Xerash
Las almas no pueden ver el origen de sus pensamientos más de lo que pueden ver sus nucas o el interior de sus entrañas. Y dado que las almas no pueden diferenciar lo que no pueden ver, existe una peculiar percepción de que el alma no puede diferenciarse a sí misma. Por eso, en cierto sentido, es el tiempo mismo en que piensa, el lugar mismo en que piensa, y el individuo mismo que piensa. Como si pusiéramos de lado una espiral hasta que sólo se viera un círculo, el transcurrir de los momentos siempre permanece en el ahora, el carnaval de los espacios mora siempre aquí, y la sucesión de gentes siempre se transforma en mí. La verdad es que si el alma pudiera percibirse a sí misma de la forma en que percibe al mundo, si pudiera percibir sus orígenes, vería que no existe el ahora, ni el aquí, ni el yo. En otras palabras, comprendería que del mismo modo que no hay círculo, no hay alma. |
Memgowa, Aforismos celestiales |
Procedes de Él como las chispas de la llama. Sopla un viento oscuro, y pronto te consumirás. |
Canciones 6:33, La crónica del Colmillo |
Principios de primavera, año del Colmillo 4112, Xerash
Las largas recuas de mulas de los Chapiteles Escarlatas llegaron finalmente al sitio de Gerotha. Como si los esperara, una nueva embajada fue enviada por la ciudad, esta vez caminando a la manera de los peticionarios abyectos. Las puertas no se cerraron tras ellos. Como había prometido el Profeta Guerrero, la antigua capital de Xerash había capitulado por sí misma.
A modo de regalo, la embajada llevó las doce cabezas de los que habían orquestado el anterior cierre de las puertas, incluyendo la del Capitán Hebarata, que había ofendido mortalmente al Profeta Guerrero. Pero los señores de la Guerra Santa no se mostraron satisfechos. El Profeta Guerrero habló en términos duros a los gerothanos, les dijo que era necesario sentar ejemplo, hacer algún sacrificio, para expiar y advertir. Como si la justicia debiera hallarse en la claridad de la proporción, anunció su Tañido de Días. Puesto que habían pasado cuatro días desde que Gerotha le cerrara las puertas, cuatro de cada diez de sus habitantes debían sacrificar sus vidas.
—Mañana al amanecer —decretó— deberán colgar veinte mil cabezas de las almenas de las murallas de la ciudad. Si no lo hacéis, pereceréis todos.
Aquella noche, mientras tenían lugar los festejos de la Guerra Santa, toda Gerotha gritaba. Las luces del amanecer encontraron las murallas bañadas en sangre, repletas de miles de cabezas cortadas envueltas en redes de pesca o ensartadas por la mandíbula en cuerdas de cáñamo. Al contar las cabezas se comprobó que se habían excedido en 3.056.
En todo Xerash, ninguna ciudad ni aldea ni fortaleza volvería a cerrar sus puertas a la Guerra Santa.
Mientras tanto, Athjeari se convirtió en el primer señor de la Guerra Santa que entró en Tierra Santa. Transcurrió algún tiempo antes de que él y sus gaenri se dieran cuenta de que habían entrado en la Sagrada Amoteu. Había poco que distinguiera a los xerashi —o hijos de Shikol, como los llamaban— de los amoti, en su lengua o su aspecto. Cruzaron las mesetas de Jarta, cuyas gentes, en el pasado, habían librado durante una generación una guerra contra los antiguos amoti para enzarzarse después en una guerra intestina.
Con no más de quinientos oficiales y caballeros, Athjeari se abrió paso por la fuerza hacia el Sagrado Amoteu. Sus galeoth curtidos por el sol encontraban a los amoti traicioneros y colaboradores indistintamente. Aunque muchos se llamaban a sí mismos fanim, no eran muy queridos por los kianene, y tras meses de espantosos rumores muchos creían que los idólatras y su Falso Profeta eran invencibles. El mismo Padirajah había caído. El gran Kascamandri había muerto, y ahí llegaban nada más y nada menos que los mercuriales parientes de Saubon, la despiadada Bestia Rubia de Enathpaneah.
En Gim, el famoso santuario anothrita, y en Mer–Porasas, se produjeron algunos encontronazos… A Athjeari le hirieron en una rodilla en Girameh, lugar de nacimiento de la madre del Último Profeta. Pronto su estandarte manchado de sangre, un Circunfijo sobre el Caballo Rojo de Gaenri, se convirtió en un símbolo de pánico y terror. Y aunque Fanayal enviaba cada vez a más de sus Grandes en su busca, el Conde de Gaenri desaparecía o, peor aún, se imponía.
Hurall’arkeet, empezaron a llamarle los hombres del desierto: «El viento tiene dientes».
Finalmente, el Día de las Palmas, los caballeros cubiertos con sus guarniciones de hierro entraron cabalgando en Besral, cuna ancestral de la familia ya extinta del Último Profeta. Aunque la misión inrithi había huido hacía ya tiempo, muchos amoti se reunieron para vitorear a los ojerosos caminantes.
Pues aquellos corazones, se decían entre ellos, tenían que ser sagrados.
Caminaban delante de él, hablando como si ignoraran la presencia de Achamian unos pasos más atrás.
Esmenet y Kellhus.
Lo que se había dado en llamar «Tañido de Días» se había llevado a cabo, y la ciudad estaba extrañamente muda, fuera por falta de voces o por el horror colectivo. A lo largo de la parte del callejón que podían divisar, los paseantes se encogían o se arrodillaban. Los xerashi se mostraban especialmente cuidadosos en mantener la mirada baja al paso del Santo Séquito. El Profeta Guerrero recorría Gerotha tanto para ser visto, pensó Achamian, como para inspeccionar su trofeo.
En El tratado, Gerotha era en ocasiones llamada la Ciudad de las Cien Aldeas, y el epíteto todavía le hacía justicia dos mil años después. Los caminos eran tan estrechos y tan numerosos como los del Gusano de Carythusal. Pero a diferencia del Gusano, donde las callejuelas seguían la ilógica de incontables decisiones inconexas en el curso de incontables años, aquí convergían en lo que los xerashi llamaban «pequeños» —bazares en miniatura en los que el sol hacía crujir los adoquines—, como si Gerotha fuera en realidad un conjunto de aldeas entrelazadas que habían crecido una dentro de otra como el moho en el interior del pan.
Esmenet le había hablado a Kellhus de su audiencia matinal con los Chapiteles Escarlatas. Según Saurnemmi, en Joktha seguía imperando la rutina debido a —o a pesar de— la rudeza del scylvendio. Eleazaras decía haber hablado con el Palatino Uranyanka personalmente y haberle advertido de las consecuencias de cualquier sedición.
—El Gran Maestro —dijo— quería que te dijera que el Palatino de Moserathu no te causará más problemas.
Lo único que podía hacer Achamian era escuchar con consternación y admiración. Era una maravilla verla así. Estaba su aspecto, naturalmente: su pelo recogido sobre la cabeza, su capa kianene confeccionada para la corte y los jardines del Palacio del Sol Blanco en Nenciphon. Pero también su porte. Erguido. Sin malicia. Penetrante e irónico. Se ajustaba perfectamente, y al parecer sin dificultad, a su nueva posición social.
Aquello le hacía difícil respirar. «¡Tengo que acabar con esto!»
Antes, sólo estaban los dos. Antes, sólo tenía que alargar la mano y ponerla en su cintura y ella acudía a sus brazos. Ahora, todo aquello había terminado. De alguna manera, Kellhus se había convertido en el centro de todo, era la parada obligatoria que todos debían hacer para encontrarse entre sí, para encontrarse a sí mismos. Todo había sido arrastrado hacia la luz brillante de su juicio. Ahora, Achamian se encontraba yendo detrás de ellos, como un mendigo desconsolado…
¿Por qué decía ella que era fuerte?
—Eleazaras te insultó —dijo Kellhus volviéndose hacia ella para que Achamian pudiera ver el perfil barbado de su cara.
Vestía una magnífica capa sobre su túnica —una versión ornamental de las que llevaban los girgashi—, con franjas verticales de oro que destellaban cuando caminaba a la luz del sol. Parecía haber sido retocada a la altura de los hombros, como cabía esperar dada la constitución corpulenta del difunto Padirajah.
—Me llamó puta —dijo Esmenet.
—Deberías haberlo esperado. Eres una moneda desconocida para ellos.
La sonrisa de ella fue insulsa y cínica.
—¿Dónde están los cambistas?
Kellhus se rió. Achamian observó la satisfacción en las caras de los que se encontraban cerca de él. Algunos de ellos rieron también, produciendo un eco melancólico. A dondequiera que fuese Kellhus, una parte de él pasaba a los demás. Como una piedra arrojada al agua en calma.
—Los hombres son simples —contestó él—. Piensan sobre todo en términos de cosas, no de relaciones. Por eso creen que es el oro o la plata lo que hace valiosas las monedas, y no la obediencia que encierran. Diles que los nilnameshi utilizan monedas de cerámica y se burlarán de ti.
—O —dijo Esmenet— que el Profeta Guerrero utiliza a una mujer.
Sobre ella parpadeó un rayo de sol y durante un instante todo en ella, desde los pliegues de su capa hasta sus labios pintados de rojo, refulgió como la seda. En aquel momento, los dos parecieron de otro mundo, demasiado hermosos, demasiado puros para el aspecto deprimente y descuidado de los que les rodeaban.
—Exacto —dijo Kellhus—. Ellos preguntan: «¿Dónde está el oro?». —Sonrió mirándola de reojo—. O en tu caso…
—¿Dónde está el pulgar? —dijo Esmenet con picardía.
El pulgar. «Falo», en el argot de sumni. ¿Por qué le dolía tanto oírla hablar como lo hacía en el pasado?
Kellhus sonrió.
—Ellos no entienden que el oro es relevante en la medida en que desempeña una función dentro de nuestras expectativas, en la medida en que hacemos que sea relevante… —Se detuvo, con los ojos brillantes de regocijo—. Lo mismo podría decirse —continuó— de los pulgares.
Esmenet hizo una mueca.
—¿Incluso de uno llamado Eleazaras?
El Santo Séquito se detuvo. Habían llegado a uno de los muchos pequeños que se encontraban en las laberínticas calles de Gerotha. Desde todas las ventanas, caras inexpresivas les observaban. Unos cuantos Hombres del Colmillo observaban mientras rezaban de rodillas. Los siempre presentes guardias de los Cien Pilares permanecían meditabundos, mirando fijamente las calles contiguas como si pudieran ver al otro lado de las esquinas. Alguien había pintado plantas de loto a lo largo de las erosionadas cornisas de varios edificios. Un niño lloraba.
Agitando su cabeza leonina, el Profeta Guerrero rió al cielo. Y aunque Achamian sintió el contagio de la risa, su sobrenatural exigencia de celebrar las pequeñas y las grandes cosas, la pena le dejó sin aliento. Anasurimbor Esmenet miró regocijada a su alrededor. Sus ojos se desviaron en el momento en que encontró la desolada mirada de Achamian.
Cogió la mano de su marido.
Charaoth. La antigua fortaleza de los reyes xerashi.
Los señores de la Guerra Santa se reunieron en sus pasillos en ruinas y contemplaron con asombro e impaciencia mientras esperaban a su Profeta Guerrero. Achamian oyó decir al Palatino Gaidekki que el delirio del Rey Shikol podía oírse en el viento de la noche. Vio a un hombre —algún vasallo de Gothyelk— recogiendo esquirlas de mármol y guardándolas en un trapo.
Único edificio visible por encima de las murallas negras de Gerotha, Achamian había reflexionado sobre Charaoth desde el primer día del sitio de la Guerra Santa. Sabía que había sido abandonada con el ascenso de los Mil Templos en los días del Imperio Ceneiano, pero siempre había dado por hecho que los fanim la habrían demolido. Después supo por Gayamakri que los kianene la reverenciaban como uno de sus más sagrados santuarios. ¿Y por qué no iba a ser así, cuando tantos inrithi la consideraban el corazón mismo de la malevolencia?
Las murallas originales habían sido demolidas, de forma que desde el interior podía verse claramente la extensión color hueso Gerotha. La voluptuosa huella de Nilnamesh era inconfundible en las gruesas columnas y en las pilastras, en las escaleras que no acababan en ningún sitio y en la figura con cuatro alas que flanqueaba cada entrada. Incluso sin tejado y en ruinas, la arquitectura parecía sobredimensionada, aunque de una manera extrañamente opuesta a las monstruosidades del antiguo Kyraneas o Shigek. Los arcos que aún quedaban en pie demostraban que los antiguos constructores xerashi habían comprendido los rudimentos de la tensión y la carga. Pero la pesadez era diferente, como si todo se hubiera construido para soportar pesos invisibles.
¿Podía ser que Shikol hubiera gobernado desde aquel lugar? Como la mayoría de los niños inrithi, Achamian se había criado oyendo historias sobre el lascivo y viejo rey. «¡Compórtate —le advertía su madre— o te encontrará y te hará cosas indecibles!»
Achamian esperaba haciendo cuanto podía para ignorar a Esmenet, que estaba sentada en una silla dorada a su izquierda, a menos de cuatro pasos. Él permanecía en el amplio arco de lo que había sido el estrado del salón principal de audiencias, que estaba separado del gran hemiciclo por una serie de escalones y un círculo de pilastras con los falsos dinteles todavía intactos. Según El tratado, los reyes xerashi habían gobernado desde la cama. Shikol fue famoso por entretenerse con niños mientras su corte lo miraba desde fuera de su estrado. Conocedor de la forma en que los historiadores hablaban de sus enemigos, Achamian había considerado siempre aquella historia pura propaganda. En cualquier caso, en el centro de lo que había sido el estrado se encontraba la base de lo que parecía una cama.
Probablemente un altar.
Los Grandes Nombres y los Pequeños Nombres se arremolinaban junto a las gruesas columnas del gran hemiciclo inferior, vestidos con la indumentaria de las tierras que habían conquistado. Entre las columnas se habían dispuesto estandartes blancos con el Colmillo y el Circunfijo en blanco y oro. El murmullo de sus voces se debilitó. Achamian se preguntó si habían visto a Kellhus, miró por encima de su hombro y siguió la escalera que se elevaba desde la parte trasera del estrado hasta la galería en ruinas situada arriba, a su espalda. No vio a Kellhus, aunque advirtió algo, un punto negro agitándose en la distante red de calles y callejones que se distinguían en la bruma. Parpadeó, frunciendo el entrecejo… ¿Era aquélla la Marca que sentía?
¿Un pájaro hechicero?
—Hemos llegado —dijo una voz resonante.
Sorprendido, Achamian miró hacia la escalera y vio a Kellhus descendiendo hasta el primer rellano, con la barba trenzada a la manera de los antiguos shir y sus blancas vestiduras adornadas con oro resplandeciente. Era extraño, incluso aterrador, sentir la Marca también en él. De alguna manera, le manchaba aunque augurara un futuro impensable.
Achamian volvió a mirar al cielo, pero el pájaro había desaparecido.
—Finalmente —prosiguió Kellhus descendiendo por la última curva de la escalera— pisamos la verdadera tierra de las escrituras.
Los pensamientos de Achamian se aceleraron. ¿Qué debía hacer? ¿Estaba el Consulto planeando un ataque o sólo era una travesura de los Chapiteles Escarlatas? Decidió que estaría alerta e ignoraría la oleada de la oratoria de Kellhus.
El Profeta Guerrero cruzó el estrado hacia Esmenet y puso lo que pareció una mano luminosa en su hombro.
—Desde este mismo lugar —dijo—, el viejo Shikol miró a su libertina corte y le preguntó: «¿Quién es ese sirviente que habla como un Rey?». —Gesticuló hacia la fortaleza en ruinas—. Desde este mismo lugar, desde aquí, Shikol levantó el Fémur Dorado…
»Él juzgó a mi hermano.
Como siempre, Kellhus habló como si sus palabras no tuvieran más importancia que la Verdad que dejaban traslucir, como si fueran consumidas por su significado. «Prestad atención a estas simples cosas —decía su tono— y os asombraréis.»
Achamian se esforzaba por mantenerse alerta.
—Finalmente nosotros, viajeros sagrados, Hombres del Colmillo, pisamos la verdadera tierra de las escrituras. —La expresión de Kellhus se ensombreció. Miró a su alrededor, el dintel que pendía en las alturas y las columnas alineadas frente a él. Lo que había sido expectación silenciosa se convirtió en algo más profundo, como si todos los presentes se hubieran quedado sin aliento como las piedras que los rodeaban—. Ésta es la casa del opresor de mi hermano. Ésta es la casa del que asesinaría a Inri Sejenus preguntando «¿Quién es ese sirviente que habla como un rey?».
»¡Pensad! Pensad en lo lejos que hemos llegado. Pensad en todas las tierras, ricas y severas. Pensad en todas las ciudades atestadas. ¡Pensad en todo lo que hemos conquistado! Y ahora hemos llegado a las mismas puertas… —Señaló hacia la bruma del este con la mano derecha y Achamian lo vio: el círculo de oro etéreo, el halo…
Alguien chilló extasiado.
—¡Un último horizonte! —gritó Kellhus; su voz retumbaba desde el cielo y susurraba en cada oído al mismo tiempo—. ¡Un último horizonte y veremos la Tierra Santa. Una última marcha y finalmente, finalmente, alzaremos nuestra espada y nuestra canción en la Santa Shimeh! ¡Ahora mismo estamos reescribiendo la escritura de este lugar!
Los Grandes y Pequeños Nombres que escuchaban embelesados estallaron en gritos de fervor y adoración. Achamian no pudo evitar preguntarse lo que aquello debía de parecerles a los habitantes de Gerotha que merodeaban en los callejones. Esos locos conquistadores…
—El mundo nunca ha visto —rugió Kellhus— a hombres como nosotros… los Hombres del Colmillo. —De repente, desenvainó su espada, Certeza. Refulgió blanca como la leche al sol. Achamian vio cómo la luz reflejada rebotaba en los señores de la Guerra Santa. Los hombres entrecerraron los ojos y parpadearon.
—¡Somos el mismo cuchillo de Dios, moldeado en el crisol de la peste, la sed y el hambre, templado por los martillos de la guerra, empapado en la sangre de incontables enemigos!
»Nosotros… —Se detuvo sin mediar aviso, sonriendo como si le hubieran sorprendido cometiendo algún vicio inocente—. Es costumbre de los hombres alardear —prosiguió—. ¿Quién de entre nosotros no ha susurrado mentiras al oído de una virgen? —La risa estalló entre las columnas decapitadas—. Cualquier cosa que les hiciera preguntarse por el vaivén de nuestras faldas… —Nuevas risas, esta vez atronadoras. La oratoria refinada había terminado, el Profeta Guerrero se había convertido en el Príncipe de Atrithau, su igual irónico y ecuánime. Se encogió de hombros y sonrió como uno más entre un grupo de bebedores.
»Incluso ahora, lo que es, es… La guerra observa a través de nuestros ojos. La condenación resuena en nuestra llamada.
»Lo que es, es. La gloria de nuestra empresa eclipsará cualquier otra de nuestros antepasados. Será un modelo para las épocas venideras. Asombrará y complacerá, y sin duda incluso indignará. Será recitada por miles y miles de labios. Quedará confinada en la memoria. Los hijos de los hijos de nuestros hijos escribirán listas de sus antepasados e invocarán nuestros nombres con reverencia y respeto, pues sabrán que su sangre está bendecida, ¡bendecida por nuestra grandeza!
»Nosotros, los Hombres del Colmillo, somos más. ¡Somos gigantes! ¡Gigantes!
Júbilo atronador. Capturado por el impulso de aquellas palabras, Achamian se encontró llorando. ¿De dónde venía aquella pasión? Vio que por las mejillas de Esmenet descendían lágrimas.
—Así pues, ¿quién es? —gritó Kellhus con voz atronadora—. ¿Quién es el sirviente que habla como un Rey?
Silencio repentino. Las piedras, cubiertas de musgo y hierba, parecieron murmurar. El Profeta Guerrero extendió sus dos brazos luminosos, como en señal de bienvenida, de ruego, de sobrecogedora bendición. Y murmuró…
—Soy yo.
Sin excepción, los hombres se sometían a la jerarquía de lo móvil y lo inamovible. Se levantaban sobre la tierra y viajaban de un lugar a otro. Pero en el caso de Kellhus, incluso su ortodoxia fundamental era inversa: parecía llevar la tierra consigo.
De modo que cuando descendió del estrado y gesticuló en dirección a Incheiri Gotian para que dirigiera la oración de los señores de la Guerra Santa, pareció que el mismo mundo se inclinara. Mientras las voces resonaban entre las paredes, Achamian se secó el sudor de los ojos respirando profundamente el aire húmedo. Pensó en Esmenet, tendida junto a un hombre como aquél, y temió por ella, como si fuera un pétalo cayendo en una gran hoguera… ¡Él era un profeta!
¿Cómo afectaba aquello al odio de Achamian?
Por caminos abiertos entre las piedras, los esclavos llevaron una gran mesa y varias sillas que dejaron en el pasillo central, entre las columpias, para Kellhus y los Grandes Nombres. Con el Colmillo y el Circunfijo suspendidos en lo alto, se sentaron como si fueran a celebrar una comida ritual, aunque sólo bebieron vino aguado. Achamian permaneció rígido durante las conversaciones que siguieron. Parecía surrealista, pero lo que estaban planeando era la conquista de Amoteu, ¡la aproximación a Shimeh! Lo que Kellhus había dicho antes era cierto… habían llegado. Casi.
El tono de la reunión era marcadamente cortés. Los días de discusiones avivadas por el orgullo herido o desmedido habían terminado. Aunque Saubon y Conphas hubieran estado presentes, Achamian no imaginaba a ninguno de los Grandes Nombres recurriendo a sus viejas estratagemas. Kellhus los eclipsaba de una manera tan absoluta que, como los niños, habían perdido todo interés en sus rencillas. Eran suyos hasta la muerte… Reyes y discípulos.
Sin duda, surgieron desacuerdos, pero a los disidentes no se les desdeñaba o se les juzgaba por expresar opiniones contrarias. Como decía el propio Kellhus, si la Verdad era un tirano, los clarividentes no deben temer la opresión. Proyas, en particular, solía hacer preguntas difíciles, y el viejo Gothyelk se las arreglaba para que sus arrebatos se redujeran a quejas. Solamente Chinjosa parecía jugar con una ficha numerada en la manga. Se pedían y se daban razones, y se exploraban y criticaban alternativas, y como por arte de magia la mejor solución parecía surgir por voluntad propia.
El príncipe Hulwarga recibió el honor de liderar la vanguardia, pues se consideraba que sus thunyerios eran los más capaces de capear cualquier sorpresa de los fanim. El Conde–Palatino Chinjosa y sus ainonios, junto con Proyas y sus conriyanos, constituirían el cuerpo principal de la Guerra Santa. Marcharían directamente sobre Shimeh, reuniendo comida y materiales para el sitio. Gotian y los Caballeros Shriah cabalgarían junto a ellos, como guardia personal del Profeta Guerrero y su Santo Séquito. A Gothielk y sus tydonnios se les encomendó la tarea de aislar y reducir Chargiddo, la fortaleza kyraneana que vigilaba los dominios al sudoeste de la frontera entre Amoti y Xerash.
Nadie, ni siquiera Kellhus, parecía saber lo que habían planeado los infieles. Todos los informes, en especial los proporcionados por los Chapiteles Escarlatas por mediación de Chinjosa, indicaban que los Psukari, los cishaurim, no abandonarían Shimeh. Aquello significaba que Fanayal respondería a su avance sobre Amoteu o se replegaría en la Ciudad Santa. En cualquier caso, presentaría batalla. La supervivencia de los cishaurim estaba en juego, lo que significaba que también lo estaba la de Kian. No podía haber duda de que ahora Fanayal estaba reuniendo todos los medios posibles para derrotarles. Aunque Proyas recomendó cautela, el Profeta Guerrero se mostró firme: la Guerra Santa debía golpear de inmediato.
—Nosotros somos cada vez menos —dijo— y ellos más.
Achamian se atrevió varias veces a mirar de soslayo a Esmenet. Una retahila de discretos funcionarios iba y venía, arrodillándose a su lado, haciéndole preguntas o llevándole noticias. Entre uno y otro prestaba atención a las discusiones que tenían lugar en la sala, frente a ella. Achamian se sorprendió estudiando al Nascenti vestido de blanco que se encontraba en un grupo situado detrás del Profeta Guerrero en el que también estaban Werjau y Gayamakri. La novedad de aquello le sorprendió, así como la forma en que la Guerra Santa, que había sido poco más que una invasión migratoria liderada por un estentóreo consejo de caudillos, se había reorganizado en una corte imperial. Aquello no era un Consejo de Grandes y Pequeños Nombres, Kellhus solamente consultaba a sus generales, nada más. Todos ellos habían sido… redireccionados. Y como en el caso del benjuka, las reglas que regían su conducta habían sido completamente reescritas. Incluso las que tenían a Achamian inmovilizado, como visir de un profeta…
Era demasiado absurdo.
Cuando Kellhus disolvió el Consejo, el sol estaba bajo sobre la húmeda campiña. Con la cabeza aturdida por el calor, Achamian esperó a las obligadas oraciones y a las expresiones de felicitación mutua. La combinación del sol y la inactividad hicieron que deseara gritar. Contra toda lógica, se encontró deseando que el pájaro que había visto con anterioridad augurase un ataque del Consulto o algo parecido. Cualquier cosa menos aquél… teatro.
Entonces, como si todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo, se dio por finalizado el Consejo. Los huecos de las piedras entre las ruinas retumbaban con los gritos de los saludos y las conversaciones informales. Rascándose el cuello, Achamian se dirigió hacia los escalones del estrado y, sin ceremonia alguna, se sentó. Sentía la mirada de Esmenet en su espalda, pero los nobles de casta inrithi ya estaban subiendo al estrado para rendirle homenaje. Estaba demasiado cansado para hacer algo más que secarse el sudor de la frente con sus mangas color azafrán.
Una mano le rozó el hombro, como si alguien hubiera pensado en apretárselo y lo hubiera reconsiderado antes de hacerlo. Achamian se volvió y se encontró con Proyas, que con su piel oscura y su toga podría haber sido un príncipe kianene.
—Akka —dijo con un somero gesto de la cabeza.
—Proyas.
Un momento incómodo pasó entre ellos.
—He pensado que debía decírtelo —dijo, obviamente desconcertado—. Deberías ver a Zin.
—¿Te ha mandado él?
El príncipe asintió. Parecía extraño, bastante más maduro, con la barba crecida y trenzada.
—Pregunta por ti —dijo sin convicción—. Deberías ir…
—No puedo —replicó Achamian, con más brusquedad de la que hubiera deseado—. Soy todo lo que hay entre Kellhus y el Consulto. No puedo alejarme de su lado.
Los ojos de Proyas se empequeñecieron por la ira y Achamian no pudo evitar pensar que algo se había roto en el interior de aquel hombre. Respecto a Xinemus, había abandonado la idea de buscar una penitencia de acuerdo con sus términos. Era alguien que no volvería a distinguir entre aflicciones. Lo soportaría todo si podía.
—Antes lo has hecho —dijo Proyas sin alterarse.
—Sólo porque él me lo ha pedido, y en contra de mi voluntad.
¿Por qué aquella repentina necesidad de castigar? Ahora que Proyas le pedía algo, él se sentía empujado a mostrarle un reflejo de su indiferencia insensible, a cargarle con sus propios pecados. Incluso entonces, incluso después de todo lo que Kellhus le había enseñado, Achamian albergaba en su corazón resentimientos y sentía la necesidad de mostrarlos. «¿Por qué siempre hago esto?»
Proyas parpadeó y apretó los labios.
—Deberías ir a ver a Xinemus —dijo esta vez sin ocultar su resentimiento. Se marchó sin despedirse.
Demasiado aturdido para pensar, Achamian contempló a los nobles de casta reunidos. Gaidekki e Ingiaban bromeaban, lo cual no era sorprendente. Iryssas farfullaba intentando seguirles. A veces parecía no haber cambiado desde los tiempos de Momemn. Gotian reprendía a un Caballero Shriah. Soter y otros ainonios parecían estar riéndose al ver a Uranyanka besando la rodilla del Profeta Guerrero. Hulwarga permanecía mudo, a la sombra de Yalgrota, el mozo de su hermano muerto. Todo el mundo charlaba formando pequeños círculos entrelazados, como los eslabones de una armadura más grande…
La idea golpeó a Achamian sin avisar.
«Estoy solo.»
No sabía nada de su familia, excepto que su madre había muerto. Despreciaba a su Escuela casi tanto como su Escuela le despreciaba a él. De una forma u otra, había perdido a todos sus estudiantes, que se habían pasado al lado de los Dioses. Esmenet lo había traicionado…
Tosió y tragó saliva y se maldijo por idiota. Llamó a un esclavo que pasaba junto a él, un adolescente de aspecto hosco al que ordenó que le llevara vino. «Mira —pensó para sus adentros cuando se alejó el muchacho—, tienes un amigo.» Con los antebrazos sobre las rodillas, miró sus sandalias y frunció el entrecejo al ver sus uñas mal cortadas. Pensó en Xinemus. «Debería verle…»
Cuando la sombra se sentó en los escalones junto a él no se volvió. El aire se impregnó de olor a mirra. De alguna manera, en algún rincón juvenil y traicionero de su alma, sintió una enorme alegría, aunque sabía que no era Esmenet.
—¿Ya es hora? —preguntó Achamian.
—Pronto —dijo Kellhus.
Achamian había llegado a temer las diarias sesiones nocturnas con la Gnosis. Comprender intuitivamente conceptos lógicos o aritméticos ya era asombroso, pero hacer lo mismo con las antiguas Palabras–Guerra era algo totalmente distinto. ¿Cómo podía no temerlas, cuando aquel hombre había superado sin esfuerzo alguno su capacidad de comparar o categorizar?
—¿Qué te preocupa, Akka?
«¿Y tú qué crees?», espetó algo en su interior. En vez de eso se volvió hacia Kellhus y preguntó:
—¿Por qué Shimeh?
Los ojos azul claro le escudriñaron en silencio.
—Dices que has venido a salvarnos —prosiguió Achamian—. Lo reconoces. ¿Por qué entonces, estando nuestra condenación en Golgotterath, seguimos hasta Shimeh?
—Estás cansado —dijo Kellhus—. Quizá deberíamos reanudar nuestros estudios maña…
—Estoy bien —espetó Achamian, que de inmediato se arrepintió de su osadía—. El sueño y los Maestros del Mandato —añadió si convicción— son viejos enemigos.
Kellhus asintió sonriendo con tristeza.
—Tu dolor… todavía te abruma.
Por alguna traicionera razón, Achamian dijo:
—Sí.
El número de inrithi se había reducido. A una distancia discreta se habían reunido varios personajes que obviamente esperaban a Kellhus, pero él les señaló con un gesto que se retiraran. Pronto se encontraron solos, Achamian y Kellhus, sentados juntos en el borde del estrado, viendo las sombras crecer y congregarse en las ruinas circundantes. Un viento seco cayó desde el cielo. Achamian cerró los ojos y saboreó el beso fresco sobre su piel y escuchó el murmullo por entre las plantas que se apiñaban más allá de la sala. De vez en cuando, una abeja dejaba oír su zumbido a intervalos.
Aquello le recordó a Achamian los tiempos en que se escondía de su padre en los barrancos, lejos de las playas. El silencio oculto entre la multitud de cosas vivas. La sensación de la luz decreciente. El cielo sin límites. Parecía un momento sin consecuencias, donde el profundo reposo de lo que era ahuyentaba todos los pensamientos del pasado o del futuro. Incluso olía la piedra enfriándose en las sombras crecientes.
Parecía imposible que Shikol hubiera morado en aquel lugar.
—¿Sabías —dijo Kellhus— que hubo un tiempo en que escuchaba el mundo y no oía más que ruido?
—No… no lo sabía.
Kellhus alzó la cara al cielo y cerró los ojos. La luz del sol penetró en las profundidades sedosas de su pelo.
—Ahora es diferente… Hay algo más que ruido, Akka. Hay voz.
Un estremecimiento como cuerdas húmedas en la piel de Achamian.
Sus ojos se fijaron en el horizonte. Kellhus se pasó las palmas de las manos por los muslos, tocando los pliegues de su vestimenta. Achamian creyó ver los halos de oro alrededor de sus dedos.
—Dime, Akka —dijo Kellhus—. ¿Qué ves cuando te miras en el espejo? —Hablaba como lo haría un niño aburrido.
Achamian se encogió de hombros.
—A mí mismo.
Una mirada de profesor indulgente.
—¿Estás seguro? ¿Te ves mirando a través de tus ojos o simplemente ves tus ojos? Deshazte de tus prejuicios, Akka, y pregúntate lo que realmente ves.
—Mis ojos —admitió—. Simplemente, veo mis ojos.
—Entonces no te ves a ti mismo.
Achamian no podía más que mirar de soslayo su perfil, estupefacto.
La sonrisa de Kellhus transmitía una travesura intelectual.
—Entonces, ¿dónde estás si no te ves?
—Aquí —replicó Achamian después de un momento de duda—. Estoy aquí.
—¿Y dónde está el «aquí»?
—Está… —Frunció el entrecejo durante un momento—. Está aquí… dentro de lo que ves.
—¿Aquí? Pero ¿cómo puedes estar aquí —Kellhus rió— si aquí estoy yo y tú estás ahí?
—Pero… —Achamian se rascó la barba con exasperación—. ¡Tú juegas con las palabras! —exclamó.
Kellhus asintió con una expresión enigmática y desconcertada al mismo tiempo.
—Imagínate —dijo— que pudieras coger el gran océano en toda su inmensidad y comprimirlo en la forma y la proporción de un hombre. Hay profundidades, Akka, que van hacia adentro y no hacia abajo, que no tienen límite. Lo que llamamos Exterior reside dentro de nosotros, y está en todas partes. Ésta es la razón por la que, estemos donde estemos, es siempre aquí. No importa dónde osemos ir, siempre estamos en el mismo sitio.
Metafísica, comprendió Achamian. Estaba hablando de metafísica.
—Aquí —repitió Achamian—. ¿Estás diciendo que aquí es un lugar fuera de todo lugar?
—Así es. Tu cuerpo es tu superficie, nada más. El punto donde tu alma se abre al mundo. Incluso ahora, cuando nos miramos el uno al otro a través de este arco, desde dos sitios diferentes, también estamos en el mismo lugar, en la misma ninguna parte. Me veo a mí mismo a través de tus ojos, y tú te ves a través de los míos, aunque no lo creas así.
De alguna manera, en algún momento, la percepción se había convertido en una forma de horror. Farfulló.
—¿S–somos la misma persona? —Kellhus estaba diciendo aquella locura… ¡Kellhus!
—¿Persona? Sería más preciso decir que somos el mismo aquí… Pero en cierto modo sí. Igual que no hay sino un Aquí, no hay sino una Alma, Akka, abriéndose al mundo en muchos lugares distintos. Y casi siempre, sin darse cuenta de ello.
¡Estupideces nilnameshi! Tenían que ser…
—Eso es sólo metafísica —dijo en el mismo instante en que Kellhus murmuraba: «Eso es sólo metafísica».
Achamian se quedó boquiabierto, mudo de asombro. Su corazón martilleaba como si intentara recuperar su ritmo violentamente. Durante un momento intentó decirse a sí mismo que el único que había hablado era Kellhus, pero el sabor de las palabras estaba demasiado fresco en su boca. El silencio gemía con un extraño horror, con una sensación de trastorno distinta de cualquier otra que hubiera experimentado antes, con una percepción de las cosas una vez sagradas e intactas y ahora rotas… ¿Quién había hablado?
El mundo giró bajo la luz refractada del sol.
«Él es yo… ¿De qué otra forma podría saber lo que sabe?»
Como si no hubiera ocurrido nada especial, Kellhus dijo:
—Dime, ¿cómo es que ciertas palabras pueden obrar milagros mientras que otras no?
Achamian tragó saliva tratando de recordar lo que sabía.
—Los nohombres creían que lo que hacía posible la hechicería era el lenguaje. Pero cuando los hombres empezaron a reproducir sus Palabras en lenguas bastardas, se hizo evidente que aquello no era tan… —Respiró profundamente, comprendiendo que con aquella pregunta Kellhus había hecho patente no sólo la ignorancia de Achamian, sino la de todos los hechiceros vivos. «En realidad no entiendo nada.»
»Son los significados —continuó—. Los significados son distintos. Nadie sabe por qué.
Kellhus asintió y miró el dobladillo de su toga. Cuando volvió a mirar a Achamian, éste vio un brillo en sus ojos imposible de igualar.
—La palabra «amor» ¿significa lo mismo que ha significado siempre o el significado es diferente para ti?
Recompensar el intelecto y castigar el corazón. Con Kellhus siempre era lo mismo.
—¿Qué estás diciendo?
—Que el significado es distinto porque lo que evoca es distinto.
«Esmenet.»
—Así pues, ¿estás diciendo que las palabras hechiceras evocan algo que las demás no? —preguntó Achamian con más acaloramiento del que hubiera deseado. El desdén se había apoderado de su rostro—. ¿Qué podrían evocar las palabras? Las palabras no son… —Se detuvo, con la voz silenciada por una comprensión repentina. «Una alma…»
—No las palabras, Akka. Tú. ¿Qué recuerdas que pueda hacer milagros de las simples palabras?
—N–no lo entiendo.
—Sí lo entiendes.
Achamian parpadeó tratando de contener las absurdas lágrimas que asomaban a sus ojos. Pensó en los Chapiteles Escarlatas y su complejo en Iothia, y en el mundo desmoronándose entre sus dedos extendidos. Y recordó los significados que habían surgido con estruendo desde su pecho y su alma, la canción que convulsionaba el mundo, imponiendo el fuego en el aire vacío, la luz en las negras sombras y la devastación en todo lo que ofendía. ¡Las palabras! ¡Las palabras que constituían su vocación…! ¡su maldición! Las palabras que exigían lo imposible…
El castigo del mundo.
¿Cómo podía decir un simple hombre cosas como aquéllas?
—Nos arrodillamos ante los ídolos —dijo Kellhus—, abrimos nuestros brazos al cielo. Suplicamos a las distancias, nos aferramos al horizonte… Miramos hacia el exterior, Akka, siempre hacia el exterior, buscando lo que hay dentro… —Puso una mano sobre su pecho—. Buscamos lo que hay aquí en el Claro que compartimos.
El sol había traspasado el umbral carmesí. El aire parecía púrpura y las ruinas aparecían bañadas por el rojo. La brisa de hacía unos momentos había dado paso a una corriente templada por el sol.
—El Dios —dijo Achamian, aunque con una voz que no era la suya—. Estás diciendo que ésa… que esa alma que mira desde detrás de nuestros ojos es el Dios. —Aunque estaba pronunciando aquellas palabras, aunque sabía bien lo que significaban, de alguna manera escapaban a su comprensión, surgían de él sin fuerza de convicción o entendimiento. Achamian se cogió los hombros sintiendo un estremecimiento en su robusto cuerpo.
—Todos somos Dios —dijo Kellhus, solemne y entusiasmado, como un padre alentando a un hijo apaleado—. El Dios está siempre aquí, mirando por tus mismos ojos, y por los ojos de los que te rodean. Pero olvidamos quiénes somos, y empezamos a pensar en el aquí como en otro allí. Separados, aislados, abyectos ante la inmensidad del mundo. Lo olvidamos… Aunque no todos lo olvidamos de la misma forma. —Kellhus clavó sus ojos en él con una mirada implacable—. A los que olvidan lo mínimo les llamamos los Escogidos.
Había habido un momento, caminando por los fieros salones de Iothia, en que se había puesto a prueba la cólera de Achamian, cuando dudó al comprender que ya no se reconocía a sí mismo. Había gritado con la voz de Seswatha y había pronunciado palabras que habían trascendido incluso más allá del círculo de aquella antigua individualidad, Palabras que habían transformado lo difícil en bondadoso, lo real en…
¿Quién había sido? ¿Quién?
—Hablar hechicería, Akka, es hablar con palabras que evocan la Verdad.
—La verdad —repitió Achamian aturdido. Comprendía lo que Kellhus decía, lo sabía, y sin embargo, algo en su interior se resistía a admitirlo—. ¿Qué verdad?
—Que ese lugar, detrás de nuestro rostro, aunque separado por naciones y épocas, es el mismo lugar, el mismo aquí. Que cada uno de nosotros ve el mundo a través de innumerables ojos. Que nosotros somos el Dios al que adoraríamos.
A Achamian le pareció que lo recordaba, que al otro lado de mares, montañas y llanuras vio al Dios parpadear mil veces ante mil hogares. Una hija mirando a su padre dormitando. Una anciana esposa cogiendo el brazo de su marido con sus manos manchadas por la edad. Un hombre escupiendo sangre, golpeando el suelo terroso, angustiado. Aquí, ahora, en este lugar… ¿De qué otra forma podrían explicarse las Palabras de Llamada o de Compulsión? ¿De qué otra forma podrían explicarse los Sueños de Seswatha?
—Durante mucho tiempo —dijo Kellhus—, creíste que eras un paria, un marginado. Y aunque tu lengua estaba siempre dispuesta a abordar a los que te condenaban, vivías con vergüenza. Los observabas y te maldecías por tener esperanzas. Siempre más fuerte a juicio de otros, o eso parecía. Siempre tan seguros. Y siempre incapaces de ver, ¡idiotas!, lo extraordinario que eras en realidad. Escupían cuando te miraban. Reían, y aunque tú hacías de su escarnio una evidencia de su estupidez, en tus momentos secretos sufrías, llorabas y preguntabas: «¿Por qué tengo que estar maldito? ¿Por qué tengo que estar condenado?».
Y Achamian pensó: «¡Él es yo!».
Kellhus sonrió y de alguna manera —imposible— Achamian vio a Inrau en la expresión iridiscente de su mirada.
—Cada uno de nosotros es el otro.
«Estoy doblegado… ¡Algo me pasa!»
—Porque eres un hombre piadoso nacido en un mundo incapaz de comprender tu piedad. Pero todo eso cambia conmigo, Akka. Las viejas revelaciones han sobrevivido a la época para la que se concibieron y yo he venido a revelar las nuevas. Yo soy el Camino más Corto, y digo que no estás condenado.
En el tumulto de pasiones que le invadían, algo viejo y arcano susurró el Catecismo del Mandato. «Aunque pierdas tu alma, ganarás el…»
Pero Kellhus hablaba de nuevo, con una entonación que parecía resonar en el aire cálido de la noche y surgir desde el mismo corazón de las cosas.
—Las palabras de un hechicero obran milagros porque evocan al Dios… ¡Piensa en ello, Akka! ¿Qué significa ver el mundo como lo ven los hechiceros? ¿Qué significa aprehender el onta? La mayoría ven el mundo a través de un par de ojos. Perciben la Creación desde un solo lugar, desde un ángulo entre muchos. Pero los Escogidos, los que recuerdan, sin importar con qué imperfección, la voz del Dios, poseen la perspectiva de muchos ángulos, la memoria de miles de ojos que miran desde el espacio que llamamos aquí. En consecuencia, cualquier cosa que ven se transforma, ensombrecida por la insinuación de más.
»Y piensa en la Marca… Para la mayoría, la hechicería es indistinguible del mundo. ¿Cómo podría ser de otra manera si perciben el mundo desde un solo ángulo? Para alguien que no puede moverse, la fachada es el templo. Pero a los Escogidos, que vislumbran muchos ángulos, la hechicería debe parecerles incompleta, porque si la verdadera voz de Dios habla a la totalidad de ángulos, los Escogidos están constreñidos por la oscuridad e imperfección de sus evocaciones. Sólo pueden conjurar las fachadas…
Parecía obvio. Todas las analogías de los hechiceros como blasfemos, como abusadores de la divinidad interior, como imitadores de la sagrada canción del Dios, no eran sino una burda aproximación, un endeble vislumbre de una verdad que Kellhus guardaba en su regazo.
—Y los cishaurim —se sorprendió diciendo Achamian—. ¿Qué hay de ellos?
El Profeta Guerrero se encogió de hombros.
—Piensa en la forma en que el fuego envuelve el mundo al iluminar un campamento. A menudo, la luz de lo que vemos nos ciega y llegamos a pensar que existe un ángulo y sólo un ángulo. Aunque saben que no es así, ésta es la razón por la que los cishaurim se ciegan. Sofocan el fuego de sus ojos, arrancan el único ángulo desde el que ven, para asir mejor los muchos que recuerdan. Sacrifican las sutiles articulaciones del conocimiento por las incipientes profundidades de la intuición. Recuerdan con pasión el tono y el timbre de la voz del Dios, casi hasta la perfección, incluso cuando se les escapan los significados que constituyen la verdadera hechicería.
Allí estaban los misterios de la Psukhe que habían desconcertado a los pensadores de la hechicería durante siglos, desvanecidos en un puñado de palabras.
El Profeta Guerrero se volvió hacia él, cogiéndole el hombro con su mano brillante.
—La verdad del Aquí es que está en Todas Partes. Y esto, Akka, es lo que significa estar enamorado: reconocer el Aquí en el interior del otro, ver el mundo con los ojos del otro. Estar aquí juntos.
Sus ojos, luminosos de sabiduría, parecían insoportables.
El mundo se libraba de los últimos rayos de sol y las sombras se alargaban como tinta. La noche acechaba los caminos en ruinas de Charaoth.
—Ésa es la razón por la que sufres tanto… Cuando lo que había aquí se separa de ti, como se separó ella de ti, parece que no exista lugar alguno en el que puedas estar.
Un mosquito osó zumbar en el aire alrededor de sus orejas.
—¿Por qué me dices esto? —gritó Achamian.
—Porque no estás solo.
La esclavitud le sentaba bien.
Incluso más que Yel o Burulan, Fanashila adoraba su nueva posición en la vida. Mimando a su dueña por las mañanas, dormitando por las tardes y mimando a su dueña de nuevo por las noches. El oro. El perfume. La seda. Los cosméticos que Esmenet le dejaba utilizar. La sensación de poder. Las exquisiteces que Esmenet le dejaba probar. Fanashila era jami, una de las esclavas originarias del Palacio de Fama, en Caraskand. ¿Cómo podía eso compararse con la libertad de perseguir cabras?
Naturalmente, Opsara las maldecía cuando podía, la muy bruja. «¡Son idólatras! ¡Esclavistas! ¡Debemos cortarles el cuello, no besar sus pies!» Una y otra vez, una y otra vez. Pero Opsara tenía sangre kianene —era uftaka—, y todo el mundo sabía que los uftaki eran poco más que sirvientes que se pavoneaban como si fueran nobles. Incluso los de su propia clase los despreciaban. ¿Qué quería decir aquello?
Además, pese a toda la charlatanería de Opsara, su pupilo, el pequeño Moenghus, parecía perfectamente saludable. Fanashila incluso se atrevió a decirlo una noche en la sala de las esclavas. Estaban sentadas en su lugar de costumbre —el que señalaba su importancia—, cogiendo arroz de sus cuencos, mientras Opsara no cesaba de pontificar sobre el asesinato de sus dueños inrithi.
—Bien —espetó Fanashila—, ¡pero tú vas primero!
Yel y las demás estallaron en risotadas. Sin proponérselo, Fanashila había encontrado la manera de hacer callar a Opsara. Cuando ésta empezaba de nuevo, Fanashila negaba con la cabeza orgullosamente y dejaba escapar una risita porque sabía que su ocasión no tardaría en presentarse de nuevo.
Si algo desagradaba a Fanashila, era la ceremonia del Arrodillamiento, en que ella y las demás eran conducidas por los supervisores al santuario de Umbilica. Allí, un Sacerdote Shriah daba un sermón —del que Fanashila entendía solamente algunos fragmentos—, después se las forzaba a rezar en voz alta en el semicírculo de los ídolos. Algunos eran grotescos, como la cabeza cortada de Onkis sobre un árbol de oro. Otros eran obscenos, como Ajokli, con el mentón apoyado en su falo. Otros eran hermosos, como el severo Gilgaol, o la voluptuosa Gierra, aunque las piernas separadas de ésta hicieran enrojecer a Fanashila.
El Sacerdote Shriah les llamaba Aspectos del Dios. Pero Fanashila conocía un apelativo mejor. Eran demonios.
Pero ella rezaba de todos modos como le ordenaban. En ocasiones, mientras los supervisores estaban distraídos, ella desviaba la mirada del lascivo demonio que tenía delante y examinaba los brocados de los paneles que agasajaban las Dos Cimitarras de Fane. Estaban por todas las paredes del recinto, como señal de la fe de su pueblo. A continuación repetía en silencio las palabras que había oído tantas veces en el Tabernáculo.
«Uno para El que No Cree… Uno para el Ojo Invisible…»
Aquello, resolvió, tenía que ser suficiente. ¿Qué podía haber de malo en rezar a los demonios cuando el Dios Solitario lo ordenaba todo? Además, los demonios escuchaban… Respondían a sus oraciones. ¿Por qué otro motivo iban a ser los idólatras los esclavistas y los fieles los esclavos?
Por la noche, los supervisores conducían a las mujeres a la sala de las alfombras, la gran tienda donde dormían sobre magníficos felpudos, que según dijeron esos supervisores habían sido saqueados en las fortalezas de sus fallecidos señores kianene. Algunas lloraban durante la noche. A otras, en especial a las que eran hermosas o causaban problemas, se las llevaban en la oscuridad de la noche. A veces volvían, otras veces no. Pero por lo que respectaba a Fanashila, aquello no era asunto suyo. Sólo había que hacer… Tan sencillo como eso. Haz y se te recompensará o, cuando menos, te dejarán en paz.
Eso era lo que recordaba de la noche en que se la llevaron. Hizo todo lo que le dijeron. ¡Era la norma! No la harían desaparecer, ¡no a ella! Ella había lavado los pies de su Profeta Guerrero…
Esmenet nunca lo permitiría. ¡Nunca!
Koropos, el supervisor, un antiguo esclavo cironji de los kianene, se negó a responder a las preguntas que ella le susurró. Con mano firme la condujo entre los cuerpos tumbados que dormían en el suelo hasta la antecámara donde dormían los supervisores. Al principio estaba segura de que querían acostarse con ella. Había visto sus sonrisas maliciosas cuando la observaban, en especial la de Tirius, el liberto nansur. Habían violado a muchas otras. Pero ¿se atreverían a hacerlo con ella? Lo único que tenía que hacer era llamar a Esmenet y les cortarían la cabeza.
Así se lo dijo a Koropos.
—Díselo a él —le espetó el viejo enjuto. Después la sacó a través de la cortina de látigos (la entrada tradicional de las dependencias de los esclavos inrithi) al aire fresco de la noche.
En la penumbra de la noche había un hombre alto e indómito. A su espalda, el campamento se extendía oscuro y laberíntico en la distancia. Debido a la anónima sencillez de su vestimenta, una túnica bajo una capa cironji, tardó un poco en reconocerle… ¡Werjau, de los Nascenti!
Ella se arrodilló con la barbilla sobre el esternón como le habían enseñado.
—Mírame —dijo, con tono firme pero amable—. Dime, ¿qué rumores son ésos que he oído?
Sintiéndose aliviada, desvió la mirada con recato. A Fanashila le encantaban los chismorreos. Casi tanto como llamar la atención.
—¿A q–qué rumores te refieres?
Werjau le sonrió y se colocó tan peligrosamente cerca de ella que advirtió el olor agrio de su entrepierna. Le puso el pulgar en la barbilla. Ella se estremeció cuando siguió el perfil de sus labios.
—Que todavía son amantes —dijo. Aunque su mirada era distante, algo pareció… sonreír en su tono.
Fanashila tragó saliva, asustada de nuevo.
—¿Quién? —preguntó, reteniendo las lágrimas.
—La Profeta Consorte y el Sagrado Tutor.