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Shimeh

Lo que me asusta cuando viajo no es que los hombres tengan costumbres y credos tan diferentes de los míos. No, lo que me asusta es que piensen que son tan naturales y obvios como yo pienso que son los míos.

Seratantas III, Meditaciones sumni

El regreso a un lugar nunca visto. Así parece siempre cuando comprendemos lo que no sabemos expresar.

Protathis, Cien cielos

Primavera, año del Colmillo 4112, Atyersus

Gritos de consternación atrajeron a Nautzera hasta las columnatas anexas a la Biblioteca de Rudimentos, por encima de las murallas occidentales de Atyersus, donde los estudiantes se reunían con frecuencia los días templados y soleados. Varios jóvenes iniciados miraban y señalaban los oscuros estrechos, y junto a ellos Marmian, un Auditor con permiso de su Misión de Oswenta. Nautzera les hizo señales para que se apartaran y se apoyó en la balaustrada de piedra. Pese a tener los ojos cansados, vio claramente el motivo de la conmoción: en el estrecho, a menos de una milla de la boca del puerto protegido de Atyersus, posadas sobre el intenso azul, había ancladas quince galeras pintadas de amarillo. Marineros de tierras lejanas trepaban por las jarcias y manipulaban velas adornadas con Colmillos largos, verticales y dorados.

Atyersus estaba sumida en un clamor. Iniciados y oficiales vociferaban órdenes. Los soldados de la fortaleza se precipitaban a lo largo de los estrechos pasillos, dirigiéndose hacia las lejanas murallas y las torretas. Nautzera se unió a otros miembros del Quorum en la cima de la torre Comoranth, desde donde podrían ver la flota de intrusos sin obstáculos. La escena era de lo más ridículo: siete ancianos —dos en camisón, uno todavía con el delantal de escribano manchado de tinta, y el resto, como Nautzera, con el atuendo ceremonial al completo— agitando las manos manchadas de amarillo mientras discutían entre ellos. La mayoría de ellos asumían lo obvio: que los barcos eran parte del bloqueo organizado para evitar su inminente partida hacia Shimeh. Pero ¿quiénes eran? Los colores y los Colmillos sugerían que eran de los Mil Templos… ¿Se creían los ingratos del Shriah a la altura de la Gnosis?

Simas aconsejó un ataque inmediato.

—Por lo que sabemos —gritó—, ¡ya ha empezado el Segundo Apocalipsis! Sea quien sea el propietario de esas galeras, no hay duda de que quien está al mando es el Consulto. Siempre hemos sabido que intentarían destruirnos a la menor oportunidad. Y ahora, con el Heraldo, el llamado Profeta Guerrero… Pensad, hermanos. ¿Qué haría el Consulto? ¿No arriesgaría cualquier cosa para impedir que nos unamos a la Guerra Santa? ¡Tenemos que atacar!

Pero Nautzera no era tan impetuoso.

—¡Actuar en la ignorancia —berreó— es siempre una locura, tanto si es en guerra como si no!

Sin embargo, la noticia de que un bote se dirigía a tierra zanjó la discusión. A pesar de sus protestas, la decisión de Simas fue rechazada. El Quorum acordó que al menos negociarían con los desconocidos. Los esclavos se apresuraron a preparar las literas y, al cabo de poco, Nautzera se encontró observando los misteriosos barcos por entre los velos de su palanquín. Los esclavos descendieron por el camino que llevaba desde la puerta principal de Atyersus hasta los muelles de piedra que sobresalían del pequeño puerto natural.

Rodeado por una confusa muchedumbre de guardias y adeptos, el Quorum se reunió en la antigua piedra del único embarcadero donde no había barcos atracados. El bote se había acercado lo suficiente para que estuvieran estupefactos. Aunque hicieron rápidas conjeturas, estaba claro que nadie sabía lo que estaba pasando. Las voces de los hombres del puerto se hicieron sentir mientras recogían las cuerdas arrojadas desde el bote al acercarse. Sus ocupantes pusieron los remos en posición vertical. A continuación, desde el muelle, tiraron del bote y lo amarraron. Nautzera y los demás permanecían rígidos por la impresión. Sobre el bosque de mástiles y jarcias cayó un silencio absoluto. Los marineros nronios que se apretujaban en la cubierta de los barcos próximos miraban asombrados, y no sólo a sus maestros hechiceros, sino al séquito que saltaba desde el bote.

El Quorum, siete ancianos con el ceño fruncido, contempló cómo sus visitantes se reunían en el extremo del embarcadero de piedra. Sin expresión, con sus yelmos de plata y sus cadenas brillando al sol, cinco Caballeros Shriah formaron en silencio una línea ocultando las figuras de los que se encontraban detrás. Sus Chorae se encontraban bajo sus capas de seda blanca. De los que se encontraban detrás, Nautzera sólo alcanzaba a ver sus caras, la mayoría de ellas bien rasuradas. Entonces, una figura imponente de barba negra se abrió paso entre los caballeros y surgió ante los ojos atónitos del Quorum. A excepción de Nautzera, era más alto que todos, e iba ataviado con una majestuosa capa blanca con Colmillos de oro de gran tamaño bordados alrededor del cuello y de las mangas. Aunque su cara parecía la de un hombre de mediana edad, sus ojos azules eran sorprendentemente jóvenes. Él también llevaba un Chorae en el pecho.

—El Santo Shriah —dijo Nautzera sin alterarse.

¿Maithanet allí?

Sonriendo con un afecto radiante, el hombre escudriñó sus caras, levantó los ojos hacia los oscuros bastiones de Atyersus que se encontraban tras ellos… Y embistió. De pronto —sus movimientos habían sido demasiado rápidos para ser percibidos por los ojos sorprendidos— estaba agarrando a Simas por la nuca.

El aire estaba transido de murmullos hechiceros. Unos ojos llamearon con luz gnóstica. Los conjuros cobraron vida. Casi al unísono, los miembros del Quorum adoptaron posturas defensivas. De los lados inclinados del embarcadero se desprendía polvo y arenilla.

Simas se había quedado flácido como un gatito, con su cabeza de pelo blanco inmovilizada por la mano que le agarraba por la nuca. El Shriah parecía sujetarle con una fuerza imposible.

—¡Suéltalo! —gritó Yatiskeres retrocediendo junto a los demás.

Maithanet habló como si les estuviera enseñando a matar conejos.

—Si los agarras por aquí —dijo sacudiendo al anciano para enfatizar—, se quedan completamente inmovilizados.

—¡Suélt…!

—¡Suéltalo!

—¿Qué locura es ésta? —exclamó Nautzera. Éste no había conjurado ninguna Guarda ni se había retirado del embarcadero con los demás. De hecho se encontraba entre el Shriah y su compañero Maestro, como si se interpusiera para proteger al hombre.

—Y si esperas —prosiguió Maithanet mirando ahora directamente a Nautzera—, si esperas, se revela su verdadero aspecto.

El anciano hechicero se esforzaba por respirar. Había algo en la manera en que Simas se agitaba. Algo que no era antiguo. Algo que no era…

—Lo está matan…

—¡Silencio! —gritó Nautzera.

—Supimos de éste por los interrogatorios de los demás —continuó Maithanet con voz resonante, haciendo caso omiso del parloteo—. Esto es un accidente, una anomalía que, por suerte, sus arquitectos han sido incapaces de recrear.

—¿Esto?

—¿Qué estás diciendo? —gritó Nautzera.

Sacudiendo los miembros sin vida, la cosa llamada Simas empezó a aullar con cien voces dementes. Maithanet afirmó sus pies como un pescador que sujeta un tiburón mientras se retuerce. Nautzera se hizo atrás, con las manos alzadas en Guarda. Con horror abyecto, vio cómo la cara de aquel hombre conocido se resquebrajaba y se abría, aferrándose a los cielos con dedos como ganchos.

—Un espía–piel capaz de realizar actos de hechicería —dijo el Shriah de los Mil Templos haciendo una mueca por el esfuerzo—. Un espía–piel con alma.

Y el viejo y gran hechicero comprendió que lo había sabido desde el principio.

Primavera, año del colmillo 4112, Shimeh

Por encima de la agitación y el ruido producidos por los jinetes al galope se oían gritos de éxtasis. Alguien dejó escapar un silbido bajo y largo. A la cabeza de sus caballeros, Proyas detuvo su caballo. Con la cara inexpresiva como si tuviera un nudo en el estómago, mudo de asombro, miró hacia el horizonte oriental.

Al principio tuvo que hacer frente a una desoladora sensación de banalidad. Desde hacía días, sabía que aquella vista estaba justo detrás del horizonte. Invisible, le había parecido algo a la vez oscuro y dorado, un monumento tan sobrecogedor en su santidad que no podría sino tenderse boca abajo ante su aspecto. Pero ahora…

No sentía la necesidad de hacerlo. De hecho no sentía la necesidad de hacer nada, excepto respirar y observar. Cuando miró a los demás Hombres del Colmillo, le parecieron poco más que forajidos acorralando a una víctima, o lobos observando el rebaño que los engordaría durante los próximos inviernos. Se sorprendió preguntándose si siempre era aquélla la forma en que los sueños se confrontaban con la realidad que los concebía. Supuso que sintió el asombro habitual que se experimenta al divisar una gran ciudad desde una gran distancia, la sensación de estar lejos del carnaval de ladrillo y humanidad que pronto le rodearía. Nada más.

Las lágrimas afloraron antes que la pasión. Primero las probó. Cuando se pasó la mano por los labios para secárselas, la longitud y la espesura de su barba le sorprendieron. ¿Dónde estaba Xinemus? Le había prometido que le describiría…

Los silenciosos sollozos sacudieron sus hombros. El cielo y la ciudad se fundían en los claroscuros de la luz solar. Cogió con fuerza el pomo de la silla de montar y echó un vistazo a los deshilachados nudos que sujetaban su odre.

Finalmente se aclaró la garganta, parpadeó y miró a su alrededor. Vio y oyó a otros hombres que lloraban. Más abajo del lugar en el que se encontraban los inrithi, divisó a un hombre quemado por el sol, sin camisa, arrodillado en la hierba con los brazos abiertos, gritando a la ciudad como si confesara su odio a un padre tiránico.

—Dulce Dios de Dioses —empezó a entonar alguien detrás de Proyas—, que camina entre nosotros… Innumerables son tus santos nombres.

Las palabras resonantes surgían de lo más hondo de las gargantas y se volvían incluso más implacables y clamorosas a medida que un jinete tras otro las iba pronunciando. Pronto, las laderas retumbaron con el sonido de las voces rotas de los guerreros. Ellos eran los fieles, llegados en armas para enmendar largos siglos de maldad. Eran los Hombres del Colmillo, pesarosos y afligidos, con los ojos puestos en una tierra de incontables y fatales juramentos… ¿Cuántos hermanos? ¿Cuántos padres e hijos?

«Que tu pan silencia nuestra hambre diaria…»

Proyas se unió a ellos en la oración mientras trataba de comprender el motivo de su confusión. Ellos eran las espadas del Profeta Guerrero, comprendió, y aquélla era la ciudad de Inri Sejenus. Habían sucedido cosas y las normas habían cambiado. Kellhus y el Circunfijo habían frustrado todos los viejos planes y objetivos. Y allí estaban ellos, los signatarios de un contrato obsoleto, celebrando la llegada a un destino que se había convertido en una parada más…

Y nadie sabía lo que significaba.

«No nos juzgues por nuestros pecados…»

Shimeh.

«Sino por nuestras tentaciones…»

Shimeh al fin.

En caso de no haber sido antes sagrada, resolvió Proyas, Xinemus y los innumerables muertos habrían hecho que lo fuera. No había forma de eludir lo que era el final.

Los ainonios de Moserothu se encontraban dispersos por las cumbres bajas, observando cómo su Palatino, el despiadado Uranyanka, conducía al Profeta Guerrero hasta la mejor posición. Los dos hombres se detuvieron junto a una pared tan antigua que la hierba cubría su maltrecha parte superior. Era uno de los muchos mausoleos en ruinas situados en la ladera de la colina.

Las llanuras de Shairizor se extendían ante ellos, todavía ennegrecidas por los recientes incendios de campos y plantaciones. El río Jeshimal dividía en dos la distancia, serpenteando como una cuerda a los pies violetas y malvas de las montañas de Betmulla. Una gran ciudad ocupaba el centro de la llanura, junto a dos promontorios que daban al Meneanor. Sus murallas, revestidas de azulejos blancos, brillaban al sol. Los grandes ojos que se apreciaban en su perímetro, tan altos como árboles, parecían devolverles la mirada.

Shimeh. La Ciudad Santa del Último Profeta. Al fin.

Algunos se arrodillaron, llorando como niños. La mayoría simplemente se quedó mirando fijamente, sin expresión en el rostro.

Los nombres eran como los cestos. Normalmente llegaban a los hombres ya llenos de desechos, banalidades y objetos de valor mezclados en distintas proporciones. A veces soportaban cargas diferentes. Cosas más pesadas. Cosas más sombrías.

Shimeh era uno de esos nombres.

Habían llegado desde todos los rincones de Earwa. Habían pasado hambre en las murallas de Momemn. Habían sobrevivido a las carnicerías de Mengedda y Anwurat. Habían limpiado Shigek con su furia y caminado por las llanuras ardientes del Gran Carathay. Habían soportado la pestilencia, el hambre y la insurrección. Casi habían matado al propio Profeta de Dios. Ahora, al final, se daban cuenta del propósito de su descorazonadora tarea.

Aquél era un momento de consumación para los piadosos y los sentimentales. Pero para los marcados por innumerables sufrimientos, aquél sólo podía ser el momento de evaluar. ¿Qué podía valer tanto como para compensar lo que habían sufrido? ¿Qué podía devolverles el precio que habían pagado? ¿Aquel lugar? ¿Aquella ciudad blanca como la tiza?

¿Shimeh?

De alguna manera, en algún lugar, aquel nombre había sido vuelto del revés.

Pero como siempre, las palabras del Profeta Guerrero circulaban entre ellos.

—Esto —dijeron que había dicho— no es vuestra destinación. Es vuestro destino.

Grupos de caballeros surcaban la llanura mientras cada vez más Hombres del Colmillo se aglomeraban en la ladera. Al cabo de poco, toda la Guerra Santa se encontraba formada a lo largo de las cumbres, mirando y señalando.

El santuario de Azoroa, donde Inri Sejenus había dado su primer sermón, se encontraba hacia el sur. Y estaba el Gran Círculo, la gran fortaleza construida por Triamarius II, con sus murallas negras concéntricas que se alzaban sobre el Meneanor. A su derecha se encontraba el Palacio Mokhal, con su piedra ocre y sus columnas ciclópeas, la antigua sede de los reyes Amoti. Y aquella línea, que llegaba desde las colinas hasta la ciudad cruzando la llanura de Shairizor, marcada por los restos del acueducto de Skiluran, que debía su nombre al más voraz de los gobernantes nansur de Amoteu.

Y allí, sobre el Juterum, las Cumbres Sagradas, estaba el Primer Templo, la gran galería circular de columnas donde tuvo lugar la ascensión del Último Profeta. Y a su derecha, con una brillante cúpula de oro sobre una fachada sostenida por columnatas, estaba el temible Ctesarat, el cáncer que habían ido a extirpar.

El gran tabernáculo de los cishaurim.

Cuando el sol proyectó sus sombras sobre las murallas jalonadas de múltiples ojos, abandonaron las laderas para acampar en la llanura. Pocos durmieron aquella noche. Tal era su confusión. Tal era su asombro.

Primavera, año del Colmillo 4112, Amoteu

«A todos los Biaxi —había dicho el Exalto–General, el Emperador—. Os quemaré vivos.»

El general Biaxi Sompas se encontró pensando obsesivamente en aquellas palabras. ¿Haría una cosa así? La respuesta a aquella pregunta era obvia. Ikurei Conphas era capaz de cualquier cosa, sólo era necesario pasar un día en su compañía para saberlo. Por si fuera poco, estaba Martemus para recordarlo. Pero ¿podría? Aquélla era la duda. El viejo Xerius nunca se atrevería. Comprendía, e incluso respetaba, el poder de la familia Biaxi. Habría alboroto en las familias de la Congregación, incluso insurrecciones. Si podía eliminarse una Casa de las Líneas, podían eliminarse todas.

Además, los Ikurei ya tenían suficientes enemigos… ¡Conphas no se atrevería!

Pero sí que lo haría. Sompas lo sentía en sus huesos. Conphas se atrevería. Y más aún, las demás Casas se limitarían a observar. ¿Quién se levantaría en armas contra el León de Kiyuth? Dulce Sejenus, el ejército le había escogido a él antes que a un Profeta.

No, no. Él hizo lo correcto, lo único que podía hacer… dadas las circunstancias.

—Hemos ido demasiado al este —dijo el Capitán Agnaras con su tono adusto y práctico.

«¡Naturalmente, idiota! De eso se trata…»

Hacía varios días que huían. Él mismo, su capitán, su hechicero y otros once Kidruhil. Todavía lo llamaban «cazar», pero, con la posible excepción del Maestro Saik, lo sabían: les estaban cazando a ellos. Ya no se acordaba del último contacto que habían tenido con los otros grupos, aunque sabía que por allí, en alguna parte, tenía que haber más. Todavía cabalgaban por los arrugados pies del Betmulla, aunque los bosques eran más profundos, casi recordaban a los que se hallaban bajo las montañas Hethanta. El sol estaba bajo en el horizonte oriental, con su calor y su luz confundidos en la creciente claridad. Los caballos caminaban sobre el humus suave e irregular. Las sombras, cada vez más profundas, parecían gemir de horror.

Ahora comprendía que estaba asustado. Había percibido cómo se escabullía el scylvendio, por lo que había dividido a sus hombres en grupos de búsqueda más pequeños, diciéndose a sí mismo que necesitaba una red más fina. Entonces fue cuando las cosas empezaron a ir mal, cuando el rastro que seguían dividió y desorientó a los Kidruhil. Los jinetes que envió en busca de los grupos dispersos nunca volvieron. La sensación de terror se acrecentó, como el sarpullido que se vuelve gangrenoso a base de rascarlo. Entonces, una mañana —Conphas no recordaba cuál— se despertaron convertidos en fugitivos.

Pero ¿cómo pudo haberlo sabido?

No, no. Los demonios no habían sido parte del trato, Saik o no Saik.

—Hemos ido demasiado lejos —repitió el curtido capitán escudriñando la oscuridad que reinaba entre los imponentes cedros—. La Guerra Santa tiene que estar cerca… o ellos o los fanim.

Según Agnaras, hacía tiempo que habían dejado atrás Xerash.

«El santo Amoteu —se sorprendió pensando para sí—. La tierra sagrada…»

Sus hombres fingían no notar su extraña risa. Ouras, sin embargo, resoplaba de indignación. El Maestro, un hombre cetrino e insolente, hacía días que había dejado de disfrazar su desdén.

Siguió adelante, aunque notaba la creciente impaciencia de los demás. Balanceándose sobre sus sillas pasaron entre los enormes troncos bifurcados a poca altura, cabalgando en formación relajada. Las piñas crujían bajo los cascos. La resina impregnaba el aire. El sol caía y, a cada momento que pasaba, las profundidades del bosque eran menos definidas, como si hubieran colocado seda negra entre los árboles. Aquél, resolvió Conphas, tenía que ser el bosque de Hebanah, como se le llamaba en los tiempos de El tratado. Pero desde el Templo, para él, había sido poco más que una excusa para ir de juerga y politiquear. Recordaba poco de lo que decían los escritos sobre el lugar.

Sin mediar aviso, y sin permiso, el capitán Agnaras ordenó un alto. Habían llegado a un claro, si se le podía llamar así: una amplia extensión bajo la enramada de un viejo cedro, mayor que cualquier otro que hubiese visto el general. Cansados y sin decir una palabra, los jinetes desmontaron y empezaron a ocuparse de las tareas que tenían asignadas. Nadie se atrevía a mirarle.

Atendieron a los caballos, encendieron fuegos y montaron las tiendas. Poco después, la oscuridad era casi absoluta; del claro surgían columnas de humo que ascendía entre las ramas del cedro protector. Sentado en una de las curvadas raíces, el general tenía la mirada fija y toqueteaba el dobladillo de su manto azul.

No se habló mucho.

Cuando el hechicero se escabulló para aliviarse, Sompas se unió a él. No estaba en absoluto dispuesto a aceptar que siguieran sucediendo cosas… así como así.

«No tengo elección.»

Estaban el uno junto al otro en medio de unos matorrales, fuera del círculo de luz de las hogueras.

—Esto ha sido un desastre —dijo bruscamente el Maestro, mirándole de la forma indirecta en que lo hacen los hombres mientras orinan—. Un desastre total. Puedes estar seguro, general, de que se dará cuenta de todo por vía ofic…

Poseía alma propia. Descendiendo y ascendiendo sin apenas pausa.

Aquel cuchillo atrevido.

Sompas lo limpió en las mallas del hombre y después se unió a sus hombres, a sus gloriosos Kidruhil, junto al fuego. Podía estar seguro de que lo comprenderían, o al menos los suficientes de entre ellos. Pero ¿un hechicero?

Por favor.

No tenía elección. Sencillamente tenía que suceder.

No era solamente su piel lo que estaba en juego, era todo su linaje. No podía permitir que su mala suerte —pues no era más que eso— perjudicara a todos los Biaxi. Conphas lo haría, sin escrúpulos ni reparos. Su única esperanza, había comprendido Sompas, era verle muerto. Su única esperanza era encontrar la Guerra Santa, ofrecerse a la clemencia del Profeta Guerrero… hacérselo saber.

Y ¿quién sabía? Con el maldito Ikurei eliminado, quizá, un Biaxi podría encontrar el camino hasta el Manto. ¿Un emperador conspirando contra su fe con los fanim? Cuanto más pensaba en ello Sompas, más le parecía que el honor y la rectitud le obligaban a proceder como pensaba. No tenía elección…

Sorprendido por su propia calma, Sompas se unió a Agnaras, que estaba sentado solo ante el fuego de los oficiales. El hombre parecía esforzarse por no mirarle.

—¿Dónde está Ouras? —preguntó Sompas, como si estuviera molesto con el que todos consideraban un idiota.

—Quién sabe —replicó el capitán—. En el bosque, cagando… ¿A quién le importa? —dijo. Había alivio en la respuesta.

Sentado en su silla de campaña, el general se cogió las manos frente a las llamas, no fuera a ser que el endurecido soldado las viese temblar. Agnaras era un típico Tres. Comprendía la debilidad, lo cual era bastante más peligroso que simplemente despreciarla, al menos para Sompas. El general miró los fuegos más grandes, donde estaban reunidos los demás. Varias miradas se apartaron de la suya al instante. Estaban demasiado silenciosos, y sus caras, iluminadas por la luz del fuego, eran demasiado inexpresivas. De pronto lo sintió. Estaban esperando.

Una oportunidad de cortarle el cuello.

Sompas volvió la mirada al fuego y pensó en Ouras, tendido, encogido en la maleza a sólo unos pasos. Tendría que escoger cuidadosamente el momento adecuado… y las palabras.

O sencillamente… escabullirse.

—¿Quién está de guardia? —preguntó a Agnaras, tomando la decisión incluso mientras hablaba.

«Vete–escabúllete–corre–corre…»

Unos gritos hicieron que Agnaras y él se pusieran de pie.

—Hay algo en el árb…

—¡Lo oigo! Oigo…

—¡Calla! —rugió el capitán—. ¡Callad todos! —Extendió las manos hacia los lados como si contuviera, literalmente, las voces. Los fuegos continuaron con su crepitar. Un ascua reventó. Sompas saltó.

Con las armas desenvainadas, continuaron escuchando durante un momento espantoso, escudriñando el dosel, viendo únicamente las sombras de sus miembros, pintados por el fuego, proyectadas en él. El humo parecía ascender hacia la nada.

Entonces lo oyeron: un ruido áspero procedente de la oscuridad, por encima de ellos. Se produjo una pequeña lluvia de polvo, seguida de unos aullidos en el claro.

—¡Dulce Sejenus! —dijo uno de los jinetes con un grito ahogado, silenciado por aullidos de ira.

Se produjo un sonido, parecido al de un niño orinando sobre cuero. Un siseo crepitante atrajo la atención de todos hacia el fuego principal. Pareció que todos los ojos se fijaban a la vez. Entre las llamas flotaba un hilo de sangre…

Al descenso vertiginoso de una sombra siguió la explosión de la leña y las ascuas incandescentes. El humo se hinchó. Los hombres gritaron en el inesperado crepúsculo, retrocediendo y tropezando. Algunos golpeaban frenéticamente las chispas que saltaban sobre sus ropas. Sompas no podía sino mirar a Ouras, doblado hacia atrás sobre el fuego amontonado, destrozado y sangrando.

Los caballos relinchaban, alzándose sobre sus patas traseras bajo los árboles. No eran mucho más que sombras danzando en la oscuridad. Agnaras vociferaba órdenes…

Pero ya había descendido en medio de ellos, cayendo como una cuerda.

Todo lo que Sompas pudo hacer fue retroceder, tambaleándose. No tenía elección…

El capitán fue el primero en caer de rodillas, tosiendo, con arcadas, como si intentara expulsar un hueso de pollo. Dos más le siguieron, aprisionándose sus negras heridas. Se movía tan rápido que Sompas apenas pudo ver su larga espada.

Su pelo rubio se agitaba como la seda en la penumbra, persiguiendo una pálida cara de belleza imposible. El general se dio cuenta de que la reconocía… la mujer del Príncipe de Atrithau. Aquélla cuyo cadáver habían colgado con el hombre en Caraskand.

Había descendido del árbol.

Sacudiendo sus armas, los Kidruhil retrocedieron ante la figura giratoria. Ésta saltó tras ellos, alcanzando la garganta de uno, como si pinchase una naranja con la punta de su espada. Aullando desde la oscuridad, el scylvendio arremetió contra su flanco asestándoles golpes circulares. Los hombres caían uno tras otro.

Entonces acabó todo, a excepción de una arcada que podría haber sido un grito.

Sin camisa, bañado en sudor, el scylvendio se volvió hacia él y escupió, todo él cicatrices y cortes que se convertirían en cicatrices. A pesar de su prodigiosa estatura, parecía delgado como un espantapájaros, como algo privado de bastante más que de comida. Sus ojos brillaban debajo de su maltrecha frente.

El bárbaro permanecía delante de Sompas en posición de alerta mientras la hermosa mujer los rodeaba por detrás. Desde la nada, o eso pareció, desde la oscuridad de detrás de los fuegos, saltó una tercera figura que cayó de cuclillas a la izquierda del scylvendio. Era un hombre al que Sompas no reconoció.

El general nansur tuvo un estremecimiento y se sintió absurdamente agradecido por haber aliviado su vejiga momentos antes. Ni siquiera había desenvainado la espada.

—Ella te vio asesinar al otro —dijo el scylvendio, limpiándose la sangre salpicada sobre su mejilla y convirtiéndola en una mancha—. Ahora quiere follar.

Una mano tibia serpenteó por su nuca y le apretó la mejilla.

Aquella noche, Biaxi Sompas aprendió que había normas para todo, incluyendo lo que podía y no podía sucederle al propio cuerpo. Ésas, descubrió, eran las normas más sagradas de todas.

En una ocasión, en medio del griterío, despreciando todo sufrimiento, pensó en sus esposas y en sus hijos ardiendo.

Pero sólo en una ocasión.

Primavera, año del Colmillo 4112, Shimeh

A la luz del amanecer, los Jueces conducían a grandes hileras de fieles a bañarse en el río Jeshimal. Muchos se golpeaban las espaldas con ramas, un rito improvisado de penitencia. Grupos de caballeros vigilaban desde sus monturas a los fieles para protegerles de los merodeadores de la ciudad, cuyas blancas torretas surgían en la cercanía. Pero las negras puertas permanecían cerradas, y ningún infiel se atrevía a molestarles.

Con el pelo mojado y los ojos brillantes, la mayoría volvían al campamento cantando, seguros de haber sido purificados. Pero algunos estaban nerviosos, pues las murallas de múltiples ojos parecían burlarse de ellos. Las llamaban las Murallas de Tatokar, aunque pocos conocían el significado de aquel nombre.

Junto con Kyudea, su asolada hermana del noroeste, Shimeh había sido la sede ancestral de los reyes Amoti. En tiempos de Inri Sejenus, la ciudad era bastante más pequeña y abarcaba sólo las cumbres situadas al este del Jeshimal. Para cuando Triamis I declaró el inrithismo como religión oficial del imperio ceneiano, la ciudad había doblado su tamaño debido a la afluencia de peregrinos y al establecimiento de mercados. Pero a diferencia de Caraskand, que era un centro estratégico de tráfico de caravanas y a la vez estaba expuesta a las tribus rebeldes de Carathay, los Emperadores no vieron la necesidad de levantar murallas en torno a la crecida ciudad. A fin de cuentas, la totalidad de los Tres Mares estaba bajo el severo pero próspero mando de Cenei. Incluso en los turbulentos días que siguieron al colapso del Imperio, durante la breve y polémica independencia de Amoteu, no se construyeron más defensas que la Muralla Heterine alrededor de las Cumbres Sagradas.

Fue Surmante Xatantius I, el nombre de guerra del Emperador nansur, famoso por sus interminables guerras contra Nilnamesh, el primero en construir una muralla en torno a la ciudad exterior, tomando como modelo las fortificaciones jalonadas por numerosas torres de Mehtsonc. Los azulejos blancos vidriados fueron añadidos siglos más tarde por los cishaurim, bajo Tatokar I. Al parecer, el Alto Heresiarca no estaba de acuerdo con la utilización de piedra procedente de las canteras de Xatantius. Los inmensos ojos fueron responsabilidad del sucesor de Tatokar, el famoso poeta Hahkti ab Sibban. Cuando algún dignatario ainonio de visita le pedía una explicación, según se decía, éste le respondía que eran para recordar a los idólatras que «el Dios solitario no parpadea»; en realidad, para avergonzarles. Incluso entonces, al encenagarse el puerto de Shimeh, los peregrinos inrithi se habían visto obligados a entrar en la ciudad por las puertas.

Orígenes aparte, los ojos se convirtieron en tema de incesantes debates entre los Hombres del Colmillo. Unas veces parecían mirar con curiosidad insulsa, y otras con una especie de furia embelesada. Cuanto más tiempo hablaban sobre ellos los inrithi, mayor era el aura de Shimeh como algo vivo, hasta llegar a parecer una bestia inconmensurable, como un gran cangrejo destartalado que toma el sol en tierra después de haber surgido de las profundidades. Aquello hacía de la posibilidad de asaltar la ciudad… algo incierto.

¿Quién sabía lo que las cosas vivas podían hacer?

Donde había habido muchas voces, muchas voluntades, ahora sólo había una. Con el Logos que había sembrado, y ahora, con los Logos que cosecharía.

«Pronto, padre. Te veré pronto.»

Dando la espalda a Esmenet, Kellhus extendió sus manos radiantes y se hizo el silencio entre la gran congregación. Antes había enviado mensajeros anunciando un último Consejo de Pequeños y Grandes Nombres en las laderas situadas por encima del abarrotado campamento. Como esperaba, habían respondido a su convocatoria bastantes más que los nobles de casta. En realidad, la mitad de la Guerra Santa se había congregado en la pendiente ante él, llegando hasta la cima, posados como cuervos sobre las paredes de los sepulcros en ruinas que se encontraban lo suficientemente cerca para ofrecer una buena vista.

Se encontraba en la mitad inferior de la pendiente, de manera que para los que estaban por encima, Shimeh se elevaba como un halo sobre su cabeza y sus hombros. Los señores de la Guerra Santa ocupaban un claro alargado inmediato al lugar donde se encontraba él, sentados en la hierba. Sus miradas eran a la vez impacientes y sobrias, rebosantes de entusiasmo y, sin embargo, cautelosas por lo que se avecinaba. A su derecha, hacia el sur, formando una línea constituida por un mar de caras que se alzaban sobre ellos, los Nascenti permanecían rígidos, con orgullo incierto, haciendo cuanto podían para transmitir la impresión de que sólo ellos sabían lo que iba a suceder. Eleazaras, Iyokus y otros Maestros Escarlatas estaban en el lado opuesto, con las caras perplejas de ansiedad. Kellhus vio a Eleazaras inclinado para escuchar al vendado Iyokus. La mirada del Gran Maestro se desvió momentáneamente hacia Achamian, que como de costumbre estaba a la derecha de Kellhus.

—Me vuelvo —gritó Kellhus—, y os veo a millares, la Guerra Santa, la gran Tribu de la Verdad. Pero también veo a millares y millares formados en magníficas filas, ocupando las llanuras, las distantes laderas… Veo los fantasmas de los caídos entre nosotros, mirando con orgullo a los que harán que su desgarrador sacrificio sea útil.

No podían olvidarse de ellos. Habían pagado por aquel momento con sangre y terror.

—Los que reclamarán la casa de mi hermano.

Se acordaba perfectamente de cómo habían sido aquellos tres últimos años tras abandonar la sombra de la Puerta de Barbecho de Ishual. Incontables caminos se habían esfumado bajo sus pies conduciéndoles a incontables destinos. Pero a diferencia de los árboles, él podía luchar solamente en una dirección. Asesinaba alternativas a cada paso, desmoronaba futuro tras futuro, caminando sobre una línea demasiado fina para marcarla en ningún mapa. Durante mucho tiempo había creído que aquella línea, aquel sendero, le pertenecía, como si cada paso hubiera sido una decisión monstruosa de la que sólo él tuviera que rendir cuentas. Paso a paso, aniquilando mundo tras mundo posible, luchando hasta que sólo sobreviviera aquel momento…

Pero ahora sabía que hacía mucho tiempo que habían matado a aquellos futuros. El camino que recorría había sido condicionado concienzudamente. Las probabilidades se habían acumulado a cada paso, las posibilidades se habían compensado entre ellas, las bifurcaciones se habían predeterminado de forma imposible… Incluso allí, ante Shimeh, no ejecutaba más que una operación en la madeja del cálculo divino de otro. Incluso allí, cada una de sus decisiones, cada uno de sus actos, confirmaba el temido objetivo del Pensamiento de las Mil Caras.

«Treinta años…»

Una sonrisa nostálgica.

—Esto me recuerda nuestro primer Consejo, hace mucho tiempo, en las Cumbres Andiamine. —Ellos sonrieron ante su atribulado ceño—. Recuerdo que entones estábamos gordos.

Risas, a la vez atronadoras e íntimas, como si fueran docenas en vez de miles escuchando a un tío muy querido contando chistes manidos. Él era su eje, y ellos su rueda.

—Proyas —dijo, sonriendo como un padre ante las flaquezas de un hijo querido—. Recuerdo que estabas llamado a vencer en tu enfrentamiento con Ikurei Xerius. Lamentaste las dificultades que te obligaron, una y otra vez, a sacrificar principios por conveniencia, escrituras por política. Durante toda tu vida buscaste una pureza que creíste que podías vislumbrar pero nunca alcanzar. Durante toda tu vida anhelaste un Dios audaz, no uno oculto en los escritos, susurrando lo inaudible a los dementes.

«Ahora clamas contra las viejas costumbres y lloras el peaje de las nuevas…»

Miró al Conde de Agansanor, que estaba sentado como un joven, con las rodillas rodeadas por el musculoso círculo de sus brazos.

—Gothyelk, tú sólo deseabas morir absuelto. El agua de tu vida se estaba secando y parecía que todo lo que podías probar era la sal de tus pecados. ¿Qué clase de viejo guerrero de casta no hace escrutinio de sus crímenes? Y tú mirando atrás en tu vida, decidiste que el tesoro oculto era demasiado grande, que sólo tu sangre podía equilibrar la balanza de la redención.

«Ahora, creyendo que tengo el dedo sobre la balanza, te atreves a soñar con una muerte tranquila…»

—Y tú, Gotian, dulce Gotian, tú no deseabas sino que se te dijera, y no sin algo de deseo innoble de postrarte a los pies de otro, que adaptaras tu vida a la voluntad de Dios. A pesar de tu poder y tu prestigio, siempre te persiguió tu ignorancia. Como muchos otros, nunca te sentiste cómodo en presencia del conocimiento.

«Yo me he convertido en tu norma y tu revelación, la misma encarnación de la certeza que buscas.»

Aquel ejercicio se había convertido en una de sus costumbres. Contando la verdad de unos cuantos rostros hacía que se sintieran conocidos, observados.

—Cada uno de vosotros —continuó, barriendo con su mirada a los congregados— tenía sus motivos para unirse a la Guerra Santa. Algunos vinisteis a conquistar, otros a reparar algo, otros a alardear, a vengaros, a huir… Pero yo me pregunto, ¿puede decir alguno de vosotros que vino sólo por Shimeh?

Durante un momento no oyó nada, aparte del martilleo discordante de sus corazones. Era como si sus pechos se hubieran convertido en diez mil tambores.

—¿Nadie?

Lo que allí hiciera tenía que ser perfecto. No había habido ambigüedad en las palabras del anciano que lo había abordado en Gim. Las velas de la flota del Mandato podían aparecer cualquier día, y los Maestros Gnósticos no cederían fácilmente. Todo debía haber finalizado antes de que llegaran. Todo tenía que ser inevitable. Si no podían influir en lo que presenciaban, serían bastante más reticentes a adelantar sus demandas. «Tu padre me pide que te diga —había dicho el ermitaño ciego— que sólo hay un árbol en Kyudea…»

La duda era si los Hombres del Colmillo prevalecerían sin él.

—¡Nadie! —gritó con una voz parecida a la saeta disparada por una ballesta—. Nadie entre vosotros vino sólo por Shimeh, porque sois hombres, y los corazones de los hombres no son sencillos. —Miró una cara tras otra, invitándolos a ver lo evidente—. Nuestras pasiones son un laberinto, y como carecemos de palabras para nombrarlas, fingimos que nuestras palabras son las únicas pasiones verdaderas. Hacemos de nuestras empobrecidas ideas la medida. Condenamos lo complicado y aclamamos la caricatura. ¿Qué hombre no anhela un alma sencilla, amar sin reproches, actuar sin vacilación, decidir sin reservas?

Vio el reconocimiento refulgiendo en mil ojos.

—Pero tal alma no existe.

Hablar era tocar las cuerdas del laúd del alma de otro. Entonar era rasguear acordes completos. Hacía tiempo que había aprendido a hablar con significados del pasado, para agitar pasiones con la sola voz.

—Lo que realmente somos son conflictos. Creemos que son una aflicción, una obstrucción, un adversario al que vencer, cuando de hecho son la quintaesencia de nuestras almas. Mirad hacia atrás en vuestras vidas. ¿Ha sido alguno de vuestros motivos puro? ¿Alguna vez? ¿O es una mentira más para aplacar vuestra insaciable vanidad? ¡Pensadlo! ¿Hay algo que hayáis hecho sólo por amor a Dios?

De nuevo el silencio, a la vez bochornoso y complaciente.

—No. No hay nada sencillo en vuestros corazones. Incluso la adoración que me profesáis está revestida de miedo, avaricia, dudas… Werjau teme haber perdido mi favor porque me he fijado en Gayamakri tres veces. Gotian se desespera porque ha aspirado a la pureza durante toda su vida. —Indicios de risas—. ¡Las sombras del conflicto oscurecen todas vuestras caras! Conflictos. ¿Significa eso que sois impuros, perversos o indignos?

Las últimas palabras sonaron como una acusación.

El viento había empezado a correr en medio del silencio, y la fragancia de los congregados había llegado a sus fosas nasales: el amargo de dientes cariados, la tinta de las axilas, la miel de los anos sin lavar, todo ello complementado por aromas de bálsamo, naranja y jazmín. Durante un momento pareció que se encontrara en medio de un gran círculo de simios, encorvados y sucios, que le miraban con ojos oscuros y atónitos. Entonces divisó otro círculo, totalmente distinto, en el que los Hombres del Colmillo estaban como ahora solían estar, con las espaldas vueltas a él de manera que miraran hacia fuera mientras él ocupaba el impreciso centro de todos ellos: invisibles, inadvertidos…

Conocía sus conjuros. Las palabras que podían hacerles arder, que podían derribar las ciclópeas murallas. Pero lo que era más importante, conocía las palabras que podían blandirles, que hablaban desde la oscuridad que todo lo antecedía. Sólo necesitaba hablar para hacer lloriquear a los hombres, para hacer que se cortaran sus propios cuellos. ¿Qué significaba hacer de los hombres instrumentos? ¿Y qué importaba mientras fueran blandidos en nombre de Dios?

Sólo existía la misión.

—No hay nada más profundo —dijo con una repentina melancolía de disculpa—. No hay pureza por descubrir en lo recóndito de nuestras almas. Somos legión, en ella y sin ella. Incluso nuestro Dios es un Dios de Dioses en guerra. Somos conflicto, ¡hasta la médula!

—Somos. Guerra.

Destacando sobre las cabezas de sus salvajes compatriotas, el gigante Yalgrota, con el pelo enloquecido a causa de la humedad, levantó su hacha manchada de sangre y aulló. Durante un momento, el aire se estremeció con los gritos; armas blandidas deslumbraron la ladera de la colina con la luz del sol reflejada en ellas. Dondequiera que Kellhus mirase, veía hojas afiladas y dientes apretados, puños al aire y ojos enardecidos. Incluso las lágrimas de Esmenet se embadurnaron del maquillaje de sus ojos. Sólo Achamian permanecía al margen del espectáculo…

—El Libro de Canciones —prosiguió Kellhus—, nos dice que «la guerra es un corazón sin arnés». Pensad en Protathis, que dice que «la guerra es el lugar donde se quita la mordaza a los pequeños». ¿Por qué creéis que la única sencillez verdadera que encontramos, la única paz, está en el campo de batalla? El golpe esquivado. El golpe infligido. Los coros estridentes. La danza bestial. El péndulo de horror y exultación. ¿No lo veis? La guerra es nuestra alma puesta de manifiesto. En ella se nos llama y se nos condensa, y ardemos con tal refulgir.

Tenía a la Guerra Santa en la palma de sus propósitos. Los Ortodoxos no habían hecho sino disolverse ante su divinidad manifiesta. Como su Intricati, Esmenet había silenciado eficazmente a los disidentes que quedaban. Conphas y el scylvendio habían sido apartados del juego…

Sólo Achamian se atrevía a mirarle alarmado.

—Mañana caeréis sobre lo que queda de un pueblo perverso. Mañana arrebataréis la casa de mi hermano a su depravada furia. —Miró directamente a Nersei Proyas—. ¡Mañana os levantaréis en armas contra Shimeh! Y yo, el Profeta de la Guerra, ¡seré vuestro premio!

Los había entrenado durante meses, les había enseñado claves que reconocían sin comprender. Cuándo hablar y cuándo callar. Cuándo gritar y cuándo dejar de respirar.

—¡Pero, Bendito! —exclamó Proyas, utilizando uno de los numerosos apelativos que él y otros habían ideado—. Hablas como si… —Una mueca cándida—. ¿No vas a liderar el asalto de la mañana?

Kellhus sonrió como si le hubieran sorprendido ocultando un glorioso secreto.

—Todo hermano es un hijo… y todo hijo debe visitar primero la casa de mi padre.

De nuevo miró a Achamian. De nuevo la necesidad de dominar los inacabables recelos del hombre.

Reunidos en las laderas que quedaban encima del campamento, los Señores de la Guerra Santa acordaron por unanimidad el asalto de la ciudad. Privar de comida a la Ciudad Santa para forzar a sus defensores —arcanos y mundanos— a luchar fuera de las murallas no era una opción. Los inrithi ya no tenían efectivos suficientes para cercar Shimeh de forma eficaz. Sabían que cualquier incursión de los infieles podría escapar al cerco. Y aunque el puerto de Shimeh estaba encenagado debido a la negligencia de los señores kianene, los suministros todavía podían llegar por mar.

Los únicos puntos objeto de desacuerdo radicaban en la exigencia del Profeta Guerrero de que atacaran la ciudad al día siguiente y en la desconcertante revelación de que tenían que hacerlo sin él. Se negó a hablar de lo segundo, pero de lo primero dijo:

—Atacamos a un enemigo que todavía no se ha recuperado del desastre. Un enemigo que son muchos. Pero ahora que hemos llegado… Pensad en vuestra experiencia: frente a los enemigos, el tiempo une los corazones de los hombres. La certeza, la rectitud… ¡esas cosas son las primeras en golpear!

El día anterior, varios escoltas habían batido las colinas circundantes en busca de cualquier señal de Fanayal y el reunificado ejército fanim. Los amoti, como era habitual, no sabían nada, y los kianene que habían capturado les contaron cuentos a cuál más extravagante: Cinganjehoi, el tigre de Eumarna, esperaba en Betmulla, preparado para caer sobre ellos en cualquier momento. O la flota kianene, que supuestamente había sido destruida, había desembarcado en la costa xerashi y descargado a un ejército que ahora se aproximaba por su retaguardia. O Fanayal había ordenado un éxodo masivo y ahora se retiraba con los cishaurim a la gran ciudad de Seleukara. O que toda la fuerza de Kian permanecía oculta en Shimeh, como una serpiente en un canasto, lista para atacar en el momento en que los inrithi levantaran la tapa…

Fuera cual fuese el cuento, los idólatras o bien contaban con la victoria o bien estaban condenados.

Hubo consenso entre los Grandes Nombres en que ninguno de esos cuentos era verdad. El Profeta Guerrero no estuvo de acuerdo e indicó que los prisioneros repetían la misma media docena de historias.

—Fanayal ha difundido esos rumores —dijo—. Hace ruido para ocultar la verdad.

Les advirtió que recordaran al hombre que luchaba contra ellos.

—No olvidéis su atrevimiento en los campos de Mengedda y Anwurat. Fanayal puede ser el hijo de Kascamandri —dijo—, pero es un estudiante de Skauras.

La decisión tomada fue restringir el asalto a las murallas del lado oeste, no sólo porque el campamento estaba al oeste de la ciudad, sino porque el Juterum estaba en la orilla oeste del Jeshimal, y todos estaban de acuerdo en que las Cumbres Sagradas tenían que ser su primer objetivo. Sabían que mientras los cishaurim siguieran invictos, todo estaría en peligro.

Entonces, Proyas y Gotian solicitaron al Bendito realizar el asalto antes que los Chapiteles Escarlatas. Aunque se había rescindido la condena de la hechicería por parte del Colmillo, todavía eran reticentes a la idea de que los hechiceros fueran los primeros en poner los pies en la Ciudad Sagrada. Pero Chinjosa y Gothyelk se opusieron con vehemencia.

—Ya he dado un hijo a los malditos Escarlatas —exclamó el viejo conde tydonnio, en referencia a la muerte de su hijo menor en Caraskand—. ¡No quiero perder otro!

Pero como siempre, el Profeta Guerrero decidió sobre el asunto.

—Atacaremos todos juntos —dijo—. Nada importa quién ataca primero o en qué lugar de la formación se encuentra cada uno. Después de tanto sufrimiento, el éxito es nuestro único honor… El éxito.

Entretanto, los Hombres del Colmillo se ocupaban de los preparativos y se entregaban a sus tareas con sudor y canciones. Varios grupos se dirigieron a las montañas para aprovisionarse de madera, aunque no necesitaban mucha. Se enviaron barcos a la costa amoti con la orden de conseguir todos los suministros posibles. Los caballeros tejían protecciones con ramas de olivo; a lo largo de millas, los árboles de los bosques circundantes fueron despojados de su ramaje. Se construyeron rudimentarias escaleras de álamo y palmera. Se llevaron desde la costa grandes piedras para utilizarlas como munición. Y se reconstruyeron y montaron —algunas incluso en la oscuridad— las máquinas de guerra construidas en Gerotha que el Profeta Guerrero había ordenado desmontar y transportar por prisioneros xerashi.

A última hora de la noche, mientras estiraban piernas y brazos frente al fuego, hablaron durante bastante tiempo de lo extraño que era todo aquello con palabras y gestos que oscilaban entre el agotamiento y la exultación. Intercambiaron impresiones sobre las palabras del Profeta Guerrero en el Consejo de Pequeños y Grandes Nombres. Aunque mantenían el ánimo, a muchos Hombres del Colmillo aquella prisa les parecía perturbadora, como si ellos, al igual que los inconstantes y los irresolutos, hubieran perdido ímpetu en el momento de la consumación y buscaran únicamente un final rápido para aquella dura prueba.

Cuando se hubieron apagado los fuegos y sólo quedaron despiertos los más testarudos y reflexivos, los escépticos se atrevieron a discutir sobre sus recelos.

—Pero pensad —replicaban los fieles— que cuando muramos rodeados por el botín de una vida larga y osada, miraremos a los que nos adoren y diremos: «Yo lo conocí. Yo conocí al Profeta Guerrero».