Shimeh
Si la guerra no mata a la mujer que hay en nosotros, mata al hombre. |
Triamis, Diarios y diálogos |
Como tantos que emprenden caminos difíciles, dejé un país de hombres sensatos y volví a una nación de locos. La ignorancia, como el tiempo, no admite el retorno. |
Sokwe, Diez estaciones en Zeum |
Primavera, año del Colmillo 4112, Shimeh
Luz silenciosa rota a través de gotas de rocío. Caras humeantes de lienzo oscuro. Sombras surgiendo entre máquinas de guerra, encogiéndose después lentamente. Tonos de gris sangrando en una panoplia de colores. Las lejanas extensiones del mar destellando oro.
La mañana. El principio del lento saludo del mundo antes del sol.
Los esclavos agitaban el humo de las hogueras valiéndose de hierba seca para conjurar las llamas de las ascuas enterradas. Los que no tenían sueño se animaban entre ellos, sentados en el frío, mirando el humo ascendente, con incredulidad…
El primero de los cuernos sonó en la distancia.
El día había llegado. Shimeh esperaba, negra contra un abanico de luz creciente.
«Tu padre —había dicho ásperamente el anciano en Gim— me pide que te diga…»
Kyudea se alzaba en los prados como un montón de piedras desperdigadas. Los cimientos serpenteaban en la hierba. La piedra erosionada coronaba las cúspides de los laberínticos montículos. Aquí y allá, columnas derribadas habían irrumpido en la hierba como si la ciudad derruida hubiera sido inundada por las olas de un mar de tierra.
El Profeta Guerrero deambulaba por las ruinas, un futuro mapeado en cada aliento. Su alma se bifurcaba en la negrura de la posibilidad, siguiendo el análisis de inferencia y asociación. Sus pensamientos se diversificaban, uno tras otro, hasta que llenaban el mundo inmediato y lo sobrepasaban, en el exhausto suelo del pasado, en el cada vez más lejano horizonte del futuro.
Las ciudades ardían. Naciones enteras emprendían la huida. Un torbellino se dirigía…
«Sólo hay un árbol en Kyudea…»
Aunque lo único que había en torno a él eran piedras muertas, Kellhus vio lo que había habido antes: las grandes procesiones, las calles atestadas, los enormes templos. En los días en que las provincias al sur del río Sempis eran naciones, Kyudea había sido tan grande como Shimeh, si no mayor. Ahora estaba muda, convertida en un barbecho, un lugar para que los pastores refugiaran a sus rebaños durante las tormentas.
La gloria había morado allí alguna vez. Ahora no había nada. Sólo piedras desperdigadas, azotadas por la hierba bajo el viento…
Y respuestas.
«Sólo hay un árbol —había dicho el anciano con una voz que no era la suya—, y yo habito debajo de él.»
Y Kellhus había golpeado hendiéndole hasta el corazón.
Le había utilizado, engañado durante todo el tiempo, desde el principio. Aquello era lo que decía el scylvendio.
—¡Pero yo no soy como los demás! —había protestado Achamian—. ¡Yo no creo por mi corazón!
Un encogimiento de hombros marcados por las cicatrices.
—Ésa es la razón por la que te dio tus preocupaciones… convirtiéndolas en motivo de una devoción incluso mayor. Las verdades son sus cuchillos, ¡y nos han cortado a todos!
—¿Qué estás diciendo?
Achamian deambuló por el campamento con el pergamino manchado de tinta en la mano, apretujándose entre masas de inrithi armados, sin ver ni oír a los que se inclinaban y se dirigían a él como «Sagrado Tutor». Pasó desde las avenidas radiales de los conriyanos a las de los tydonnios, dispuestas al azar. Vio a un hombre armado, un caballero meigeirish envejecido de barba larga y gris, arrodillado ante el fuego humeante.
—Toma mi mano —oyó Achamian que cantaba el hombre— y arrodíllate ante…
Sin mediar aviso, el hombre abrió los ojos y le miró mientras se limpiaba las lágrimas. El verso que seguía, «Él, que eleva la luz…» pareció quedar olvidado en el aire entre ellos. Después, enfadado, se volvió y cogió sus armas y su equipo. Los cuernos sonaban en la distancia.
«Toma mi mano»… Uno de los cien himnos dirigidos al Profeta Guerrero. Achamian se sabía de memoria la mayoría de ellos.
Miró a lo largo de la congestionada avenida y vio a otros arrodillados; algunos solos, otros en grupos de dos o tres. Allí donde la avenida describía una curva y se perdía de vista, vio a un juez exhortando a docenas de penitentes. Dondequiera que mirase veía Circunfijos pintados sobre cometas–distintivos, colgando de collares o bordados sobre pechos y altos estandartes. El mundo entero parecía retumbar de devoción.
¿Cómo había sucedido aquello?
Lo que Kellhus había dicho en el jardín de los manzanos era cierto: arrodillarse a los pies del Dios significaba estar en lo más alto entre los caídos. Invariablemente, los sirvientes de un rey ausente gobernaban en su lugar. «Lo que hago —decían los devotos—, lo hago por Él», invocando escritos tan antiguos y tan metafóricos que en ellos podía interpretarse cualquier odio o presunción. Era como si lo que trascendía, lo que permanecía fuera del oscuro y descuidado círculo de su vida no fuera más que una vaina oculta más allá del horizonte. Sólo había que alargar la mano para sacar el arma…
¡Arrodillarse! ¿Qué era sino otra avaricia vergonzosa? ¿Quién envidiaba los dulces cuando la carne no tardaría en servirse? Incluso el mundo se encontró sobre la mesa, con su clamor convertido en música y su capricho en maldiciones servidas sólo para los devotos. Todo era para ellos.
¿Y los demás? Sólo tenían que rogar.
—¿Qué estás diciendo? —le había gritado al scylvendio.
—Que incluso tú, el orgulloso que todo lo niega, eres su esclavo. Que él se esconde en las fuentes de todos tus pensamientos, te arrastra como el agua a su copa.
—¡Pero mi alma me pertenece!
Risa, oscura y gutural y despiadada, como si todos los que sufren no fueran al final más que idiotas.
—No hay otro pensamiento que él valore más.
Achamian había encontrado seguridad en Kellhus, a pesar de haber perdido a Esmenet a manos de él. Incluso había convertido su tormento en una especie de prueba. Se dijo a sí mismo que mientras su carga lo afligiese, aquello tenía que ser real. Él no creía, como muchos, por el bien de la adulación. Los Sueños de Seswatha aseguraban que su importancia se debía más al terror que al orgullo. Y su redención había sido algo demasiado… abstracto.
Amar a alguien que le había tratado mal: ¡aquélla era su prueba! Y le habían causado tanto daño, tanto…
Ahora todo se derrumbaba y se precipitaba por escarpados momentos en una avalancha de deseos y de odios hacia… hacia…
«Shimeh.»
Él no sabía qué.
«Las verdades son sus cuchillos, y nos han cortado a todos…»
¿Qué estaba sucediendo?
De alguna manera, saber cualquier cosa era saber dónde estaba uno. No era de extrañar que se aprisionara el pecho por miedo a caer, incluso allí, en las vastas tierras de Shairizor, bajo la larga sombra de Shimeh.
«Pregúntate a ti mismo, hechicero… ¿Qué tienes que él no se haya llevado?»
Habría preferido su condena.
Las hogueras situadas a lo largo de las murallas de Shimeh perdían intensidad a la temprana luz del amanecer. Al cabo de un rato fueron poco más que manchas naranja entre las almenas.
Desde las murallas, los fanim miraban asombrados los campos. La vista imposible de las cuatro torres de asalto, dos a cada lado de la Puerta de Massus, les había dejado consternados, pues todos habían pensado que la preparación del asalto les llevaría a los idólatras semanas enteras. Ahora miraban las extrañas formaciones congregadas cerca de la puerta. La mayoría de ellos eran reclutas, armados con herramientas o reliquias de guerras olvidadas, aunque entre ellos había unos dos mil supervivientes de la batalla de Mengedda, e incluso ellos estaban perplejos a causa de los idólatras. Su señor, Hamjirani, fue llamado a las torretas para que pudiera verlo por sí mismo. Discutió durante algún tiempo con otros Grandes y finalmente se retiró indignado.
Los infieles, desplegados en las laderas del Juterum, la Colina de la Ascensión, empezaron a golpear las pieles de sus tambores. Como en respuesta, los inrithi hicieron sonar sus cuernos durante el tiempo que tardaban en vaciarse los pulmones de un hombre.
Frente a la Puerta que los fanim llamaban Pujkar y los inrithi Massus, pequeños grupos de hombres empezaron a avanzar. En las murallas, los hombres llamaron a sus oficiales a gritos, pues supusieron que los idólatras deseaban parlamentar. Pero los nobles que se encontraban entre ellos les hicieron callar. Se ordenó a los arqueros que estuvieran listos.
Dispersas en un centenar de yardas o más, unas cuarenta formaciones se aproximaban separadas entre sí por unos diez pasos y constituidas, como advirtieron los defensores, por seis hombres —cinco en columna y uno detrás—, ataviados de carmesí por debajo de corsés plateados. Del cuerno incorporado a sus cascos de guerra ondeaban unos banderines, cada uno de ellos adornado con un color y un distintivo diferente. Todos llevaban las caras pintadas de blanco, a la manera de los ainonios en guerra. Los hombres más alejados llevaban pesadas ballestas, al igual que un hombre solitario que seguía a la zaga. Junto a los hombres de las ballestas marchaban otros dos provistos de corazas, sosteniendo enormes escudos hechos con material de cestería que los ocultaban casi totalmente excepto por los ángulos más extremos. De las figuras que marchaban entre los escudos y detrás de ellos no se veía mucho más que sus sombras.
Entre los observadores fanim, los más ignorantes empezaron a mofarse, aunque entre ellos circuló un rumor que pasó de oído a oído hasta que se hizo el silencio. Era una simple palabra kianene que hasta los amoti más ignorantes conocían bien y temían: qurraj…
Hechicero.
Como en respuesta a una pausa en la conversación, un coro de otro mundo tronó desde las formaciones que se aproximaban, no tanto a través del aire como bajo las chamuscadas cosechas y las construcciones arrasadas hasta lo alto de la imponente Muralla de Shimeh. Las máquinas lanzaron los primeros botes incendiarios. Las erupciones de llama líquida revelaron los conjuros que se curvaban sobre cada formación. Una nube se tragó la luz del sol, y como un solo hombre, los defensores vieron los fundamentos de las espectrales torres.
El horror se apoderó de ellos. ¿Dónde estaban los portadores del Agua de Indara?
Sus propios oficiales mataban a los fanim que intentaban correr. Los coros profanos se oyeron más fuerte. Las unidades que encabezaban la marcha se detuvieron a unos cincuenta pasos de las murallas. Alguna que otra flecha fruto del pánico se tornaba humo contra sus Guardas. Columnas de soldados a pie se precipitaron hacia adelante entre las unidades. Varias figuras solitarias marchaban en la parte posterior de las formaciones, fuera del alcance de las flechas, con su vestimenta carmesí y las bocas y los ojos resplandecientes.
Todos los hombres situados en lo alto de las murallas parecieron tomar aire al mismo tiempo…
Entonces, la luz refulgente.
La gran torre de asalto que los hombres de Proyas llamaban Puntillas crujía y chirriaba a medida que los bueyes y los esclavos tiraban de ella por el campo. Cuando su montaje se acercaba a su final, al anochecer del día anterior, Ingiaban se había preguntado en voz alta si aquella torre, que había sido construida para abrir una brecha en las murallas de Gerotha, sería lo suficientemente alta para «besar las torres de Shimeh». Con su ingenio habitual, Gaidekki replicó que «lo único que necesitaba era ponerse de puntillas». El nombre había quedado.
La gran estructura se tambaleaba y se enderezaba. Sobre su abarrotada parte superior, Proyas se aferraba a la baranda. Los hombres gritaban a su alrededor y en los pisos inferiores. Desde atrás llegaba el chasquido de los látigos. Frente a él, sobre la tierra desnuda que habían utilizado los soldados para arrasar los canales de irrigación que surcaban los campos, veía las marcas producidas por el paso de la torre. Al final del sendero esperaban las murallas blanco y ocre de Shimeh, en cuya parte superior se arremolinaban hombres y lanzas infieles.
A su izquierda, la hermana de Puntillas, que los hombres habían dado en llamar Hermana, avanzaba también pesadamente. Más alta que la mayoría de los árboles, la habían revestido de esterillas de algas marinas empapadas para que pareciera algo misterioso, una bestia sin miembros. A lo largo de cada uno de sus seis pisos se habían abierto unas escotillas, tras las cuales, como Proyas sabía, esperaban docenas de guerreros embravecidos y preparados para destruir los parapetos de las Murallas de Tatolear tan pronto como estuvieran a su alcance. Los maestros carpinteros que habían dirigido el montaje de las dos torres juraron que eran un milagro de la ingeniería. Y así debía de ser, pues las había diseñado el Profeta Guerrero.
Puntillas se tambaleaba y avanzaba, sus ejes y ensambladuras chirriaban. Las murallas recubiertas de azulejos blancos y sus ojos gigantes estaban más cerca…
«Por favor, Señor —se puso a rezar Proyas—, ¡haz que esto suceda!»
Las primeras piedras describieron un arco en su dirección procedentes de grandes máquinas ocultas en la ciudad. No dieron en el blanco y golpearon la tierra a poca distancia de sus posiciones. Verlas era algo surrealista, como si el alma se negara a creer que pesos tan enormes pudieran lanzarse tan alto. Los hombres gritaban, avisando. Por encima de ellos zumbó un proyectil, tan cerca que a punto estuvo de alcanzarles. Falló, pero impactó con efectos mortíferos sobre la recua que tiraba de ellos hacia adelante. Puntillas se tambaleó durante un momento, lo suficiente para que Hermana se le adelantara. Proyas pudo ver su parte posterior, que no era sino una gigantesca escalera. Puntillas continuó avanzando pesadamente.
El Conde–Palatino Gaidekki apareció de pronto entre los hombres que abarrotaban la parte posterior de la plataforma de Hermana. Su oscura cara refulgía.
—¡La gloria es para los más rápidos! —gritó—. ¡Lavaremos la sangre para que no resbaléis cuando lleguéis!
Aunque los dientes continuaron apretados, todos rieron, y unos cuantos empezaron a gritar que fuesen más rápido. La risa se redobló cuando un impacto cercano obligó a Gaidekki y sus hombres a agacharse.
Entonces destelló la primera luz sobre la Puerta de Massus, haciendo que todos volvieran la cabeza. Pareció que oían gritos…
Aunque la hechicería ya no era un anatema, pocos entre los devotos —y especialmente entre los conriyanos— deseaban seguir a los Chapiteles Escarlatas a ningún sitio, no digamos ya a la sagrada Shimeh. Proyas vio, sin habla, cómo grandes llamaradas barrían las barbacanas…
Desde debajo de él surgió un coro de gritos, apagado por los tablones, seguido de un chasquido entrecortado, como si alguien hubiera partido una docena de palos sobre su rodilla. Las saetas con punta de hierro zumbaron a través de las escotillas del piso inferior, tras las que se encontraban los arqueros, y se abrieron en abanico hacia los abarrotados parapetos. Poco después, Hermana respondía de igual forma. A excepción de los que impactaron en las baldosas de la muralla, los proyectiles parecieron desaparecer entre los defensores que atestaban las almenas.
—¡Los escudos! —gritó Proyas, no porque fueran de utilidad contra la artillería de los infieles, sino para que se retirasen de la zona de alcance de los arqueros.
Algo oscureció el sol de la mañana… ¿Nubes?
La primera lluvia de flechas cayó sobre ellos y sobre los que tiraban de ellos por delante.
—¡Fuego! —gritó Proyas a los arqueros en torno a él—. ¡Despejad las murallas!
Las cercanías de la Puerta de Massus se habían convertido en un juego desquiciado de luces. Pero no había tiempo para observar. A cada instante, los ojos impasibles de las Murallas de Shimeh se acercaban y el aire se hacía más denso por los proyectiles. Cuando se atrevió a bajar el escudo, vislumbró a infieles entre la masa de defensores. Vio a un anciano con un vendaje alrededor de la cabeza, alcanzado en la garganta por una flecha, a quien llevaban a la ciudad. Los botes incendiarios se estrellaban contra las torres. Dos impactaron en el lado de Hermana, arrojando alquitrán ardiendo sobre las algas. De pronto, el humo lo envolvió todo y el rugido del fuego apagó cualquier sonido. Se produjo un crujido y una sacudida que hizo caer de rodillas a todos los hombres. Una de las enormes piedras había encontrado su objetivo. Pero milagrosamente, Puntillas seguía avanzando. La plataforma de Proyas se movía como la cubierta de un barco. Se encorvó bajo su escudo. Los arqueros que se encontraban con él cargaban, se levantaban y disparaban, agachándose para cargar de nuevo. Los alcanzados por las flechas caían hacia atrás, agarrando el asta e intentando arrancársela. Los caballeros los arrastraban y los dejaban a un lado para hacer sitio a los que ocupaban su lugar desde las plataformas inferiores. Se produjo un estruendo seguido de un titánico repiqueteo de piedras que sólo podía proceder de la Puerta de Massus. Un coro de gritos desvió su atención hacia la izquierda, hacia Hermana, en cuya plataforma superior había impactado un proyectil. Los caballeros en llamas, ajenos a la altura, caían sobre sus camaradas de abajo.
—¡Gaidekki! —gritó Proyas—. ¡Gaidekki!
La fruncida cara del Conde–Palatino apareció entre los largueros de madera, y Proyas, a pesar de las flechas que silbaban entre ellos, sonrió. Entonces, Gaidekki desapareció. Proyas se arrodilló, parpadeando al ver la imagen del cuello y los hombros del hombre rotos por una piedra imparable.
El cielo se oscureció. Las torres de asalto avanzaban pesadamente, cada vez más cerca, aunque Hermana se había convertido en un infierno luminoso. Las murallas embaldosadas de blanco, atestadas de armas y caras rugientes, estaban tan cerca que las hubiera alcanzado un trapo arrojado desde las posiciones de los primeros atacantes. Proyas vio abajo, en la muralla embaldosada de blanco, la gran abertura de un ojo divisando la amplia extensión de calles y construcciones que se extendían hasta las Cumbres Sagradas. ¡Allí! ¡Allí! ¡Allí estaba el Primer Templo!
«¡Shimeh! —pensó—. ¡Shimeh!»
Proyas se bajó la máscara de guerra plateada y vio de soslayo que sus guerreros agachados hacían lo mismo. El puente abatible descendió y clavó en las almenas sus ganchos de hierro. Finalmente, Puntillas era lo suficientemente alta para besarlas.
Gritando al Profeta y a Dios, el Príncipe Coronado saltó hacia las espadas de sus enemigos…
Era imposible no ver el árbol.
Estaba al borde de una colina más alta, cerca del centro de los campos de escombros. Era el gemelo del negro Umiaki en perímetro y altura. Sus grandes tendones estaban desprovistos de corteza y sus brazos se alzaban al aire como colmillos retorcidos.
Ascendiendo por los restos de una escalera monumental, sobre la ladera de la colina, Kellhus se encontró pronto bajo su nervadura. Más allá del árbol, extendidos sobre la cima aplanada, se encontraban bloques vueltos hacia arriba y filas de pilares sin cúpula. Excepto en la dirección de Shimeh, donde el suelo había cedido, la base del árbol estaba rodeada de baldosas de piedra, levantadas y agrietadas sobre las inmensas raíces.
Poniendo una mano sobre el tronco inmóvil, pasó las puntas de los dedos por las líneas marcadas en su superficie. El rastro de antiguos gusanos. Se detuvo donde el suelo caía en vertical, mirando los negros nubarrones que se habían acumulado en el horizonte, sobre Shimeh. Le pareció oír el ruido de truenos distantes. Entonces descendió por el desnivel agarrándose a las raíces que sobresalían.
Una lluvia de grava cayó sobre las laderas inferiores.
Al final llegó abajo. El árbol se elevaba por encima de él, con su tronco liso y fálico y sus ramas curvadas como caninos, elevándose hacia las espaciosas alturas. Ante él se retorcían las raíces, como los tentáculos de una sepia.
En algún momento —muchos años atrás, a juzgar por las marcas del hacha— habían hecho una abertura entre ellas. Mirando el interior de la excavada penumbra, Kellhus vio la mampostería: unas escaleras que descendían hacia la oscuridad…
Apresurándose, se introdujo en el vientre de la ladera.
Extendiendo la mano para alertar a Serwe y a su hermano, Cnaiur tiró de las riendas de su caballo robado, que se detuvo bruscamente. Cuatro buitres alzaron el vuelo silenciosamente hacia el cielo. Sobre las laderas de una elevación cercana, cinco caballos ensillados, aunque sin jinete, levantaron las cabezas y después siguieron pastando.
Los tres se habían detenido sobre una suave elevación desde la que se veía la carnicería. Las montañas de Betmulla se alzaban ante ellos en la distancia, grises y encorvadas, y todavía no había señales de Kyudea, aunque Serwe insistía en que siguieran exactamente el sendero del dunyaino. Lo olía, decía.
Cnaiur descabalgó y anduvo a zancadas en medio de los cadáveres tendidos. Hacía días que no dormía, aunque el agotamiento de sus miembros parecía una cosa abstracta, que se podía ignorar tan fácilmente como el argumento de un filósofo. Una extraña intensidad se había apoderado de él desde su conversación con el hechicero del Mandato, un vigor que sólo podía identificar con el odio.
—Va a Kyudea —había dicho al final el gordo idiota.
—¿Kyudea?
—Sí, la hermana en ruinas de Shimeh. Está hacia el sudoeste, cerca de la cabecera del Jeshimal.
—¿Te dijo por qué?
—Nadie lo sabe… La mayoría cree que va a hablar con el Dios.
—¿Por qué creen eso?
—Porque dice que va a la casa de su padre.
—Kidruhil —dijo Cnaiur identificando al muerto—. Es probable que nos sigan.
Miró las marcas que había sobre el terreno y se inclinó para examinar varios cadáveres. Apretó los nudillos contra la mejilla de uno para comprobar si todavía estaba caliente. Los espías–piel observaban impasibles, mirando con franqueza desconcertante mientras volvía y montaba de nuevo en su caballo.
—El dunyaino los sorprendió —dijo.
¿Durante cuántas estaciones había suspirado por aquel momento? ¿Cuántos pensamientos dispersos y rotos?
«Los mataré a los dos.»
—¿Estás seguro de que fue él? —preguntó el hermano de ella—. Olemos a otros… fanim.
Cnaiur asintió y escupió.
—Es él —dijo con una cansina indignación—. Sólo uno tuvo tiempo de sacar el arma.
La guerra, comprendió ella: la guerra había dado el mundo a los hombres.
Se habían postrado ante ella, los Hombres del Colmillo. Le suplicaron que los bendijera.
—Shimeh —gritó un hombre—. ¡Voy a morir por Shimeh!
Y Esmenet lo hizo, aunque se sintió ridícula y muy lejos del ídolo que parecían haber hecho de ella. Los bendijo con palabras que les dieron la seguridad que tan desesperadamente necesitaban para matar o morir. Con una voz que ella conocía bien, halagadora y provocadora a la vez, repitió algo que había oído decir a Kellhus:
—Los que no temen a la muerte viven para siempre.
Sostuvo sus mejillas y sonrió, aunque su corazón estaba lleno de podredumbre.
¡Cómo se habían congregado en torno a ella entrechocando sus armas y sus armaduras! Todos extendían las manos, ansiando que les tocara mucho más de lo que lo habían hecho en su vida anterior.
Después se iban, dejándola con sus esclavos y con la enfermedad.
La Puta de Sumna, la habían llamado algunos, aunque para exaltarla y no para condenarla, como si sólo cayendo tan bajo fuera posible elevarse tan alto. Se sorprendió pensando en su homónima de La crónica del Colmillo, Esmenet, esposa de Angeshrael, hija de Shamanet. ¿Era aquél su destino, ser una referencia enterrada entre objetos sagrados? ¿La llamarían Esmenet–allikal, o «Esmenet–la–otra», como diferenciaba El tratado a aquéllos con homónimos del Colmillo? ¿O sería sencillamente la Profeta Consorte…?
La Puta de Sumna.
El cielo se oscureció y el estruendo asesino creció en la brisa de la mañana. Al final estaba sucediendo… y ella no podía soportarlo. No podía soportarlo.
Ignorando varias súplicas para que fuera a ver el asalto desde el límite del campamento, volvió a la Umbilica. Aparte de un puñado de esclavos reunidos en torno al fuego del desayuno, estaba desierto. Sólo uno de los Cien Pilares, un galeoth con un apretado vendaje, estaba de guardia. Éste se inclinó ligeramente a su paso, quedando rígido a continuación, mientras ella se dirigía a la oculta oscuridad del interior. Mientras caminaba por los tapizados pasillos llamó dos veces sin obtener respuesta. Todo estaba silencioso y tranquilo. El clamor de la Guerra Santa parecía imposiblemente distante, como si escuchara otro mundo a través de las junturas de éste. Finalmente se encontró en el dormitorio del difunto Padirajah, mirando la gran cama dorada donde ella y Kellhus dormían y se apareaban. Amontonó sus libros y sus pergaminos encima, y después, gateando sobre las ropas, se rodeó de ellos. En vez de leer, tocó y saboreó las superficies suaves y secas. Algunos los sostuvo hasta que estuvieron tan calientes como su piel. Después, por alguna razón que no pudo entender, los contó, como un niño celoso de sus juguetes.
—Veintisiete —dijo a nadie. Hechicerías distantes rompieron el aire lejano e hicieron tararear con su murmullo el entorno de oro y vidrio.
Veintisiete puertas abiertas, y ninguna salida.
—Esmi —dijo una voz ronca.
Durante un momento se negó a mirar hacia arriba. Sabía lo que era. Incluso más, sabía cómo era: los ojos desolados, el aspecto demacrado y hasta la forma en que su pulgar peinaba los pelos de sus nudillos… Parecía asombroso que una voz pudiera ocultar tanto, y aún más asombroso que sólo ella pudiera verlo.
Su marido. Drusas Achamian.
—Ven —dijo él, recorriendo la habitación con una mirada nerviosa. No se fiaba de aquel lugar—. Por favor, ven conmigo.
A través de la pared de lona oyó el llanto infantil de Moenghus. Asintió tratando de contener las lágrimas.
Siempre siguiendo a alguien.
Gritos. Hombres en llamas, ardiendo como hojas de otoño, dejando tras de sí cintas de negro oleaginoso. Estruendo sobre estruendo, como un coro rugiendo a una profundidad que sólo las piedras, al estremecerse, podían oír. Los que se resguardaban a lo largo del interior de las fortificaciones veían titilar las sombras de las almenas en las construcciones próximas.
Desde las formaciones de los Chapiteles Escarlatas se irguieron las cabezas de dragones fantasmagóricos. Acto seguido, como perros tratando de alcanzar la mano de su dueño, se inclinaron hacia adelante, vomitando ríos incendiarios. El fuego se desparramó sobre la mampostería, rojo y oro en la penumbra, brillando entre almenas, arremolinándose en escalera y rampas, extendiéndose sobre los hombres y transformándolos en sombras temblorosas.
En un instante, los fanim se apiñaron en la barbacana y las murallas adyacentes dejaron de existir. La piedra crujió, explotó. Los bastiones de la puerta se curvaron y los hombres se estremecieron, como si vieran un par de rodillas doblándose hacia adelante. Las torres se hicieron visibles entre el humo y desaparecieron a continuación en la oscuridad. Una gran masa de polvo y escombros se precipitó hacia abajo, sobre los hechiceros y su canción celestial.
Finalmente, los Chapiteles Escarlatas marchaban.
Kellhus descendió entre ruinas más profundas.
Al pie de la escalera encontró un farol hecho de cuerno y papel transparente, algo que no había sido hecho ni por kianene ni por nilnameshi. Al encenderlo produjo un resplandor naranja difuso…
Los pasadizos no eran humanos.
Las corrientes de aire le alcanzaron murmurando sus secretos. Su alma se expandió, calculando probabilidades, transformando conclusiones en espacio. A su alrededor, las galerías se extendían más y más en la enclaustrada oscuridad.
Como los Mil Veces Mil Pasillos… como Ishual.
Kellhus siguió adelante haciendo crujir la basura esparcida a su paso. Veía surgir las paredes de la fría oscuridad, escudriñaba los absurdos detalles que las llenaban: había grabadas estatuas, no relieves, figuras no más altas que su rodilla representando narraciones que la luz del farol no le permitía ver de un solo vistazo; superpuestas, incluso sobre el techo abovedado, de forma que parecía que caminara entre un enrejado de piedra. Se detuvo sosteniendo el farol frente a una sucesión de figuras desnudas con lanzas apuntando a un león y se dio cuenta de que habían grabado otro friso detrás del primero. Mirando entre miembros en miniatura, vio una representación más profunda y licenciosa que describía todo tipo de poses y penetraciones.
Obra de nohombres.
Sobre la antigua capa de tierra había un sendero marcado por alguien, comprobó Kellhus, con un paso y una longitud de zancada idénticos a los de él. Siguiéndolo, se adentró en la mansión abandonada, sabedor de que caminaba sobre los pasos de su padre. Después de descender varios cientos de pasos entró en un vestíbulo abovedado, donde las figuras grabadas en las paredes eran más grandes, aunque seguían narrando la misma historia doble de hazañas castrenses y excesos fálicos. En las paredes habían dispuesto franjas color cobre, cuyo verde brillante resaltaba sobre la piedra caliza, conteniendo un extraño y apretujado texto. Kellhus no sabía si eran bendiciones, explicaciones o recitaciones de algún texto sagrado.
Él sólo sabía que los habitantes de aquel lugar habían celebrado hazañas en toda su ambivalente complejidad, en lugar de —como solían hacer los hombres— reproducir sólo superficies aduladoras.
Ignorando los pasadizos alternativos, Kellhus continuó por el sendero entre el polvo, adentrándose en el laberinto abandonado, siempre descendiendo. Aparte de los maltrechos restos de armas de bronce, no encontró ningún otro objeto: sólo una cámara recargada tras otra cámara, cada una de ellas tan elaborada como la anterior. Pasó por una enorme biblioteca en la que los estantes de rollos se alzaban más alto de lo que podía alcanzar la luz del farol, y en la que surgían de la oscuridad, como desde las profundidades del océano, escaleras de caracol, todas exquisitamente esculpidas en la roca viva. No se detuvo, siguió con el farol levantado por las habitaciones por las que pasaba: enfermerías, graneros, barracones y estancias personales, toda una maraña. Meditaba sobre todo lo que veía, sabedor de que no comprendía nada de las almas para las que aquello era natural e inmediato.
Reflexionó sobre cuatro mil años de oscuridad absoluta.
Cruzó una inmensa galería procesional, donde los acontecimientos esculpidos abarrotaban las paredes con escenas épicas de luchas y pasión: penitentes desnudos postrados ante el tribunal de un rey nohombre, o guerreros luchando contra una muchedumbre de sranc u hombres. Aunque el rastro de Moenghus a menudo pasaba de largo ante aquellos espléndidos dioramas, Kellhus se encontró curioseando y observando las paredes, atento a alguna voz surgida de ninguna parte. En la oscuridad se elevaban columnas imponentes, trabajadas con pasión, que ascendían retorcidas en la estancia y acababan en unas muñecas dobladas hacia atrás y unas manos abiertas que proyectaban la sombra de los dedos. Los techos permanecían envueltos en la negra oscuridad. El silencio era el de los espacios imponentes, opresivo y frágil a la vez, como si el ruido de una simple piedra pudiera causar un estruendo.
Las palmas vueltas hacia arriba apuntalaban cada paso que daba. Inexpresivos ojos escudriñaban cada uno de su ángulos. Los nohombres que habían construido el lugar habían sentido algo más que fascinación por las formas vivas: habían sido su obsesión. Habían esculpido sus imágenes en la piedra muerta, transformado los asfixiantes pesos que los rodeaban en prolongaciones de ellos mismos. Y Kellhus lo comprendió: la mansión en sí misma había sido un trabajo devoto, su Templo. A diferencia de los hombres, aquellos nohombres no habían escatimado su adoración. No distinguían entre oración y palabra, entre ídolo y estatua…
Todo lo cual hablaba de su terror.
Derribando posibilidades a cada paso, Anasurimbor Kellhus siguió el rastro de su padre en la oscuridad, con el farol levantado ante la obra de artesanos antiguos e inhumanos.
«¿Adonde me llevas?»
«A ningún sitio… A ningún sitio bueno.»
Él no dijo nada mientras la conducía por el campamento, lejos de Shimeh, hacia las cumbres verdosas del oeste. Ella tampoco dijo nada, y pasó la mayor parte del viaje observando cómo la hierba manchaba los dedos que sobresalían de sus zapatillas de seda blanca. Incluso hizo de aquello un juego dando puntapiés a la maraña de briznas y tallos a propósito. En una ocasión, incluso se desvió hacia su derecha para caminar sobre tierra no pisada. Durante un momento, casi pareció que eran Achamian y Esmenet de nuevo, condenados y ridiculizados y no exaltados y reverenciados. El hechicero y su melancólica puta. Ella incluso se atrevió a coger su fría mano.
¿Qué podía haber de malo en ello?
«Por favor, sigue caminando. ¡Huyamos de este lugar!»
Sólo cuando pasaron por el último grupo de tiendas, ella se dio cuenta realmente de que estaba con él, que tenía la vista fija al frente empañada por pensamientos inescrutables y su fuerte mandíbula oculta bajo las trenzas de la barba. Empezaron a ascender en dirección al mismo mausoleo destruido donde ella había encontrado a Kellhus la noche anterior.
De alguna manera, parecía distinto a la luz del día. Las paredes…
—No viniste al funeral de Zin —dijo él finalmente.
Ella le apretó la mano.
—No hubiera podido soportarlo. —Su voz titubeó al pronunciar aquellas palabras. Parecían crueles, incluso horribles, a pesar de lo que había sufrido la noche en que murió el Mariscal de Attrempus.
«Su único amigo.»
—¿Brilló el fuego? —preguntó ella. Era la pregunta habitual.
Él ascendió unos cuantos pasos más pisando con sus sandalias la hierba amarilla en flor. Varias abejas volaban en irritados círculos, zumbando en el estruendo que retumbaba en la distancia, en el fragor de la batalla. Debido a algún capricho del sonido, el tenue delirio de un hombre, ronco y metálico a la vez, destacó sobre lo demás.
—El fuego brilló.
La ruina de ladrillo se erguía ante ellos, con la base atestada de zumaque y hierbas. Los álamos destacaban jóvenes y rectos en su interior, rozando la parte más alta de las truncadas paredes con sus ramas. Se sorprendió al ver detalles que se le habían escapado en la penumbra, con Kellhus. El nido telarañoso de orugas moviéndose en la brisa, o los óvalos que alguna vez podrían haber sido caras en las paredes del lado este.
«¿Qué estoy haciendo?»
Durante un instante absurdo se sorprendió temiendo por su vida. Muchos hombres la habrían matado por crímenes que había cometido… ¿Y Achamian? ¿Podía la pérdida haber desenterrado al hombre así que había en él? Entonces, de manera inexplicable se irritó por la forma en que él la dejó marcharse. «¡Deberías haber luchado por mí!»
—¿Por qué estamos aquí, Akka?
Ajeno a los enloquecidos pensamientos de Esmenet, Achamian se volvió con el brazo extendido como si alardease de unas tierras duramente ganadas.
—Quería que vieras esto —dijo él.
Siguiendo su mano, miró hacia el campamento, cuyas avenidas de tiendas eran circulares como una concha marina, por encima de arboledas arrasadas, campos y construcciones situadas en la tierra que tenían ante ellos. Y allí estaba. Destacada por una columna de humo, inmóvil y sombría bajo la oscuridad sobrenatural del cielo… Shimeh.
Desde las fachadas marítimas, las Murallas de Tatokar serpenteaban blancas como dientes sobre el laberinto de calles y edificios que envolvía las cumbres del Juterum. Tanto el suelo como los parapetos titilaban a causa del destello de las armas. Las dos torres de asalto asignadas a Proyas estaban pegadas a las murallas, rodeadas de hileras y grupos de hombres. La del norte ardía como el papel. Desde lo que había sido la Puerta de Massus se elevaba una gran columna de humo que se extendía lentamente sobre la ciudad, con la parte inferior bruñida por el resplandor perverso de la hechicería. A cada lado, varios de los ojos más grandes habían sido destruidos, y las torres parecían abandonadas. Más hacia el sur, en el lado más alejado del acueducto en ruinas, las dos torres de asalto asignadas a Chinjosa también habían alcanzado las murallas y junto a sus bases se aglomeraban masas oscuras de ainonios que esperaban para subir por los travesaños de su parte posterior.
Y en la lejanía, claramente visible entre las cortinas de humo que pasaban, el Primer Templo.
Ella levantó el puño hasta la frente. Quizá fue una falsa impresión de escala o perspectiva, pero todo parecía extremadamente lento, como si todo sucediera dentro del agua o de algo más viscoso que la comprensión humana.
Sin embargo, sucedía…
—Hemos conquistado las cimas —dijo ella, con un murmullo que pareció un grito—. ¡La ciudad es nuestra! —Se volvió hacia Achamian, que parecía mirar con el mismo horror y el mismo asombro, con el mismo sobrecogimiento, que entumecían su expresión.
—Akka… ¿Te das cuenta? ¡Shimeh está cayendo! ¡Está cayendo!
Había tanto en aquellas palabras: bastante más que fervor, bastante más que las lágrimas que le anegaban los ojos. Amor. Violación y revelación. Enfermedad, hambre y masacre. Todo aquello a lo que habían sobrevivido. Todo lo que había soportado.
Pero él negó con la cabeza, con los ojos todavía fijos en la vista que tenían ante ellos.
—Todo es mentira.
Los cuernos sonaron en la distancia.
—¿Cómo?
Se volvió hacia ella con la mirada poseída por una inexpresividad aterradora. Ella la reconoció, pues era la misma inexpresividad que había en sus ojos la noche que había vuelto a Caraskand.
—Anoche vino el scylvendio.
Los tambores fanim retumbaban. Las nubes seguían oscureciéndose, respondiendo al cishaurim y a su malévola voluntad.
Espoleadas por los gritos de sus capitanes, falanges de Javreh cargaron contra las laderas, treparon por las ruinas amontonadas de la Puerta de Massus y corrieron hacia las altas cortinas de humo que invadían lentamente la ciudad. A ellos siguieron los primeros Chapiteles Escarlatas, que avanzaron con precaución protegiendo a sus hechiceros constantemente.
De la bruma surgió el contorno de las murallas que habían sobrevivido, y mientras las formaciones pasaban por debajo, geiseres de fuego relumbrante llegaban hasta sus cimas. Nuevos bloques de mampostería se desplomaron. El mundo parecía mascullar maldiciones.
Sarothenes fue el primer Maestro Escarlata en poner los pies en Shimeh, seguido de Ptarramas el Viejo y Ti, que a pesar de su avanzada edad reprendía continuamente a sus Javreh por su pereza. Ante ellos se alzaba una maraña de callejones y edificios que se extendían hasta el pie del Juterum. Los piqueteros Javreh se desplegaron en abanico a centenares, matando a desventurados amoti y registrando los edificios. Se oían gritos procedentes de lugares ocultos.
Ptarramas el Viejo fue el primero en morir, alcanzado en el hombro por un Chorae mientras espoleaba a su formación a seguir adelante. Cayó a la calle, rompiéndose como una estatua. Cantando arcanos a voz en grito, Ti envió bandadas de gorriones en llamas a las negras ventanas de las casas contiguas. Las explosiones escupían sangre y escombros en la calle. Entonces, desde las ruinas de la muralla exterior, Inrummi atacó la fachada este del edificio con rayos luminosos. El aire restalló. Paredes de ladrillo cocido se desplomaron. En una habitación que había quedado al descubierto, se vio a una figura en llamas tropezando y cayendo sobre el borde del suelo, desplomándose a continuación hasta las ruinas de debajo.
Protegido por sus Javreh y sus anchos escudos, Eleazaras consiguió llegar a la cima de las ruinas de la Puerta de Massus supervisando a los guerreros que estaban desplegados ante él. Se apoyó en los travesaños de hierro que sobresalían de los escombros, a sus pies, los restos del enrejado. Aunque no veía a Ptarramas, sabía que algo había ocurrido ya.
Esperaban haber podido vencer a los cabezas de serpiente en un combate decisivo, pero Seokti era demasiado astuto. El demonio shigeki confiaba en eliminarlos. Liquidarlos uno a uno.
Eleazaras miró el laberinto de construcciones que se encontraban frente a él, el galimatías de paredes y tejados que se extendían hasta las laderas del Juterum y los bastiones de mármol del Primer Templo. Notaba los Chorae que había allí, enterrados en sótanos, agazapados en posición letal, esperando…
Por todas partes. Enemigos ocultos.
«Demasiado… Demasiados.»
—¡El fuego purifica! —gritó—. ¡Arrasadlo! ¡Reducidlo todo a cenizas!
Los largamente esperados cuernos resonaron con una atronadora llamada que se oyó por encima del ruido de los tambores infieles. Destacando entre sus compañeros de armas, Yalgrota Matasranc levantó su hacha hacia el cielo oscurecido aullando juramentos sanguinarios dirigidos a Gilgaol, poderosa Guerra. Sus hombres respondieron con gritos estentóreos. En ese momento, los thunyerios siguieron la estela de los Maestros Escarlata corriendo sobre las ruinas humeantes de la Puerta de Massus. Las baldosas destrozadas crujían bajo sus pies.
Al norte, Proyas y sus conriyanos luchaban en los parapetos. Una de las dos torres de asalto había ardido, aunque centenares de hombres trepaban por la parte posterior de la otra resguardándose de las flechas para reforzar a su príncipe. Al sur, Chinjosa y sus ainonios observaban con asombro cómo los defensores fanim huían del lento y pesado avance de sus dos torres de asedio. El belicoso Uranyanka y sus moserothi fueron los primeros entre los suyos en poner los pies en las Murallas de Tatolear.
Los thunyerios, con sus negras armaduras, se dispersaron por la ciudad sin oposición. El Príncipe Hulwarga y el Conde Goleen atacaron por el sur, liderando a los skagwi y los auglish de pelo salvaje por las calles que se mantenían en buen estado, detrás de la parte ainonia de la muralla. Mientras tanto, el Conde Ganbrota se dirigía al norte con sus ingraulish, con los escudos adornados con cabezas reducidas. El este fue asignado al Escarlata Gurwikka y a sus esclavos de piel oscura.
Al cabo de poco, los kianene y los amoti se disolvieron despavoridos. Dondequiera que mirasen veían guerreros con armaduras de cadenas a millares, desparramados como lobos rubios en las calles.
El farol titubeó, y por un momento Kellhus lo sostuvo contra su pecho, como si quisiera infundirle vida con el fuego de su propio cuerpo. Con un silbido final, se apagó.
Pero aquél no era el final de la luz. A su izquierda vio el más tenue de los destellos, en dirección al sonido retumbante de agua. En lugar de utilizar alguna Palabra que pudiera delatar su presencia, siguió en la oscuridad.
El sonido se hizo más y más fuerte a medida que recorría el pasadizo. Una densa neblina hizo brillar su piel y apelmazó su pelo y su vestimenta. La luz se hacía cada vez más nítida: el naranja brillaba sobre el negro de la piedra mojada. Se detuvo dos veces, pasando los dedos por el suelo para asegurarse de que todavía seguía el rastro de su padre.
El pasadizo se abría a un balcón que daba a una caverna inmensa. Al principio, lo único que pudo distinguir fueron las inmensas cortinas de agua que caían desde la oscuridad abismal, de tal magnitud que el suelo que se encontraba bajo sus pies parecía flotar. Después percibió varios puntos de luz, abajo, dispuestos sobre una plataforma situada más allá de la cascada, reflejados en la superficie aceitosa de una especie de estanque. Braseros, dedujo, que ardían sin apenas producir luminosidad debido a la humedad del aire.
«¿Padre?»
Kellhus descendió por una amplia escalera esculpida en la pared. Como el resto de la mansión, cada superficie había sido adornada con heroicas tallas sobre otros relieves pornográficos, aunque con una magnitud mucho mayor. Kellhus veía bóvedas inmensas con las enmarañadas figuras recubiertas de restos de mineral acumulados por el agua y los milenios. Las cascadas se elevaban en la oscuridad, con su estentórea y blanca espuma, y caían con el peso de glaciares. Tan altas que amenazaban con desplomarse sobre él y hacerle caer de rodillas.
En las cortinas de las cataratas había una serie de toboganes, como si fueran los largos cuernos curvados que los thunyerios utilizaban para comunicarse durante la batalla pero cortados por la mitad. Había docenas de ellos, curvados hacia afuera y hacia abajo, dispuestos para conducir el agua hasta el enorme piso de abajo, aunque sólo tres llegaban hasta el rugiente blanco, los demás estaban rotos. Verdes en los bordes, brillaban como el cobre allí donde el agua todavía corría por ellos.
La escalera estaba lejos de las cataratas, serpenteando en la parte posterior de la inmensa cámara, donde se encontraba con su imagen gemela y se ensanchaba en un abanico monumental. Sobre los escalones había varias armas desperdigadas, los restos de la antigua batalla que se había perdido allí. A medida que se acercaba a la base de la escalera, el sonido producido por una masa de agua más pequeña se fundía con el estruendo de fondo: el borboteo constante, el golpeteo y el siseo de pequeñas corrientes sobre la piedra. El aire estaba impregnado del olor de un moho cavernoso.
—Aquí se congregaron centenares de ellos —dijo una voz en la penumbra, clara a pesar del ruido sordo—. Incluso miles, en los días anteriores a la Peste–Útero…
Una voz kuniúrica.
Kellhus se detuvo en las escaleras, escudriñó la penumbra.
«Al fin.»
El suelo se abrió ante él, tan amplio como el estadio Sírico de Momemn y salpicado de desechos y de pequeños montones, que era todo lo que quedaba de los caídos. En el amplio estanque del centro del suelo se movían olas hinchadas en procesión interminable. Como un espejo negro, el estanque reflejaba los braseros que ardían a lo largo de su extremo más lejano, con las gruesas caras de bronce y la gran columna de agua de la cascada sobre ellos. Al final de los toboganes habían levantado una serie de estatuas inmensas de bronce: personas arrodilladas, obesas y desnudas, con hendiduras en las espaldas y las cabezas huecas bajo grandes máscaras con papada. Estaban acuclilladas en un amplio semicírculo, mirando al estanque con expresión refulgente bajo la luz naranja. El agua fluía desde los ojos y la boca de tres de ellas, salpicando sobre la piedra. La cabeza hueca de otro estaba completamente rota y descansaba cerca del borde opuesto del estanque, con su ojo no sumergido mirando las negras aguas.
—El baño era sagrado para ellos —continuó la voz.
Kellhus descendió del último y enorme peldaño y caminó lentamente por el suelo. Se había acostumbrado a escuchar a través de las voces, pero aquélla era suave como la porcelana, perfecta e inescrutable. Sin embargo, la conocía muy bien. ¿Cómo podía no conocerla, si era la suya?
Avanzando junto al estanque, vio una figura pálida sentada con las piernas cruzadas tras las cortinas de agua que manaban desde una de las monstruosas caras, un hombre de piel blanca oculto por la traslucidez del agua.
—Los fuegos son por ti —dijo la figura—. Yo he vivido en la oscuridad durante mucho, mucho tiempo.
Su calma aterrorizaba a Achamian casi tanto como el clamor que se percibía en el horizonte. El mismo viento apestaba a hechicería.
—Así pues, él manipula a todo el mundo —dijo ella finalmente—. Cada una de sus palabras está fundamentada en la manipulación… —Miró como si sus ojos se hubieran olvidado de parpadear—. ¿Crees que me utiliza a mí?
—N–no estoy seguro, pero creo que quiere… hijos… hijos con su fuerza, su intelecto, y tú…
—Quiere procrear, ¿no es eso? ¿Y yo soy su preciada yegua?
—Sé lo odiosas que esas palabras deben…
—¿Y por qué ibas a creer eso? Toda mi vida me han utilizado. —Se detuvo, mirándole con más remordimiento que indignación—. Durante toda mi vida, Akka. Y ahora me he convertido en el instrumento de algo más grande, más grande que los hombres y sus sucios apetitos…
—Pero ¿por qué? ¿Por qué un instrumento?
—Hablas como si tuviéramos elección, tú, ¡un Maestro del Mandato! No hay escapatoria, tú lo sabes. A cada aliento, ¡somos utilizados!
—Entonces, ¿por qué esa amargura, Esmi? ¿No debería la vasija de un profeta sonar ex…?
—¡Es por ti, Akka! —gritó con alarmante ferocidad—. ¡Por ti! ¿Por qué no dejas que me vaya? Sabes que te quiero, y te aferras a ello con los dedos sucios y tiras, tiras, tiras, hieres y maltratas a mi corazón, ¡y no dejas que me vaya!
—Esmi… Te lo pedí y viniste.
Un largo silencio.
—Todo aquello —dijo ella con voz casi inaudible por el ruido de hechicerías lejanas—, todo lo que dijo Cnaiur… ¿Qué te hace pensar que Kellhus no me lo ha dicho ya todo?
Achamian tragó saliva ignorando las luces que destellaban a su alrededor.
—Dices que le quieres.
Los platillos retumbaban con estrépito a un ritmo incesante, midiendo el infernal avance de los Chapiteles Escarlatas. Arrasaban todo lo que encontraban a su paso. Fuera cual fuese la resistencia que opusieran los infieles, la apagaban como la llama de una vela. Compañías de jinetes, arqueros expuestos en los tejados, todos momificados en el fuego Anagógico.
Aparte de los Observadores que caminaban por el cielo tras ellos, la mayoría de los setenta y cuatro hechiceros de rango supervivientes marchaban a pie en medio de la conflagración, protegiéndose a sí mismos y a sus escuderos Javreh con Guardas. Bañadas por la luz de las sucesivas Palabras, cada unidad arrastraba una formación parpadeante de sombras. Ascendían por fortificaciones de piedra ennegrecida, por montículos de ladrillos rotos, volvían a terreno llano y proseguían con su atronadora devastación. Piedras arqueadas hacia el cielo, despidiendo hilos de humo. Cornisas y columnas hundiéndose sobre sus bases, engullidas por la nube negra de su destrucción. El mundo entero parecía del color luminoso de la sangre y del negro de los abismos. Caminaban sobre miembros chisporroteantes.
Por encima de las altas llamas y a través de cortinas de humo, el Primer Templo y el Ctesarat parecían cada vez más cercanos hasta que ocultaron el horizonte. Una y otra vez, los Maestros Escarlatas cantaban destrucción, pero nadie respondía.
Los fanim corrían delante de ellos como si fueran bestias enloquecidas por las llamas.
Sólo el cielo…
En aquel mundo, sólo el cielo les ofrecía un respiro, un aplazamiento momentáneo en las angustias del horror terrenal. Miraron la oscura curvatura del mundo con los ojos escrutadores. El sol relucía, blanco y sobrenaturalmente brillante. Los truenos bramaban debajo, arrastrados hacia la nada en la distancia, como la nieve esparcida con el pie sobre el hielo. Vieron costas pálidas, enormes extensiones de ocre y azul desteñidas. Flexionaron sus cuerpos con vanidad lánguida y batieron sus alas.
Zioz. Setmahaga. Sohorat…
Sólo allí, en los límites de aquel mundo maldecido.
Entonces los llamó la Voz, crepitando de tormento y reproche. Como uno solo movieron sus elefantinas cabezas hacia atrás y aullaron en las profundidades azules. Después descendieron, sumergiéndose en la madeja de nubes tormentosas. El viento quemó ojos de los que no podían salir lágrimas.
Cayeron desde el vientre de las nubes como piedras.
Shimeh rodeaba el terreno cercano, oscuro, excepto allí donde los fuegos lo habían marcado. Detectaron a los mortales, corriendo como monos por calles oscuras, violando, asesinando, combatiendo…
Ojalá pudieran devorarlo todo.
¡Pero la Voz! ¡La Voz! Como algo de agujas. Más angustiosa que el millón de dientes de aquel mundo que les rodeaba.
Volaron hacia el centro de la ciudad siguiendo la dirección y la fuerza del viento del este, y después se posaron, uno tras otro, en los aleros del Primer Templo.
La Voz lo aprobó.
Se pegaron a la pizarra como escarabajos. Sentían a los sin ojos dentro, esperando.
«¡Caed sobre ellos! —chillaba la Voz—. ¡Desgarradlos! ¡Sólo entre ellos estaréis a salvo de los Chorae!»
Rompieron las placas, arrancaros las sujeciones y partieron los grandes dinteles de piedra por la mitad, que cayeron entre una lluvia de escombros. A su alrededor se levantaron una docena de hombres vestidos de color azafrán que portaban luces azules destellantes sobre la frente. Sobre sus pieles incandescentes crepitaban grandes arcos de energía.
Sohorat rugió, y el yeso llovió entre el bosque de columnas. De sus fauces surgieron moscas. Lobos delirantes bullían en las palmas de sus manos, estallaban contra las hojas de luz y se atiborraban de los que se encogían de miedo tras ellos. Zioz barrió hilamentos en llamas con su puño, arrancó almas de la carne en la que moraban. Setmahaga destrozaba con las garras las defensas endebles, separaba cuerpos de cabezas glorificándose en la sangre que humeaba entre sus miembros. Su júbilo era tal que chillaba como mil cerdos.
—¡Demonios! —Una voz como un trueno.
Volviéndose desde el mármol cubierto de sangre, vieron a un hombre sin ojos que se acercaba desde lo más profundo del templo. Algo destelló en su frente, algo parecido a una estrella. De las columnas laterales surgieron otros. Más hombres ciegos.
«¡Huid!»
Entonces Sohorat, con su figura esclavizadora envuelta en torrentes de luz, gritó.
Zioz saltó hacia las nubes.
«¡Llévame de vuelta, hombroide! ¡Quítame estas cadenas!»
Pero el Maestro Escarlata era obstinado.
«Una última tarea… Un ojo más que ofende…»
Agua por todas partes, cayendo en cataratas atronadoras, en gotas solitarias y en cortinas. Kellhus se detuvo cerca de uno de los luminosos braseros y miró bajo el semblante de bronce que se erguía, naranja y con el entrecejo fruncido, por encima de su padre. Vio a éste inclinado hacia atrás en la oscuridad absoluta.
—Viniste al mundo —dijeron unos labios invisibles— y viste que los hombres eran como niños.
Líneas resplandecientes danzaban sobre el agua que había entre ellos.
—Es parte de su naturaleza creer lo que sus padres creían —prosiguió la oscuridad—. Desear lo que ellos deseaban… Los hombres son como la cera vertida en un molde: sus almas se adaptan a las circunstancias. ¿Por qué no hay niños fanim nacidos de padres inrithi? Porque esas verdades son fabricadas, moldeadas por las singularidades de las circunstancias. Cría a un niño entre fanim y se convertirá en fanim. Críalo entre inrithi y se convertirá en inrithi…
»Divídelo en dos y se matará.
Sin mediar aviso, la cara reemergió, confusa por el agua, blanca excepto por las negras cuencas bajo su frente. La acción pareció tener lugar al azar, como si su padre simplemente cambiara de postura para aliviar un dolor pasajero, pero no era así. Kellhus sabía que todo había sido premeditado. A pesar de los cambios ocasionados por treinta años de aislamiento, su padre continuaba siendo dunyaino…
Lo cual significaba que Kellhus se hallaba en suelo condicionado.
—Pero pese a ser tan obvio —continuó la cara borrosa—, se les escapa. Como no ven lo que les antecede dan por hecho que nada antecede. Nada. Son insensibles a los martillos de las circunstancias, ciegos a su condicionamiento. Creen que han escogido libremente lo que llevan marcado en su interior.
»Por eso siguen sus intuiciones sin pensar y maldicen a los que se atreven a cuestionarlas. Hacen de la ignorancia su fundamento. Confunden su estrecho condicionamiento con la verdad absoluta.
Alzó un trapo y se lo apretó contra las cuencas de los ojos. Cuando lo retiró, el pálido tejido estaba marcado por dos manchas de color rosa. La cara retrocedió en la impenetrable oscuridad.
—Y sin embargo, una parte de ellos tiene miedo. Pues incluso los infieles comparten la profundidad de sus convicciones. En todos sitios, a su alrededor, ven ejemplos de su propio engaño… «Yo —gritan todos—. Yo soy el elegido.» ¿Cómo no iban a tener miedo si parecen niños dando patadas en la tierra? Por eso se rodean de los que siempre dicen sí y miran al horizonte esperando una confirmación, una señal más alta que les indique que son tan importantes para el mundo como lo son para ellos mismos.
Movió la mano y se llevó la palma al pecho desnudo.
—Y pagan con la moneda de su devoción.
—¿Y tú qué, Akka? —dijo Esmenet con voz mordaz—. ¿No has entregado tu preciosa Gnosis tan fácilmente como he entregado yo mi útero? —¿Por qué no podía odiar a aquel hechicero aburrido y maltrecho? Todo sería más fácil.
Achamian se aclaró la garganta.
—Sí… sí, he…
—Entonces dime por qué, Sagrado Tutor. ¿Por qué haría un Maestro del Mandato algo tan impensable?
—Porque el Segundo Apocalipsis… viene…
—¿Está en juego el mundo y tú te quejas de que hace de todo un instrumento? Akka, deberías alegr…
—¡No estoy diciendo que no sea el Heraldo! Por lo que sé, incluso podría ser un profeta…
—Entonces, ¿qué estás diciendo, Akka? ¿Lo sabes?
Dos lágrimas corrieron por sus mejillas.
—¡Él se te llevó de mi lado! ¡Te robó!
—Te robó la bolsa del dinero, ¿no? Es curioso, porque me siento más una mierda que oro.
—No es eso.
—¿No? Tú me quieres, Akka, pero nunca he sido otra cosa que una…
—¡Pero no piensas! Sólo ves el amor que sientes por él. No piensas en lo que ve cuando te mira.
Un momento de horror silencioso.
—¡Pero él miente! ¡El scylvendio miente! Yo soy nansur. Yo sé que…
—¡Dime, Esmi! ¡Dime lo que ve!
Se estremeció. ¿Por qué estaba temblando? La tierra parecía una piedra bajo sus rodillas.
—La verdad —murmuró ella—. ¡Ve la verdad!
La levantó con sus brazos y ella se cogió a él, llorando y gimiendo sobre su hombro.
Él murmuró en su oído:
—Él no ve, Esmi… Él observa.
Allí estaban las palabras, ensordecedoras e inexpresadas a la vez.
«… sin amor.»
Ella le miró, y él a ella, con una intensidad y una desesperación que ella sabía que nunca encontraría en los infinitos ojos azules de Kellhus. Olía a calidez… a amargura.
Achamian tenía los labios húmedos.
Eleazaras miró el paisaje infernal. Se oía a sí mismo parloteando, pero no conocía la voz. ¿Qué era lo que sentía? Júbilo, oscuro y alegre, como si viera a un odiado hermano por fin derribado. Remordimientos y miedo… ¡incluso terror! Era como si cayera y cayera sin llegar nunca al suelo.
Y, sí… omnipotencia. Como licor corriendo por sus venas, u opio sofocando su alma.
Como espectros de serpientes decapitadas, cabezas de dragón se erguían sobre varias unidades y avanzaban entre el fuego. A su derecha, alguien —¿Nem–Panipal?— cantaba ardientes nubes negras. Los rayos destellaban en un ovillo cegador. La piedra explotaba y salía despedida hacia el exterior. Inclinándose, una torre cayó sobre las ruinas de su propia base, donde quedó como una vaina vuelta al revés.
El Gran Maestro reía socarronamente mientras la ola de polvo lo envolvía. ¡Shimeh arde! ¡Shimeh arde!
De alguna forma, Sarothenes, cuyos escuderos no se veían por ninguna parte, había encontrado el modo de llegar hasta él. ¿Por qué iba a arriesgarse el idiota…?
—¡Estás yendo demasiado lejos! —gritó el enjuto hechicero. Tenía la cara marcada con líneas negras, emborronadas de hollín—. ¡Nos entretienes con mujeres, niños y piedra muda…!
—¡Matadlos! —escupió Eleazaras—. ¡No me importan!
—¡Pero los cishaurim, Eli! ¡Tenemos que preservarnos!
Por alguna razón, pensó en todas las esclavas en cuyas bocas había metido su miembro, en sábanas de seda aprisionadas, en la lujosa agonía de la liberación. Comprendió que así era. Había visto a los Hombres del Colmillo volviendo en fila de la batalla, cubiertos de sangre, sonriendo con esos ojos aterrorizados…
Como si quisiera mostrar esos ojos a Sarothenes, se volvió hacia el hombre extendiendo una mano hacia la sulfurosa calamidad que había ante ellos.
—¡Mira! —escupió con desdén—. Mira lo que hemos, ¡lo que hemos!, conseguido.
El hechicero manchado de hollín le miró horrorizado. En sus sudorosas mejillas destellaron unas luces.
Eleazaras se volvió para regodearse con el fruto de su imposible tarea.
Shimeh ardía… Shimeh.
—¡Nuestro poder! —dijo—. ¡Nuestra gloria!
Proyas miró con incredulidad desde los parapetos de la Puerta de Mirraz. Una gran masa de nubes —oscuras, agitándose hacia dentro de forma antinatural— se movían en lentas revoluciones sobre la ciudad tomando como eje las Cimas Sagradas. Con sólo mirarlas, se mareó. Desde el lugar en el que se encontraba, el Primer Templo parecía imposiblemente cerca. Incluso veía a los hombres protegidos por corazas —fanim— que emergían desde la oscuridad que quedaba más allá del anillo exterior de columnas, saltando escaleras y corriendo por los rellanos hasta desaparecer tras las almenas de la Muralla Heterine. Pero lo que le dejó consternado fue la gran cortina de humo y fuego que se aproximaba a las cumbres desde las ruinas de la Puerta de Massus. Serpentinas de blanco caliza. Neblinas de polvo ocre. Brumas de gris arremolinándose. Penachos como basalto líquido, compactos y negros. Y entre ellos, fuegos resplandecientes, destellos de rayos y cataratas flotantes de oro. Zonas enteras de la ciudad habían sido voladas y consumidas, reducidas a un montón de ruinas llameantes.
Ingabian reía como un loco.
—¿Habías visto alguna vez algo así?
Proyas se volvió para reprenderle, pero sólo vio una figura carmesí brillante que se abría camino entre la maraña mortal que se encontraba justo detrás de ellos. El hombre se tambaleó durante un momento resbalando sobre la sangre. Su trenza gris hierro se balanceaba sobre su hombro izquierdo.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Proyas.
El Maestro Escarlata le ignoró, se giró hacia el oeste y extendió los brazos bajo el cielo.
—¡Estás destruyendo la ciudad!
El anciano giró, tan rápido que se le levantaron los faldones de su vestidura ornamental. A pesar de sus ojos flemáticos y de su cuerpo encorvado, su voz era tan enérgica como furiosa.
—¡Conriyano ingrato! ¡Los cishaurim son los dueños de los cielos! ¡Utilizan la oscuridad para ocultar sus Chorae! Si perdemos esta contienda lo perdemos todo, ¿lo entiendes? Sagrada Shimeh… ¡Que la vergüenza caiga sobre tu jodida ciudad!
Impresionado tanto por los modales del hombre como por su vehemencia, Proyas retrocedió un paso, sin habla. Maldiciendo, el Maestro volvió a su tarea: Proyas se encontró mirando la torre más cercana. Sobre el parapeto se aglomeraban figuras diminutas, y entre ellas, otro Maestro de barba blanca apoyado en las almenas, con los brazos extendidos hacia el oeste y los ojos llameantes y refulgentes mientras cantaba. Por encima, negros nubarrones poblaban el cielo, aunque más allá el Meneanor aún titilaba azul y blanco bañado por el sol distante.
El hechicero que se encontraba delante de Proyas empezó a cantar también. Un viento repentino hinchó sus amplias mangas.
Y una voz murmuró: «No… así no».
Cortinas de agua desplomándose, rompiendo el mundo tras ellas en líneas brillantes y en sombras borrosas. Kellhus había dejado de intentar penetrar por ellas.
—El poder —dijo Anasurimbor Moenghus— es siempre el poder. Cuando un niño puede ser o una cosa o la otra, ¿cuál es la diferencia entre un fanim y un inrithi? ¿O entre un nansur y un scylvendio? ¿Qué podría ser tan maleable en los hombres que cualquiera, llevado por las circunstancias, podría ser su propio asesino?
»Aprendiste pronto la lección. Miraste el mundo exterior y viste miles de millares de ellos, con las espaldas inclinadas sobre el campo, las piernas extendidas hacia el techo, con sus bocas recitando escritos y sus brazos golpeando acero… Miles de millares de ellos, cada uno como un pequeño círculo de acciones repetitivas, cada uno como una rueda en la gran máquina de las naciones…
»Comprendiste que cuando los hombres dejan de inclinarse, el Emperador deja de gobernar, que cuando los látigos se tiran al río, el esclavo deja de servir. Para que un niño llegue a ser emperador, o esclavo, o mercader, o general o cualquier otra cosa, los que están alrededor de él tienen que actuar en consecuencia. Y los hombres actúan según creen.
»Los viste a millares, dispersos por el mundo en grandes jerarquías, con sus actos perfectamente adaptados a las expectativas de los demás. Descubriste que la identidad de los hombres estaba determinada por las creencias y las suposiciones de los demás. Eso es lo que los hace emperadores o esclavos… No sus dioses. No su sangre.
»Las naciones viven según los actos de los hombres —dijo Moenghus, con la voz refractada en el ruido ambiental del agua—. Los hombres actúan según creen. Y los hombres creen según se les condiciona. Dado que son ciegos a su condicionamiento, no dudan de sus intuiciones…
Kellhus asintió con cautela.
—Creen totalmente —dijo.
Se encontró aprisionando su mano, conduciéndola camino del mausoleo en ruinas. Vio su sonrisa a pesar de las lágrimas, su cara desgarradoramente hermosa, mientras tras ella, a la izquierda de su mejilla, el Primer Templo, pequeño en la distancia, presidía el entorno por encima del humo y de las calles en llamas.
En la esquina sudeste del mausoleo, las paredes se habían derrumbado hasta la base. Caminó sobre ellas aplastando hierbas con sus sandalias. La condujo al interior, a la penumbra moteada donde los árboles jóvenes habían echado raíces. Unos insectos zumbaban en la última luz de la tarde. Se abrazaron y se besaron de nuevo, más profundamente. Poco después se encontraban en el suelo, frío, duro y apelmazado por cosas vivientes.
«No —susurraba algo en su interior—. Así no… ¡Así no!»
Y él sabía —¡ambos sabían!— lo que estaban haciendo: borrar un crimen con otro… Pero no podía detenerse. Aunque sabía que ella le odiaría después. Aunque sabía que aquello era lo que ella quería…
Algo imperdonable.
Ella estaba llorando, susurrando cosas, cosas inaudibles. Parecía que todo lo que Achamian oía fuera el fragor del dolor, de la necesidad y de la acusación.
«¿Qué estoy haciendo?»
—No te oigo —murmuró él buscando a tientas el borde del vestido que se le había amontonado entre las piernas. ¿Por qué aquel desespero? ¿Qué era aquel terror que sentía?
¡Dulce Sejenus! ¿Cómo podía un corazón martillear tan fuerte?
«Por favor. Por favor.»
Debajo de él, ella movía la cabeza hacia adelante y hacia atrás, mordiéndose el nudillo del pulgar.
—Estamos muertos —dijo ella jadeando—. Él me quiere… Nos mat…
Achamian ya estaba dentro de ella.
Los observadores amoti y kianene huyeron de las murallas y corrieron hacia las calles cada vez más oscuras. Los hombres de hierro habían llegado con hechicerías abrasadoras y cuernos estridentes. Los detestables idólatras. Y parecía que nadie podía oponer resistencia. ¿Dónde estaba el Padirajah? ¿Dónde estaban los Guardianes de los Pozos? ¿Y sus Grandes con sus brillantes caballos? ¿Y los portadores de agua? ¿Dónde estaban?
El humo se elevaba débil y a la deriva por encima de los barrios del oeste de Shimeh. La ceniza caía como la nieve. Aquí y allá, los conriyanos con sus inexpresivas máscaras de plata daban caza a grupos aterrorizados. Los encuentros eran tan desastrosos como breves. Algunos corrían a toda velocidad hacia sus compatriotas, que corrían en dirección contraria. Intercambiaban palabras sobre horrores que dejaban sin aliento, descripciones de los qurraji carmesí que acababan con todo a su paso y de los chantajeados hombres del norte que balanceaban cabezas cortadas y ululaban con voces animales. Los idólatras parecían estar por todas partes.
Muchos llegaban a tropezones hasta la explanada del mercado de Esharsa, donde los esperaba el banderín triangular de un verdadero Grande: el Príncipe Hukal de Mongilea junto a cuatrocientos jinetes, verdaderos hombres del desierto de las implacables llanuras de la Gran Sal. Los reclutas amoti se encontraron formando nuevas filas sobre los adoquines mientras el príncipe, vestido de negro, gritaba recordatorios de Fane y de su indomable coraje. Pronto, unos dos mil fieles ocupaban la explanada adoquinada, con los hombros rígidos y los corazones renovados.
Entretanto, en las calles de los alrededores proliferaban los tumultos, y los fanim defendían apresuradas barricadas contra caballeros conriyanos a pie. El número de idólatras crecía sin parar a medida que los grupos que deambulaban por las calles se incorporaban a los altercados. Los que venían del mercado se detenían y sólo se aventuraban a atacar después de haberse congregado unos cuantos centenares de ellos. Los barones y los caballeros anpleianos lideraban el asalto, deseosos de vengar la muerte de Shressa Gaidekki, su querido Conde–Palatino. Pero fueron doblegados y rechazados por las cargas de Hukal y sus monguéanos. Sólo cuando el Príncipe Nersei Proyas llegó con los Palatinos Ingabian y Ganyatti fueron capaces de organizar un asalto decidido. Los amoti se vinieron abajo fácilmente y huyeron por las calles del este, muchas de las cuales ya habían sido invadidas por los conriyanos. Pero los jinetes monguéanos demostraron ser bastante más tercos, y sus cargas se cobraron numerosas víctimas. Incluso cuando les fallaban los caballos, luchaban con un celo feroz. Ganyatti, el Palatino de Ankirioth, intercambiaba golpes con el poderoso Príncipe Hukal. El señor infiel apartó el escudo a un lado y le rompió la clavícula con un golpe que partió su cimitarra. Ganyatti cayó hacia atrás y fue aplastado por los cascos de los caballos.
La muerte descendió trazando una espiral.
Conducidos por la furia de Proyas, los conriyanos destrozaron a los jinetes infieles y recuperaron el maltrecho cadáver del Palatino. Los monguéanos desaparecieron en las calles de los alrededores. Gritando poderosos juramentos, los decididos ankiriothi corrieron tras ellos.
El príncipe apartó a Ingiaban a un lado.
—¿Qué pasa? —dijo el corpulento palatino, cuya voz sonaba a través de la careta del yelmo.
—¿Dónde están —preguntó Proyas— los fanim?
—¿Qué quieres decir?
—Sólo están simulando defender su ciudad.
Lo único que Kellhus veía de su padre eran tres dedos sobre uno de sus muslos desnudos. La uña del pulgar le brillaba.
—Como dunyaino —prosiguió la voz incorpórea— no tuviste elección. Para mandar sobre ti mismo tenías que dominar las circunstancias. Y para controlar las circunstancias tenías que someter los actos de los nacidos en el mundo a tu voluntad. De las naciones tenías que hacer brazos. Por eso hiciste de sus creencias el objeto de tu implacable examen. Era axiomático.
»Comprendiste que las verdades que se contraponían a los intereses de los poderosos eran llamadas mentiras, y que las mentiras que servían a sus intereses eran llamadas verdades. Y entendiste que tenía que ser así, puesto que lo que preserva las naciones es la función de las creencias, y no su veracidad. ¿Por qué llamar la sangre de un emperador divina? ¿Por qué decir a los esclavos que sufrir es la gracia? Lo que hacen las creencias, los actos que autorizan y prohiben, eso es lo importante. Si los hombres creyeran que toda la sangre es igual, los de casta noble serían derrocados. Si los hombres creyeran que toda moneda significa opresión, los mercaderes de casta serían rechazados.
»Las naciones toleran solamente aquellas creencias que protegen el gran sistema de acciones interrelacionadas que las hacen posibles. Para los nacidos en el mundo, comprendiste, la verdad es en gran parte irrelevante. ¿Por qué si no vivirían todos en el engaño?
»Tu primera decisión fue fundamental. Reivindicaste ser miembro de los de casta noble, un príncipe, sabedor de que una vez hubieras convencido a algunos, podías exigir que todos actuaran en consecuencia. Y mediante aquel simple engaño, aseguraste tu independencia. Nadie te exigiría nada, pues creerían que no tenían derecho a hacerlo.
»Pero ¿cómo podrías convencerles de tu derecho? Una mentira te había hecho igual a ellos, ¿qué otra mentira te haría su dueño?
Cualquiera que fuese su antiguo ardor, sus cuerpos lo recordaban. Cuando cerró los ojos, ella estaba allí, debajo de él, en torno a él, siguiéndole en cada uno de sus movimientos, jadeando y llorando, jadeando y llorando. Se sentía redondeado como un puño al estar dentro de ella, vivo con su ardor y con su húmedo abrazo.
Ella extendió las manos para alcanzar su cara y atraerla hasta su cálida boca. Sollozó mientras le besaba.
—¡Estabas muerto!
—Volví por ti.
Cualquier cosa. Incluso el mundo.
—Akka…
—Por ti.
Esmi. Esmenet. Jadeando y llorando…
Qué extraño nombre para una ramera.
De la poderosa catarata subterránea emergían oleadas de bruma que le empaparon el pelo hasta el cuero cabelludo, la ropa hasta la piel. Mientras escuchaba, por sus mejillas corrían falsas lágrimas.
—Comprendiste que las creencias, como los hombres, poseen jerarquías, que unas se imponen sobre las otras, y que las creencias religiosas eran las primeras de todas. ¿Qué otra demostración podría haber mejor que la propia Guerra Santa? Los actos de muchos podían dirigirse con un solo propósito contra muchas debilidades innatas: miedo, pereza, compasión…
»Por eso leíste sus escrituras y examinaste la autoridad de las palabras sobre los hombres. Viste la función primordial del inrithismo: fijar la creencia en lo que no puede verse, garantizar la repetición de múltiples actos que dan su forma a las naciones. Dudar del orden, cuestionar la forma en que son las cosas, es cuestionar al Dios que fue su creador. El Dios se convierte en la justificación de los hombres y de su posición social, y se ocultan las arbitrarias relaciones de poder que son la verdad del Emperador y del esclavo, de forma que ni una sola sea visible. Las preguntas no sólo se convierten en riesgos o en herejías, se vuelven también triviales, pues las respuestas no están en ningún sitio. El sirviente es el que alza el puño al cielo, no su dueño.
La voz de su padre —tan parecida a la suya— creció hasta hacerse con todos los espacios muertos de los nohombres.
—Y, ah, viste el Camino más Corto… pues comprendiste que ese truco, que hace que los ojos de los oprimidos se vuelvan hacia el cielo y no hacia la mano que sostiene el látigo, podía ser usurpado para tus fines. Para controlar las circunstancias tienes que controlar los actos. Para controlar los actos tienes que controlar las creencias. Para controlar las creencias sólo tienes que hablar con la voz del cielo.
»Tú eras dunyaino, uno de los Condicionados, y ellos, con sus inteligencias atrofiadas, no eran más que niños.
Desde las cumbres del santuario en ruinas de Azoreah, los jinetes inrithi, tydonnios de la casa de Gothyelk, lo vieron primero: un brillo seguido de un ruido atronador.
Los Señores de la Guerra Santa habían rastreado las llanuras circundantes, incluso habían enviado grupos de búsqueda hasta el mismo pie de las Betmulla, pero no habían encontrado rastro de Fanayal ni de su ejército de infieles. Aparte de ceder Shimeh, cosa que los inrithi al mando encontraban difícil de creer, aquello sólo podía significar una cosa.
Los grupos de búsqueda, apostados en las escasas cimas de las llanuras de Shairizor, estaban preparados, al igual que el Conde Gothyelk, que mantenía en la reserva a los varios miles de supervivientes tydonnios a pesar de que durante años asaltar las murallas de Shimeh había sido su sueño más deseado. Esperaban que los kianene salieran a campo abierto, donde podrían sacar partido de su velocidad y su movilidad.
Sin embargo, la forma les confundió.
Fueron enviados informes al conde, que esperaba con sus hombres justo al este del campamento, en los que se describían los movimientos de los infieles en los barrios del sudoeste de la Ciudad Sagrada, en las proximidades de la Puerta de Tantanah. Envió mensajeros a los ainonios de Chinjosa, cuyos flancos eran los más próximos a los movimientos, y después ordenó un avance general. Si las huestes fanim salían por una de las puertas del este, él, según las instrucciones del Profeta Guerrero, marcharía a lo largo del río Jeshimal, controlando sus dos puentes y un vado bastante peligroso en aguas rápidas. Siguiendo los estandartes con el Circunfijo negro sobre oro, los caballeros tydonnios, al trote sobre sus caballos robados y enfundados en sus armaduras de malla, encabezaron la marcha. La Sagrada Shimeh tronaba y humeaba a su izquierda. Unos hombres reían señalando unos banderines ainonios sobre las Murallas de Tatokar, en las que se distinguían numerosas torres. El paso era estudiado, incluso lento. Para el inveterado conde, el tiempo no era importante, ya que los infieles tardarían horas en salir por la puerta y mucho más en formar para la batalla.
Pero las puertas no se abrieron.
Los zapadores habían trabajado durante semanas socavando los cimientos de sus propias defensas. El Padirajah de ojos brillantes les había asegurado que las murallas no significaban nada cuando los Maestros iban a la guerra. Se consultó a matemáticos de Nenciphon, así como al gran arquitecto Gotauran ab Suraki. Después emplearon a cishaurim.
Durante un rato, los cuernos en Azoreah no pudieron hacer otra cosa que mirar asombrados. La luz destelló, blanca con un halo añil. Entonces, la lejana Puerta de Tantanah, junto con bloques de la pared contigua, se desplomó y se disolvió en una gigantesca nube de polvo. La brisa tardó en llevarse la oscura polvareda. Pasó un buen rato durante el que sólo vieron torpes sombras. Y entonces los vieron: mastodontes, docenas de ellos, ascendiendo por las montañas de escombros con grandes tablones de madera. Antes de que los hombres hicieran sonar los cuernos en señal de alarma, los primeros jinetes kianene ya corrían por las llanuras de Shairizor.
De repente, el sonido de los tambores infieles se redobló.
—Sólo tienes que convencerles de que la distancia entre su intelecto y el tuyo es la misma que hay entre el Mundo y el Exterior. Hazlo y se someterán a tu autoridad, tendrás su devoción absoluta.
»El camino era estrecho, sin duda, pero estaba totalmente despejado. Cultivaste su pavor y sus presentimientos, les dijiste cosas que ningún hombre podía saber. Apelaste a la chispa del Logos de su interior. Mapeaste la lógica de sus compromisos y les mostraste las implicaciones de los principios que ya tenían. Les mostraste creencias sustentadas por la verdad y no por su función. Hiciste que comprendieran sus miedos y sus debilidades (les enseñaste quiénes eran en realidad) mientras utilizabas esas debilidades en tu beneficio.
»Les diste seguridad, aunque el mundo entero es un misterio. Les halagaste, aunque todo el mundo es indiferencia. Les diste objetivos, aunque todo el mundo es anarquía.
»Les enseñaste la ignorancia.
»Y desde el principio hasta el fin insististe en que eras un hombre como cualquier otro. Incluso simulabas enojo cuando otros se atrevían a expresar sus sospechas. No impusiste, y nunca presumiste. Condicionaste. Le diste a un hombre una rueda, a otro un eje, a otro un arnés o una caja, sabiendo que tarde o temprano montarían las piezas, que el descubrimiento sería suyo. Los inmovilizaste con deducciones, sabiendo que algún día sacarían sus propias conclusiones.
La rasurada cara permanecía en la luz vacilante. Parecía un cráneo sonriente a través de la cortina de agua.
—Que te harían su Profeta.
»Pero ni siquiera eso era suficiente —prosiguieron los labios—. Los que no tenían autoridad no perdían nada poniéndote entre ellos y sus Dioses, pues ya sometían sus actos a otros. La servidumbre es la más instintiva de las costumbres. Pero para los que tenían autoridad… Gobernar en nombre de un rey ausente es gobernar de forma indiscutible. Tarde o temprano, los nobles de casta actuarían contra ti. La crisis era inevitable…
Moenghus se puso en pie, pálido, confuso, como el vapor exhalado por la tierra. Avanzó bajo los ojos chorreantes. Durante un momento, el agua lavó su figura. Después, su imagen se hizo clara, goteando, mirando desde sus cuencas a su hijo, desnudo excepto por su empapado taparrabos.
Los rizos púbicos oscurecían el lino. El vapor emergía de su piel perlada.
—Ahí —dijo la cara sin ojos— fue donde me falló el Trance de la Probabilidad…
—¿No previste las visiones? —preguntó Kellhus.
La cara de su padre permaneció absoluta e impasible.
—¿Qué visiones?
Parecía que se hubiera quedado afónico de tanto chillar. Al cabo de un rato, los hechiceros ataviados con vestiduras rojas cesaron finalmente en sus cánticos malignos. El destello de las hechicerías se apagó, perdió intensidad hasta desaparecer. Los tambores tronaban bajo la voracidad de los fuegos.
Fuegos rojos.
Eleazaras ya no reía. Estaba detrás de las formaciones delanteras, en el centro del gran infierno que su escuela había creado en la ciudad. Los gases humeaban en las carcasas de las construcciones, los fuegos se arremolinaban en torres rugientes, las paredes sobresalían de los montones de ladrillos destrozados, incesantemente, entre lentas cortinas ascendentes de humo, en la montaña de escombros de lo que habían sido las imponentes Murallas de Tatolear. Las laderas del Juterum se elevaban por encima de las cortinas de llamas, con sus cumbres cercadas por los terraplenes de las Murallas Heterine. ¡Tan cerca! Tuvo que estirar el cuello para ver la cúpula y las cornisas del Ctesarat por encima de las almenas.
Allí encontrarían a… los asesinos.
Los cishaurim había mandado su invitación y ellos habían acudido. Después de innumerables millas y privaciones —¡después de toda la humillación!— habían acudido. Habían mantenido su parte del trato. Y era hora de hacer equilibrar los platillos. ¡Ahora!
«¿A qué clase de juego están jugando?»
No importa. No importa. Arrasaría todo Shimeh si era necesario. ¡Pondría el mundo patas arriba!
Eleazaras se llevó a la cara su manga carmesí, que quedó negra de hollín y sudor. A pesar de las protestas de Shalmessa, su capitán Javreh, apartó los altos escudos tejidos y se dirigió hasta la punta monolítica de un dedo que sobresalía de los escombros. Olas de calor le golpearon.
—¡Luchad! —aulló a las titubeantes imágenes que se encontraban por encima, en la distancia. El grito se propagó en el negro cielo—. ¡Luchad!
Unas manos tiraron de él. Se deshizo de ellas con un manotazo.
Sarothenes.
—¡Hay Chorae cerca, Eli! Y son muchos… ¿No los sientes?
Estaría bien bañarse, pensó Eleazaras estúpidamente. Quitarse de encima toda esa locura.
—Naturalmente —dijo con brusquedad—. Debajo de las ruinas. Sujetos por los muertos.
El mundo en torno a él parecía negro y vacío y refulgentemente blanco. Kellhus levantó la palma de la mano.
—Mis manos… cuando las miro veo halos de oro.
Examen. Cálculo.
—No tengo mis ojos conmigo —dijo Moenghus. Kellhus comprendió en seguida que se refería a los áspides utilizados por sus hermanos cishaurim—. Camino por estos pasadizos de memoria.
Pese a los signos que le traicionaban, aquel hombre, su padre, podría ser una estatua de piedra. Parecía una cara sin alma.
—El Dios —dijo Kellhus—. ¿No habla contigo?
—No.
—Es curioso…
—¿Y desde dónde llama su voz? —preguntó Moenghus—. ¿Desde qué oscuridad?
—No lo sé… Los pensamientos llegan. Sólo sé que no son míos.
Otra pausa infinitesimal. «Recurre al Trance de la Probabilidad, como yo…»
—El loco dice prácticamente lo mismo —dijo Moenghus—. Quizá tus sufrimientos te han hecho perder el juicio.
—Quizá…
Examen. Cálculo.
—No te conviene engañarme. —Una pausa en la cara de piedra—. A no ser…
—A no ser —dijo Kellhus— que haya venido a matarte, como han decretado nuestros hermanos dunyainos… ¿Es ése tu temor?
Examen. Cálculo.
—No tienes el poder necesario para vencerme.
—Lo tengo, padre.
Otra pausa, imperceptiblemente más larga.
—¿Cómo —dijo finalmente su padre— puedes saberlo?
—Porque sé por qué te viste obligado a llamarme.
Examen. Cálculo.
—Así pues, lo has captado.
—Sí… El Pensamiento de las Mil Caras.