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Sagrado Amoteu

La muerte, en el sentido estricto de la palabra, no puede definirse, ya que cualquier cosa que nosotros, los vivos, digamos sobre ella, pertenece necesariamente a la vida. Esto significa que la muerte, como concepto clasificable, se comporta de manera indistinguible con respecto al infinito y a Dios.

Ajencis, Tercera analítica de los hombres

Uno no puede asumir la verdad de lo que declara sin suponer la falsedad de toda declaración incongruente. Dado que todos los hombres asumen la verdad de sus declaraciones, esa suposición se torna como mucho irónica y como poco vergonzosa. Dada la infinidad de posibles reivindicaciones, ¿quién podría ser tan vanidoso para pensar que sus afirmaciones albergan la verdad? Lo trágico, naturalmente, es que no podemos sino hacer declaraciones. Parece, pues, que debemos hablar como Dioses para conversar como hombres.

Hatatian, Exhortaciones

Principios de primavera, año del Colmillo 4112, Amoteu

Incu–Holoinas, lo habían llamado los nohombres. El Arca de los Cielos.

Después de su victoria sobre los inchoroi, Nil’giccas había ordenado que se anotaran los datos relevantes del navío, que después se registrarían en las Isuphiryas, el gran compendio de los nohombres. Tres mil codos de largo, de los que unos dos mil estaban sumergidos por la proa en las profundidades. Quinientos de anchura. Trescientos de profundidad…

Era una montaña con numerosas cuevas, construida en metal dorado brillante, totalmente incorrompible e irrompible. Una ciudad en el interior del cuerpo combado de un pez mal concebido. Una ruina que el mundo no podía tolerar, que las épocas no podían asimilar.

Y como descubrieron Seswatha y Nau–Cayuti, una gran cripta dorada.

Deambularon por sus entrañas abandonadas, caminando sobre las tablas podridas que se habían utilizado para nivelar las paredes escoradas. Un pasillo tortuoso tras otro, una cámara bostezante tras otra, algunas anchas como cañones. Y por dondequiera que pasaran, huesos, innumerables huesos por todas partes. La mayoría era poco más que piedra caliza que se desmenuzaba al pisarla, llenando el aire de polvo hasta la altura de los tobillos. Eran los huesos de hombres y nohombres, quizá los restos de antiguos guerreros o de presos a los que habrían dejado morir de hambre en la absoluta oscuridad. Huesos apelmazados de bashrags, gruesos como el bastón de un profeta y agrupados de tres en tres. Huesos de srancs, esparcidos como espinas de pescado en un campamento abandonado. Y otros que no pudieron identificar: huesos con formas singulares, algunos tan pequeños como pendientes, otros tan largos como el mástil de un esquife. Brillaban como el bronce engrasado y era imposible romperlos a pesar de la fuerza legendaria de los brazos de Nau–Cayuti.

Seswatha nunca había visto un horror semejante, suficientemente difuso para ignorarlo por el momento, pero poseedor de una profundidad oceánica, como si todo lo que apreciaba estuviera expuesto, no solamente a algún daño, sino a alguna verdad horriblemente contraria. Intelectualmente comprendía el porqué y el dónde, aunque sus vísceras temblaran. Habían caminado por las hondonadas de Min–Uroikas, un lugar en el que los inchoroi, con su maldad, habían roído los límites entre el mundo y el Exterior durante miles de años. Y ahora, el aullido de su condenación estaba cerca… muy cerca.

Aquél era un lugar donde las duras líneas de la realidad se habían vuelto borrosas. Lo oían en los ecos cavernosos. Gritos farfullando en el ruido de sus pasos. Multitudes gimiendo en el sonido de sus toses. Lo veían, como si hubieran cosido las imágenes a su entorno. Caras con numerosas mandíbulas surgiendo de la oscuridad. Niños llorosos… Achamian había perdido la cuenta de las veces que había visto a Nau–Cayuti girando repentinamente, intentando captar apariciones con la certidumbre de la visión directa.

Cuando el camino no era traicionero, Achamian caminaba tambaleándose tras Nau–Cayuti, mirando sin pensar lo poco que dejaba ver su farol cubierto. Las cascarillas de desechos esparcidas como piel mudada. Las paredes de oro, con sus curvas uterinas unidas a la parte inferior de los arcos. Los minúsculos paneles escritos, fijados a cada superficie interior. Incluso sus reflejos, proyectados grotescamente sobre las paredes circundantes y rodeados de un antinatural halo negro.

Exhaustos, arrastrando los pies, se detuvieron finalmente, esperando poder echar una cabezada. Achamian se sentó, acurrucándose en un rincón, a la vez dormitando y retorciéndose las manos, horrorizado. Se encontró recordando cada paso, cada oscuridad, cada pasadizo, preguntándose dónde estaba su esperanza. ¿Cómo podrían escapar de un lugar como aquél? Incluso si encontraban lo que buscaban…

Él los sentía, apilados laberínticamente en la distancia por encima y por debajo de él, huecos voraces. Parecía que el mismo infierno rugiera inaudible a su alrededor.

«Este lugar.»

—Huesos —espetó Nau–Cayuti con los dientes castañeteándole—. ¡Tenían que ser huesos!

Achamian se encogió al oír su voz, miró su triste sombra. El príncipe se abrazó a sí mismo como lo había hecho Achamian, como si protegiera la desnudez del frío.

—Hay quienes —murmuró Achamian— dicen que toda el Arca es de hueso, que las venas y la piel latieron una vez en estas paredes.

—¿Quieres decir que el Arca estuvo viva?

Achamian asintió al tiempo que tragaba saliva, aterrorizado.

—Los inchoroi se llamaban a sí mismos Hijos del Arca. Los nohombres legos más antiguos se refieren a ellos como los Huérfanos.

—¿Así pues, esto… este lugar los parió?

Seswatha sonrió.

—O los engendró… El hecho es que no tenemos palabras para cosas como éstas. Aunque pudiéramos perforar la mortaja de milenios, me temo que este lugar continuaría estando más allá de nuestra comprensión.

—Pero yo lo comprendo muy bien —dijo el joven príncipe—. Estás diciendo que Golgotterath es un útero muerto.

Achamian le miró y resistió la vergüenza que amenazaba con romper su mirada como el plomo sobre el vidrio.

—Supongo que sí.

Nau–Cayuti escudriñó la penumbra que les rodeaba.

—Obscenidad —murmuró—. Obscenidad. ¿Por qué, Seswatha? ¿Por qué iban a librar una guerra contra nosotros?

—Para cerrar el mundo —fue todo lo que logró responder.

«Para sellarlo.»

El joven saltó hacia adelante y le cogió por los hombros.

—¡Ella vive! —dijo entre dientes con los ojos brillantes de desesperación y sospecha—. Tú me lo dijiste… ¡Me lo prometiste!

—Ella vive —mintió Achamian, que sostuvo la barbilla del joven y sonrió.

«Nos he condenado.»

—Ven —dijo el hijo del Gran Rey, alto en la oscuridad—. Temo las pesadillas que pueda traernos el sueño. —Sin expresión, reanudó su camino a través de la negrura.

Después de recobrar el aliento, que pareció más hielo que aire, Seswatha le siguió a trompicones; a él, a Nau–Cayuti, heredero de Tryse, la luz que más brillaba en la dinastía que se llamaba a sí misma Anasurimbor.

La luz que más brillaba entre los hombres.

Kellhus extendió…

Del calor de la piel protegida por la ropa, del recuerdo de una canción arcana…

«He caminado, padre, he cruzado el mismo mundo.»

Ignorando los muebles lacados, se sentó en el suelo de la galería con las piernas cruzadas, sintiendo el aire frío que descendía del vacío de la noche y percibiendo el olor del aire viciado procedente de las habitaciones. Con ojos sin vida miró el jardín, umbrío y descuidado, dispuesto en terrazas y lleno de maleza. Las ortigas habían invadido los lechos de flores. Los cerezos estaban rodeados de matorrales, con sus últimas flores marrones colgando de las ramas húmedas por el rocío. Las canaletas donde los esclavos habían vertido vino, convertido después en vinagre, olían a sosa. Se notaba el olor a almizcle de gatos silvestres.

Extendió…

Por parajes salpicados de moradas, por laderas escarpadas, por las llanuras de Shairizor…

«He seguido el Camino Más Corto.»

No veía techos, sino una serie de pesos suspendidos. No veía paredes, sino temor, un desfile de enemigos reales e imaginarios. No veía una casa suntuosa, sino un favor imperial hecho tiempo atrás, la reliquia de una raza moribunda. Dondequiera que mirase, advertía las columnas entre las pilastras, la tierra bajo el suelo rayado…

Dondequiera que mirase, veía lo que había sucedido antes.

«Pronto, padre. Pronto ensombreceré tu puerta.»

Sin mediar aviso, el aire se humedeció con la fragancia de jazmín y deseo femenino. Oyó unos pasos tenues —sus pasos descalzos— sobre el mármol. La marca de la hechicería era clara, casi absoluta, pero no se volvió para saludarla. Permaneció inmóvil, incluso cuando la sombra de ella cayó sobre su espalda.

—Dime —dijo ella en kuniúrico antiguo, fluido y preciso—. ¿Qué son los dunyainos?

Kellhus dobló hacia atrás su pensamiento y enyuntó la legión que era su alma. La probabilidad perseguía a la probabilidad, alguna hasta su concreción, otras hasta su extinción. Esmenet, envuelta en luz cegadora. Esmenet sangrando, deshecha a sus pies. Palabras, inesperadas y sorprendentes, llamando al apocalipsis y a la salvación. De todos sus encuentros, desde los tiempos de Ishual, nada exigía más… exactitud.

Había llegado el Consulto.

—Somos hombres —respondió él—. Como los demás.

Después de permanecer junto a él durante un momento se volvió, completamente desnuda, para pavonearse en el pórtico.

—No te creo —dijo mientras se recostaba en un diván de bambú.

La vio palpándose los pechos, deslizando los dedos por su vientre, llevándose las manos hasta la parte interior de los muslos. Levantando una rodilla, introdujo los dedos en las profundidades de su sexo, susurrando de placer, como si probara un manjar por primera vez. Acto seguido, sonriendo, extrajo los dos dedos brillantes, se los llevó hasta la boca y los introdujo en ella.

—Tu semilla —murmuró ella— es amarga.

«Quiere provocarme.»

Se volvió hacia ella, atrayendo su atención. Pulso acelerado. Respiración superficial. Gotas de sudor transformándose en hilos. Olió el hormigueo de su piel y los restos de sal. Incluso vio la hinchazón de sus pechos y el calor de su vientre. Pero sus pensamientos… Era como si se hubieran cortado los vínculos entre su cara y su alma y los hubieran vuelto a unir a algo a la vez atractivo y extraño.

Algo no humano.

Kellhus sonrió como un padre tratando de enseñar una lección fácil a un hijo impaciente.

—No puedes matarme —dijo él—. Estoy más allá de ti.

Ella sonrió.

—¿Cómo puedes decir eso? No sabes nada de mí ni de los de mi especie.

Aunque se le escapaban las raíces de su tono y de su expresión, el incipiente aire despectivo era inconfundible. Despreciaba la condescendencia.

Era orgulloso.

Ella rió.

—¿Creíste que las historias de Achamian podían prepararte? Lo que el Mandato sueña no es sino una parte ínfima de lo que yo he vivido. De lo que he visto. He caminado a la sombra del No Dios. He mirado desde más allá del vacío y borrado tu mundo sosteniendo mi dedo ante él… No, tú no sabes nada de mí ni de los de mi especie.

Con las pupilas dilatadas y los pezones erectos, sintió de forma casi imperceptible que su cuello y su pecho enrojecían mientras ensortijaba el sedoso pelo de su sexo con los dedos. Kellhus pensó en los sranc y en su incontrolable frenesí por la sangre, en Sarcellus endureciéndose con la promesa de violencia aquella noche en torno al fuego de los galeoth.

«Tan parecido.»

Comprendió que eran la plantilla de sus creaciones. Habían implantado sus deseos carnales, hecho de su apetito el instrumento de su dominio.

—Entonces, ¿qué sois? —preguntó Kellhus—. ¿Qué son los inchoroi?

—Nosotros —susurró ella— somos una raza de amantes.

La respuesta que esperaba. Los recuerdos atravesaron su alma, no explícitos y singulares, sino implícitos e innumerables. Todo lo que Achamian había dicho sobre esas abominaciones… Su cara cambió en un simulacro de profunda pena.

—Y por eso estáis condenados.

Las aletas de la nariz revolotearon. Una leve aceleración del pulso.

—Nacimos por la condenación —dijo ella con calma fingida—. Nuestra misma naturaleza es nuestra transgresión. Mira este bello cuerpo. Su magnífico busto. El templo de su sexo. Asciendo y entro porque tengo que hacerlo. —Mientras hablaba se toqueteaba el pubis y se cogía el pecho izquierdo al mismo tiempo—. Y en cuanto a esto —dijo jadeando—, ¿debo esforzarme y gritar por esto en lagos de fuego? ¿Por las fronteras de la piel?

Kellhus no conocía el alcance ni la amplitud de su inteligencia inhumana, pero sí conocía sus agravios. Todas las almas, casi por pura necesidad, se armaban de argumentos y acusaciones de incomprensión. Después de todo, un círculo sólo podía tener un centro.

—La negación es el camino —dijo Kellhus—. Los límites están escritos en el orden de las cosas.

Ella le miró de una forma en que Esmenet nunca habría podido hacerlo, como si fuera algo patético y execrable. «Ve lo que estoy intentando hacer.»

—Pero tú, profeta —dijo ella con sarcasmo, rompiendo a reír—, ¿podrías reescribir la escritura de mi condenación?

—No hay absolución para los de tu especie.

Ella elevó las caderas hasta el revoloteo líquido de sus dedos.

—Pero hay…

—Así pues, ¿destruirías el mundo?

Ella se estremeció, con el cuerpo en llamas por la excitación. Bajó las nalgas y cruzó las piernas en torno a sus dedos.

—¿Para salvar mi alma? Mientras haya hombres habrá crímenes, y mientras haya crímenes estaré condenada. Dime, dunyaino, ¿qué camino seguirías? ¿Qué harías para salvar tu alma?

Ha dicho camino… El scylvendio.

«Debería haberle matado.»

Ella sonrió ante su silencio.

—Ya lo sabes, ¿no? Siento tu recuerdo, el dulce dolor de haber estado sujeta a tu gancho de bronce. El celo es solamente la forma las cosas. El hambre. El apetito. Los hombres doran. Los hombres visten. Los hombres danzan sus ciegas pantomimas… Pero al final, todo acaba limitándose al amor.

Se levantó súbitamente y se dirigió a él, pasándose las manos por las formas que el diván había marcado en su piel.

—El amor es el Camino… Y sin embargo, ¿esos pequeños demonios que llamas Dioses decretan lo contrario? ¿Distribuyen sus recompensas en proporción a nuestro sufrimiento? No. —Se detuvo frente a él, con su ligera y magnífica figura expuesta a la penumbra y a la luz—. Yo salvaría mi alma.

Alargó la mano para seguir el perfil de sus labios con la yema brillante de su dedo. Esmenet ardiendo de deseo. Pese a su cuna, pese a su condicionamiento, Kellhus sintió surgir el antiguo instinto… «¿Qué clase de juego?»

La cogió por la muñeca.

—Ella no te quiere —dijo liberando su muñeca—. No de verdad.

Las palabras enervaban. Pero ¿por qué? ¿Qué oscuridad era aquélla?

¿Dolor?

—Ella adora —respondió Kellhus— y todavía tiene que comprender la diferencia.

¿Cuántos secretos veía? ¿Cuánto sabía?

—Qué maravilla —dijo ella— has obtenido… Cuánto has robado.

Hablaba como si saber más significara saberlo todo. «Intenta atraerme, arrastrarme a una discusión abierta.»

—Hace treinta años que mi padre está aquí.

—¿Suficiente para que derrotarle requiera una Guerra Santa?

—Suficiente.

Ella sonrió llevándose dos dedos al sudoroso esternón. Aunque su cuerpo se mantenía joven, sus ojos reflejaban una edad distinta.

—Sigo —dijo con una sonrisita tonta— sin creerte… Eres el heredero de tu padre; no su asesino.

Y el aire apestaba a hechicería.

Las manos de ella lo encontraron bajo su capa y empezaron a acariciarlo… Kellhus estaba perplejo. Deseaba cogerla, golpear con fuerza contra su centro ardiente. ¡Ya le enseñaría! ¡Le enseñaría!

Su capa estaba arremangada, ¡había sido él! El frío de las palmas de las manos de ella acrecentaba su ardor.

—Dimeee —decía ella gimiendo una y otra vez, y aunque Kellhus sabía que aquéllas eran las palabras que salían de su boca, oía: «Tómame…».

La levantó con facilidad y la dejó sobre el diván. ¡La penetraría hasta el fondo! ¡Hundiría su miembro en ella hasta que gritara pidiendo que la soltara!

«¿Quién es tu padre?», susurró una voz.

Las manos de ella continuaban acariciándolo. Él nunca había experimentado nada tan dulce.

Cogiendo las piernas de ella por las rodillas, las separó. Su húmeda belleza quedó al descubierto. El mundo rugió.

«Dime…»

Con dedos hábiles lo atrajo hasta su húmedo fuego.

¿Qué estaba sucediendo? ¿Cómo podía el rayo estallar al contacto con la piel lubricada? ¿Cómo podían sonar tan maravillosamente los gemidos exhalados por los labios de una mujer?

«¿Quién es Moenghus? —persistía la voz—. ¿Qué se propone?»

Kellhus empujó a través del ardiente velo, hacia su grito dolorido…

«Manifestar —se oyó decir—. El Pensamiento de las Mil Caras.»

El mundo se detuvo durante un breve instante. Él vio la cosa, vieja, vetusta, corrompida, mirando desde los ojos de su esposa. Inchoroi…

«¡Hechicería!»

La Guarda era sencilla —una de las primeras que Achamian le había enseñado—, una antigua Dara kuniúrica, una defensa contra lo que se llamaban hechicerías incipientes. Sus palabras convulsionaron el aire sofocante. Por un momento la luz de sus ojos brilló en la piel de ella.

La oscuridad titubeó y la sombra cayó de su alma. Retrocedió dos pasos, tambaleándose, con el falo húmedo, frío y duro. Ella rió al ver que él se cubría, articulando palabras inhumanas con voz gutural.

«Acósalo.»

—Al otro lado del mundo, en Golgotterath —gimió Kellhus, todavía intentando apagar el fuego de su deseo—, los Mangaecca se acuclillan en torno a tu verdadera carne, balanceándose con el murmullo de inacabables Palabras. La síntesis no es otra cosa que un nódulo. No eres más que el reflejo de una sombra, una imagen proyectada sobre la sombra de Esmenet. Tienes sutileza, pero no la profundidad necesaria para enfrentarte a mí.

Achamian le había hablado de aquella criatura, de que sus habilidades se reducían a brillos, coacciones y posesiones. El grito que constituía su verdadera forma, había dicho el Maestro, se oía sólo como susurros e insinuaciones a una distancia como aquélla. «Tengo que dominar esta situación.»

—Ven —dijo ella incorporándose y acechándole mientras él se retiraba de la galería—. Mátame si lo deseas. ¡Elimíname!

Una máscara de falso horror. De nuevo, Kellhus deshizo los vínculos de su yo y hurgó en las profundidades de su alma. De nuevo extendió…

El pasado pesaba. Si los jóvenes eran como desechos, arrastrados para siempre por la corriente de acontecimientos pasados, los viejos eran como la piedra. Los proverbios y las parábolas hablaban de sobriedad y contención, pero por encima de todo era el aburrimiento lo que hacía a los ancianos inmunes a la presión de los acontecimientos. La repetición, no la sabiduría, era el secreto de su desapego. ¿Cómo podía conmoverse una alma que había presenciado todos los cambios del mundo?

—Pero no puedes —dijo ella—, ¿verdad? Mira este hermoso cuerpo, estos labios, este sexo. Soy lo que amas…

Lo que era más, el scylvendio la había instruido. Las falsas conclusiones. Las preguntas repentinas. La cosa había convertido el capricho en el principio de sus actos, del mismo modo en que Cnaiur…

Kellhus extendió la mano.

—A fin de cuentas —dijo ella—, ¿qué hombre derribaría a su esposa?

Desenvainó su espada, Enshoiya, apoyando la punta en la baldosa que se encontraba entre los dos.

—Un dunyaino —respondió.

Ella se detuvo junto a la espada, tan cerca como que su extremo le tocó los dedos de su pie derecho. Le miró con una furia antigua.

—¡Soy Aurang! ¡Tiranía! Hijo del vacío que llamáis Cielo. Soy inchoroi. ¡Violador de miles! Soy el que derribaría el mundo. ¡Golpea, Anasurimbor!

Kellhus extendió…

… y se vio en los ojos de la obscenidad, en el enigma que arrancaría su padre, Moenghus. Kellhus extendió los brazos, aunque con dedos sin yemas, palmas sin calor. Extendió y cogió…

Una alma que había vagado por todas las edades del mundo, tomando amante tras amante, regocijándose en la degradación, esparciendo su semilla entre innumerables muertos. Los nohombres de Ishoriol. Los norsirai de Tryse y de Sauglish. Batallando en guerras interminables, para evitar la condenación…

Una raza con cien nombres para los caprichos de la eyaculación, que había silenciado toda compasión, toda piedad, para saborear mejor los temerarios coros de sus deseos. Acechando, acechando interminable el mundo que convertiría en su harén ensordecedor…

Una vida tan antigua que sólo él, Anasurimbor Kellhus, carecía de precedentes. Sólo los dunyainos eran nuevos.

¿Quiénes eran aquellos hombres —¡aquellos Anasurimbor!— que procedían de la misma sombra de Golgotterath, que podían ver a través de máscaras de piel, que podían socavar las fes antiguas, que podían esclavizar la Guerra Santa con sólo palabras y miradas?

Que llevaban el nombre de su antiguo enemigo…

Y Kellhus comprendió que solamente había una pregunta: ¿Quiénes eran los dunyainos?

«Nos temen, Padre.»

—¡Golpea! —gritaba Esmenet con los brazos hacia atrás y sus brillantes pechos frente a Kellhus.

Y en efecto golpeó, aunque con la palma de la mano. Esmenet se tambaleó y cayó hacia atrás, desnuda sobre las baldosas.

—El No Dios —dijo él avanzando— me habla en sueños.

—No te creo —dijo Esmenet escupiendo sangre mientras intentaba levantarse del suelo.

Kellhus la agarró por la maraña de su pelo negro y la levantó susurrándole al oído:

—Dice que le fallaste en las llanuras de Mengedda.

—¡Mentiras! ¡Mentiras!

—Ahí viene, el Señor de la Guerra. Por este mundo… ¡por ti!

—Golpéame otra vez —murmuró ella—. Por favor…

La arrojó al suelo. Ella se contorsionaba a sus pies, mostrando su sexo como un dedo acusatorio.

—Fóllame —murmuró—. Fóllame.

Pero el deseo había desaparecido de él, apagado por la Guarda Dara. Permaneció inmóvil.

—Se han descubierto tus secretos —dijo él con tono solemne—. Tus agentes están dispersados, tus designios han sido derrocados… Te han vencido, Señor de la Guerra.

Y por primera vez ella respondió como él había previsto.

—Ahhh… pero hay tantos campos de batalla como momentos, dunyaino.

Pausa. El círculo de posibilidades.

—Eres una distracción —dijo Kellhus.

La misma Esmenet lo había dicho: harían cualquier cosa por negarle la Gnosis.

Los ojos de ella se quedaron en blanco, y por un instante pareció un lascivo demonio nilnameshi. Del descuidado jardín surgió una risa extraña y sobrenatural, parecida al silbido de las serpientes.

—Achamian —susurró Kellhus.

—Ya ha muerto —dijo la cosa desdeñosamente. Movió la cabeza como una muñeca, después se desplomó sobre la fría piedra.

El tintineo de la piedra, apenas audible por encima del sonido de las voces que procedían del jardín, más allá de las ventanas protegidas por rejas de hierro. Una sola placa de mármol cruzaba el umbral de lo que en el pasado, cuando los nansur gobernaban Amoteu, había sido un santuario de ancestros. Como por voluntad propia, se elevaba verticalmente y después se indinaba a un lado, mostrando una ranura de un tamaño apenas suficiente para alojar un escudo tydonnio. De ella surgió un pie con los dedos extendidos. Alzándose como un tallo, siguieron la rodilla y el muslo. A continuación apareció otro pie, y después una mano, hasta que los tres miembros estuvieron asidos a la apertura como una araña deforme.

Después, lenta y deliberadamente, apareció la figura de una mujer, como si saliera de las páginas de un libro.

Fanashila.

Danzó sobre los suelos pálidos y se encontró con una adormilada Opsara que arrastraba los pies de vuelta a la habitación del bebé desde la letrina. Le rompió el cuello y a continuación se detuvo, respirando, deseando que su erección se calmara. En algún momento, mientras cruzaba las sombras, se convirtió en Esmenet. Acto seguido apretó la mejilla contra la puerta de caoba de su habitación sin oír nada, excepto la profunda respiración de su presa. El aire estaba impregnado de olores residuales: ajo de las cocinas, bocas malolientes, axilas y anos…

Hollín, mirra y sándalo.

Sacó el Chorae de un bolsillo de su vestido de hilo y después, con movimientos hábiles, lo ató contra su garganta con una tira de cuero. Abrió la puerta y se apoyó con fuerza sobre el pomo para evitar el chirrido de las desengrasadas bisagras. Esperaba encontrarle dormido, pero naturalmente sus Guardas le habían despertado.

Permaneció en la oscura entrada, con su falsa cara hinchada por las lágrimas. La luz de la luna proyectaba unos cuadrados pálidos sobre el suelo, a sus pies. Él estaba sentado en la cama, alarmado y lívido. Ella lo veía claramente. Los ojos sorprendidos, la expresión pensativa. Los cuatro mechones blancos de su barba.

Era la imagen del terror.

—Esmi —dijo entre dientes—. Esmi, ¿eres tú?

Encorvando los hombros sacó los brazos del vestido de hilo, de manera que éste quedó sujeto por el cordón que llevaba atado a la cintura. Notó que a él se le cortaba la respiración al ver sus pechos.

—Esmi, ¿qué estás haciendo?

—Te necesito, Akka.

—Llevas el Chorae atado a la garganta… Creía que estaba prohibido.

—Kellhus me pidió que lo llevara.

—Por favor… quítatelo.

Levantando los brazos hasta el cuello, se lo desató y lo dejó caer al suelo. Dio unos pasos, iluminada por la pálida luz, haciendo visible el perfil de su cuerpo robado. Sabía que era hermosa.

—Akka —susurró—. Ámame Akka.

—¡No… esto no está bien! ¡Él lo sabrá! ¡Lo sabrá!

—Ya lo sabe —dijo, gateando al pie de la cama.

Olía el martilleo de su corazón, la promesa de sangre caliente. ¡Había tanto miedo en él!

—Por favor —gimió ella, pasando los pechos por el perfil de sus rodillas y de sus muslos. La cara de él estaba muy próxima.

El golpe atravesó las sábanas de seda, el esternón y el corazón, hasta la espina. Sin embargo, logró extraerse la hoja y golpearle en la tráquea. Cuando la oscuridad se hizo menos densa, le vio a través de su fingido encanto, el Capitán Heorsa, retorciéndose en la agonía de la muerte.

El dunyaino los había burlado.

«Trampas en el interior de trampas —pensó la cosa llamada Esmenet despreocupadamente—. Tan hermosa…»

En lo que pasaba por su alma moribunda.

«Achamian…»

El farol cayó sobre el suelo podrido, iluminando durante un momento los huesos amontonados. Seswatha se sintió levantado y arrojado hacia atrás en la oscuridad y se golpeó la base del cráneo contra algo duro. El mundo se oscureció, hasta que todo lo que pudo ver era la cara descompuesta de su estudiante.

—¿Dónde está ella? —gritó Nau–Cayuti—. ¿Dónde?

Lo único que podía pensar era en su voz repicando por espacios inhumanos, filtrándose, sellando sus destinos. Caminaban por las estancias de Golgotterath. ¡Golgotterath!

«¡Achamian! Soy Zin…»

—¡Me mentiste!

—¡No! —gritó Achamian protegiéndose los ojos de la luz que colgaba por encima de él—. ¡Escucha! ¡Escucha!

Pero quien estaba ante él era Proyas, con la cara demacrada y grave por la ausencia total de expresión.

—Lo siento, viejo maestro —dijo el príncipe—, pero es Zin… Te está llamando.

Sin comprenderlo retiró las sábanas y saltó del catre, tambaleándose por un instante. A diferencia de Incu–Holoinas, las paredes de lona del pabellón del príncipe eran perpendiculares al suelo. Proyas le tranquilizó y ambos compartieron una mirada larga y sombría. El Mariscal de Attrempus había estado durante mucho tiempo en el límite de sus tierras, vigilando la frontera a través de la cual la duda de uno había batallado con la certeza del otro. Parecía espantoso encontrarse cara a cara sin él. Pero también parecía verdad, como una especie de prueba humana.

Achamian comprendió que siempre habían estado tan cerca como en aquel momento; simplemente, habían mirado en direcciones distintas. Sin esperarlo se encontró estrechándole la mano. No era cálida, pero parecía llena de vida.

—No era mi intención decepcionarte —murmuró Proyas.

Achamian tragó saliva.

El significado de las cosas sólo se hacía evidente cuando se rompían.

Kellhus la sostenía en la cama, temblorosa.

—¡Te quiero! —gritaba Esmenet—. ¡Te quiero!

Los gritos resonaban todavía en los pasillos. Kellhus sabía que los Cien Pilares se abrían en abanico sobre el terreno, buscando la Síntesis de los inchoroi. Pero no encontrarían nada. Aparte de la muerte del Capitán Heorsa, todo había transcurrido como esperaba. Aurang sólo había intentado negarle la Gnosis, no la vida. Mientras no supiera nada del dunyaino, el Consulto estaba atrapado en las pinzas de una paradoja: cuanto más necesitaban matarle, más necesitaban saber de él y encontrar a su padre.

Razón por la cual su objetivo había sido Achamian y no Kellhus.

Kellhus no sabía si Esmenet recordaría lo que había sucedido, pero en el momento en que se abrieron sus ojos, supo que no sólo lo recordaba, sino que lo recordaba como si hubiera sido ella misma la que había dicho lo que se había dicho. Había habido muchas palabras duras.

—Te quiero —dijo ella llorando.

—Sí —respondió él con una voz bastante más profunda de lo que ella probablemente pudo oír.

Labios temblorosos. Ojos llorosos entre el horror y el remordimiento. Respiración jadeante.

—¡Pero dijiste! ¡Tú dijiste!

—Sólo —mintió él— lo que era necesario oír, Esmi. Nada más.

—¡Tienes que creerme!

—Te creo Esmi… Te creo.

Ella se pasó las manos por las mejillas, apretándolas y dejándoselas marcadas.

—¡Siempre la puta! ¿Por qué tengo que ser siempre la puta?

Kellhus miró tras ella, más allá de su pena desconcertada, de los golpes y los improperios, de las traiciones, para ver un mundo de deseo absoluto, moldeado por la fuerza de la costumbre, plasmado en escritos, constituido por legados de sentimientos y creencias. Su útero la había maldecido, incluso habiendo hecho de ella lo que era. La inmortalidad y la dicha, aquélla era la promesa viva que toda mujer llevaba entre los muslos. Hijos fuertes y clímax jadeantes. Si lo que los hombres llamaban verdad era siempre el rehén de sus deseos, ¿cómo podían evitar hacer esclavas a sus mujeres? Ocultarlas como tesoros. Gozar con ellas como con melones. Desecharlas como cáscaras de fruta.

¿No era ésa la razón por la que la utilizaba? ¿Por la promesa de hijos en sus caderas?

Hijos dunyainos.

Los ojos de Esmenet resplandecían como cucharillas de plata en la penumbra, brillantes por las lágrimas apenas contenidas. Kellhus miró tras ellos y vio un sinfín de cosas que no podía reparar…

—Abrázame —murmuró ella—. Abrázame, por favor.

Como tantos otros, pagaba la culpa de Kellhus. Y sólo era el principio…

A Achamian siempre le había parecido extraño que se sintiera tan poco en el momento en cuestión. Sólo después, y ni siquiera entonces parecía… correcto.

Cuando el Pederisk, el tratamiento dado a los Maestros del Mandato dedicados a encontrar a los Escogidos entre los niños nron, llegó a la casucha donde vivían para llevarse a Achamian, un muchacho que «prometía», a Atyersus, su padre se negó. No por amor a su hijo, como Achamian comprendería más tarde, sino por razones más pragmáticas y de principios. Achamian había demostrado aprender muy rápidamente las cosas del mar, a él no era necesario golpearlo frecuentemente como a los demás. Y lo que era más importante: Achamian era su hijo, y nadie más lo tendría.

El Pederisk, un hombre esbelto de semblante tan duro y curtido como el de cualquier marinero, ni se sorprendió ni se impresionó por el desafío de su padre. Achamian nunca olvidaría la forma en que su olor, agua de rosas y jazmín, se había apoderado de la acritud de la habitación. Su padre se puso violento, y con un espantoso aire de rutina, los soldados del Maestro empezaron a golpearle. Su madre gritó. Sus hermanos y hermanas chillaron. En cuanto a Achamian, le había invadido una extraña frialdad: el egoísmo que sólo los niños y los locos son capaces de sentir a veces.

Se había regodeado.

Antes de aquel día, Achamian nunca habría creído que su padre pudiera hundirse tan fácilmente. Para los niños, los padres duros de corazón eran algo natural, más deidad que humano. Como jueces, parecían estar más allá de cualquier opinión. Presenciar la humillación de su padre dio pie al primer día verdaderamente triste de su vida, que fue al mismo tiempo un día triunfal. Ver al fuerte doblegado… ¿Cómo podía no transformar eso las proporciones del mundo de un niño?

—¡Condenación! —había gritado su padre—. ¡El infierno ha venido a por ti, muchacho! ¡El infierno!

Sólo después, mientras avanzaban lentamente por la costa en el carro de la Escuela, Achamian lloró, abrumado por lo que había perdido y por el arrepentimiento culpable.

Tarde, demasiado tarde.

—Lo veo, Akka… —dijo una voz apenas perceptible. Xinemus—. Adonde voy. Ahora lo veo.

—¿Y qué ves? —Seguirles la corriente. Eso es lo que se hace con los enfermos tristes…

—Nada.

—Calla. Yo te lo describiré. Las Murallas con Muchos Ojos. El Primer Templo. Las Cumbres Sagradas. Yo seré tus ojos, Zin. Verás Shimeh a través de mí.

A través de los ojos de un hechicero.

Los esclavos de Proyas habían utilizado cortinas para delimitar la enfermería destinada al Mariscal de Attrempus. En ellas había bordados faisanes con las colas de plumas sobresaliendo de los árboles sobre los que se habían posado. La iluminación la proporcionaban dos únicos faroles, ambos protegidos por capuchas de tela azul, dispuestas a insistencia de los sacerdotes–médicos. Al parecer, Akkeagni prestaba más atención a los colores que a sus víctimas… El resultado era peculiar, incluso inquietante: algo intermedio entre la luz del fuego y la de la luna. Todo en la estancia —el techo colgante de lona, el suelo alfombrado con prisas, las mantas colgando del catre— tenía el olor nauseabundo de la enfermedad.

Achamian estaba arrodillado junto al catre, pasando un trapo humedecido por la frente de su amigo. También le secaba el agua acumulada en las cuencas de los ojos, más por la forma desconcertante en que brillaban en la penumbra —como ojos líquidos— que por la comodidad de su amigo.

Y sin embargo, se encontraba de nuevo en guerra con el impulso de huir. De todos los espíritus impuros, pocos eran tan aterradores y sanguinarios como los de la pavorosa enfermedad. Según los sacerdotes–médicos, lo había poseído Pulma, uno de los más aterradores demonios de Akkeagni.

La plaga–pulmón.

Xinemus daba sacudidas convulsas, arqueándose en el catre como movido por algo invisible. El ruido que producía podía describirse solamente como… inhumano. Achamian le aprisionaba la barbilla barbada, murmurando palabras que después no recordaría. Y de repente, igual de repentinamente, Xinemus se quedó inmóvil. De nuevo, sus miembros estaban perdidos entre los pliegues de las mantas.

Achamian le secaba el sudor de la temblorosa superficie de su cara.

—Shh —murmuró mientras el hombre respiraba con dificultad—. Shh.

—Cómo —tosió Xinemus— han cambiado las reglas…

—¿Qué quieres decir?

—El juego entre nosotros… el benjuka.

Achamian no tenía ni idea de lo que quería decir, pero no encontró nada que decir. Parecía, de alguna manera… un pecado preguntarle dos veces.

—¿Recuerdas cómo era? —preguntó Xinemus—. ¿La forma en que esperabas en la oscuridad mientras yo tenía audiencia con el Grande?

—Sí… me acuerdo.

—Ahora soy yo el que espera.

De nuevo, a Achamian no se le ocurrió nada que decir. Era como si se hubieran acabado las palabras hasta el punto de que sólo pudieran seguirles la impotencia y el engaño. Incluso dudaba de sus pensamientos.

—¿Alguna vez…? —preguntó repentinamente el Mariscal.

—Alguna vez, ¿qué?

—¿Ganaste alguna vez?

—¿Al benjuka? —Achamian parpadeó y esbozó una dolorosa sonrisa—. No contra ti, Zin… Pero algún día…

—No lo creo.

—¿Y por qué no? —Achamian vaciló, temeroso de la respuesta que la pregunta pudiera suscitar.

—Porque pones demasiado empeño —dijo Xinemus—. Y cuando el tablero no cede… —Tosió, convulso por las pústulas de sus pulmones.

Achamian repitió:

—Cuando el tablero no cede… —Dejó de seguirle la corriente. «Idiota egoísta.»

—¡No veo nada! —dijo el Mariscal jadeando—. ¡Dulce Sejenus! No veo…

Gritaba como si se ahogara en sangre coagulada, con náuseas, retorciéndose. El aire de la estancia se impregnó del olor de su intestino.

Después se relajó. Durante un momento, todo lo que Achamian pudo hacer fue mirar. Sin ojos, Xinemus parecía estar tan… aislado.

—¡Zin!

La boca de su amigo se movió sin emitir sonido alguno. Instintivamente, Achamian pensó en las cabezas de pescado amontonadas debajo de la mesa de despiece de su padre… Bocas sin estómago, abriéndose y cerrándose, lentamente, como el algodón en la brisa.

—Deja… me… —dijo su amigo jadeando—. Déjame… est…

—¡No hay tiempo para el orgullo, idiota!

—Nooooo —susurró el Mariscal de Attrempus—. Esto… es… el… solo…

Y entonces sucedió. En un momento su semblante se cubrió de los pálidos esfuerzos que sólo los moribundos pueden conocer, y después, con la rapidez con que la tela se empapa de agua, se tornó gris morado. Por las aberturas de la lona se filtró un aire más fresco, con el silencio de las cosas totalmente inertes. De entre el pelo de Xinemus surgieron unos piojos que se deslizaron por su frente y por su cara de cera. Achamian se los quitó con la meticulosidad entumecida de los que niegan la muerte actuando de otro modo.

Apretó las manos de su amigo y empezó a besarle los dedos.

—Proyas y yo te llevaremos al río por la mañana —dijo entrecortadamente— y te lavaremos.

Silencio y un quejido.

Parecía que el corazón le latía más despacio, que vacilaba, como un muchacho inseguro de la sinceridad del permiso de su padre. Apretó los labios sintiendo un gran vacío en el pecho que primero tiró de él y luego le embistió exigiendo aire.

Con una avergonzada reticencia, le miró: Krijates Xinemus, el hombre que sería su hermano mayor, aquel cadáver con el rostro de un viejo amigo. Los primeros piojos le encontraron, Achamian los sentía. Como el cosquilleo de la perspicacia.

Respiró, expulsando el aire fétido. Y aunque su llanto se propagó por la llanura, no llegó a las proximidades de Shimeh.

Miró pensativamente la placa, frotándose las manos para calentárselas. Xinemus lo provocó con una risa desagradable.

Siempre tan adusto cuando juegas al benjuka.

Es un juego horrible.

Lo dices porque pones demasiado empeño.

No. Lo digo porque pierdo.

Con aire contrariado, movió la única piedra entre las piezas de plata, una sustitución de una pieza, robada, o al menos eso decía Xinemus, por uno de los esclavos. Otro motivo de fastidio. Aunque el valor de las piezas dependía de cómo se utilizasen, de alguna manera, la piedra empobrecía el juego y rompía el encanto de las fichas al completo.

¿Por qué me ha tocado la piedra?

Achamian no durmió aquella noche.

Uno de los Cien Pilares había ido a pedir a Proyas y a él que acudieran a la casa situada en el centro del campamento. Al parecer habían atentado contra la vida de Kellhus. Achamian rehusó de forma categórica. Cuando Proyas se dispuso a ir, Achamian se lo reprochó con palabras tan duras, tan blasfemas, que los guardias se horrorizaron. Achamian huyó antes de que el príncipe pudiera replicarle.

Durante un tiempo deambuló por los oscuros caminos de la Guerra Santa, pensando en cómo el rocío hacía que le dolieran los pies calzados con sandalias, en cómo el Clavo del Cielo nunca se movía, o en la forma en que los Hombres del Colmillo dormían bajo las tiendas hechas por los kianene; en sus diferencias, en sus costumbres, desechadas como basura durante el largo camino hacia la salvación. Pensaba en todo, en cualquier cosa, excepto en aquello que contribuyera a hacer más profunda su locura.

Entonces, cuando el amanecer brilló en la promesa de Shimeh en el este, volvió a la casa fortificada. Ascendió por las laderas y traspasó las puertas sin impedimento alguno, y finalmente se encontró caminando por el descuidado jardín, sin advertir las matas ni las espinas que enmarañaban su vestimenta, o el picor de las ortigas en su piel. Esperó bajo la galería que daba a las estancias principales, donde su esposa gemía con la polla del hombre al que adoraba.

Esperó al Profeta Guerrero.

Una alondra gorjeaba en el tocón seco de un cedro. Las flores naranja de los tallos recubiertos de vello temblaban en la brisa.

Se durmió y soñó con Golgotterath.

—Akka —dijo una voz bendita como surgida de la nada—. Tienes un aspecto horrible.

Achamian se despertó al instante, pensando: «¿Dónde está? La necesito».

—Ahora está durmiendo —dijo Kellhus—. Anoche sufrió mucho… tanto como tú.

El Profeta Guerrero estaba junto a él, con el pelo rubio y blanco crecido brillando en la luz de la mañana. Achamian parpadeó ante su figura. A pesar de la barba, el parecido con Nau–Cayuti, su antiguo primo, era inconfundible.

Por alguna razón, Achamian sintió que su furia y su resolución se venían abajo, como un niño ante su padre o su madre. Una mueca recorrió su rostro.

—¿Por qué? —preguntó con voz ronca. Al principio temió que el hombre lo interpretase mal, que pensara que preguntaba por Esmenet y por su monstruosa decisión de utilizarla como un instrumento para sondear al Consulto.

—Nuestro final no da significado a nuestras vidas, Akka. La forma en que Zin ha muer…

—¡No! —gritó, incorporándose—. ¿Por qué no le curaste?

Durante un breve instante Kellhus pareció sorprendido, pero después todo fue como debía. El consuelo brillaba en sus ojos y su sonrisa expresaba su comprensión triste y vaga.

Los oídos de Achamian rugieron con tal violencia que no oyó nada de la respuesta de Kellhus, excepto que era falsa. La fuerza de la revelación le hizo trastabillar y caer. Unas manos fuertes lo levantaron. Kellhus lo cogió por los hombros y le miró fijamente a la cara. Pero la intimidad, el respeto en que se había basado su relación, había desaparecido.

Una vacuidad fría y cruel se desprendía de la cara amada.

«¿Cómo?»

De alguna manera, y quizá por primera vez, Achamian supo que estaba realmente despierto. A ojos del hombre, había dejado de ser aquel niño desventurado.

Achamian se soltó, no horrorizado, sólo… perdido.

—¿Qué eres?

La mirada de Kellhus no titubeó.

—Veo que te estremeces ante mí, Akka… ¿Por qué?

—¡Tú no eres un profeta! ¿Qué eres?

La transformación de su expresión fue lo suficientemente sutil para que cualquiera que hubiera estado a más de tres pasos no la notara, pero para Achamian fue suficiente para hacerle retroceder horrorizado. Como si fueran sólo uno, los matices faciales de la cara de Kellhus desaparecieron, muertos.

Después, con una voz tan fría como una pizarra en invierno:

—Soy la Verdad.

—¿La Verdad? —Achamian hacía lo posible por recobrar la compostura, pero el horror le invadía, atormentándole. Se esforzaba por respirar, por ver el cielo, por oír a través del mundo retumbante—. La Verd…

Una mano de hierro sobre su garganta. La cabeza le cayó hacia atrás, con el rostro hacia al sol, como un muñeco levantado al cielo. ¡Ni siquiera había visto moverse a Kellhus!

—Mira —dijo la voz muerta. Sin alterarse. Sin crueldad física. Nada.

El sol hirió los ojos de Achamian, que estaba cegado pese a tenerlos cerrados.

—Mira —volvió a decir sin más énfasis que el dedo que acariciaba su tráquea de una forma que hizo que la bilis empezara a arderle en la garganta.

—No… veo…

Bruscamente, cayó de cara contra el suelo. Mientras intentaba levantarse empezó a recitar sus conocimientos arcanos. Conocía sus habilidades. Sabía que todavía podía destruirlo.

Pero la voz no cedía.

—¿Significa esto que el sol está vacío?

Achamian se detuvo, volviendo la cara desde la hierba y el pedregal, mirando con los ojos entrecerrados a la figura que se alzaba sobre él.

¿Crees —crepitó una voz más allá de toda posibilidad de oír— que el Dios podría ser otra cosa que algo remoto?

Achamian bajó la frente hasta la hierba. Todo descendía, daba vueltas…

¿O miento en que, dado que soy todo almas, elijo a la que transformará a la mayoría de los corazones?

Las lágrimas respondieron. «No me pegues… Por favor, papá, por favor. No…»

¿O sería una traición que mis intenciones sobrepasen las tuyas? ¿Que abarquen las tuyas?

Se llevó las manos temblorosas a los oídos. «¡Seré bueno! ¡Lo juro!» Cayó a un lado, sollozando sobre la tierra, dura y áspera. El camino era tan largo. Tan doloroso. El hambre… Inrau… Xinemus muerto.

Muerto.

«¡Por mi culpa! Oh, Dios…»

El Profeta Guerrero se sentó junto a él mientras lloraba, sosteniendo delicadamente una de sus manos, con la cara impasible y los ojos cerrados, vueltos hacia el sol.

—Mañana —dijo— marchamos sobre Shimeh.