Joktha
Con pieles de alce camino por la hierba. La lluvia cae y limpio mi cara en el cielo. Oigo recitar las Oraciones del Caballo, pero mis labios están lejos. Resbalo entre la hierba y ramitas inmóviles, en sus palmas me regodeo. Entonces me llaman y me encuentro entre ellos. Apenado, me alegro. Pálida vida sin final. Ésta es la mía. |
Anónimo, Los cánticos nohombres |
Principios de primavera, año del Colmillo 4112, Joktha
De algún modo, se despertó más viejo.
En una ocasión, mientras cabalgaban por la ribera sur de Shigek, Cnaiur y sus hombres dieron un descanso a sus caballos en las ruinas de un antiguo palacio. Dado que no cabía ni pensar en encender fuego, desenrollaron sus esteras en la oscuridad junto a un tramo de muro. Cuando Cnaiur se despertó, el sol bañaba las piedras situadas por encima de él y se quedó mirando las figuras en relieve con la cara llena de serenidad y posturas rígidas e indolentes al mismo tiempo, como las representaciones de la antigüedad. Y allí, de forma imposible, al principio de una larga hilera de prisioneros, se encontraba una figura con los brazos cubiertos de las cicatrices, besando el talón de un rey extranjero.
Un scylvendio de otra era.
—¿Sabes —decía una voz— que realmente sentí pena cuando el último de los tuyos pereció en Kiyuth? —Era una voz a la que parecía gustarle su propio sonido—. No… pena no es la palabra adecuada. Más bien pesar. Pesar. Todos los viejos mitos derrumbados en aquel momento. El mundo se volvió más débil. Estudié a tu gente, a fondo. Aprendí vuestros secretos, vuestras vulnerabilidades. Ya de niño sabía que algún día os humillaría. ¡Y allí estabais! Pequeñas figuras en la distancia, corriendo y aullando como monos presas del pánico. ¡El Pueblo de la Guerra! Y pensé: «No hay nada invencible en este mundo. Nada que no pueda conquistar».
Cnaiur soltó un grito ahogado y parpadeó para contener las lágrimas de miedo que anegaban sus ojos. Estaba tendido en el suelo, con los brazos atados tan fuerte que apenas los sentía. Una sombra se inclinó sobre él y le secó la cara con un trapo húmedo y fresco. ¿Quién?
—Pero tú —prosiguió la sombra. Negó con la cabeza como si se dirigiera a un niño simpático pero exasperante—. Tú…
Con los ojos despejados, Cnaiur se quedó mirando su entorno. Estaba tendido en una especie de tienda de campaña. Los paneles de lona se abombaban formando un vértice sobre él. En el rincón más lejano había unos cuantos objetos cubiertos de sangre apelmazada: su arnés y su impedimenta. Una mesa con cuatro sillas de campaña encuadraban al hombre que se ocupaba de él, que debía de ser un oficial de alguna clase a juzgar por la elegancia de su armadura y sus armas. La capa azul indicaba que era general, pero las magulladuras de su cara…
El hombre escurrió agua de color rosado en un lavamanos de cobre situado junto a la cabeza de Cnaiur.
—Lo irónico —decía— es que en este asunto no significas nada. El único motivo de preocupación del imperio es ese Anasurimbor, ese Falso Profeta. Sea cual sea tu importancia, se deriva de él. —Un resoplido—. Yo lo sabía, y aun así dejé que me provocaras. —La cara se oscureció momentáneamente—. Fue un error. Ahora lo veo. ¿Qué son los maltratos de la carne comparados con la gloria?
Cnaiur miró al desconocido. ¿La gloria? La gloria no existía.
—Tantos muertos —dijo el hombre con un humor atribulado—. ¿Fuiste tú quien diseñó esa estrategia? Hacer agujeros en los muros. Forzarnos a perseguirte a ti y a tus ratas hasta vuestra madriguera. Sorprendente. Casi deseé que hubieras sido tú allá en Kiyuth. Entonces yo lo sabría, ¿verdad? —Se encogió de hombros—. Así es como los Dioses se prueban a sí mismos, ¿no? ¿El derrocamiento de los demonios?
Cnaiur se puso rígido. Algo involuntario recorrió su interior.
El hombre sonrió.
—Sé que no eres humano. Sé que somos parientes.
Cnaiur intentó hablar pero no logró más que soltar un graznido. Se pasó la lengua por los labios. Cobre y sal. Con el ceño fruncido, el hombre levantó un recipiente y vertió agua bendita en su boca.
—¿Eres —dijo Cnaiur ásperamente— un dios?
El hombre le miró de forma extraña. La luz del farol caía como líquido sobre las figuras elaboradas de su coraza. Su voz tenía un tono estridente.
—Sé que me quieres… Con frecuencia los hombres golpean a los que les quieren. Las palabras les fallan y entonces hacen intervenir los puños… Lo he visto muchas veces.
Cnaiur echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos con dolor. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Por qué estaba atado?
—También sé —prosiguió el hombre— que le odias.
«Le». No podía haber ningún equívoco en la intensidad de la palabra. El dunyaino. Hablaba del dunyaino, y como si fuera su enemigo, nada menos.
—Tú no quieres —dijo Cnaiur— levantar tus armas contra él…
—¿Y por qué es así?
Cnaiur se volvió hacia él, parpadeando.
—Él conoce el corazón de los hombres. Controla sus principios y determina así sus finales.
—Ésa es la razón por la que incluso tú —espetó el general anónimo— has sucumbido a la locura general. La religión… —Se volvió hacia la mesa, sirviéndose algo que Cnaiur no podía ver desde el suelo—. Tú sabes, scylvendio, que yo creía que había encontrado a un igual en ti. —Su voz era despiadada—. Incluso había contemplado la posibilidad de hacerte mi Exalto–General.
Cnaiur frunció el entrecejo. ¿Quién era aquel hombre?
—Absurdo. Lo sé. Completamente imposible. El ejército se amotinaría. ¡La muchedumbre se precipitaría sobre las Cumbres Andiamine! Pero no puedo evitar pensar que, con alguien como tú, podría eclipsar incluso a Triamis.
Horror creciente.
—¿Lo sabías? ¿Sabías que estuviste en presencia del Emperador? —Levantó el cuenco de vino a manera de saludo, bebiendo un trago largo—. Yo, Ikurei Conphas —dijo gritando después de tragar—. Conmigo ha renacido el Imperio, scylvendio. Soy Kyraneas. Soy Cenei. ¡Pronto los Tres Mares besarán mis rodillas!
Sangre y muecas. Gritos estruendosos. Fuego. Todo volvió a él: el horror y el éxtasis de Joktha. Y ahora estaba allí. Conphas. Un dios con la cara amoratada.
Cnaiur se rió, profundamente, con toda la garganta.
Durante un momento, el hombre se quedó estupefacto, como si le obligaran de repente a calcular la magnitud de una incapacidad desconocida.
—Juegas conmigo —dijo con lo que parecía un verdadero desconcierto—. Te burlas de mí.
Cnaiur comprendió que había sido sincero, que Conphas sentía cada una de las palabras que había dicho. Naturalmente que estaba desconcertado. Había reconocido a su hermano. ¿Cómo podría su hermano no reconocerle a su vez?
El Caudillo de los Utemot rió aún más fuerte.
—¿Hermano? Tu corazón es estridente y tu alma sencilla. Tus exigencias son absurdas, las pronuncias sin comprenderlas realmente, como las demostraciones de orgullo bobo de una madre. —Cnaiur escupió rosa—. ¿Igual? ¿Hermano? No tienes lo necesario para ser mi hermano. Eres una cosa de arena. No tardarán en darte una patada y arrojarte al viento.
Sin mediar palabra, Conphas dio un paso adelante y colocó el tacón de una de sus sandalias sobre la cabeza de Cnaiur. El mundo destelló, oscuro.
Cnaiur reía socarronamente, incluso mientras la sangre caliente salía por entre sus dientes. Con lo que le pareció ser una claridad imposible, oyó que el Exalto–General se retiraba y percibió el crujido del cuero sobre su coraza y el sonido de su vaina sobre su falda de piel. El hombre apartó la portezuela y salió al exterior, ya gritando nombres. Cnaiur sintió que se deslizaba entre inmensidades: la tierra contra la que aprisionaba cruelmente su maltrecho cuerpo y el alboroto de hombres y sus fatales propósitos.
«Al fin. —Algo profundo rió en su interior—. Al fin se acaba.»
El General Sompas entró unos instantes después con la cara adusta y el cuchillo desenvainado. Sin vacilar, se arrodilló junto a Cnaiur y empezó a cortar las ligaduras de cuero.
—Los demás esperan —dijo en voz baja—. Tu Chorae está en la mesa.
Cnaiur replicó con un susurro forzado:
—¿Adónde me llevas?
—Con Serwe.
El general no tuvo ningún problema para conducir al prisionero scylvendio al extremo más oscuro del campamento nansur. Pasaron frente a varios centinelas, a través de zonas bulliciosas llenas de un aire festivo. Nadie cuestionó el hecho de que el general llevara uniforme de capitán. Eran el ejército de un brillante y excéntrico líder. Sus extrañas maneras no le habían impedido la victoria o la venganza una sola vez. Y Biaxi Sompas era su hombre.
—¿Es siempre así de fácil? —preguntó Cnaiur a la criatura.
—Siempre —respondió.
En la oscuridad, bajo unos algarrobos, Serwe y uno de sus hermanos les esperaban junto con ocho caballos cargados de suministros. No había amanecido todavía cuando oyeron tras ellos el primero de los cuernos, débil en la distancia.
Había una palabra que perseguía al Emperador Ikurei Conphas, una palabra que él siempre había contemplado desde el exterior.
Terror.
Se sentó cansado, apoyándose contra el respaldo de su silla de montar, viendo cómo las antorchas se movían por entre los árboles que se extendían frente a él. Sompas esperaba silenciosamente a su derecha, como algunos otros. Del campamento, tras ellos, surgían algunos gritos. La oscuridad estaba repleta de luces escrutadoras.
—¡Scylvendio! —gritaba Conphas en la oscuridad—. ¡Scylvendio! —No necesitaba mirar a sus oficiales para ver sus expresiones inquisitivas.
¿Qué le ocurría a aquel hombre… a aquel desalmado? ¿Cómo le había afectado aquello? Pese al odio que los nansur sentían por los scylvendios, estaban perversamente enamorados de ellos. Había una mística y una virilidad en ellos que trascendía los miles de normas que coartaban las relaciones entre los hombres civilizados. Si los nansur sonsacaban y negociaban, los scylvendios simplemente cogían, arrebataban. Era como si hubieran abrazado la violencia más absoluta, mientras los nansur la habían partido en mil pedazos que colocaban como teselas en el mosaico multiforme de su sociedad.
Les hacía parecer… más varoniles.
Y aquel scylvendio, aquel Caudillo utemot. Conphas había sido testimonio de ello, tanto como cualquiera de los Columnarios que habían temblado ante él en Joktha. A la luz del fuego, los ojos del bárbaro habían sido como carbones en su cráneo. Y la sangre le había dado el color de su verdadera piel. Los brazos batientes, la voz estruendosa y las declaraciones que encerraba su pecho. Todos habían visto al Dios. Todos habían visto al pavoroso Gilgaol erguido tras él, como una gran sombra cornuda…
Y ahora, después de haber luchado con él hasta derribarle como a un toro lunático, después del prodigio de haberle capturado —¡de capturar la Guerra!—, simplemente había desaparecido.
Cememketri insistió en que no se había utilizado ningún tipo de hechicería, y por primera vez Conphas apreció la sospecha maníaca que su tío sentía por el Saik. ¿Podrían haberlo hecho ellos, o quizá, como Cememketri sugirió nerviosamente, los Sin Cara? Algunos de sus soldados sostenían que habían visto a Sompas conduciendo al scylvendio por el campamento, algo completamente imposible, pues Conphas había estado con él inmediatamente después de haber dejado al scylvendio.
Los Sin Cara… o espías–piel, como les había llamado el Maestro del Mandato.
Desde que supo por Cememketri que Xerius había sido asesinado por uno de aquellos seres bajo la forma de su abuela, Conphas se había sorprendido repitiendo los argumentos absurdos del Mandato, desde aquel día en Caraskand, cuando debatieron el destino del Príncipe de Atrithau. No eran cishaurim, Conphas estaba seguro. Estaba incluso más claro ahora que Xerius había muerto. ¿Por qué iban a matar los cishaurim al único hombre que podía salvarlos?
No eran cishaurim, pero ¿les convertía eso en miembros del Consulto, como afirmaba el Mandato? ¿Eran aquéllas realmente las primeras horas del Segundo Apocalipsis?
Terror. ¿Cómo podía no estar aterrorizado?
Durante todo aquel tiempo, Conphas había asumido que él y su tío habían estado al corriente de todo lo que sucedía. Tramaran lo que tramasen los demás, ellos sabrían de qué se trataba, o eso creía. ¡Qué presunción tan equivocada! Durante todo el tiempo, otros habían sabido, habían vigilado, sin que él tuviera la más mínima idea de sus intenciones.
¿Qué estaba sucediendo? ¿Quién gobernaba aquellos acontecimientos?
No el Emperador Ikurei Conphas I.
Con el rostro aquilino recortado por la luz de la antorcha, Sompas le miró expectante, aunque como los demás se reservó su opinión. Eran conscientes de su estado de ánimo y comprendían que era algo más que rudo. Conphas escudriñó la campiña iluminada por la luna sintiendo la desconsolada punzada que todos los hombres sienten al enfrentarse a las dimensiones del mundo que se ha tragado a todos los que deseaban. Fuera el único o estuviera solo, sería inútil.
Pero no era uno solo. Él era muchos. Tenía la habilidad de ceder voz y miembros a la voluntad de otro: ahí residía el verdadero genio de los hombres. La habilidad de arrodillarse. Con un poder como aquél, Conphas comprendió que nunca más estaría confinado al aquí y al ahora. ¡Con un poder como aquél podía alcanzar la mismísima curva del mundo! Él era el Emperador.
¿Cómo podía no ufanarse de ello? ¡Qué prodigiosa vida vivía!
Solamente tenía que hacer que las cosas fueran sencillas. Empezaría por el scylvendio… No tenía elección.
Que fuera scylvendio no podía ser una coincidencia. Conphas tenía al alcance de la mano la posibilidad de restaurar el Imperio y restituirle toda la gloria del pasado, pero sólo para descubrir que todo giraba alrededor de matar al hijo de su ancestral enemigo, el pueblo que había acabado con las pretensiones de su raza una y otra vez. Él mismo lo había dicho, ¿no era así? Él era Kyraneas. Él era Cenei…
¡No era de extrañar que el salvaje se riera!
Los Dioses estaban detrás de aquello, Conphas estaba seguro de ello. Envidiaban a su hermano. Como hijos de distinto padre, les reconcomía. Había un mensaje en aquello, ¿cómo no iba a haberlo? Había recibido una especie de aviso. Él era Emperador ahora. Se había dado un paso. Se habían cambiado las normas…
¿Por qué? ¿Por qué no había matado al demonio? ¿Qué vicio o vanidad había contenido su mano? ¿Fue la mano de hierro en torno a su cuello? ¿El ardor de su semilla en su espalda?
—¡Sompas! —gritó.
—¿Sí, Dios de los Hombres?
—¿Qué te parecería el título de Exalto–General?
El ingrato tragó saliva.
—Muy bien, Dios de los Hombres.
Cómo echaba de menos a Martemus y el frío cinismo de su mirada.
—Coge a los Kidruhil, a todos. Caza a ese demonio, Sompas. Tráeme su cabeza y ése será tu título… Exalto–General, Lanza del imperio. —Sus ojos se empequeñecieron, amenazantes mientras sonreía—. Si fallas te haré quemar, a ti, a tus hijos, a tus esposas… a todo Biaxi que respire. Os haré quemar a todos vivos.
Confiando en la sobrenatural visión de Serwe, condujeron sus caballos en medio de la noche sabedores de que su única ventaja consistía en la distancia que pudieran recorrer antes de la salida del sol. Se abrieron camino a través de altos matorrales y laderas cubiertas de hierba, se adentraron después en un valle boscoso donde el olor de los cedros impregnaba el aire. Cnaiur les seguía penosamente, a pesar de las heridas, espoleado por algo tan inagotable como el deseo o el miedo. El mundo daba vueltas sin sentido a su alrededor, y las cosas más sencillas se tornaban pesadillas. Los oscuros árboles le aprisionaban, le clavaban sus inexistentes uñas en las mejillas y la espalda. Rocas invisibles golpeaban los dedos de sus pies enfundados en sandalias. La luz de la luna caía sobre él desnudándole.
Un pensamiento le llevaba a otro. Escupía sangre continuamente. El camino que se extendía ante él, sombrío y cubierto de grava, se movía bajo sus piernas tambaleantes. A lo largo de la noche se desplegó una oscuridad más intensa, y él perdió la memoria y se preguntó cómo podían parpadear las almas.
Serwe le estaba mirando. Sintió sus muslos bajo su nuca, firmes y cálidos bajo su túnica de hilo. Ella se inclinó hacia adelante de forma que su pecho rozó la sien de él. Sacó un odre y mojó con agua un paño. Estaba cuidando los cortes de su cara.
Ella sonrió y un sollozo recorrió el cuerpo de él. El regazo de una mujer era un santuario, había en él una quietud que hacía que el mundo, con toda su furia, pareciera pequeño en lugar de abrumador, errante en lugar de esencial. Él hizo un gesto de dolor cuando ella le pasó el trapo por un corte que tenía encima del ojo izquierdo y saboreó la sensación del agua fresca contra su piel.
La bandeja negra de la noche empezó a hacerse gris. Al mirar hacia arriba vio restos de pelo sobre la mandíbula de ella. Alargó la mano para quitárselos, pero dudó al ver las costras en sus nudillos. Se alarmó. Aunque el dolor de las heridas continuaba abrumándole se irguió, tosió y escupió esputo. Estaban sentados sobre la cima cubierta de hierba de una colina. El este empezaba a calentarse por la acción del sol invisible. En la distancia se vislumbraba el perfil de las montañas, oscuras por la vegetación, y pálidas por las caras desnudas de las piedras.
—Estoy olvidando algo —dijo él.
Ella asintió y sonrió de esa forma despreocupada y exultante en que lo hacía cuando conocía alguna respuesta.
—A quién cazas —dijo ella—. Al asesino.
Sintió que su rostro se oscurecía.
—¡Yo soy el asesino! ¡El más violento de todos los hombres! Ellos caminan arrastrando cadenas. Imitan a sus padres, igual que sus padres imitaron a los suyos antes de ellos, y así hasta el principio. Pactos de tierra. Pactos de sangre. Me levanté y comprobé que mis cadenas eran humo. Me volví y vi el vacío… ¡Soy libre!
Ella le estudió durante un momento con su cara perfecta expuesta a la luz de la luna.
—Sí… como aquél al que das caza.
¿Qué eran aquellas frivolas criaturas?
—¿Te llamas a ti misma mi amante? ¿Crees que eres mi prueba? ¿Mi premio?
Ella parpadeó, atemorizada y apenada.
—Sí…
—¡Pero tú eres un cuchillo! Eres una lanza y un martillo. Eres la droga del olvido… ¡opio! Harías de mi corazón una arma y me blandirías. ¡Me blandirías!
—Y yo —dijo una voz masculina—. ¿Qué hay de mí?
Uno de los hermanos de ella se había sentado a su derecha. Pero no era uno de sus hermanos. Era él… la serpiente cuyos anillos aprisionaron siempre su corazón: Moenghus, el asesino, vistiendo la armadura y la insignia de un capitán de infantería nansur.
¿O era Kellhus?
—Tú…
El dunyaino asintió y el aire se volvió frío y húmedo como el de un yaksh, amargo como el de un yaksh.
—¿Qué soy yo?
—Yo…
¿Qué clase de locura? ¿Qué hechicería?
—Dime —dijo Moenghus.
¿Cuánto tiempo había estado oculto en Shimeh? ¿Durante cuánto tiempo se había preparado? No importaba. ¡No importaba! ¡Cnaiur resquebrajaría el sol con su odio! ¡Forjaría su corazón y enterraría al mundo entero en la negrura infinita!
—Dime… ¿Qué ves?
—Al —dijo Cnaiur con un chirrido— que doy caza.
—Sí —dijo Serwe detrás de él—. Al asesino.
—¡Él mató a mi padre con palabras! ¡Consumió mi corazón con la revelación!
—Sí…
—Él me liberó.
Cnaiur se volvió hacia Serwe, lleno de un deseo tan grande que parecía que su pecho fuera a estallar. En la frente, mejillas y barbilla de ella se abrieron grietas. De su cara perfecta surgieron miembros provistos de nudillos. Con un suave tirón separaron sus puntas. Sus labios desaparecieron. Se inclinó hacia adelante con un ardor lento y creciente. Los miembros largos y gráciles se abrieron, extendiéndose hacia fuera y aprisionando la parte trasera del cráneo de él. Como si fuera en el interior de un puño, ella lo apretó contra su boca húmeda. Su verdadera boca.
Él estiró las piernas y después, sin el menor esfuerzo, la alzó entre sus brazos vendados. Era tan ligera… El sol del amanecer brilló sobre sus formas entrelazadas.
—Vamos —dijo Moenghus—. El camino nos espera. Tenemos que acosar a nuestra presa.
Oyeron el sonido de cuernos en la distancia. Cuernos nansur.
Sabedores de que Conphas no ahorraría esfuerzos para darles caza, cabalgaron tan lejos como lo permitió la resistencia de los caballos, siguiendo los ciclos de su agotamiento más que los del sol, la luna o las estrellas. Según las criaturas, Conphas había mandado una columna hacia el sur de Joktha inmediatamente después de haber desembarcado. Su plan se basaba en la ignorancia de la Guerra Santa, y como Saubon estaba seguro de haber descubierto su traición, Conphas tenía que bloquear todos los caminos entre Caraskand y Xerash. Aquello significaba que los nansur se encontraban detrás y delante de su pequeño grupo. Lo mejor que podían hacer era dirigirse al sur, cruzar Enathpaneah y continuar hacia el este por Betmulla, donde el terreno haría improbable su localización y difícil su persecución.
De vez en cuando, Cnaiur les hablaba y aprendía algo de sus oscuros caminos. Se llamaban a sí mismos los Últimos Hijos de Inchoroi, aunque se resistían a hablar de sus «Viejos Padres». Afirmaban ser los Guardianes del Fuego Inverso, aunque cualquier pregunta acerca de su «guardia» o del «ruego» los sumía en la confusión. Nunca se quejaban, excepto para decir que estaban sedientos de una copulación indecible, o para insistir en que estaban cayendo, siempre cayendo. Le dijeron que podía creerles, pues su Viejo Padre los había hecho sus esclavos. Eran, decían, perros que morirían de hambre antes que arrebatar la carne de la mano de un desconocido.
Portaban, veía Cnaiur, la chispa del vacío en su interior. Como los sranc.
De niño, Cnaiur había estado fascinado por los árboles. Dada su rareza en la Estepa, sólo los veía en los meses de invierno, cuando los utemot trasladaban su campamento a Swarut, las tierras altas junto al mar que los inrithi llamaban Jorua. A veces miraba los árboles durante tanto tiempo que éstos perdían sus dimensiones radiales y parecían planos, como sangre embadurnada en las arrugas de los ojos de una anciana.
Los hombres eran así, pensaba Cnaiur, extendían sus múltiples raíces, echaban ramas en mil direcciones diferentes, entretejiéndose en el dosel más grande de otros hombres. Pero aquellas cosas, aquellos espías–piel eran algo totalmente distinto, aunque pudieran adquirir la apariencia de hombres. No sangraban a su alrededor como los hombres. Golpeaban por medio de las circunstancias en lugar de reivindicarlas. Eran lanzas ocultas en los matorrales de la actividad humana. Espinas…
Colmillos.
Y eso les confería una curiosa belleza, una aterradora elegancia. Aquellos espías–piel eran sencillos como cuchillos. Les envidiaba eso, incluso mientras amaba y sufría.
—Hace dos siglos yo era scylvendio —dijo la cosa—. Conozco vuestros caminos.
—¿Quién más has sido?
—He sido muchos.
—¿Y ahora?
—Soy Serwe… tu amante.
La resolución de la persecución de Conphas se hizo evidente la tercera noche de su viaje hacia el sur. A lo largo de la frontera de Enathpaneah, cruzaron colinas dispuestas como dunas longitudinales, de riscos afilados y laderas empinadas y resbaladizas. Todo era verde, pero más en el sentido de las cosas tenaces que en el de las exuberantes. La hierba estaba por doquier, poblando las grietas de las alturas escarpadas. Los matorrales cubrían las laderas y las arboledas de algarrobos dominaban muchos de los valles, aunque era demasiado pronto para que produjeran forraje. Al anochecer, mientras avanzaban a lo largo de la cresta de una de aquellas colinas, Cnaiur vio varias docenas de fuegos anaranjados en una cumbre llana, varias millas hacia el norte.
La proximidad de las hogueras no le sorprendió, más bien la distancia le reconfortó. Sabía que los nansur habían elegido intencionadamente el terreno más elevado con la esperanza de que ellos presionaran excesivamente a sus caballos. Lo que le preocupaba era su número. Si les habían seguido hasta allí, sabían que el grupo no había huido a Caraskand para guarecerse con Saubon, lo que significaba que también sabían que Cnaiur en algún momento se dirigiría hacia el este. Quienquiera que liderara a los perseguidores probablemente ya habría enviado partidas en dirección sudeste a fin de cortarles el paso. Sería como disparar flechas en la oscuridad, pero su preocupación era profunda.
En el transcurso del día siguiente, encontraron a un cabrero enathi. El viejo idiota les sorprendió, y antes de que Cnaiur pudiera pronunciar una palabra, Serwe ya lo había matado. El suelo era demasiado rocoso para enterrarle, por lo que se vieron obligados a atar el cadáver a uno de los caballos, lo que evidentemente cansó aún más al animal. A pesar de ello, los buitres que volaban incesantemente por los confines del mundo y por el Exterior, les encontraron y les siguieron. Con los buitres volando en círculo, era como llevar un estandarte tan alto como las nubes. Aquella noche se detuvieron en uno de los valles, y aunque el cielo estaba claro e iluminado por la luna, quemaron el cadáver.
Continuaron su camino por la campiña alfombrada de Enathpaneah durante una semana, evitando cualquier señal de presencia humana salvo una pequeña aldea que saquearon para divertirse y hacerse con algunos suministros. El cielo estuvo cubierto durante dos noches consecutivas, haciendo la oscuridad impenetrable. Cnaiur calentó al fuego la hoja de su cuchillo y se marcó el pecho y los hombros con las vidas que había segado en Joktha. Evitó mirar a Serwe y a las otras dos criaturas, sentadas frente a él, tan silenciosas y expectantes como leopardos. Cuando hubo terminado se dirigió a ellas airadamente, sólo para llorar arrepentido después. Se dio cuenta de que no había juicio en sus ojos. Ni humanidad.
En no menos de tres noches distintas vieron los fuegos de los que debían de ser sus perseguidores nansur, y aunque a Cnaiur le pareció que cada vez estaban más lejos, esto no le animó. Huir de la persecución de hombres invisibles era algo extraño. Las cosas invisibles no poseían las flaquezas y debilidades que hacían de los hombres meros hombres. Esas cosas vagaban flotando en el alma. Y en consecuencia, tenían por costumbre expandirse y convertirse en principios, en algo que trascendía lo mundano y lo regía.
Cada vez que Cnaiur veía los fuegos de los nansur, éstos parecían ser señales de algo más grande. Y aunque era él quien cabalgaba con las criaturas, la presencia de aquellos fuegos en el horizonte, a sus espaldas, parecía una obscenidad. El norte se volvió despótico y el oeste tiránico.
Siguieron deambulando con los ojos enrojecidos, sustituyendo paisajes bañados por la luna por otros expuestos al sol, y Cnaiur reflexionaba sobre la extrañeza de su alma. Supuso que estaba loco, aunque cuanto más cavilaba sobre el mundo, más inseguro se tornaba su significado. En varias ocasiones había presidido el ritual de decapitación de los utemot, juzgado como una locura por los mayores de la tribu. Según los memorialistas, los hombres se volvían salvajes como los caballos y los perros, y debían ser tratados como tales. Sabía que los inrithi creían que la locura era obra de los demonios.
Una noche, al principio de la Guerra Santa —y por motivos que Cnaiur ya no recordaba—, el hechicero había cogido un rudimentario mapa de pergamino de los Tres Mares y lo había extendido sobre un recipiente de cobre lleno de agua. Había perforado el pergamino en varios lugares con agujeros de distinto diámetro. Al levantar el farol sobre el mapa observó las perlas de agua fluyendo por los agujeros y extendiéndose por el oscuro paisaje. Cada hombre, explicó, era una especie de agujero en la existencia, un punto por donde el Exterior penetraba en el mundo. Presionó una de las perlas de agua con el dedo y se rompió, manchando la superficie circundante del pergamino. Cuando los sufrimientos del mundo doblegaban a los hombres, explicó, el Exterior se filtraba en el mundo.
Aquello, dijo, era la locura.
En ese momento, aquello no había impresionado demasiado a Cnaiur. Había despreciado al hechicero y pensado que era una de esas almas sollozantes que se quejaban continuamente bajo las cargas que ellos mismos habían inventado. Había considerado que todo lo que tenía que ver con él era un disparate. Pero ahora, la fuerza de su demostración era irrefutable. Algo ajeno habitaba en su interior.
Aquello era extraño. A veces parecía que cada uno de sus ojos respondía a un dueño distinto, que su misma mirada implicaba guerra y pérdida. Otras veces parecía que poseyera dos rostros, una expresión exterior honrada, que mostraba a pleno sol, y un semblante interior más tortuoso. Si se concentraba, podía incluso sentir sus músculos —profundas, inquietas redes de ellos— bajo la musculatura que tensaba su piel. Pero aquella sensación era fugaz, como el presentimiento de odio en la mirada de un hermano. Y era profunda, protegida como la médula en el interior del hueso vivo. ¡No había distancia! No había forma de situarla dentro de su comprensión. ¿Y cómo podía ser? Cuando lo pensaba, era…
La perla de agua se había roto, no podía haber ninguna duda de ello. Según el hechicero, la locura se retrotraía a la cuestión de los orígenes. Si estaba poseído por lo divino, debía de ser una especie de visionario o de profeta. Si lo estaba por lo demoníaco…
La demostración del hechicero parecía irrefutable. Concordaba con sus persistentes intuiciones. Explicaba, entre otras cosas, las extrañas afinidades entre la locura y la perspicacia, por qué el adivino de una época podía ser el chiflado de otra. El problema, naturalmente, era el dunyaino.
Lo contradecía todo.
Cnaiur le había visto recorrer las raíces de un hombre tras otro, manejando por lo tanto sus ramificaciones. Fomentando su odio. Cultivando su vergüenza y su engreimiento. Nutriendo su amor. Encauzando sus razones, ¡alimentando sus creencias! Y todo ello con sólo palabras y expresiones mundanas, nada más que cosas del mundo.
El dunyaino, comprendía Cnaiur, actuaba como si no hubiera agujeros en el mapa de pergamino, ni perlas que representaran almas ni agua que marcara el Exterior. Él entendía un mundo en el que los actos ramificadores de un hombre se convertían en las raíces de otro. Con este supuesto tan elemental había conquistado los actos de miles.
Había conquistado la Guerra Santa.
Aquella idea sorprendió a Cnaiur, que de repente pareció cabalgar en dos mundos diferentes, uno abierto, donde las raíces de los hombres estaban sujetas a algo situado más allá, y el otro cerrado, donde esas mismas raíces estaban totalmente contenidas. ¿Qué significaría estar loco en un mundo cerrado? ¡Un mundo como aquél no podía existir! Incompleto y ciego. Frío y sin alma.
Tenía que haber más.
Además, él no podía estar loco, decidió, pues no tenía orígenes. Se había desvinculado de todo con una patada. Ni siquiera tenía pasado. No. Lo que recordaba lo recordaba ahora. Él —Cnaiur urs Skiotha— era la base de lo que antecedía. ¡Él era sus propios cimientos!
Riendo, pensó en el dunyaino, y en cómo, tras su fatal encuentro, aquello le derrocaría.
Intentó —una vez— compartir aquella reflexión con Serwe y los demás, pero no pudieron ofrecerle más que un simulacro de comprensión. ¿Cómo podían entender sus profundidades si ellos no poseían ninguna? Ellos no eran agujeros sin fondo en el mundo, como él. Ellos eran seres animados, pero no vivían, no verdaderamente. Ellos, comprendió con horror, no tenían alma. Moraban completamente en el interior del mundo.
Y sin razón aparente, su amor por ellos —su amor por ella— se hizo más intenso.
Pasaron varios días más antes de que vieran los primeros picos de Betmulla, aunque Cnaiur sospechaba que habían cruzado Enathpaneah hacía ya algún tiempo. Se dirigieron hacia ellos con la intención de atravesar las grandes y empinadas laderas situadas en la cara norte. Cruzaron una escarpada meseta, siguieron después el tortuoso curso de un arroyo y cabalgaron bajo enramadas de abedules. Cuando las montañas se tornaron más grandes y oscuras ante ellos, Cnaiur no pudo evitar acordarse de las Hethantas y de la severidad con que utilizaba a Serwe. Había sido un idiota entonces, un hombre libre intentando hacer de sí mismo un esclavo de su pueblo, pero no conocía las palabras que habrían hecho que ella lo comprendiera.
—Nuestro hijo —dijo él sin convicción— fue concebido en montañas como éstas.
Como ella no dijo nada, se maldijo a sí mismo y a la susceptibilidad de las mujeres.
A última hora de aquella tarde, uno de los caballos quedó cojo al descender por una ladera de tierra y pizarra. Decidieron dejarlo atrás en lugar de matarlo por miedo a que los buitres detectaran su presencia. Siguieron cabalgando en la oscuridad durante bastante tiempo valiéndose de la sobrenatural vista de los espías–piel. A menos que se produjera un desastre, no había forma de que los autores de los fuegos que ardían tras ellos, por muy temeraria que hubiera sido su distracción, pudieran alcanzarles.
Las cimas de Betmulla se hicieron visibles por el sudoeste a la mañana siguiente. Se encontraban junto a un lago seco cuyas profundidades estaban pobladas de plantas con flores carmesí. No muy lejos, sobre un promontorio que se elevaba por encima de una arboleda de robles, encontraron las ruinas de un santuario. De la alfombra de hojas muertas sobresalían formas sin cara. Cerca del altar había un manantial del que llenaron sus odres. En las laderas que descendían hasta el lago pastaba algo parecido a los ciervos, y con gran entusiasmo Cnaiur vio cómo Serwe y sus hermanos perseguían a uno de los más jóvenes. Después tropezó con una mata de flores moradas mientras caminaba entre la maleza. Los tubérculos, aunque no estaban ni mucho menos en su punto, sabían deliciosos con el venado.
La hoguera que encendieron, pese a ser pequeña, resultó ser un error. El viento soplaba directamente desde el oeste, del otro lado del lago. Los espías–piel los olieron primero, pero era demasiado tarde.
—Se acercan —dijo Serwe de repente mirando a sus hermanos. En un abrir y cerrar de ojos, los dos desaparecieron entre los huecos del follaje. Cnaiur oyó entonces el distintivo sonido de los resoplidos y los cascos de los caballos ascendiendo por una ladera, así como el tintineo y el repiqueteo de la impedimenta que llegaba desde el sombrío interior del bosque.
Sabedor de que Serwe le seguiría, Cnaiur corrió hacia los cimientos del santuario. Los primeros Kidruhil salieron de entre los robles inmediatamente. Al verle empezaron a gritar. Docenas de ellos aparecieron detrás de los anteriores, con sus monturas desprovistas de gualdrapas, arrojando babas mientras agitaban la cabeza arriba y abajo. Los Kidruhil que se encontraban delante desenvainaron las espadas…
De entre los árboles surgió un grito.
Cnaiur vio a los jinetes espoleando sus caballos y dando la vuelta en medio de la confusión. Vio caer a uno con una mancha carmesí en el lugar en el que debería haber estado su cara… Ahora miraban hacia arriba, gritando alarmados. Entonces Cnaiur los vio, a los hermanos, batiendo por encima del follaje, segando vidas con cada movimiento. Los Kidruhil de la retaguardia estaban aterrorizados.
Todos los que galopaban hacia él estaban mirando por encima de los hombros, giraron a la derecha y aflojaron el paso. Cnaiur oyó a un oficial gritando: «¡Fuera de los árboles! ¡Fuera de los árboles!». Pero sus hombres no necesitaban instrucciones, pues ya se alejaban del campamento humeante. Los caballos sin jinete se dispersaron en todas direcciones.
Cnaiur se percató entonces de los arcos… curvados, como los scylvendios, extraídos de fundas de piel lacada sujetas a las sillas, también iguales que las scylvendias. Retomando sus gritos, los Kidruhil ascendían en abanico por la ladera, guiando sus monturas con las espuelas y las rodillas. Los tres primeros se detuvieron, levantando y bajando sus arcos, de nuevo igual que hacía el Pueblo. Serwe alzó los brazos frente a él, desviando la primera flecha de su camino e ignorando la segunda, que pasó silbando junto a él, y deteniendo la tercera con la carne de su antebrazo.
Atónito, Cnaiur retrocedió y cayó sobre una rodilla. No había dónde protegerse.
—Serwe —gritó.
Los Kidruhil se habían dividido en dos grupos; uno a cada lado del santuario. Instintivamente, Cnaiur se dirigió a la esquina izquierda del viejo edificio y se agachó, valiéndose de los ángulos para protegerse de uno de los grupos y exponiéndose al otro. Casi inmediatamente, los jinetes que se encontraban a su izquierda se hicieron visibles, espoleando a sus caballos y levantando los arcos.
Serwe estaba frente a él. Durante un instante permaneció de pie, mostrando toda su belleza, con los brazos extendidos y el pelo rubio brillante bajo el sol de la montaña…
Danzó para él.
Protegiendo, esquivando, golpeando. Estaba de espaldas a él, como si observara una modestia ritual. Sus mangas chasqueaban como el cuero. Las flechas zumbaban al pasar junto a sus hombros y su cabeza. Ella se agachaba, moviendo los brazos con increíble agilidad. En la palma de su mano apareció una flecha. Pateó haciendo girar el talón con la rodilla levantada. De su pantorrilla sobresalía otra flecha. Dos soldados se materializaron a su espalda. Dio una voltereta hacia un lado desviando una flecha con el pie mientras tres más se le clavaban en el pecho y en el abdomen. Abrió los brazos hacia afuera, golpeando otras cuatro sucesivamente, echó la cabeza hacia atrás y cogió una con el dorso de la mano derecha. Otra con el antebrazo izquierdo.
Echó la cabeza hacia la izquierda. Otra flecha asomaba de su nuca. Gimoteó como una niña.
Pero no dejaba de moverse. La sangre manaba en forma de gotas e hilillos, refulgiendo en arcos bajo el sol.
Entretanto, el coro de gritos se hacía cada vez más fuerte. Se oyó el sonido de un cuerno, pero fue interrumpido bruscamente. Pero Cnaiur no veía nada más que su danza. Extremidades ágiles y pálidas bajo hebras moradas, atravesadas y supurantes. El lino de su blusa se tensaba, ensangrentado, sobre sus pechos oscilantes. «Serwe…»
Su premio.
Los gritos se hicieron más débiles. El ruido sordo de los cascos se alejó ladera abajo…
Ella dejó de moverse. Como si se preparara para rezar se desplomó sobre una de sus rodillas. Echó la cabeza hacia adelante, en silencio, levantando un brazo herido y extrayendo de él una flecha con la boca. Sus movimientos eran deliberados, rígidos. A continuación se echó hacia atrás, buscando la punta de la flecha que sobresalía de la base su cráneo, y la extrajo. La sangre manaba a borbotones de la herida.
Después se volvió hacia él. Sus ojos sonrientes estaban llenos de lágrimas. Intentó quitarse la sangre que manaba de sus labios, pero se arañó el cuello con la flecha que le atravesaba la mano. Le miró sin la menor perplejidad, después echó a andar por la plataforma. Cnaiur oyó el chasquido de madera enterrada.
—¡Serwe! —gritó.
Cuando lo tocó, su rostro perfecto se vino abajo.
Entumecido, desolado, se puso en pie y miró horrorizado la carnicería que cubría las laderas. Los hermanos se encontraban entre los nansur muertos, mirándole sin expresión. Ambos tenían varias flechas clavadas en sus miembros, pero parecían… ajenos.
En la cercanía, más de una docena de caballos deambulaban sin jinete, pero no vio señal alguna de los Kidruhil.
—Tenemos que enterrarla —dijo él.
Serwe le ayudó.