14

Shimeh

Algunos dicen que adquirí aquellos pavorosos conocimientos aquella noche. Pero de éste, como de otros muchos asuntos, no puedo escribir por miedo a una ejecución sumaria.

Drusas Achamian, Compendio de la Primera Guerra Santa

La verdad y la esperanza son como viajeros en direcciones contrarias. Sólo se encuentran una vez en la vida de cualquier hombre.

Proverbio ainonio.

Primavera, año del Colmillo 4112, Shimeh

Esmenet soñó que era un príncipe, un ángel caído de la oscuridad, que su corazón había latido y le habían dolido las entrañas durante decenas de miles de años. Soñó que Kellhus estaba ante ella, un ultraje a reparar, un enigma a estudiar, y por encima de todo, una pregunta candente…

«¿Quiénes son los dunyainos?»

Cuando se despertó, tardó un rato antes de que recomponerse. Extendiendo las manos en la penumbra, sólo encontró sábanas frías donde debería haber estado Kellhus. Por alguna razón no se sorprendió, aunque se sintió anormalmente preocupada. En el aire había una sensación opresiva de irrevocabilidad, como el olor de la tinta al secarse.

«¿Kellhus?»

Desde que había leído Las sagas, una aprensión había crecido en su interior, una acumulación de sentimientos que habían llenado su corazón y sus miembros de una intensa pesadumbre. Aquella noche en la villa nansur —la noche de su posesión— había teñido aquel temor indiferente de una urgencia desconcertante. Cada vez que parpadeaba veía cosas penetradas y penetrantes. Todavía sentía las manos de la criatura sobre su carne, y el recuerdo de su obediente deseo parecía siempre presente. ¡El hambre que había sufrido aquella noche! Una sed que sólo el terror podía provocar, y que ningún horror podía saciar. Brutal y remota al mismo tiempo, había sido una indecencia que eclipsaba la obscenidad… y se convertía en algo puro.

Los inchoroi la habían tomado, pero la necesidad, el deseo insaciable… habían sido suyos.

Naturalmente, Kellhus había intentado consolarla, incluso mientras la acosaba a preguntas. Le dijo prácticamente lo mismo que había dicho Achamian al explicar el tormento de Xinemus: que el yo nunca se separaba de uno cuando le obligaban, pues era la misma cosa poseída.

—No puedes distinguirte de él —explicó Kellhus—, pues durante un tiempo, él fue tú. Ésa es la razón por la que intentó provocarme para que te matara, porque temía los recuerdos que pudieras tener de sus recuerdos.

—¡Pero las cosas! —pudo decir ella únicamente—. ¡Las cosas por las que suspiré! —Muecas en los semblantes. Orificios sonriendo y heridas abiertas. La precipitación de cálidos fluidos.

—Aquellos deseos no eran tuyos, Esmi. Sólo parecían ser tuyos porque no veías de dónde venían… Sencillamente, tuviste que soportarlos.

—En ese caso, ¿de qué forma me pertenecen los deseos?

Cuando supo de la muerte de Xinemus se dijo a sí misma que él había sido la causa de su angustia, que su persistente sensación de fatalidad no era más que preocupación por el bienestar del Mariscal. Pero la mentira era demasiado obvia para que incluso ella la creyese, y se pasaba horas maldiciéndose por su incapacidad para llorar a un amigo tan fiel. Y cuando poco tiempo después Achamian se marchó con sus cosas de la Umbilica, ella intentó de nuevo disfrazar explicaciones sobre la fría ciénaga de su corazón. Y aunque aquella mentira, sostenida por la fuerza de las verdades a medias, había durado un día y una noche, se desmoronó en el momento en que ella puso los ojos en el verdadero origen de su error.

Shimeh.

«Ahí —pensó mientras los grandes ojos de las murallas de la ciudad la miraban desde arriba— es donde moriremos todos.»

Con la cabeza dándole vueltas, retiró las sábanas a un lado y gritó al biombo con grullas bordadas tras el cual dormía a veces Burulan. Poco después ya estaba vestida e interrogaba a Gayamakri. Éste sólo sabía que Kellhus había salido de la Umbilica para dar una vuelta a pie por el campamento. Al parecer, dijo el hombre de ojos oscuros frunciendo el entrecejo, había rehusado llevar compañía.

Hubo un tiempo, no muy lejano, en que Esmenet habría tenido miedo de caminar sola por el campamento de la Guerra Santa, pero ahora no podía imaginar un lugar más seguro. La luna refulgía, y a excepción de alguna que otra cuerda tensora que encontró a su paso, se movió sin dificultad alguna. La mayoría de los fuegos o estaban apagados o tintineaban con ascuas naranja, aunque unos pocos permanecían inevitablemente despiertos, de juerga o bebiendo en hoscos círculos. Los que la reconocieron se arrodillaron inmediatamente. Nadie había visto al Profeta Guerrero.

Entonces chocó con un hombre que por su aspecto parecía un caballero ainonio. Con horror comprobó que se había acostado con ella varias veces antes de su… renovación. Hasta entonces, se había dicho continuamente que ella controlaba su apareamiento, no su cliente. Pero la sonrisa en la cara del hombre indicaba otra cosa. La sonrisa en todas las caras indicaba otra cosa. Comprendió en seguida que aquel hombre se sentía orgulloso de haber utilizado a la Profeta Consorte como vaina.

Él la cogió por los hombros y la empujó hacia atrás.

—Sí —dijo el hombre como si quisiera confirmar su mortificación. Estaba completamente borracho. Su cuerpo, como habrían dicho antes en Sumna, estaba empapado en alcohol. Decoro. Honor. Podía prescindir de aquellas cosas fácilmente.

—¿Sabes quién soy? —dijo ella con brusquedad.

—Sí —repitió él morbosamente—. Te conozco…

—En ese caso debes saber lo cerca que estás de la muerte.

Su mirada era fría y desconcertada. Ella avanzó y le golpeó con la palma de la mano.

—¡Perro insolente! ¡Arrodíllate!

Él la miró, atónito.

—¡Arrodíllate o haré que te despellejen vivo! ¿Lo entiendes?

En un instante, su estupefacción dio paso al terror, y en poco más cayó de rodillas. La bebida siempre hacía más bochornosas cosas como aquéllas. Se disculpó lloriqueando. Y lo más importante: le dijo que había visto a Kellhus salir del campamento y subir por las laderas del oeste.

Esmenet lo dejó abrazándose los hombros para evitar el temblor. Comprendía que tuviera los dientes apretados, pero su sonrisa la desconcertó. Pensó en ordenar que le detuvieran al día siguiente. Aunque siempre había detestado la brutalidad cuyo ejercicio conllevaba su nueva situación, por alguna razón, pensar en los gritos del hombre la hacía sentirse bien. Por sus pensamientos pasaron varias posibilidades, y aunque sabía que eran mezquinas y absurdas, se regocijó con ellas.

¿Qué era? ¿Su vergüenza? ¿La sonrisa de él? ¿O era el simple hecho de que podía hacer aquellas cosas?

«Soy —pensó con ansia— su vasija.»

Absorta en sus preocupaciones, ascendió por la suave pendiente de la colina maldiciendo el dobladillo de su vestido mientras caminaba entre cardos y hierba húmeda. El Clavo del Cielo destellaba en la oscuridad, muy por encima del mar de Meneanor. Se volvió por dos veces para mirar a Shimeh a la luz de la luna.

Apenas parecía real.

Descubrió a Kellhus sentado en las ruinas de uno de los mausoleos esparcidos por la ladera, mirando intensamente la oscura ciudad por encima del Shairizor. Pensó en subir hasta la parte hundida, usando la pared como pasarela, pero se acordó de la vida que llevaba dentro. En vez de eso, se dirigió con aire resuelto hasta el pie de la pared, por debajo de donde se encontraba él. Estaba sentado con las piernas cruzadas y las manos vueltas hacia arriba, cogidas en su regazo. Se había hecho un nudo en el pelo al estilo de los guerreros galeoth. Su cara parecía de mármol a la luz de la luna, y brillaba entre los rizos de su barba. Como siempre, había algo indefinible en su postura o en su aspecto que empequeñecía su entorno inmediato. Donde otros parecerían solitarios, incluso desolados, él parecía un resuelto centinela, blanco a la luz de la luna, negro a su sombra.

Sin apartar la vista de Shimeh, dijo:

—Estás pensando en Caraskand. Te estás acordando de cómo me aparté de ti antes de los acontecimientos que desembocaron en el Circunfijo. Temes que haga lo mismo por razones peligrosas parecidas.

Con las manos en las caderas y el entrecejo fruncido en señal de desaprobación, miró hacia arriba.

—Estoy intentando no hacerlo.

Él sonrió. Sus ojos brillaron al mirarla.

—¿Por qué esto? —preguntó ella—. ¿Por qué aquí?

—Porque debo irme pronto. —Se puso en cuclillas y extendió las manos.

Ella alcanzó su muñeca y de pronto se encontró junto a él, sujeta por sus poderosos brazos. Durante un momento pareció que estuvieran posados sobre la punta de una aguja. Ella miró nerviosamente a su alrededor, las laderas que caían sobre la llanura, la oscuridad reinante entre los delgados álamos que poblaban el interior de las ruinas del mausoleo. Respiró profundamente su olor: naranja, canela y el almizcle del sudor masculino. A pesar del miedo que sus palabras le habían infundido, lo saboreó como siempre lo hacía. Su barba parecía blanca a la luz de la luna.

Retrocedió con cuidado para mirarle mejor a los ojos.

—¿Adónde vas?

Él la escudriñó durante un momento. Más allá, en la distancia, detrás de él, Shimeh parecía a la vez intrincada y antigua, un gran fósil descubierto por el efecto de las mareas.

—A Kyudea.

Esmenet frunció el entrecejo. Kyudea era la hermana muerta de Shimeh. Había sido destruida hacía mucho por un Emperador–Aspecto ceneiano cuyo nombre no recordaba.

—La casa de tu padre —dijo agriamente.

—La verdad tiene sus estaciones, Esmi. Todo se aclarará a su debido tiempo.

—Pero Kellhus… —¿Qué significaba que tuvieran que asaltar Shimeh sin él?

—Proyas sabe lo que hay que hacer —dijo con contundencia—. Los Chapiteles Escarlatas actuarán como crean conveniente.

La desesperación la invadió. «No puedes dejarnos.»

—Tengo que hacerlo, Esmi. Yo respondo a una voz distinta.

No su voz, comprendió algo frágil en su interior. Pero tampoco respondía a sus preocupaciones, a sus costumbres, o incluso a sus esperanzas… Las cosas que a ella la movían, a él simplemente no le afectaban. Aunque estaban juntos, Kellhus había puesto los pies en un terreno mucho más insondable. Lo que le movía se movía en el mundo de los planetas y sus ciclos en el cielo de la noche.

De repente pareció un salvaje desconocido, como el scylvendio… El hijo de algo terrible.

—¿Y Akka? —dijo ella rápidamente, esperando llenar aquel momento de debilidad—. ¿No debería acompañarte él?

«¡Tienes que estar seguro!»

—Nadie puede ir por donde yo voy —dijo—. Además, estoy más allá de su protección. Él lo sabe ahora. —A pesar de las gravosas implicaciones de lo que decía, hablaba con una tranquilidad absoluta.

—Querrá saber adonde has ido.

Kellhus sonrió y asintió como diciendo: «Este Akka…».

—Él lo sabe. ¿Crees que eres la única que me asedia con preguntas bienintencionadas?

Por alguna razón, su delicado humor hizo que deseara llorar. De pronto se vio doblando las rodillas sobre las piedras rotas y bajando la cabeza hasta el musgo, hasta los pies de Kellhus. Qué absurda debía de parecer, pensó, arrodillada sobre una pared rota, interpretando en una comedia lo que otras hacían en la realidad. Una mujer ante su marido.

Pero no le importaba. Él era la única medida. El único juicio.

«Utilízame.»

A dondequiera que volviesen, los hombres siempre se encontraban rodeados de cosas mayores. Normalmente las ignoraban. Y a veces, movidos por el orgullo y por impulsos innobles, luchaban contra ellas. Pero en cualquier caso, aquellas cosas permanecían igual de grandes, y los hombres, por loco que fuera su engreimiento, permanecían igual de pequeños. Sólo arrodillándose, ofreciéndose como se ofrecería la empuñadura de una arma, podían reconocer su lugar en el mundo. Sólo rindiéndose podían reconocerse a sí mismos.

Había éxtasis en la rendición. La vulnerabilidad de una decisión difícil, precaria, como permitir que un extraño le toque a uno la cara. La sensación de comunión profunda, como si sólo aquéllos que reconocían su insignificancia pudieran reconocerse a sí mismos. El alivio de la renuncia, la liberación que acompañaba a la cesión de responsabilidad.

La paradójica sensación de otorgamiento.

Las incesantes voces callaron. El agotamiento de interminables posturas se desvaneció. Ella lo encontró narcótico, incluso excitante… el dominio de otro.

Con una risa paciente, Kellhus la ayudó a levantarse. Incluso se inclinó para sacudirle el polvo del vestido.

—¿Sabes —dijo él mirando hacia arriba— que te quiero?

Esmenet sonrió, y aunque una parte de ella se mostraba exultante como una adolescente, algo más antiguo y sensato le observaba con los ojos endurecidos de un puta.

—Lo sé —dijo ella—, pero yo… yo…

—Deberías tener miedo por lo que va a suceder —dijo él—. Todos los hombres deberían tener miedo.

Ella vaciló.

—No podría sobrevivir sin ti.

¿No le había dicho lo mismo a Akka?

Él puso una mano radiante y cálida sobre la hinchazón de su vientre, y pareció que bendijera su útero.

—Ni yo sin ti.

La rodeó con sus brazos e hizo desaparecer sus preocupaciones con un intenso beso. Aunque después la mantuvo contra él con una extraña fiereza, Esmenet sentía su mirada vuelta hacia Shimeh. Aprisionó su cuerpo duro, pensando en la fuerza de su corazón y de sus miembros. Pensó en el regalo de la profecía y en cómo éste parecía matar a todos los que se atrevían a ejercerlo.

«No dejaré que te vayas —se dijo—. Nunca.»

Y de alguna manera, él lo oyó. Él siempre lo oía.

—Teme por el futuro, Esmi, no por mí. —Los dedos de Kellhus peinaron su pelo, trazando líneas y haciéndole sentir un cosquilleo en el cuero cabelludo—. Esta carne no es otra cosa que mi sombra.

¿Hasta dónde había caminado?

Kellhus pensaba en montañas cubiertas de nieve y en el destello del sol en las cumbres glaciales. Pensaba en bosques profundos y en ciudades perdidas, en estatuas recubiertas de musgo inclinándose bajo el peso del verdor. Pensaba en murallas desguarnecidas…

Pareció que oía a alguien gritar su nombre en las profundidades de un bosque helado.

—¿Kellhus? ¡Kellhuuss!

¿Adónde había llegado?

Cuando hubo enviado a Esmenet de vuelta al campamento, caminó hacia el oeste por los prados roturados y ascendió por las desniveladas laderas. Se detuvo en la cima, en medio de varios robles secos, dando la espalda al Clavo del Cielo, que en aquel momento estaba sobre Shimeh y el Meneanor, de manera que podía seguir su eje por el oscuro paisaje que tenía ante sí…

Hacia Kyudea.

—Sé que me oyes —dijo al mundo, oscuro y sagrado—. Sé que escuchas.

Un viento de procedencia indeterminada sopló sobre la hierba y la inclinó hacia el sudoeste. Las ramas secas crujían y se agitaban arrítmicamente en dirección a las constelaciones.

—¿Qué iba a hacer? —replicó—. Sólo se ocupan de lo que tienen frente a sus ojos. Sólo escuchan lo que complace a sus oídos. Cosas ocultas, cosas desatendidas… confían en ti.

El viento amainó y dejó tras de sí un silencio sobrenatural. A unos cinco pasos, a su derecha, oyó el ruido pastoso de los gusanos escurriéndose por el intestino de un cuervo muerto. Oyó a las termitas bullendo bajo la corteza de los robles circundantes.

Saboreó el mar en el aire.

—¿Qué iba a hacer? ¿Decirles la verdad?

Se agachó y extrajo una ramita de las correas de su sandalia derecha. La estudió a la luz de la luna, siguiendo las ramificaciones delgadas y musculosas que enmarcaban tanto vacío en el cielo. Colmillos brotando de colmillos. Aunque los árboles que se encontraban a su alrededor hacía varias estaciones que se habían secado, la ramita tenía dos hojas, una gris amarillento y la otra marrón…

—No —dijo—. No puedo.

Los dunyainos le habían enviado al mundo como asesino. Su padre había puesto en peligro su aislamiento, había amenazado a Ishual, el gran santuario de sus sagradas meditaciones. No tenían otra elección que enviar a Kellhus, aun a sabiendas de que servían los intereses de Moenghus… ¿Qué otra cosa podían hacer?

Por eso Kellhus había cruzado toda Earwa, desde las tierras baldías del norte hasta las estentóreas ciudades del sur. Toda posibilidad había sido explotada, ya fuera una simple sonrisa o mil puños. Todo inconveniente había sido minimizado. Había aprendido todo lo que el mundo ofrecía: lenguas, historias, discusiones y las peculiaridades de innumerables corazones. Había dominado sus armas más poderosas: la fe, la guerra y la hechicería.

Él era dunyaino, uno de los Aptos. En todo momento seguía los Logos y el Camino más Corto.

Y sin embargo, había llegado tan lejos.

Atado al Circunfijo, girando despacio bajo las oscuras enramadas del Umiaki. Serwe boqueando junto a él, fría como la piedra contra su desnudez. Con la cara negra e hinchada.

«Lloré.»

Arrojando la ramita, Kellhus se sumergió en la noche y se puso a correr por la hierba hacia las montañas de Betmulla que se alzaban negras en el horizonte. Saltó matorrales, descendió negros barrancos y ascendió por desniveladas laderas.

Corrió. No tropezó ni una vez ni aflojó el ritmo para orientarse. El terreno era suyo… Condicionado.

En todas partes, a su alrededor, un mundo. Las travesías eran infinitas, pero no iguales.

No eran iguales.

Para los pocos kianene y amoti que oyeron el ruido, sonó como tapices golpeados en la distancia por esclavos. Pero se movía arriba, contra las estrellas.

En los pasillos del Primer Templo se convirtió en una sombra, avanzando a lo largo de las bóvedas y los frescos de los techos. Durante un momento ocultó lo que había debajo, desapareciendo después. Bebía con sus ojos, mientras su alma soñaba con un millón de años. Sabio y astuto. Con la furia de un animal. ¡Cómo impresionaba el lugar con sus límites infinitos y sus cielos aprisionados!

«Espinas. Sus miradas se clavaban como espinas.»

«La piedra es débil. Podríamos llevárnosla…»

«No hagáis nada —dijo la voz—. Limitaos a mirar.»

«Saben que estamos aquí. Si no nos movemos nos encontrarán.»

«Entonces, probadlos.»

El Cifrango cayó al suelo acurrucándose, ocultándose de lo exterior, de todas las cosas visibles. Esperaba anhelando las oscuras profundidades. Al cabo de poco acudió uno de ellos. El hombroide no tenía ojos, y sin embargo veía… veía como aquello, aunque sin el dolor. Pero la sal de su miedo no sabía distinto.

Surgió y reveló su forma. Zioz, con su cara refulgente como el sol.

El hombroide hizo ruido, aterrorizado, y liberó su propia luz: un filamento de pura energía. Zioz agarró el filamento con una mano, curioso. Al tirar de él, el alma se separó del hombroide. La luz desapareció. La carne cayó al suelo, golpeándolo.

«Débil…»

«Hay otros —dijo la voz—. Mucho, mucho más fuertes.»

«Quizá moriré.»

«Eres demasiado poderoso.»

«Quizá mueras conmigo… Iyokus.»

Algo —una ausencia pendular— daba vueltas por encima de Achamian… Tenía que estar despierto.

Pero el olor había hecho caer de rodillas a Seswatha y le provocaba continuamente arcadas. No conseguía arrojar más que babas ardientes, aunque sus tripas se agitaban convulsas una y otra vez. Por encima, desde la penumbra, Nau–Cayuti le observaba, demasiado cansado para mostrar expresión alguna.

Habían ascendido en la oscuridad interminable, cada vez más alto, sabiendo que tarde o temprano el vacío tenía que dar paso a los horrores. Empezaron a llover desechos: orina y excrementos, surgiendo de grietas, formando charcos sobre los que tenían que saltar. Pasaron junto a pozos que alguna vez habían sido pasillos, donde corrientes de estiércol líquido se precipitaban hacia la interminable oscuridad. Bordearon grandes hoyos de carne podrida adonde habían arrojado cadáveres —algunos de fetos con malformaciones, otros de adultos— desde alturas desconocidas. Incluso atravesaron un lago lleno de agua salobre que debía de haberse acumulado durante miles de años de lluvias.

Habían llorado de alivio mientras se bañaban. No era poco sentirse limpio en un lugar como aquél.

Naturalmente, Seswatha había oído rumores. En una ocasión incluso pudo hablar detenidamente con Nil–Giccas, que había luchado en los pasillos de aquel lugar miles de años antes. Pero nada podía preparar a Seswatha para la horrible inmensidad de la Incu–Holoinas. Según el rey nohombre, ni uno de cada cien inchoroi había sobrevivido a la caída del Arca desde los cielos, y sin embargo mil millares de ellos habían luchado contra los nohombres en el curso de sus innumerables guerras. El Arca, insistía Nil–Giccas, era un mundo que había crecido hacia adentro, un laberinto de laberintos.

—Sé precavido —habían recitado los labios blancos—. Por muy profundo que sea, el cáliz del mal siempre rebosa.

Nau–Cayuti había visto la luz primero, pálida y tenue, suspendida al final de un pasillo lateral. Apagando su propia luz, avanzaron a lo largo de la pendiente. A su alrededor reinaba el silencio. Las tablas que cubrían el suelo irregular hacía tiempo que se habían transformado en una especie de material terroso. Seswatha resolvió que era debido al detritus vertido y acumulado durante siglos. El hedor se hacía más acre a cada paso. El estruendoso clamor se acrecentó tan pronto como hubieron dado los últimos pasos.

El pasadizo se acababa. Lo que era una sola luz se había roto en mil, brillando en el enorme espacio. Nau–Cayuti jadeó y maldijo, mientras Seswatha, después de un momento sin resuello, cayó sobre sus rodillas y vomitó. Lo que olía era humano, y parecía el hedor más insoportable de todos.

Una ciudad. Se encontraron mirando una ciudad. El corazón húmedo de Golgotterath.

¡Tenía que estar despierto!

Ante ellos se abrió un vacío profundo y oscuro. A Seswatha le recordó la abombada bodega de un barco, aunque el vacío se elevaba en su extremo y era demasiado inmenso para parecerse a algo hecho por el hombre. En la oscuridad, se erguían unas caras doradas, semiocultas por el humo procedente de innumerables fuegos. Junto a sus bases se encontraban unas estructuras de piedra cortada y ensamblada, acumuladas a sus lados como enjambres de avispones apilados; no como moradas sino como celdas abiertas, miserables e innumerables. Todo habría parecido como algo revelado por la marea baja de no ser por los fuegos y las numerosas figuras que poblaban el espacio. Filas de bashrags avanzando pesadamente. Grupos numerosos de sranc. Y entre todos, prisioneros humanos, innumerables: hombres arrastrando plataformas de madera, sujetos a ellas por grilletes, gimiendo en largas hileras; mujeres dispersas por los harenes al aire libre de sus captores, vomitando bajo sombras convulsas, con las bocas abiertas y los ojos en blanco, mirando a la oscuridad. Rosados, desnudos y ensangrentados, innumerables hombres, mujeres y niños. Los cuerpos de los doblegados se asfixiaban en los callejones inferiores.

Tenía que estar despierto…

El estruendo constante, gritos y más gritos, gemidos a lo largo de montañas de oro extranjeras, reverberando entre huesos y corazón, reverberando, reverberando…

Nau–Cayuti se desplomó sobre sus rodillas.

—¿Qué es esto? —Más un soplo que un susurro.

Se volvió hacia su maestro con las pupilas rodeadas de un blanco enloquecido.

—¿E–esto?

Dicho como un niño desconsolado.

¡Despierta!

Seswatha se sintió levantado y arrojado de vuelta a las sombras.

Algo le fracturó el cráneo, las tinieblas lo invadían todo, hasta que sólo vio la angustia de su querido estudiante, ¡su lunática herida!

—¿Dónde está ella? ¿Dond…?

¡Despierta, idiota!

Achamian volvió a la conciencia con un grito. «¡Shimeh! —pensó—. ¡Shimeh!» Por encima de él había una sombra enmarcada en el gemido de sus Guardas no respondidas. Y había una ausencia grande y abrumadora, moviéndose en pequeños círculos en el extremo de una cuerda: una baratija de la anchura de un dedo colgando por encima de su pecho…

—Hace algún tiempo —dijo el scylvendio con voz chirriante—, pensando durante las horas vacías, comprendí que mueres como yo…

La mano que sostenía la cuerda tembló.

—Sin dioses.

Incluso desde la distancia, Eleazaras veía el tenue resplandor de las luces del Tabernáculo de Ctesarat en las Cumbres Sagradas. Estaba sentado con Iyokus bajo el dosel dispuesto en la cara sur de su pabellón. Sobre la hierba aplastada habían pintado círculos de sangre. Finalmente, al día siguiente entablarían combate con su enemigo mortal, y aunque se le escapaba el significado de aquel combate, confiaba en que llegaría a buen término.

Lo que significaba que utilizaría cualquier arma que estuviera a su disposición, por perversa que fuera.

—Los cishaurim huyen —dijo Iyokus con la boca resplandeciente por la Comunión Diamótica—. Como sospechábamos, en Juterum no tienen Chorae. Pero llaman… llaman.

Los cabezas de serpiente no tenían elección. Dispersarían sus Baratijas para prevenir más incursiones del Cifrango, lo cual significaba que al día siguiente, sus hermanos Maestros se enfrentarían al menos en el asalto inicial.

Eleazaras se echó hacia adelante.

—No deberíamos haber utilizado a un Potente, un Débil se habría ajustado a nuestros propósitos de la misma forma. ¡Y en particular no a Zioz! Tú mismo me dijiste que se estaba volviendo peligroso.

—Todo va bien, Eli.

—Te estás volviendo imprudente…

«¿Me he convertido en un cobarde así?»

Iyokus se volvió hacia él. La sangre manchaba los vendajes en los lugares en que apretaban su cara translúcida.

—Deben temernos —dijo el hombre—. Ahora nos temen.

El extraño terror de despertar a una amenaza mortal. Una punzada envuelta en una incredulidad deprimente, como si algo profundo creyera que aún dormía. Como un cuchillo hendiendo la lana.

—¡Scylvendio! —dijo Achamian jadeando. Pareció que de su boca saliera hielo en lugar de sonidos. El hedor del hombre llenó los atestados rincones de la tienda, un olor entre el de un caballo y un perro.

—¿Dónde —gruñó la voz desde la oscuridad— está él?

Achamian sabía que se refería a Kellhus por la intensidad con que dijo «él» o quizá porque pensó que no podía ser otro. Pero todos los hombres buscaban a Kellhus, incluso aquéllos que no lo sabían.

—Yo no…

—¡Mentiras! Tú estás siempre con él. Tú eres su protector. ¡Lo sé!

—Por favor… —dijo jadeando, tratando de toser sin levantar el pecho. El Chorae se había vuelto insoportable. Parecía que el corazón fuera a romperle el esternón, a saltar en su ausencia. Notaba el escozor de la piel en el pezón derecho, el principio de la Sal. Pensó en Carythusal, en Geshrunni, muerto hacía tiempo, sosteniendo una Baratija por encima de su mano en el Leproso. Era extraño que éste tuviera un… sabor diferente.

«Nunca pude escapar.»

La sombra se encorvó por encima de él con furia, pareció gruñir. Aunque sólo veía el perfil del hombre recortado a la tenue luz de la luna, Achamian lo veía claramente con los ojos de su alma: los brazos cubiertos de cicatrices, las manos capaces de destrozar cuellos, la cara marcada por la cólera asesina.

—No volveré a preguntarlo.

¿Qué estaba pasando allí? «Tranquilo, viejo idiota.»

—¿Crees —logró decir Achamian— que traicionaría su verdad, scylvendio? ¿Crees que mi vida está por encima de eso?

La desesperación, y no la convicción, le había hecho pronunciar aquellas palabras, pues no se las creía. Sin embargo, parecieron detener al scylvendio.

Después de un momento de perturbadora oscuridad, el bárbaro dijo:

—Negociaré, y después… haré el trueque.

¿Por qué aquel cambio repentino? Y su voz… ¿realmente había temblado? El bárbaro recogió el Chorae en la palma de su mano, como un niño con un juguete conocido. Achamian lloró aliviado. Tendido, sollozó durante un momento, atónito. La sombra miraba, inmóvil.

—¿Negociar? —exclamó Achamian. Por primera vez se percató de las dos figuras que estaban sentadas detrás del bárbaro, aunque debido a la penumbra sólo alcanzó a distinguir que una de ellas era una mujer y la otra un hombre—. ¿Negociar qué?

—La Verdad.

Aquella palabra, entonada de la forma en que lo hizo, con agotamiento y con una profunda y bárbara franqueza, fue como un golpe. Achamian se apoyó sobre los codos y miró al hombre con los ojos enloquecidos de indignación y confusión.

—¿Y si yo ya estoy harto de la Verdad?

—Su verdad —dijo el scylvendio.

Achamian miró al hombre entrecerrando los ojos, como si estuviera lejos, aunque estaba muy cerca.

—Ya conozco esa verdad —dijo aturdido—. Ha venido a…

—¡No sabes nada! —gruñó el bárbaro—. ¡Nada! Sólo lo que él te ha dejado saber. —Escupió en el rincón, cerca de donde Achamian tenía el pie descalzo, y se limpió los labios con la mano que sostenía el Chorae—. Como los esclavos.

—Yo no soy un escl…

—¡Lo eres! Todos los hombres son esclavos en su presencia, hechicero. —El scylvendio se hizo hacia atrás para sentarse con las piernas cruzadas y el Chorae aprisionado en la mano—. Es dunyaino.

Achamian nunca había oído un odio tan reverberante en una palabra, y el mundo estaba lleno de epítetos como aquél: scylvendio, Consulto, fanim, cishaurim, Mog–Pharau… A veces parecía que había tantos odios como nombres.

—Esa palabra —dijo Achamian cuidadosamente—, dunyaino… significa sencillamente «verdad» en una lengua muerta.

—La lengua no está muerta —espetó Cnaiur—, y la palabra ya no significa «verdad».

Achamian recordó aquel primer encuentro junto a Momemn, en el que el scylvendio se mostró orgulloso y feroz ante Proyas, mientras Kellhus sostenía a Serwe entre los caballeros de Xinemus. Entonces no había creído a Cnaiur, pero la revelación de Kellhus y de su nombre, Anasurimbor, habían hecho desaparecer sus sospechas. ¿Qué es lo que había dicho Kellhus? ¿Que el scylvendio había aceptado su apuesta? Sí, y que había soñado con la Guerra Santa desde…

—Lo que nos dijiste —dijo Achamian mirando el brillo de sus dientes—, aquel primer día con Proyas… mentiste.

—Mentí.

—¿Y Kellhus? —Por algún motivo, preguntar aquello hizo que le doliera la garganta.

Una pausa.

—Dime adonde ha ido.

—No —dijo Achamian—. Me has prometido la Verdad. No trocaré mercancías que no haya podido comprobar.

El bárbaro gruñó, aunque Achamian no lo percibió como una expresión de desdén o desprecio. Había reflexión en el hombre, y una vulnerabilidad en sus maneras que contradecía la violencia de su aspecto. De algún modo, Achamian sabía que Cnaiur quería hablar de aquellas cosas, como si fueran una carga para él, como los crímenes o los agravios importantes. La comprensión de esto lo aterrorizaba más que cualquier Baratija.

—Crees que mandaron a Kellhus —dijo el scylvendio con la voz hueca— cuando fue llamado. Crees que es único, cuando no es sino uno entre muchos. Crees que es un salvador, cuando no es más que un esclavista.

Aquellas afirmaciones hicieron desaparecer la sangre y las sensaciones de la cara de Achamian.

—No te entiendo…

—¡Entonces escucha! Durante miles de años se han ocultado en las montañas, aislados del mundo. Durante miles de años se han reproducido y sólo han dejado vivir a los más inteligentes de sus hijos. Dicen que conoces el paso de las eras mejor que nadie, hechicero, así que ¡piensa en ello! Miles de años… hasta que nosotros, hijos naturales de verdaderos padres, nos hemos convertido en poco más que niños para ellos.

Lo que siguió fue demasiado… claro para no ser verdad. Las dos sombras sentadas detrás de él no se movieron mientras hablaba. La voz del scylvendio era dura, alterada por la cadencia gutural de su lengua materna. Pero hablaba con una elocuencia que incluso en la mentira mostraba la severidad de su raza. Contó la historia de un muchacho que estaba superando su debilidad innata, que se sintió atraído por las palabras de un misterioso esclavo y fue conducido por extensiones sin caminos entre actos sensatos y hombres rectos.

La historia de un parricidio.

—Yo fui su cómplice —dijo el scylvendio. Hacia el final de la historia estaba sumido en sus pensamientos, hablando cada vez más a las palmas de sus manos, como si cada palabra fuera una piedrecita añadida a una pesada carga. Repentinamente levantó los puños hasta sus sienes—. Yo fui su cómplice, ¡pero sin quererlo!

Bajó la frente hasta las rodillas y alargó los puños, como si partiera un hueso.

—Ven nuestros pensamientos a través de sus caras, ¡nuestras penas, nuestras esperanzas, nuestra furia y nuestra pasión! Donde nosotros suponemos, ellos saben, como los pastores que leen en el cielo de la mañana el tiempo que va a hacer por la tarde… Y lo que los hombres conocen, lo controlan.

La angustia de su voz era tan viva que pareció que un rayo de luz le iluminara el rostro. Achamian oyó sus lágrimas, su desdeñosa mueca.

—Él me eligió a mí. Él me educó y me moldeó, del mismo modo en que las mujeres dan forma al pedernal para raspar las pieles. Él me utilizó para matar a mi padre. Él me utilizó para asegurar su huida. Él me utilizó…

La sombra cruzó los puños sobre su fuerte pecho.

—¡Vergüenza! ¡Wutrim kut mi’puru kamuir! ¡No podía dejar de pensar! ¡No podía dejar de pensar! Vi mi degradación, lo comprendí y grabé mi corazón con aquella comprensión.

Sin darse cuenta, Achamian se retorció los dedos, uno contra otro, articulación contra articulación. Estaba la sombra del scylvendio y el hueco que era su Chorae. No existía nada más.

—Él era intelecto… ¡Él era guerra! ¡Eso es lo que son ellos! ¿No lo ves? ¡Con cada latido luchan contra la circunstancia, con cada aliento conquistan! Caminan entre nosotros como nosotros caminamos entre los perros. Aullamos cuando arrojan las sobras, y gimoteamos cuando levantan las manos…

»¡Nos hacen amar! ¡Nos hacen amar!

Inmensa era la noche. Y vasta la tierra.

Y sin embargo, sucumbían. Sucumbían.

Paso–paso–salto. Conjuros de espacio. El mundo cruzando el mundo.

Las liebres saltaban del sendero por donde avanzaba. Los tordos arrancaban a volar a su paso, hacia las estrellas. Los chacales corrían a su lado, con la lengua fuera y las patas cansadas.

—¿Quién eres? —preguntaban jadeando cuando los corazones no les respondían.

—¡Vuestro dueño! —gritaba el divino hombre mientras los dejaba atrás. Aunque el humor era extraño en él, reía. Reía hasta que el cielo temblaba.

«Vuestro dueño.»

¿Cómo podía algún corazón soportar tal ultraje?

El hechicero se balanceaba atrás y adelante a la luz de la vela, de un lado para otro, refunfuñando, refunfuñando…

—Atrás–atrás… d–debo empezar por el principio…

Pero no podía… todavía no. Nunca había sido parte de un intercambio como aquél. Nunca palabras como aquéllas habían sido arrojadas al equilibrio de su corazón.

Sabía que el scylvendio tenía intención de matarle, al último, al más grande de sus estudiantes. Sabía lo que habían sido las dos sombras que se encontraban detrás del bárbaro. Mientras salían de la tienda había visto la cara de ella a la luz de la luna, tan perfecta como aquella noche en que se había agitado y había gemido sobre él. Serwe…

«Le has fallado. Al Profeta Guerrero… Le has dicho al bárbaro adonde se dirige.»

«¡Porque miente! ¡Roba lo que nos pertenece! ¡Lo que me pertenece!»

«¡Pero el mundo! ¡El mundo!»

«El mundo debería avergonzarse. ¡Que arda!»

—¡El principio! —gritó. «Por favor.»

Unos manojos de pergaminos se encontraban ante él, dispersos sobre la ropa de seda de la cama. Introdujo la pluma en el tintero, murmurando… Rápidamente escribió los nombres de todas las facciones que le habían acuciado, redibujando el mapa que había ardido en la Biblioteca Sareótica.

Hizo una pausa:

INRAU

buscando la memoria de su dolor, acuciado por recuerdos que ya no importaban, o así se lo parecía. Se estremeció violentamente al escribir:

EL CONSULTO

Se vio forzado a dejar la pluma y mantener los brazos apretados contra su pecho.

«¡Le has fallado!»

«¡No! ¡No!»

Cuando hubo terminado, pareció que sostuviera el mismo pergamino que había perdido, y caviló sobre la identidad de las cosas, sobre la forma en que las palabras no discriminaban entre repeticiones. Eran inmortales, y sin embargo importaban.

Con un vigoroso plumazo, tachó:

EL EMPERADOR

y escribió:

CONPHAS

debajo, pensando en lo que el scylvendio había dicho sobre el nuevo Emperador, en cómo marchaba sobre la Guerra Santa desde el oeste, o desde el mar. «Adviérteles —había dicho la recelosa sombra—. No veré a Proyas muerto.»

Rápidamente escribió un galimatías de nuevas líneas, todas las conexiones que había ignorado desde su secuestro por los Chapiteles Escarlatas. Seguidamente, con mano demasiado firme para ser la suya —pues ahora sabía que estaba loco— escribió:

EL DUNYAINO

en el espacio disponible a la izquierda de:

ANASURIMBOR KELLHUS

sostuvo la pluma sobre la antigua palabra durante algún tiempo. Dos gotas de tinta —tap–tap— estropearon la escritura y se desparramaron, persiguiendo un millón de venas infinitesimales, desdibujando la palabra. Por alguna razón aquello le llevó a escribir:

ANASURIMBOR MOENGHUS

encima. El nombre, no del hijo de Kellhus con Serwe, sino de su padre, el hombre que lo había hecho llamar a los Tres Mares…

¡Llamar!

Introdujo la pluma en el tintero, con la mano tan ligera como una aparición, y a continuación escribió lentamente, como impulsado por una aprensión incipiente:

ESMENET

en la parte superior del margen izquierdo.

¿Cómo se había convertido el nombre de ella en su oración? ¿En qué lugar de aquellos monstruosos acontecimientos encajaba?

¿Dónde estaba su propio nombre?

Miró el mapa finalizado, insensible al paso del tiempo. La Guerra Santa se despertaba a su alrededor. Los gritos y el ruido de los cascos pasaron por su tienda, pasaron a través de él. Se había convertido en un fantasma que miraba y miraba, que no meditaba sino sólo veía, como si el secreto estuviera oculto en la inmovilidad de la tinta…

Hombres. Maestros. Ciudades. Naciones.

Profetas. Amantes.

No había patrones para aquellas cosas que respiraban. No había un pensamiento abarcador que les diera significado. Sólo hombres y sus errores enfrentados… El mundo era un cadáver.

La lección de Xinemus.

Sin saber por qué empezó a relacionar cada uno de los nombres con

SHIMEH

en el centro de la parte inferior de la página. Líneas. Una tras otra, escritas para la ciudad que iba a devorar a tantos, a culpables e inocentes por igual. La ciudad sedienta de sangre.

El nombre de ella fue el último que conectó, pues sabía que necesitaba Shimeh más que ninguna otra cosa —salvo quizá él—. Una vez hubo trazado la negra hebra, introdujo la punta de la pluma en el tintero y la sacó de nuevo. Una y otra, y otra, y otra vez. Cada vez más rápido, acuchillando el papel con frenesí. Corte tras corte, tras corte…

Pues estaba seguro de que su pluma se había convertido en un cuchillo.

Y que bajo la piel tatuada había carne.