Sagrado Amoteu
De todas las Palabras, ninguna ilustra mejor la naturaleza del alma que las Palabras de Compulsión. Según Zarathinius, el hecho de que los compelidos se sientan libres demuestra que la Voluntad es una cosa más movida en el alma, y no lo que mueve, como podríamos pensar. Si bien pocos lo ponen en duda, las absurdidades que se desprenden de ello escapan totalmente a la comprensión. |
Meremnis, La arcana implicata |
Como me dijo una vez un molinero, cuando los engranajes no coinciden se convierten en dientes. Es lo que ocurre con los hombres y sus maquinaciones. |
Ontillas, Sobre la locura de los hombres |
Principios de primavera, año del Colmillo 4112, Amoteu
Habían llegado desde las casas con suelo de paja de Galeoth, donde los perros comían con sus dueños; desde los bosques fronterizos de Thunyerus, grandes y profundos, donde los sranc libraban sus inútiles y eternas guerras; desde las granjas de Ce Tydonn, donde caballeros de pelo largo delataban a las razas mestizas; de las grandes propiedades de Conriya, donde Palatinos de ojos oscuros se enorgullecían de sus pasado; y de las sofocantes llanuras del Alto Ainon, donde nobles de casta se abrían camino por calles abarrotadas. Ocho estaciones antes, el Shriah de los Mil Templos los había convocado, y ellos habían acudido… los Hombres del Colmillo.
Desde Gerotha, prosiguieron su marcha a través de tierras sometidas. Había corrido la noticia del «Tañido de Días» del Profeta Guerrero, y por dondequiera que pasaran encontraban a xerashi postrados sobre la tierra roja y negra. Se abrieron de par en par graneros ocultos. Se entregó sin resistencia leche de cabra, miel, pimentón, azúcar de caña e incluso rebaños enteros de reses. Los ancianos de las aldeas los aclamaban, besaban sus pies calzados con sandalias y les ofrecían las más hermosas de sus hijas de piel oscura. Cualquier cosa que apaciguara a los señores de la Guerra Santa.
La columna principal, formada por Hulwarga, Chinjosa, Proyas y Anfirig, seguía el Camino Herótico. Las fortalezas de la costa caían una tras otra: Sasbal, Moridon e incluso Horeppo, que había sido un importante puerto de destino para los peregrinos inrithi en los años anteriores a la Guerra Santa. Se les unían más recién llegados, como marineros galeoth, la mayoría de ellos de Oswenta, llevados a la costa por saqueadores kianene. Sudando, levantaban las barcas hasta tierra firme y les prendían fuego. Se reunían con sus parientes alrededor del fuego, pero fueron repetidamente molestados por su extraño atuendo y sus miradas implacables.
Mientras tanto, Gothyelk se dirigía al sur para atacar la gran fortaleza de Chargiddo, valiéndose de la información proporcionada por Athjeari para avanzar con seguridad. Incluso allí, los infieles habían tenido noticias de la masacre de Gerotha, y después de una exhibición de desafío en buena medida ceremonial, la famosa ciudadela se entregó a la incierta clemencia de los tydonnios.
«Santo Profeta —escribiría el Conde Agansanor—, Chargiddo ha caído, y sin ninguna muerte, excepto la del sobrino de mi primo, alcanzado por una flecha perdida. En verdad, habéis quitado la espina de esta tierra como si fuera un pescado. Alabado sea el Dios de Dioses. Alabado sea Inri Sejenus, nuestro profeta y vuestro hermano.»
A cada día que pasaba, las penalidades del largo camino parecían quedar atrás y los Hombres del Colmillo recuperaban su antiguo humor. Las noches se convirtieron en celebraciones, en pías bacanales en las que se brindaba una y otra vez por el sagrado Profeta Guerrero. Se improvisaron centenares de peregrinajes a través del exuberante paisaje. Los xerashi se asombraban ante esos idólatras, que deambulaban continuamente por terrenos sembrados de ruinas discutiendo sobre pasajes de sus escrituras.
Aparte de algunos incidentes aislados, no se produjeron atrocidades como las de las primeras marchas. El Profeta Guerrero dejó claro en los consejos de Grandes y Pequeños Nombres que los inrithi mantendrían o traicionarían su palabra con sus actos.
—Los xerashi no tienen que quererme para confiar en mí. Del mismo modo, no necesitamos matarles para demostrar nuestro odio. Perdonadles y abrirán sus puertas. Matadles y estaréis matando a vuestros hermanos.
Aunque en Xerash no quedaban kianene, Athjeari se encontraba bastante incómodo en la Sagrada Amoteu. En las tierras altas de Jarta, a lo lejos, se veían serpentinas de humo que poblaban los cielos: los fanim se apresuraban a quemar cualquier estructura de madera que pudiera utilizarse en la construcción de máquinas de asedio. Valiéndose de Mer–Porasas como base, el joven y osado conde recorrió los límites de las llanuras de Shairizor infligiendo su castigo a los fanim siempre que le era posible. Pero después de cada encuentro regresaba con más sillas vacías, hasta que sus quinientos oficiales y caballeros se hubieron reducido a menos de doscientos. Aunque le sobraba el coraje, no tenía los efectivos necesarios para asegurar su posición, no digamos ya para cercar a Fanayal y al ejército de infieles concentrados alrededor de Shimeh.
Sus misivas al Profeta Guerrero, que habían empezado como desapasionados informes de la situación en el campo, pronto se convirtieron en peticiones de ayuda. El Profeta Guerrero le pedía paciencia y fortaleza, si bien al mismo tiempo exhortaba a los Grandes Nombres a acelerar su marcha.
La columna principal llegó a las tierras altas de Jarta unos diez días después de la caída de Gerotha, una velocidad sorprendente teniendo en cuenta su envergadura —que incluía a los siempre indolentes Chapiteles Escarlatas— y el hecho de que mientras marchaban debían también procurarse el alimento. Entonces ocurrió algo sorprendente.
Los relatos del incidente variarían enormemente según quién los contara, pero todos coincidían en que se había producido un encuentro entre un anciano —un anciano ciego— y el Profeta Guerrero. El hecho en sí era extraordinario, pues los Cien Pilares trataban por todos los medios de ahuyentar, y si no era posible matar, a cualquiera que se encontrara al paso del Santo Séquito. Cuanto más se acercaba la Guerra Santa a Shimeh, más temían la Consorte del Profeta Guerrero y los Intricati un ataque de los cishaurim.
Al parecer, habían visto a un mendigo xerashi ciego, y cuando el Santo Séquito pasó por la ciudad jártica de Gim, éste gritó al Profeta Guerrero. En una carta a su padre, el Príncipe Nersei Proyas haría la siguiente descripción:
Nadie entendió lo que dijo, aunque Arishal y los otros guardaespaldas comprendieron perfectamente el peligro. Cargaron inmediatamente contra el hombre, pero fueron detenidos por la voz resonante del Profeta Guerrero. Todos estaban a la expectativa, confusos, mientras el Bendito contemplaba al desgarbado mendigo. La piel del hombre era casi negra, de forma que su enmarañado pelo y su barba parecían tan blancos como los dientes de un zeumi. Ante nuestros ojos, atónitos, el Bendito descabalgó y se dirigió hacia el anciano, ¡como si él fuera el penitente! Cuando estuvo a la altura de la figura encorvada, preguntó:
—¿Quién eres tú para exigir nada?
A lo que el viejo idiota respondió:
—Alguien que tiene algo que decirte al oído.
Entre nosotros surgieron gritos de alarma. Sé, padre, que yo estaba preocupado al límite del terror.
—Y ¿por qué —preguntó el Bendito— tienes que decírmelo al oído?
A lo que el hombre respondió:
—Porque mis palabras son las palabras de mi condenación. Sin duda me matarás una vez las hayas oído.
Sé que grité que se trataba de algún truco, de algún engaño de los cishaurim, y sé que hubo otros muchos gritos de temor, pero el Bendito no escuchaba. Incluso se arrodilló, padre, para que el ciego pudiera llegar mejor a su oído. Nos sentamos, inmóviles, horrorizados, mientras el hombre le susurraba al oído su condenación. ¡Y fue su condenación, padre! Pues tan pronto como hubo acabado, el Profeta Guerrero desenvainó la Enshoiya, su espada sagrada, y la emprendió con el desgraciado, cortándole desde el cuello hasta el corazón. Apenas habíamos recobrado la respiración cuando dijo que la Guerra Santa se detendría y acampana en los campos de Gim. Dijo asimismo que no daría explicación alguna a nadie que se atreviera a pedírsela.
¿Qué le había dicho el viejo idiota?
Hubo un tiempo en el que había caminado rodeado de gloria y horror. Portador de la Lanza del poderoso Sil, el gran Rey Después–de–la–Caída. Había desafiado la cólera de Cu’jara Cinmoi en las llanuras de Pir Pahal. Había cabalgado sobre la espalda de Wutteat, Padre de Dragones. Había luchado con Ciogli la Montaña, ¡y lo había derribado! Sarpanur, el Nohombre de Ishriol, le habían llamado al principio por los sillares que sostenían sus burdos arcos subterráneos. Y después, tras la Plaga del Útero, Sin–Pharion, el «Ángel del Engaño».
¡Ah, qué gloria estentórea la de aquella época! Era joven entonces, antes de la aparición de la dolencia que minó su cuerpo monumental. ¡Y qué lucha aquélla! De no haber sido por la impaciencia de Sil, él y sus hermanos habrían ganado, y todo aquello —el mundo— habría sido puesto en duda.
Llevados desde Min–Uroikas. Dispersados. Perseguidos. ¡Hasta tal punto habían menguado!
Y entonces, sin esperarlo, una segunda era de gloria. ¿Quién habría imaginado que la astucia de los hombres podía resucitar sus malogrados designios, que los indeseables podían enmendar su destino? El General–Horda temiendo a Mog–Pharau, el Destructor de Mundos. Él había incendiado la Gran Biblioteca de Sauglish. Él había marchado sobre las cumbres de la Santa Tryse. Él había convertido en fuego sus ciudades, almenas que brillaban en el mismísimo vacío. ¡Él había hecho desaparecer naciones, desangrado a sus gentes hasta que quedaron blancas! Aurang, el norsirai de Kuniuri, lo había llamado «el Señor de la Guerra». Quizá el más clarividente de sus muchos nombres.
Así pues, ¿cómo se había llegado a aquello? Atado a una Síntesis, como un rey a las ropas de un leproso. Débil y fugitivo. Ocultándose en los fuegos de un enemigo alzado. Hubo un tiempo en que los gritos de miles anunciaban su llegada.
Rodeó el complejo de la cumbre de la colina como un buitre, despacio, en silencio, y con una paciencia capaz de extinguir la vida. Las colinas de Jarta aparecían por el oeste, blanqueadas e irregulares a la luz de la luna. Las llanuras de Shairizor, al este, se extendían en el horizonte negro, bajo campos y arboledas, moteadas por graneros y establos. Más allá, y General–Horda lo sabía, estaba Shimeh…
El mismísimo corazón del mundo de los hombres. Los Tres Mares.
En todas partes advertía la marca furtiva de sus generaciones, los restos de su dominio y de los lugares perdidos hacía tiempo. Las sombras de la fortaleza shigeki que en el pasado había dominado aquellas cumbres. El camino ceneiano que cruzaba la llanura, recto como una regla. Las instalaciones defensivas de los nansur en el diseño concéntrico del complejo. Los detalles de la ornamentación kianene. Las almenas en forma de pétalos. Las rejas de hierro de las ventanas.
Él era más profundo que aquello. Más viejo que sus piedras quemadas.
Descendió hasta el patio exterior, donde vio los caballos de sus hijos. Reparó en uno de los aleros del tejado, donde el calor del sol todavía se desprendía de las tejas de arcilla. Les llamó con el tono sagrado en que sólo ellos y las ratas podían oír. Acudieron saltando por pasillos oscuros y abandonados, fieles, cosas sin fe. Se humillaron ante él con la entrepierna brillante a causa de sus víctimas. Sus ojos refulgieron y ellos se abrazaron a sí mismos, aterrorizados y extasiados. Sus hijos. Sus flores.
Durante décadas, el Consulto había asumido que la extraña metafísica de los cishaurim había sido la responsable del descubrimiento de sus hijos en Shimeh. Aquello había hecho intolerable la perspectiva de la caída del Imperio a manos de los fanim. ¿La mitad de los Tres Mares inmune a su veneno? La Guerra Santa había parecido una rara oportunidad.
Pero la situación había cambiado demasiado rápido. Comprender que los cishaurim no eran sino una máscara de un enemigo mucho más antiguo. Acercarse tanto sólo para descubrir sus sublimes engaños subvertidos por algo más profundo. Algo nuevo.
El dunyaino.
Aquello era algo más que un hijo buscando a su padre, bastante más. Aparte de sus tortuosos métodos y de sus desconcertantes habilidades, aquellos dunyainos eran Anasurimbor. Incluso sin las profecías del Mandato, la animadversión era un hecho de su sangre maldita. ¿Quién era aquel Moenghus? Y si su hijo podía hacerse con el poder armado de los Tres Mares en sólo un año, ¿qué habría logrado él en treinta? ¿Qué esperaba a la Guerra Santa en Shimeh?
A pesar del desorden absoluto de su alma, el scylvendio había tenido razón en una cosa: aquellos dunyainos ya habían obtenido demasiado. No se les podía entregar también la Gnosis.
Aurang, cuya vetusta alma forzaba las costuras de la Síntesis que la albergaba, esbozó una extraña sonrisa de pájaro. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde su última contienda verdadera?
Sus hijos seguían insistiendo y agarrando, con las caras agrietadas vueltas hacia las estrellas.
—Preparad el lugar —ordenó.
—Pero Viejo Padre —dijo el atrevido, Ussirta—, ¿cómo puedes estar seguro?
Lo sabía. Era el Señor de la Guerra.
—El Anasurimbor marcha por el Camino Herótico. Se detendrá antes de cruzar la llanura para reorganizarse y revisar sus planes. El scylvendio tiene razón, él no es como los demás.
Un hombre normal, incluso un Anasurimbor, sucumbiría al anhelo que tanto animaba las piernas de los que habían puesto sus ojos en un destino ganado con esfuerzo. Pero no un dunyaino.
Hombres. Habían sido poco más que una manada de perros salvajes durante las Primeras Guerras. ¿Cómo habían crecido tanto?
—¿Está cerca, Viejo Padre? —exclamó el otro, Maorta—. ¿Viene ya?
Se quedó contemplando aquella cosa lastimera, su maltrecho instrumento. Y tan pocos de ellos quedaban.
—Se ha hecho el sacrificio —dijo ignorando la pregunta—. El Anasurimbor se confiará y pensará que se ha anticipado a nosotros. Cuando venga aquí…
Antes de la llegada de esos dunyainos, el Consulto podía confiar en sus herramientas. Ahora, Aurang no tenía otra elección que intervenir, tiranizar lo que sus herramientas sólo podían imitar, poseer lo que sólo podían suplantar…
—Confiad en mí, hijos, cuando ataquemos le cogeremos por sorpresa. Hay traición en el corazón de su esposa.
Pondrían a prueba los límites de la perspicacia del Profeta. Le negarían la Gnosis.
La criatura gorjeaba y hacía castañetear los dientes.
—Les clavamos agujas en la cara —dijo Eleazaras, simulando ese tono gracioso que en el pasado era natural en él.
—¿Y fue así como le encontrasteis? —Su tono era agudo y obviamente sarcástico. Eleazaras miró a Iyokus con sorna, aunque ahora todas esas miradas eran desperdiciadas. ¡Qué poco sabían del jnan esos desgraciados!
—¿Tengo que explicarlo otra vez?
Los labios pintados sonrieron.
—Eso depende de si quiere oír tu historia, ¿no?
Eleazaras soltó un resoplido y volvió a darle un largo trago a su cuenco de vino. Ella era inteligente, eso tenía que reconocerlo. Endiabladamente inteligente. «No, no… no había necesidad de meterle a él en aquello.»
El hecho de que ella hubiera conocido su descubrimiento tan rápidamente no sólo ponía de manifiesto su habilidad, sino la eficacia de la organización que ella había construido tras el ascenso del Profeta Guerrero. No cometería de nuevo el error de subestimarla, ni a ella ni a sus recursos. La puta consorte.
Ésa… Esmenet.
Sin embargo, era atractiva. Valía la pena surcarla así… Hacerle lo que le habían hecho a la cara de esa cosa. Sí, muy atractiva.
Los esclavos habían terminado de montar el pabellón durante la guardia anterior. Eleazaras había llegado con Iyokus para examinar la bestia —la primera viva que habían apresado— cuando aparecieron los Intricati tras los pasos de unos Javreh asombrados y exclamativos. Ella se había limitado a entrar…
Uno de los Nascenti la acompañaba, Werjau o algo así —Eleazaras estaba demasiado borracho para recordarlo—, así como cuatro de aquellos malditos Cien Pilares. Todos con su Chorae en la mano, naturalmente. La luz del atardecer, que se filtraba por la entrada, enmarcaba a la pequeña y colérica multitud. Eleazaras se preguntó si aquella mujer sería capaz de comprender lo escandaloso de su presunción. ¡Dulce Sejenus! ¡Ellos eran los Chapiteles Escarlatas! Nadie se entrometía en sus asuntos así como así, cualesquiera que fueran sus órdenes, sus dueños o sus señores. Y menos una mujer.
La cámara era calurosa y olía mal a consecuencia del fieltro que los esclavos habían colocado sobre las paredes para amortiguar el ruido. La cosa permanecía suspendida boca abajo en la burda estructura de hierro sujeta al techo. Habían atado una correa de piel a cada uno de sus dígitos faciales, separándolos y estirándolos como las varillas de un parasol. Con el rabillo del ojo, a Eleazaras le parecía que aquello era una parodia grotesca del Circunfijo. Su cara–entrepierna refulgía a la luz del farol, húmeda y vaginal.
La sangre golpeteaba las esteras de junco con un ritmo regular.
—Tenemos la firme intención —dijo Iyokus—, de compartir toda la información que obtengamos.
Que eso fuera verdadero o falso dependía, naturalmente, de la información que obtuvieran.
—Oh —dijo la Intricati—. Ya veo… —A pesar de su pequeña estatura, su figura era imponente con su capa y su chal kianene—. ¿Y cuándo será eso? —continuó—. ¿Después de Shimeh?
Bruja perspicaz. Aquélla era, naturalmente, la razón por la que no tenían esperanzas de eludir con cuatro palabras aquella pequeña traición probablemente inconsecuente: Shimeh sólo estaba a unos días de distancia.
Lo imposible se había vuelto inminente.
Era extraña la manera en que los acontecimientos le habían mostrado las divisiones de lo que en el pasado había sido la ciénaga de su alma. Aunque se reía con sólo pensar en Shimeh —y en los cishaurim—, había algo en su interior que le inquietaba, le asustaba, le indignaba, como ese día en que sus tíos le habían arrojado al agua para enseñarle a nadar. «¡Otro día por favor…! ¡Otro día!»
¿Dónde estaba la justicia? Su acuerdo con Maithanet y con los Mil Templos había sido suscrito en un mundo diferente. No se había mencionado al Consulto ni al Segundo Apocalipsis. No se había mencionado que el Mandato pudiera tener razón… ¡Y no se había dicho nada de un profeta vivo!
¿Cómo podían haber estado tan engañados? Y ahora estar preparados para un asesinato, con los cuchillos desenvainados, sólo para descubrir que no había razón para ello… excepto su instinto de conservación.
«¿Qué he hecho?»
Durante semanas, los miembros del Consejo privado de los Chapiteles Escarlatas, las Dos–Palmas, habían discutido todas y cada una de esas cuestiones. ¿Es el Príncipe de Atrithau realmente un profeta? Y si lo es, ¿por qué deberían acceder a sus demandas los Chapiteles Escarlatas? ¿Y qué hay del Segundo Apocalipsis? El Consulto y sus espías–piel… ¡habían sustituido a Chepheramunni! ¡Habían gobernado el Alto Ainon en su nombre! ¿Qué auguraba aquello? ¿Y cómo deberían responder? ¿Deberían retirarse y abandonar la Guerra Santa? ¿Cuáles serían las consecuencias de eso?
¿O deberían seguir librando su guerra contra los cishaurim?
Preguntas ardientes todas ellas, y todas ellas sin respuesta, por no hablar del liderazgo decisivo, algo de lo que carecía por completo su Gran Maestro actual. Las insinuaciones ya habían empezado, los insistentes comentarios, aún más acusatorios por su ambigüedad.
—¡Malditas sean las insinuaciones! —habría querido gritar a Inrumni, Sarosthenes y los demás—. ¡Decid lo que queráis decir!
Aquello lo decía todo, supuso. ¿Qué era lo que los conriyanos decían de un ainonio exigiendo claridad?
Que significaba que pronto rodarían cabezas.
Iyokus en particular se había vuelto peleón a pesar de que Eleazaras le había devuelto a su antiguo puesto. ¿Quién había oído hablar alguna vez de un Maestro de Espías ciego? Antes incluso de la llegada de la puta Intricati, el adicto a la chanv había empezado a exigir a Eleazaras que analizara lo indecidible, que recordara su posición y tratara con los «nuevos fanáticos», como él les llamaba, desde una posición de fuerza…
—¡No lo digáis! —había gritado Eleazaras—. ¡No lo penséis siquiera!
—¿Y bien? ¿Vamos soportar esas indignidades? Cederías nuestras…
—¡Él ve, Iyokus! ¡Él lee nuestras almas en nuestros rostros! ¡Lo que me dices a mí se lo dices a él, sea lo que sea! Lo único que tiene que preguntar es: ¿Qué opina vuestro Maestro de Espías de todo esto? Y sea cual sea la respuesta que le dé, ¡él oirá tus palabras!
—¡Bah!
Había fuerza en la ignorancia, resolvió Eleazaras. Durante toda su vida había pensado que el conocimiento era una arma. «El mundo se repite —había escrito el filósofo shiradico Umartu—. Conoce esas repeticiones y podrás intervenir.» Eleazaras había adoptado aquellas palabras como su mantra, y las había utilizado como el martillo con el que hacer entrar la astucia en su inteligencia. «Podrás intervenir», se decía a sí mismo, cualesquiera que fueran las circunstancias.
Pero había conocimiento más allá de la esperanza de intervención, conocimiento que frustraba, degradaba… incapacitaba y paralizaba. Conocimiento que solamente la ignorancia podía contradecir. Iyokus e Inrummi sencillamente no sabían lo que él sabía, y ésa era la razón por la que le consideraban incapacitado. Ni tan sólo podían creer.
Quizá era inevitable que la Intricati apareciera allí en aquel momento. Que el Profeta Guerrero interviniera.
—¿Y por qué no he sido llamada? —preguntó la Intricati—. ¿Por qué no se informó al Profeta Guerrero?
—Lo consideramos un asunto de la Escuela —dijo Iyokus.
—Un asunto de la Escuela…
Eleazaras esbozó una sonrisa.
—Somos nosotros los que nos enfrentamos a los Cabezas de Serpiente, no vosotros.
Ella tuvo la temeridad de acercarse un paso más.
—Estas cosas no tienen nada que ver con los cishaurim —espetó—. Yo reflexionaría sobre la palabra «nosotros», Eleazaras. Te aseguro que su significado es más traicionero de lo que pudieras pensar.
¡Impertinente! ¡Puta escandalosa e impertinente!
—¡Bah! —gritó él—. ¿Qué hago hablando con alguien como tú?
Los ojos de ella destellaron.
—¿Con alguien como yo?
Algo, el tono de la mujer o quizá su buen juicio, hizo que recapacitara. Sintió que su desdén se desvanecía, sus ojos miraban anodinamente a causa de la ansiedad. Parpadeó y miró al espía–piel, que se retorcía como las parejas que hacen el amor bajo el solo cobijo de una manta. De pronto, todo parecía tan… deprimente.
Tan inútil.
—Discúlpame —dijo él. En contra de su costumbre, había intentado parecer mordaz, pero en vez de eso había parecido asustado. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Cuándo acabaría aquella pesadilla?
Una sonrisa triunfal se apoderó del rostro de la mujer. Ella… ¡una puta de la más baja estofa!
Eleazaras percibió que Iyokus se ponía rígido de indignación; al parecer no hacían falta ojos para presenciar lo que acababa de suceder. ¡Consecuencias! ¿Por qué tenía que haber siempre consecuencias? Pagaría por aquélla… aquélla… humillación. Para ser Gran Maestro, uno tenía que actuar como un Gran Maestro…
«¿Qué hice mal?», gritó algo grosero en su interior.
—La criatura será trasladada —dijo ella—. Estas cosas no tienen alma para verse afectadas por vuestras palabras… Son necesarios otros medios.
Hablaba con el lenguaje de los edictos, y Eleazaras se sorprendió comprendiéndolo, aunque sabía que no podía esperar que Iyokus lo hiciera. Era una mujer guapa, incluso hermosa. Le encantaría tirársela… ¿Y el hecho de que perteneciera al Profeta Guerrero? Azúcar sobre el melocotón, como decían los nansur.
—El Profeta Guerrero —prosiguió ella, pronunciando su nombre como una amenaza— desea conocer los detalles de vuestra prep…
—¿Es verdad lo que dicen? —espetó él—. ¿Es verdad que en el pasado perteneciste a Achamian? ¿Drusas Achamian? —Naturalmente, él sabía que lo era, pero por alguna razón necesitaba oírselo de su boca.
Ella le miró atónita. Eleazaras oía el silencio que les proporcionaban las paredes de fieltro.
Tap–tap–tap–tap… La cosa sangrando sangre sin rostro.
—¿No ves la ironía? —dijo él arrastrando las palabras—. Probablemente sí… Yo fui el que ordenó que secuestraran a Achamian. Yo fui el que te dejó… con él. —Soltó una risotada—. Yo soy el motivo por el que estás aquí, ¿no es así?
Ella no sonrió desdeñosamente —su cara era demasiado hermosa—, pero su expresión ardía de desprecio.
—Más hombres —dijo sin alterarse— deberían gozar de respeto por sus errores.
Eleazaras intentó reír, pero ella siguió hablando como si él no fuera más que un mástil que chirría o un perro que ladra. Ella siguió diciéndole —¡a él, el Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas!— lo que tenía que hacer. Y ¿por qué no, cuando era obvio que él había dejado de tomar decisiones?
Shimeh se aproximaba, dijo ella. Shimeh.
Como si los nombres pudieran tener dientes.
Llovía. Era uno de esos chaparrones de última hora de la tarde que tapan la luz del sol y precipitan la llegada de la noche. Era una cortina de agua que desaparecía en la hierba y rebotaba sobre las lonas inclinadas. Las ráfagas se convertían en torrentes, empapando los estandartes y sacudiéndolos como un pez sujeto al anzuelo. Por el campamento se oían las voces roncas y las maldiciones de los soldados. Muchos se afanaban por asegurar sus tiendas. Otros se quitaban la ropa y permanecían desnudos, dejando que el agua limpiara su piel. Esmenet, como muchos otros, corría.
Cuando llegó al pequeño pabellón estaba completamente empapada. Aguantando estoicamente el aguacero, los guardias de los Cien Pilares la miraron con una expresión algo desconcertada. La portezuela de lona estaba resbaladiza y fría. Kellhus y Achamian la esperaban en el templado e iluminado interior.
Los dos se volvieron hacia ella, aunque Achamian regresó rápidamente la mirada hacia la abominación, el espía–piel que ella le había arrebatado a Eleazaras. Parecía estar diciéndole algo entre dientes.
La lluvia golpeteaba la lona con un ruido húmedo y sordo. El agua goteaba desde las bolsas formadas en el techo.
Habían encadenado a la criatura al poste central, con las muñecas sujetas arriba y los pies por encima del suelo de juncos para evitar que tomara impulso. Estaba desnudo, y su cuerpo liso y oscuro brillaba a la luz del farol. Tenía la piel marcada por el sufrimiento de su cautiverio: quemaduras, verdugones e inexplicables fiorituras de piel quebrada, como si las hubiera hecho un niño con un punzón o un cuchillo. Tenía la cara apretada y desfigurada, y la cabeza inclinada hacia adelante, como forzada por un peso. De sus dígitos provistos de nudillos se desprendía una expresión humana de estupefacción.
Iyokus se había cobrado lo que consideraba suyo, entendió ella, a pesar del poco tiempo que había tenido. Intentó no pensar en Achamian soportando las atenciones de aquel hombre…
—Chigraaaa… Ku’urnarcha murkmuk sreee.
—Un impulso innato… —decía Achamian, como si retomara un pensamiento interrumpido—. Como esas orugas que se enroscan y se hacen una bola al tocarlas. Debe de sucederles lo mismo cuando se les captura.
Tiritando, Esmenet se inclinó hacia adelante para escurrirse el pelo y después se secó la cara con el forro de su capa, comprendiendo por las manchas que el negro de sus ojos se le había corrido por las mejillas. Ante la obscena imagen del espía–piel parpadeó, intentando recuperar el ritmo de su respiración. ¡Tenía que endurecerse ante cosas como aquélla!
«¿A quién estás engañando?»
¿Era así como era para los de una posición social más elevada? ¿Miedo perpetuo? Todo, cada palabra, cada acto tenía consecuencias tan tremendas, amenazaban tanto y hasta tan hondo. «El Consulto es real.»
—No —dijo Kellhus—. Les estás comprendiendo a partir del hombre. —Le dedicó una sonrisa de censura a Achamian, que Esmenet le devolvió—. Estás asumiendo que poseen un yo oculto. Pero sea cual sea la sutileza del carácter que poseen, no son humanos. Sólo tienen nociones salvajes y elementales del yo. Sólo son caparazones. Una burla de las almas.
—Más que suficiente —dijo Achamian con una mueca.
Las consecuencias estaban claras: «Más que suficiente para sustituirnos…».
—Más que suficiente —repitió Kellhus, aunque su entonación de arrepentimiento, pesar y aprensión hizo que sus palabras parecieran totalmente distintas.
Todavía empapada, Esmenet se sentó junto a Kellhus asegurándose de que éste quedase entre ella y Achamian. De pronto se encontró siendo el centro de atención de este último.
—¿Quién era el hombre al que sustituyó?
Ella intentó desprenderse de la adulación de su mirada.
—Uno de sus soldados esclavos —replicó—. Javreh. Pertenecía al Rhumkar.
—Un Plañidero —dijo Achamian, utilizando el término peyorativo destinado a los arqueros Chorae, que «derraman» las lágrimas del Dios. A Esmenet le habían dicho que los Rhumkari estaban considerados los arqueros más mortíferos de los Tres Mares.
Ella asintió.
—De hecho, así fue como captó la atención de Eleazaras. Los Chapiteles Escarlatas fomentan los lazos entre los miembros de sus formaciones de élite. Su amante informó de él a sus superiores. Parece ser que le atravesaron la cara con agujas. —Miró a Kellhus con lo que ella supuso que sería orgullo, pero que pareció nostalgia.
—Efectivo —dijo asintiendo—, pero poco práctico en cualquier escalafón útil. —Aunque él no la miró, apretó su hombro cuando se movió en torno a la monstruosidad. El espacio que había entre ella y Achamian parecía de repente… desnudo.
—¿Qué te parece? —preguntó Achamian—. ¿Podríamos haberles sorprendido preparando un intento de asesinato? —A pesar de su incomodidad, Esmenet se volvió hacia él movida por el temblor de su voz. Él encontró la mirada de ella durante un breve instante, pero en seguida desvió la suya.
La ansiedad nunca desaparecía, pensó Esmenet. El miedo a cometer errores nunca se iba.
«No para gente como nosotros.»
—Saben que ahora llevas la Marca —le dijo a Kellhus—. Creen que eres vulnerable.
—Pero los riesgos… —dijo Achamian—. No se me ocurre a nadie de quien los Chapiteles Escarlatas estén más pendientes que de sus Rhumkari. El superior de esa cosa tenía que saberlo.
—Así es —dijo Kellhus—. Y eso implica desesperación.
Sin motivo, ella pensó en aquel día en Sumna en que discutieron la importancia de la oferta de Maithanet a los Chapiteles Escarlatas con Achamian e Inrau. El primer día en que los hombres la habían escuchado.
—Pero piénsalo —dijo, mostrando la seguridad que pudo—. La tuya es el alma más grande, Kellhus, el intelecto más sutil. Has venido a frustrar el Segundo Apocalipsis. ¿Por qué no iban a hacer algo para negarte la Gnosis? ¿Cualquier cosa?
—Chigraaaaaaa… —dijo la criatura resollando—. Put hará ki zurot…
Achamian miró a Kellhus antes de volverse hacia ella con atrevimiento inusual.
—Creo que ella tiene razón —dijo con clara admiración—. Quizá podamos suspirar tranquilos, o quizá no. Pero en cualquier caso, deberíamos mantenerte tan oculto como sea posible. —Aunque la condescendencia de su mirada debería haberla ofendido, había disculpa en ella. Un reconocimiento que rompía el corazón.
Ella no pudo soportarlo.
Oscuridad y lluvia atronadora.
La criatura permanecía inmóvil, aunque el olor de los guardias que apagaban los faroles había provocado la erección de su falo, largo y duro sobre su vientre. El almizcle del terror.
Los grilletes le aprisionaban, pero no sentía dolor. El aire era gélido, pero no tenía frío.
Sabía que le habían sacrificado, conocía los tormentos que le esperaban, y sin embargo creía sin contradicción alguna que su Viejo Padre no lo abandonaría. Había hablado mucho con sus hermanos cautivos. Conocía los números que le protegerían, los elaborados códigos que se necesitarían para verle. Estaba sentenciado, sin esperanza de indulto, y sin embargo le salvarían, dos certezas con las que podía meditar sobre lo que pasara por su alma sin ofender a la coherencia.
No había sino una medida, una Verdad, y era cálida, húmeda y ensangrentada. El mero hecho de pensarlo provocaba espasmos en su miembro. ¡Cuanta añoranza! ¡Cómo dolía!
La criatura seguía colgada en la penumbra, soñando con cada vez más enemigos…
Después de algún tiempo levantó la cabeza y, todavía aturdido, intentó recomponer su cara. Como por instinto reflejo, tiró de las ligaduras y los grilletes. El metal rechinó. La madera crujió.
Entonces gritó, aunque con un registro que el oído humano no tenía la capacidad de oír.
—¡Yut mirzur!
Estridente y desgarrador, resonando en el campamento donde los hombres dormían acurrucados contra la humedad y el frío, y más allá, donde sus hermanos permanecían agazapados como los chacales bajo la lluvia.
—¡Yut–yaga mirzur!
Dos palabras en aghurzoi, su lengua sagrada. «Ellos creen.»
Desde Gim, la Guerra Santa cruzó las tierras altas de Jarta. Ninguno pudo leer la estela que dejaba a su paso hacia Amoteu, aunque de alguna manera la conocían. Sus columnas dispersas serpenteaban por las laderas brumosas y oscuras, con sus armas y sus armaduras brillando bajo la luz del sol, y sus voces resonaban al entonar una canción. Marchaban por los caminos del Sagrado Amoteu, y aunque la ordenada campiña —con sus pastos bajos, con los lagos del valle y con sus escarpaduras de pizarra sobre las laderas ondulantes— era tan novedosa como cualquiera de las que habían cruzado en las estaciones difíciles, les pareció que habían llegado a casa. Conocían aquel lugar bastante mejor que Xerash. Sus nombres. Sus gentes. Su historia.
Habían sido instruidos en aquella tierra desde niños.
Al día siguiente a media tarde, los conriyanos habían llegado al santuario de Anothrite, que se encontraba a unas tres millas del camino Herótico. Siete hombres, ankiorihi a las órdenes el Palatino Ganyatti, se habían ahogado, con las prisas, en las aguas sagradas. Cada día caminaban o cabalgaban por algún lugar nuevo y más imponente, cubriendo etapas en su camino hacia su objetivo. Pronto estarían en Besral, en los ojos de cuyos habitantes podrían ver la sangre de la genealogía del Último Profeta. Después el río Hor. Después…
Shimeh parecía estar imposiblemente cerca. ¡Shimeh!
Como un grito en el horizonte. Un susurro se convirtió en voz en sus corazones.
Entretanto, a unos días de marcha hacia el este, el Padirajah en persona, Fanayal ab Kascamandri, partió con unos cientos de coyauri y de Grandes escogidos cuidadosamente para dar caza al hombre que su gente llamaba Hurall’arkreet, un nombre que tenían prohibido pronunciar en su presencia. Sabedor de que los efectivos de Athjeari habían disminuido, ordenó a Cinganjehoi que se dirigiera con un buen número de sus eumarnanos al sur de las tierras altas. Supuso que el hábil conde bordearía el flanco del Tigre en lugar de retirarse, siguiendo el río Hor, bajo las colinas que los kianene llamaban Madas o los «Clavos». Allí preparó una emboscada valiéndose, para indignación de Seokti, el alto Heresiarca, de una columna entera de cishaurim con el fin de asegurarse la victoria.
Sin embargo, el joven Conde de Gaenri mantuvo su posición, y aunque superado en número por uno a diez, se enfrentó a Cinganjehoi y a sus Grandes en una batalla campal. A pesar de la ferocidad de los inrithi, la situación era desesperada. El Caballo Rojo de Gaenri desapareció en el tumulto. Gritando a sus hombres, Athjeari espoleó su caballo hacia él, abriéndose camino entre los infieles. Sin mediar aviso, su caballo titubeó; un lancero adolescente, el hijo de un Grande seleukarano, le clavó una lanza en la cara.
La muerte descendió trazando una espiral.
Los fanim gritaban triunfantes. Aullando de indignación y horror, los soldados a caballo del conde cargaron contra los jinetes infieles, que intentaban huir desesperadamente con su cadáver. Los galeoth lo recuperaron con un coste altísimo, desfigurado y destrozado. Profanado.
Portando su cadáver, los barones y caballeros de Gaenri huyeron hacia el oeste, deshechos, doblegados como pocos hombres podían estarlo. Al cabo de un tiempo encontraron un grupo de kishyati a las órdenes de Soter, que dispersó a los perseguidores. Los gaenri lloraron al saber que la liberación había estado tan cerca; sin embargo, había sido demasiado tarde. Serían llamados los Veinte, pues sólo ésos habían sobrevivido entre varios centenares.
En el Consejo de los Grandes y los Pequeños Nombres, la muerte de Athjeari fue motivo de recuerdos solemnes y no poco terror. El joven conde había sido los ojos de la Guerra Santa durante mucho tiempo. La más larga y segura de sus muchas lanzas. Fue un augurio desastroso. Dado que Cumor, el Gran Cultista de Gilgaol, había muerto, el mismo Profeta Guerrero dirigió la ceremonia, le declaró Celebrante de la Batalla y ofició los ritos gilgallic sin haberlo ensayado.
—Inri Sejenus vino después del Apocalipsis —dijo a los apenados nobles de casta—, cuando las heridas del mundo necesitaban cura. Yo vine antes, cuando los hombres necesitan fuerzas belicosas. Entre los cientos de dioses, el magnífico Gilgaol brilla con fuerza dentro de mí, pero no tanto como brillaba en el interior de Coithus Athjeari, hijo de Asilda, hija de Eyreat, rey de los galeoth.
Después, los sacerdotes de la Guerra supervivientes lavaron su cuerpo y lo vistieron con ropas pertenecientes a sus compatriotas, para que no sufriera la indignidad de arder con el manto de su enemigo. A continuación lo pusieron sobre una gran pira de leña de cedro a la que prendieron fuego. Era como una luz solitaria bajo la bóveda del cielo.
Los cantos fúnebres de los galeoth resonaron durante horas en la noche.
La Guerra Santa cruzó el resto de las tierras altas de Jarta con ánimo sombrío y pensamientos llenos de temor. Gothyelk se unió a ellos a unas pocas millas de Besral, y aunque los tydonnios estaban consternados por la muerte de Athjeari, los demás se sentían animados. Los Hombres del Colmillo se habían reunido allí, en la tierra que fue la cuna del Último Profeta. Sólo tenían ante sí una tarea.
La mañana en que cruzaron las últimas cumbres de Jarta llegaron a una casa de campo nansur abandonada, en un extremo de las llanuras de Shairizor. Allí, el Profeta Guerrero ordenó hacer un alto a pesar de que quedaban varias horas de luz. Los señores de la Guerra Santa le rogaron continuar, pues estaban ansiosos por poner sus ojos en la Ciudad Santa.
Denegando sus peticiones, hizo acampar tras las murallas fortificadas.
Esmenet le pidió que no se moviera.
Puso las manos sobre su duro pecho y después, mirándole a los ojos, las bajó lentamente, llevándolas hasta su pelvis. Él se estremeció, y durante un breve instante ella se sintió especialmente unida a él en una singular felicidad. Él se corrió y a continuación ella, entre sacudidas y un calor asfixiante, gritando…
—Gracias —susurró ella en su oído después—. Gracias. —Parecía que ya sólo le tocara raramente.
Él se sentó en el borde de la cama y, aunque todavía resoplaba, ella supo que no estaba sin aliento. Él nunca se quedaba sin aliento. Se puso de pie y ella lo observó caminar desnudo por el suelo pulido hasta el lavamanos minuciosamente esculpido en la pared de enfrente. Los faroles dispuestos en los trípodes pintaban su piel de naranja y rojo. Mientras se lavaba, su sombra se proyectaba sobre las paredes pintadas con frescos. Ella lo miraba, tendida, admirando su figura de marfil, saboreando el recuerdo de él entre sus muslos.
Ella se abrazó a las sábanas, repentinamente contrariada por la poca calidez que ofrecían. Miró el dormitorio y encontró en él recuerdos de su hogar anterior. El imperio. Sabía que siglos antes, algún Patridomos se había apareado en aquella misma habitación, con pensamientos milagrosamente inocentes y exentos de palabras como «fanim» o «Consulto». Quizá habría reconocido «kianene», pero sólo como el nombre de unas gentes del desierto poco conocidas. Épocas enteras, y no sólo individuos, podían ser inocentes de cosas espantosas.
Pensó en Serwe. La eterna preocupación regresó.
¿Cómo se había vuelto la dicha de sus nuevas circunstancias tan esquiva? En su antigua vida, a menudo había puesto a prueba a los sacerdotes que la visitaban. Presumía de instruirles en lo que ella veía como hipocresía. A algunos, que probablemente no volverían, les preguntaba qué les faltaba en su fe para que encontraran consuelo en una puta. La «fuerza», contestaban a veces. Alguno incluso había llorado. Pero mucho más a menudo, negaban que les faltara nada.
A fin de cuentas, ¿cómo iban a sentirse abatidos, cuando Inri Sejenus había reclamado sus corazones?
—Muchos cometen ese error —dijo Kellhus, de pie junto a la cama.
Sin pensarlo, ella cogió su falo y empezó a acariciarlo con el pulgar. Él se arrodilló al borde de la cama y su gran sombra la rodeó. Una aureola de oro apareció sobre su melena.
Conteniendo las lágrimas, ella le miró. «Por favor… tómame otra vez.»
—Creen que el dolor es contradictorio con la fe —continuó él—, y por eso empiezan a fingir. Actúan como los demás, pensando que son los únicos que tienen dudas, que sólo ellos son débiles. Se sienten desconsolados en compañía de los dichosos, y se consideran responsables de su propia desolación.
Se puso duro bajo sus caricias, curvado como un arco tenso.
—Pero yo te tengo —murmuró ella—. Yazgo contigo. Llevo a tu hijo.
Kellhus sonrió, retiró suavemente la mano de ella y se inclinó para besarle la palma.
—Yo soy la respuesta, Esmi. No el remedio.
¿Por qué estaba llorando? ¿Qué le pasaba?
—Por favor —dijo cogiéndole el miembro de nuevo, como si fuera su única posesión, su único asidero en aquel hombre divino—. Por favor, tómame.
«Esto es lo que puedo dar…»
—Hay más —dijo él retirando las sábanas y colocando una mano imprecisa sobre su vientre—. Mucho más.
La mirada de él fue larga y triste. Después la dejó para reunirse con Achamian y los secretos de la Gnosis.
Ella se quedó en la cama despierta durante algún tiempo, escuchando los fragmentos de la voz arcana que cruzaban la mampostería. A continuación, a medida que la penumbra se hacía más densa, con los faroles apagados, se estiró desnuda sobre las sábanas y se quedó dormida. Su alma daba vueltas en torno a una pena tras otra. La muerte de Achamian. La muerte de Mimara.
Nada estaba muerto en su vida. Y su pasado, menos todavía.
—Caminar entre Guardas es fácil —tarareaba una voz— cuando su autor practica otra arcana.
Repentinamente se despertó, aunque no del todo. Vio con sus ojos parpadeantes a otro hombre caminando al lado de la cama… Era alto, y llevaba un manto negro sobre un chaleco protector plateado. Vio con alivio que era bastante guapo. Había una compensación de otra clase en…
Su sombra tenía alas.
Se levantó por el lado más alejado de la cama y se dirigió hacia la pared más alejada.
—Y pensar —dijo él— que creía que doce talentos era un escándalo.
Ella trató de gritar, pero él estaba allí, apretado contra ella como un amante, con la suave mano sobre su boca. Ella sentía el cuerpo de él presionando sus nalgas. Cuando le pasó la lengua por la oreja, ella se estremeció con placer traicionero.
—¿Cómo —exclamó él— podía el mismo melocotón pedir precios tan distintos? ¿Pueden hacerse desaparecer las magulladuras? —Con su mano libre palpaba el cuerpo de ella, haciéndola sentirse tensa, no contra él, sino… como si sus deseos fueran tan fácilmente moldeables como la arcilla—. ¿O depende solamente del vendedor?
Parecía que el fuego le había quitado la respiración.
—¡Por favor! —gritó ahogadamente.
«Tómame…»
El pelo de la barba le rozaba la piel bajo las orejas, húmeda por la saliva. Ella sabía que era una ilusión, pero…
—Mis hijos —dijo él— sólo imitan lo que ven…
Ella gimoteaba e intentaba gritar, aunque sus piernas se relajaban bajo el contacto de los hábiles dedos de él.
—Pero yo —dijo con una voz que recorrió la piel de ella con un cosquilleo—. Yo tomo.