sus rodillas, llorando, delirando—. ¿Cómo pudiste dejarme?
Su grito repicó en los pasillos abandonados, llenando la misma tierra.
Y se rió, pensando en la swazond final que cortaría en su garganta. Un último pensamiento de más… «¡Mira! ¡Mira!»
Se carcajeó de pesar.
Se arrodilló ante el cadáver de su amante. Nunca sabría durante cuánto tiempo. Entonces, justo en el momento en que la luz hechicera empezaba a desvanecerse, una mano fría se posó en su mejilla. Se volvió y vio a Serwe… Por un instante, la cara de ella se resquebrajó como si jadeara en busca de aire. Pero a continuación se recompuso. Perfecta.
Sí. Serwe… La primera esposa de su corazón.
Su prueba y su premio.
La oscuridad absoluta los envolvió.
Las paredes de llamas que cercaban la gran franja de destrucción causada por los Chapiteles Escarlatas se desplazaban poco a poco hacia fuera, dejando residuos humeantes tras de sí. Pero de alguna manera, milagrosamente, la antigua construcción, con sus galerías abiertas y sus estancias, no había sufrido ningún daño. Arrodillado en el borde de su fachada sur, Proyas lo había visto todo, como si observara desde el borde de un poderoso acantilado.
La destrucción de los Chapiteles Escarlatas.
Los tambores de los infieles habían sustituido al repiquetear sobrenatural de los ensalmos. Incluso ahora, los últimos cishaurim —sólo veía a cinco— flotaban por encima del paisaje carbonizado y abandonado, con los áspides enroscados en sus cuellos curvados hacia abajo, buscando supervivientes. De vez en cuando, surgía de ellos un resplandor, y el estruendo y el chisporroteo se propagaban en el cielo oscurecido.
No sabía lo que significaba. No sabía nada…
Salvo que aquello era Shimeh.
Volvió la cara al cielo. Entre la neblina, vislumbró los primeros vestigios de azul, un contorno dorado sobre negro algodonoso.
Se produjo un destello, una chispa en el rabillo de su ojo. Miró las Cumbres Sagradas y vio un punto de luz suspendido sobre el alero del Primer Templo. El punto persistía, pintando de blanco las losas de pizarra de la cúpula, y a continuación estalló, con tal brillo que lanzó círculos de luz por el firmamento. Como velas arrancadas de un mástil, grandes cortinas de humo se expandieron hacia afuera, propagándose por encima de los cishaurim suspendidos y de la devastación.
Y Proyas vio una figura en el lugar en el que había estado la luz, tan distante que apenas podía distinguir sus rasgos, excepto que su pelo era oro y su vestimenta hinchada, blanca.
«¡Kellhus!»
El Profeta Guerrero.
Proyas parpadeó y sintió un escalofrío en la espalda.
La figura saltó desde el borde del Templo y voló sobre los atónitos fanim que guarnecían la Muralla Heterine, y a continuación laderas abajo, entre los edificios en llamas. Incluso desde tan lejos, Proyas oía su canción que engañaba al mundo.
Como un solo hombre, los dispersos cishaurim se dieron la vuelta. Con los ojos brillantes, el Profeta Guerrero caminó sobre las alturas hacia ellos. Parecía que a cada paso los escombros volaban desde el suelo hasta él, formando bucles, uno tras otro, pequeños círculos que cortaban las órbitas de los más grandes, hasta que anillos de ruinas dando vueltas casi le ocultaron por completo.
El sol lucía esplendoroso, como después del diluvio. Sobre el paisaje de calles caían rayos de luz blanca que convertían en perlas a los caídos y bruñían las columnas de humo que todavía se elevaban en el cielo, negras y grises. Proyas vio la razón de los anillos: arqueros infieles buscando Chorae entre las ruinas. El Profeta Guerrero gritó, y explosiones consecutivas se extendieron por el suelo, por debajo de él, convirtiendo en proyectiles las piedras rotas y los ladrillos. Incluso entonces, Proyas veía rayos alzándose hacia él. Algunos pasaban lejos, otros alcanzaban los anillos, que destruían las hechicerías que los delimitaban y arrojaban escombros sobre la ciudad.
Cada vez se producían más explosiones que hacían temblar el suelo. Los cuerpos salían despedidos. Las paredes se derrumbaban. El estruendo silenciaba el sonido incesante de los tambores.
Alzándose por encima de la neblina, con sus vestimentas azafrán brillando a la luz del sol, los cinco cishaurim se cerraron en torno a Kellhus. Energías cegadoras se estrellaban contra sus Guardas esféricas, como cataratas de agua, ardiendo con un brillo que obligó a Proyas a protegerse los ojos con la mano. De alguna manera, de la vorágine surgían líneas perfectas que se enroscaban en geometrías alrededor del cishaurim más cercano. El hombre ciego pareció romper el aire con sus manos, y después roció el suelo con sangre y restos.
Pero las Guardas de Kellhus estaban fallando, acosadas y rotas por tempestades de luz impura. Ya no refulgían más líneas Gnósticas para atacar a los cishaurim suspendidos. Y Proyas se dio cuenta de que Kellhus no podía ganar, de que sólo podía gritar Guardas para evitar ser barrido. De que era sólo cuestión de tiempo.
Entonces, de forma imposible, se acabó. Los cishaurim cedieron y el estruendo de su ataque se fue apagando como un trueno distante. Proyas no veía nada… sólo humo, ruinas y sol.
Tuvo que esforzarse para respirar. ¿O fue un aullido sordo?
«¡Dulce Dios… Dulce Dios de Dioses!»
Detrás de uno de los atacantes se produjo un destello, y de repente Kellhus estaba allí, agarrando con una mano la mandíbula del cishaurim y atravesando el color azafrán y su pecho con la brillante espada Enshoiya. Proyas se levantó a trompicones, se tambaleó y a punto estuvo de caer fatalmente. Recuperando el equilibrio, rió a través de sus lágrimas. Gritó.
Kellhus ya se había ido y el cuerpo cayó. Los tres cishaurim restantes flotaban inmóviles, estupefactos. Si hubieran tenido ojos, Proyas estaba seguro de que habrían parpadeado.
Y el Profeta Guerrero estaba detrás de otro, al que decapitó partiendo en dos las serpientes en un abrir y cerrar de ojos. Proyas vio que Kellhus daba una sacudida mientras el cuerpo caía y comprendió que había cogido la saeta de una ballesta lanzada desde abajo. Con un repentino movimiento, la arrojó como un cuchillo al hechicero–sacerdote más cercano. Se produjo un estallido de incandescencia bordeado por nácar negro. La figura cayó.
Proyas gritó. ¡Nunca se había sentido tan renovado, tan nuevo!
Anasurimbor Kellhus cantaba de nuevo las Abstracciones. Vestiduras blancas bullían al sol ardiente. Planos y parábolas crepitaban a su alrededor. El suelo murmuraba hasta lo más profundo de sus ruinas. El cishaurim superviviente flotaba en un círculo extenso y receloso. Tenía que seguir moviéndose, comprendió Proyas, para evitar el destino de sus hermanos. Pero era demasiado tarde…
No había escapatoria para la luz sagrada del Profeta Guerrero.
El sol descendía rojo en el oeste de hierro. Las nubes se desmenuzaban en los vientos del sur y eran arrastradas en corrientes púrpura por encima del Meneanor. La penumbra se elevaba desde los barrancos y las quebradas de la devastación. La sangre se enfriaba sobre la piedra picada.
Algo tintineaba en la luz agonizante, por encima del resuello de los fuegos subterráneos. Entre la piedra amontonada y arrojada a la base de las paredes, había un niño encorvado sobre una figura blanca destrozada. Estaba usando una piedra para obtener sal y depositarla en la palma de su pequeña mano. Aunque la batalla se había acabado, miraba con terror por encima de su hombro. Cuando hubo llenado su bolsa, se volvió hacia la cara muerta del hechicero y la contempló con un extraño desconcierto que un hombre adulto habría confundido con la pena, pero que su madre, si todavía hubiera respirado, habría identificado como esperanza.
Se puso en pie y se inclinó para estudiar el pequeño corte que tenía en la rodilla. Apartando la sangre con el pulgar, vio que en su lugar aparecía una nueva gota. Entonces, asustado por algún sonido, se volvió y vio al extraño pájaro con cabeza humana que le miraba.
—¿Te gustaría saber un secreto? —susurró una débil voz. La cara en miniatura sonrió, como si encontrase un placer inesperado al participar con desgana en un juego.
Demasiado asombrado para el horror, el niño asintió apretando fuertemente la sal que sería su fortuna.
—Acércate.