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Xerash

Esa esperanza es poco más que la premonición del arrepentimiento. Ésa es la primera lección de la historia.

Casidas, Los anales de Cenei

Recordar el Apocalipsis es haber sobrevivido a él. Eso es lo que hace de Las sagas, con toda su indiscutible belleza, tan monstruosas. A pesar de sus protestas, los poetas que las escribieron no tiemblan, ni mucho menos lamentan. Celebran.

Drusas Achamian, Compendio de la Primera Guerra Santa

Principios de primavera, año del Colmillo 4112, Xerash

A petición del Profeta Guerrero, los distintos elementos de la Guerra Santa empezaron a converger en Gerotha. Transitando el camino Herético, Soter y sus kishyati fueron los primeros en vislumbrar las murallas negras de la ciudad. El imperioso Palatino ainonio cabalgó directamente hasta la puerta que los Hombres del Colmillo darían en llamar los Puños Gemelos, y exigió parlamentar con el Gobernador–Sapatishah. Los xerashi le dijeron que era sólo el miedo a las atrocidades lo que les hacía mantener las puertas cerradas. Soter se rió al oírlo, y sin mediar palabra se retiró a las llanuras cultivadas que rodeaban la ciudad. Hizo instalar el primer campamento del sitio en mitad de un pisoteado campo de caña de azúcar.

El Profeta Guerrero, junto con Proyas y Gotean, llegó el día siguiente a primera hora. Antes del anochecer los gerothanos habían enviado una embajada más con la intención de ver al Falso Profeta que había abatido al Padirajah que para negociar con él. No tenían corazón para una negociación dura. Al parecer, el Sapatishah de Xerash, Utgarangi, y todos los kianene supervivientes habían evacuado la ciudad algunos días antes. Horas más tarde, la embajada volvió a los Puños Gemelos convencida de que no tenían más opción que rendirse y hacerlo sin condiciones.

Después de una larga y cansina marcha, Gothyelk y el grueso de los tydonnios llegaron durante la noche.

A la mañana siguiente encontraron a los hombres de la embajada de Gerotha colgados de las almenas de la gran puerta y con las entrañas al aire. Según los desertores que lograron escapar de la ciudad, aquella noche se había producido un golpe urdido por los sacerdotes y oficiales leales a sus viejos caciques kianene.

Los Hombres del Colmillo empezaron a preparar el asalto.

Cuando el Profeta Guerrero cabalgó hasta los Puños Gemelos para exigir una explicación, fue recibido por un viejo veterano que se hacía llamar Capitán Hebarata. Con una virulencia que sólo los mayores pueden albergar, el hombre maldijo al Profeta Guerrero y le llamó falso y le amenazó con el castigo del Dios Solitario como si no fuera más que otra moneda en su bolsillo. Después, terminada la diatriba, alguien disparó una saeta con una ballesta…

El Profeta Guerrero la cogió en el aire muy cerca de su cuello. Para sorpresa de todos, la levantó en lo alto.

—Oye esto, Hebarata —gritó—, ¡empiezo a contar a partir de este día!

Una frase críptica que inquietó incluso a los inrithi.

Mientras tanto, Coithus Athjeari y sus encallecidos Caballeros Gaenri avanzaban por el este, topándose con la primera patrulla kianene al sur de una ciudad llamada Nebethra. Después de una breve refriega, los kianene huyeron hacia Chargiddo. El conde galeoth supo por los supervivientes a los que interrogaron que Fanayal se encontraba en Shimeh, aunque nadie sabía si tenía la intención de quedarse allí. Los kianene decían haber sido enviados para recabar información sobre los lugares que los inrithi consideraban sagrados. Según uno de los prisioneros, el Padirajah esperaba que el control y el saqueo de aquellos lugares «llevaría al Falso Profeta a cometer alguna estupidez».

Aquello alarmó al piadoso y joven conde. Esa misma noche celebró un consejo con sus capitanes en el que decidieron que si alguien debía sentirse provocado hasta obrar con imprudencia, ése era Coithus Athjeari. Valiéndose de copias de antiguos mapas nansur, marcaron una ruta que les llevaría de lugar sagrado a lugar sagrado. Después de arrodillarse para la Oración del Templo, se reunieron alrededor de las hogueras con sus hombres, que llevaban ya sus mallas. Los caballos eumarnanos y monguéanos fueron sacados de la oscuridad y montaron con una miríada de gritos. Después, sin mediar palabra, cabalgaron por las colinas iluminadas por la luna.

Así empezó lo que se dio en llamar el Peregrinaje de Athjeari.

Primero cabalgó para inspeccionar Chargiddo, al pie del Betmulla. Desde su entrada en Xerash, los Hombres del Colmillo habían oído hablar mucho de esa antigua fortaleza, y el Profeta Guerrero había pedido a Athjeari que le enviara noticias de ella. Después de mandar a mensajeros con bosquejos y estimaciones, recorrió el pie de las colinas y sorprendió y dispersó en dos ocasiones a grupos kianene bajo el estandarte de Cinganjehoi. Encontraron en la cima la aldea y el santuario de Muselah, donde el Último Profeta había devuelto la vista a Horomon. Era una ruina humeante.

Sobre aquella tierra hicieron un solemne juramento.

Mientras tanto, todos excepto los últimos elementos de la Guerra Santa se habían reunido con sus hermanos en el exterior de las murallas de Gerotha. El hecho de que los xerashi no hubieran llevado a cabo ninguna escaramuza daba fe de su debilidad, y en el Consejo de los Grandes y los Pequeños Nombres tanto Hulwarga como Gothyelk insistieron para que se llevase a cabo un asalto inmediato. Pero el Profeta Guerrero les reconvino y afirmó que no era su seguridad, sino la proximidad de su destino lo que motivaba sus ganas de atacar.

—Donde las esperanzas arden —dijo—, la paciencia no tarda en consumirse.

Sólo tenían que esperar, explicó, y la ciudad caería por sí misma.

Música. Eso fue lo primero que oyó Esmenet el día que empezó a leer Las sagas.

Se encontraba en ese estado de conciencia que se experimenta inmediatamente después de despertar, como una especie de crepúsculo del pensamiento carente del yo o del espacio y, sin embargo, totalmente alerta. Y había música. Sonrió, mareada, complacida. El tamborileo de los dedos, el sonido del arco, vigoroso y dramático; era música kianene, se percató, interpretada en alguna de las numerosas estancias de la Umbilica.

«¡Sí! ¡Sí!», decía una voz en sordina mientras proseguía la interpretación. Escuchó atentamente, esperando distinguir la voz de él en algún lugar por debajo de la música y por encima del ruido ambiental del bullicioso campamento. Parecía que siempre hablara entre sonidos. La canción titubeó, ahogada por el ruido de risas y de aplausos esporádicos.

Era la mañana del cuarto día de acampada junto a Gerotha y sus robustas murallas. Después de vomitar, se peleó con el desayuno mientras las esclavas preparaban su atuendo. Mientras Yel y Burulan ponían los ojos en blanco, Fanashila hablaba sobre la música de hacía un rato en su sheyico precario, aunque cada vez mejor. Al parecer, tres xerashi prisioneros, obligados a ejercer de porteadores, habían pedido a Gayamakri una oportunidad de demostrar sus habilidades musicales. Uno de ellos, prosiguió la muchacha, era incluso más guapo que el príncipe conriyano, o «Poyos», como ella le llamaba. Yel rió con ganas al oír aquello.

Tras una pausa momentánea, Fanashila espetó:

—Los esclavos pueden casarse entre ellos, ¿verdad, señora?

Esmenet sonrió, pero a causa de la punzada que sintió en la garganta sólo pudo asentir.

Después, mientras visitaba a Moenghus, tuvo que soportar la mirada hostil de Opsara. Como siempre, se maravilló por la forma en que parecía crecer día a día, si bien evitaba mirar durante demasiado tiempo a sus ojos turquesa. El color no cambiaba. Pensó en Serwe y se maldijo por no echar de menos a la muchacha. Entonces pensó en la llama que ardía dentro de su propio útero.

Después de enterarse de los últimos detalles del sitio por boca del General Heorsa, se unió a Werjau para la sesión de resumen de informes. Todo parecía decepcionantemente rutinario, desde las incidencias comentadas hasta el continuado reto que suponía mantener una red de contactos y de informantes en un ejército movilizado. Todos habían aprendido lo que debían hacer, y sin embargo todos los días desaparecía alguien y reaparecía otro. Aparte de los músicos xerashi, el único motivo de preocupación era referente a Uranyanka y sus vasallos moserothi. Aunque se había arrepentido públicamente de las masacres de Sabotha, continuaba clamando contra el Profeta Guerrero en privado. Uranyanka era un idiota malvado y de corazón negro. Esmenet había aconsejado su detención más de una vez, pero Kellhus consideraba que el Palatino ainonio era demasiado importante, uno de los que había que aplacar más que castigar.

Las obligaciones de Esmenet como Intricati la mantenían ocupada buena parte de la noche. Se había acostumbrado a ellas lo suficiente como para que la aburrieran, sobre todo cuando se trataba de asuntos administrativos. A veces, sus viejos ojos actuaban por cuenta propia y se sorprendía juzgando a los hombres que tenía a su alrededor con el aburrimiento carnal que una puta contempla a sus clientes. Sobre ella descendía una repentina percepción de la ropa y la distancia y se sentía inmaculada hasta el punto de sentir un cosquilleo en la piel. Los actos que no podían realizar, los lugares que no podían tocar… Aquellas posibilidades prohibidas parecían cernerse sobre ella como el humo bajo los techos de lona.

«Estoy prohibida», pensaba.

No lograba comprender por qué aquello la hacía sentirse pura.

A última hora de la tarde, en el transcurso de una larga sesión sobre las últimas noticias procedentes del campamento, desconcertó a Proyas llamándole «Poyus» entre carcajadas. Su sentido del humor pícaro ya no tenía efecto sobre él, comprendió Esmenet, no sólo porque era conriyano y tenía un sentido muy estricto de la cortesía, sino porque seguía sintiendo su antigua animosidad. Su despedida fue incómoda. Después, una vez Werjau le hubo hablado de los músicos xerashi, se las arregló para escapar del Nascenti y de sus interminables peticiones y se dio cuenta de que no tenía nada que hacer. Así fue como se puso a leer Las sagas.

Al principio pensó en leer como forma de ejercicio, aunque desde hacía un tiempo podía hacerlo sin esfuerzo. De hecho, no sólo aprovechaba todas las oportunidades de leer, sino que a menudo se sorprendía mirando su modesta colección de rollos y códices invadida por los mismos sentimientos mezquinos que albergaba por su colección de cosméticos. Pero mientras los cosméticos sólo eran un bálsamo para los temores de su viejo yo, los escritos eran algo totalmente diferente, algo que, más que recuperar, transformaba. Era como si los caracteres en tinta se hubiesen convertido en los travesaños de una escalera, o en una cuerda que nunca acababa de desenrollarse, algo que le permitía ascender siempre un poco más, para ver todavía más.

—Has aprendido la lección —había dicho Kellhus una de las raras mañanas en que desayunaba con ella.

—¿Qué lección?

—Que las lecciones nunca se acaban. —Se rió y dio un sorbo a su té humeante—. Que la ignorancia es infinita.

—¿Cómo —preguntó ella, seria y entusiasmada a la vez— puede presumir alguien de estar seguro?

Kellhus sonrió con esa malicia que ella adoraba.

—Creen que me conocen —dijo él.

Esmenet le arrojó una almohada, lo que no dejó de parecer extraño. Arrojar una almohada a un profeta.

Se arrodilló ante el mueble revestido de marfil que contenía su biblioteca y levantó la portezuela. Como siempre, saboreó el olor aceitoso de las cubiertas. No había muchos libros en el interior. Los fanim de Caraskand nunca habían sentido mucho interés por las obras idólatras, no digamos ya por traducirlas al sheyico. Dado que ninguno de los esclavos sabía leer, se había visto forzada a recoger ella misma los libros y documentos de las baldas y estanterías para rollos de lo que había sido la habitación de Achamian. Entonces, se había mostrado renuente a llevarse Las sagas, pero ahora, mirando los rollos que había debajo de Protathis, sintió la misma reticencia. Frunciendo el entrecejo, los recogió y se los llevó a la cama, sorprendiéndose de que el Apocalipsis fuera tan ligero. Arrellanándose en su almohada favorita, pasó los dedos por el pergamino antes de desenrollarlo y vislumbró el tatuaje del dorso de su mano izquierda.

Parecía una especie de encanto o de tótem, su versión de un vetusto pergamino. Aquella mujer, aquella ramera sumni que enseñaba las piernas desnudas desde su ventana era ahora para ella una desconocida. Quizá la sangre las unía, pero no mucho más. Su pobreza, su olor, su degradación, su simplicidad; todo aquello parecía contradecirla.

La indumentaria y por supuesto los actos que conllevaban su poder eran suficiente para hacerla llorar de asombro. Dentro de la estructura concéntrica de Nascenti y Jueces que Kellhus había inserido en las viejas jerarquías Shriah y Cúlticas, ella, Consorte e Intricati, ocupaba el segundo anillo más poderoso. Gayamakri estaba bajo su autoridad. Gotian estaba bajo su autoridad. Werjau… Incluso algunos potentados por derecho propio, como Proyas o Eleazaras, tenían que bajar el mentón ante ella. ¡Había reescrito el jnan! Y aquello, le había prometido Kellhus, no era más que el principio.

Además, estaba la fuerza de su fe. Para la vieja Esmenet, la cínica ramera, aquello sería lo más difícil de comprender. Su mundo había sido oscuro y caprichoso, un lugar en el que la relevancia era patrimonio de los elegidos por el capricho de los Dioses. Ella no entendía el sobrecogimiento que acompañaba a cada latido de su corazón. Como mucho, surgía su furia de puta, y en momentos de intimidad acariciaba dudas y sospechas. Había dormido con demasiados sacerdotes.

La vieja Esmenet nunca aceptaría una comprensión indistinguible de la confianza.

Y el embarazo, la idea de que llevaba en su vientre no sólo un hijo, sino un destino… ¡Cómo se reiría!

Pero lo que más impresionaría a la vieja Esmenet, y de eso no tenía ninguna duda, sería el conocimiento. En ese sentido se había mostrado extraordinaria. Muy pocos reflexionaban sobre su ignorancia como lo había hecho ella. El engreimiento les impulsaba a apreciar solamente lo que conocían de antemano. Dado que la relevancia se desprendía de lo que ya conocían, siempre creían que poseían todo lo relacionado con cualquier aspecto relativo a la verdad. La ignorancia hecha obviedad.

Ella siempre había comprendido que el mundo, en toda su inmensidad, era una farsa. Por eso se había abierto a él. Por eso había abierto sus ventanas a sus distintos rincones. Por eso había utilizado a Achamian como una puerta al pasado. Y ahora Kellhus…

Él había reescrito el mundo desde sus cimientos. Un mundo en el que todos eran esclavos de la repetición, de las oscuridades gemelas de la costumbre y el apetito. Un mundo en el que las creencias servían a los poderosos y no a la verdad. La vieja Esmenet estaría atónita, incluso ultrajada. Pero acabaría creyendo… con el tiempo.

En el mundo había milagros, aunque sólo para los que se atrevían a abandonar las viejas esperanzas.

Respirando profundamente, Esmenet desató la cuerda de cuero que mantenía sujeto el primer rollo.

Como La tercera analítica, Las sagas era una de esas obras familiares incluso para los analfabetos de las clases más despreciables como ella misma. Le parecía extraño recordar sus impresiones sobre cosas como aquéllas antes de Achamian o Kellhus. Sabía que el «Antiguo Norte» le había parecido siempre importante y profundo, contenido frases que ponían la piel de gallina. Era como una excepción entre los otros nombres que conocía, una señal de pérdida, de orgullo desmedido, de juicios implacables sobre las épocas. Ella sabía del No Dios, del Apocalipsis, de la Prueba, pero no eran más que curiosidades. El Antiguo Norte era un lugar, algo que podía señalar. Por la razón que fuera, todo el mundo estaba de acuerdo en que se trataba de una de esas palabras que como «scylvendio» o «Colmillo» llevaban consigo un aire de condenación. Las sagas habían sido poco más que un rumor vinculado a aquella palabra. Los libros, sin duda, eran cosas horrorosas, en el mismo sentido en que lo son las serpientes para los habitantes de las ciudades. Algo que se ignora sin mayores dificultades.

Las ocasiones en que Achamian mencionaba Las sagas lo hacía para desacreditarlas o menospreciarlas. Para un Maestro del Mandato, decía éste, eran como perlas alrededor del cuello de un cadáver. Hablaba del Apocalipsis y del No Dios de la forma en que otros describían asuntos cotidianos a sus parientes, con una inmediatez descuidada y en unos términos y un tono que ponían los pelos de punta. Con Achamian, el Antiguo Norte, cuyo terror no había existido para los demás, se convirtió en algo intrincado y omniabarcador, un armazón para lo que parecía una inagotable letanía de esperanzas agotadas. Por comparación, Las sagas habían llegado a parecer algo estúpido, quizá incluso criminal. En las raras ocasiones en que ella oía a otros hablar de ellas, sonreía para sus adentros y se burlaba. ¿Qué podían saber ellos de aquellas cosas? Incluso los que sabían leer…

Pese a haber aprendido tanto sobre el Apocalipsis, no sabía nada de Las sagas. En el momento en que se dispuso a desplegar la primera parte del rollo, aquella ignorancia la golpeó con la peculiar fuerza de los engaños desentrañados. A pesar del título, se sorprendió al descubrir que Las sagas consistían en varias obras diferentes escritas por diferentes autores, aunque sólo dos nombres, Heyorthau y Nau–Ganor, eran mencionados. Había nueve «sagas» en total, empezando por «la Kelmariada». Más adelante descubriría que algunas eran poemas épicos, mientras que otras eran crónicas en prosa. Se reconvino por haberse sorprendido. De nuevo había hallado complejidad donde esperaba encontrar simplicidad. ¿No ocurría siempre lo mismo?

No sabía dónde había conseguido Kellhus el pergamino, aunque era muy antiguo, y estaba escrito con pintura y tinta; el trofeo de la biblioteca de algún erudito muerto. El rollo estaba en buen estado, sin desperfectos ni manchas. Tanto la caligrafía como la dicción y el tono de la dedicatoria del traductor parecían dirigidos a otra clase de lector. Por primera vez, apreció el hecho de que aquella historia fuera de hecho histórica. Por alguna razón, nunca había pensado que algunos escritos pudieran ser parte de aquello que trataban. Siempre parecían colgar… fuera del mundo que describían.

Era extraño. Estaba tendida, repantigada en la cama de matrimonio con la cabeza recostada sobre almohadas de seda y el rollo en un perezoso ángulo frente a ella. Pero cuando leyó la invocación del comienzo…

Ira… ¡Diosa! Canta tu huida,

de nuestros padres y nuestros hijos.

¡Lejos, Diosa! ¡Secreta tu divinidad!

Del engreimiento que hace de los idiotas reyes,

del escrutinio que hace de las almas cadáveres.

Bocas abiertas, brazos extendidos, te suplicamos:

Cántanos el final de tu canción.

… todo lo que había a su alrededor —el dosel forjado, las oscuras grutas tras las pantallas, los paneles colgantes— desapareció. La lectura, comprendió, reubicaba. Volvía secundario lo inmediato y permitía que lo antiguo y lejano surgiera ante los ojos. Liberaba el aquí de los sentidos y lo convertía en cualquier parte. Liberaba el ahora de los vínculos del presente y le daba el aspecto de la eternidad.

Invadida por una especie de asombro envolvente, se sumergió en la primera de Las sagas.

Avanzar le pareció difícil y curiosamente erótico a la vez, como si aparte de la soledad masturbatoria de la lectura, su esfuerzo por ubicar los antiguos supuestos del autor fuera algo demasiado íntimo para no ser carnal. La comprensión de que «La Kelmariada» era en realidad la historia de Anasurimbor Celmonas la dejó estupefacta y suscitó la primera premonición de terror. Aquello no era solamente la historia de los sueños de Achamian, sino también la historia de la sangre de Kellhus. Aquellos tiempos y aquellos lugares, entendió, no eran tan antiguos ni estaban tan lejanos como habría deseado.

Comprendió que la dinastía Anasurimbor se remontaba a mucho tiempo atrás y que era venerable ya en aquellos días de la Alta Antigüedad. De hecho, los versos estaban repletos de referencias a tiempos y lugares —el Yunque Cond, los Reyes–Dioses de Umerau, el Rapto de Omindalea— de los que ella no sabía nada. Por alguna razón, siempre había pensado que el Primer Apocalipsis era el principio de la historia y no el final de una. De nuevo, lo que había sido inadvertido y monolítico se materializaba, como una mansión con muchas habitaciones.

El nacimiento de Celmonas II no habría podido tener lugar con peor estrella: fue gemelo de un hermano nacido muerto llamado Huormomas. El verso: «Su vagido esperanzador no pudo despertar a su hermano de su triste y profundo sueño» la hizo inquietarse con pensamientos de Serwe y Moenghus. Asimismo, la forma en que el poeta había utilizado aquella macabra imagen para explicar la brillantez de corazón de sílex del Gran Rey, inexplicablemente, la preocupó. Huormomas, insistía el poeta, nunca se acercó al lado de su hermano, helándole el corazón aun mientras avivaba su intelecto:

Adusto pariente, que hielas el aliento de cada uno de sus consejos.

¡Oscuro reflejo! Incluso los Caballeros–Caudillos se envuelven

en sus capas cuando ven tu brillo en los ojos de su señor.

Después de aquello, la extraña intensidad que lo invadía todo, desde la sola idea de leer Las sagas hasta el peso del rollo en su mano, adquirió la fuerza de una obligación. Era como si algo, una segunda voz, murmurase bajo lo que estaba leyendo. En una ocasión, incluso saltó de la cama y apretó el oído contra las paredes de lona bordada. Le gustaban los relatos tanto como a cualquiera. Sabía lo que era estar en suspenso, sentir el tirón de una conclusión sólo entrevista. Pero aquello era diferente. Fuera lo que fuese lo que creía oír, no le hablaba a un giro inesperado, ni siquiera a alguna penetrante iluminación, le hablaba a ella. Igual que lo haría una persona.

Los cuatro días siguientes los pasaría ojerosa. Los celos, el asesinato, la ira y la condenación ante todo… El Primer Apocalipsis la absorbió.

Pronto entendió que, a pesar de sus discusiones con Achamian, su comprensión de las Viejas Guerras era sólo episódica. «La Kelmariada» les dio la forma de la vida del Gran Rey kuniurico, empezando con las desesperadas advertencias de Seswatha, su consejero arcano, y culminando con su muerte en los Campos de Eleonot. En muchos aspectos empezaba como un relato normal: Seswatha era el que predecía el desastre, el único capaz de interpretar correctamente las señales. Celmonas era el rey arrogante, el que sólo veía lo que le interesaba.

Al parecer, mucho antes, un Maestro Gnóstico fugitivo llamado Mangaecca había penetrado el antiguo encanterio que los nohombres Quya utilizaban para ocultar Min–Uroikas, el legendario baluarte de los inchoroi. Siendo Celmonas todavía joven, unos emisarios de Nil’giccas, el Rey nohombre de Ishterebinth, se dirigieron a Seswatha, el visir y amigo de la infancia del Gran Rey. A los nohombres les preocupaba que los inchoroi, a quienes habían dispersado por los cuatro rincones del mundo en los días de Cu’jara Cinmoi, hubieran encontrado el camino de vuelta a Min–Uroikas y que con Mangaecca hubieran renovado sus horrorosos estudios. Le hablaron de los rumores que habían arrancado a sus prisioneros, muertos tiempo atrás. Le hablaron del No Dios.

De este modo, Seswatha inició su Gran Discusión, su intento de convencer a los Antiguos Reyes norsirai del Apocalipsis inminente.

Aunque Seswatha no era el tema central de ninguna de las sagas, aparecía continuamente en ellas, como un elemento siempre implicado en el transcurrir de los acontecimientos. En «La Kelmariada» era uno de los personajes principales, el fiel incondicional de un rey poderoso e inconstante. Lo mismo sucedía en «La Kayutiada», la narración épica en verso del hijo menor y más afamado de Celmonas, Nau–Cayuti, en la que Seswatha era profesor y padre sustituto al mismo tiempo. En «El libro de los Generales», un inventario en prosa de los acontecimientos que siguieron a la muerte de Nau–Cayuti, la suya era la voz más poderosa y ofendida en todos los consejos. En «La Trisiada», narración en verso de la destrucción de Tryse, él era una almenara prendida en los parapetos y derribaba dragones en el cielo con luz hechicera. En «La Eamnoriada», era el intrigante extranjero que, pese a sus grandilocuentes declaraciones, huyó la víspera de la llegada del No Dios. En «Los Anales de Akksersia», era la encarnación de la esperanza, el Escudo Protector del Gran Rey Cundraul III. En «Los Anales de Sakarpa», era un refugiado lunático, expulsado después de haber maldecido al Rey Huruth V por no haber huido a Mehtsonc con la reserva de Chorae. Y en «La Anaxiada», la grandiosa y trágica saga de la caída de Kyraneas, era nada menos que el salvador del mundo, el Portador de la Lanza de la Garza.

Odiado o adorado, Seswatha era el norte en la brújula del navegante, el verdadero héroe de Las sagas, aunque ningún ciclo ni crónica lo reconocían como tal. Cada vez que Esmenet encontraba alguna variante de su nombre, se abrazaba a sí misma y pensaba: «Achamian».

Leer sobre la guerra, y no digamos ya sobre el Apocalipsis, no era cualquier cosa. Por muy apremiante que fuera su rutina diaria, las imágenes de Las sagas persistían en su imaginación. Sranc protegidos con las mandíbulas recién cortadas a sus víctimas. La Biblioteca de Sauglish en llamas y los millares que habían buscado refugio entre sus santificadas paredes. La Muralla de los Muertos, mortaja de los cadáveres extendidos sobre la fortaleza marítima de Dagliash. El fétido Golgotterath con sus cuernos de oro curvándose montañosos hacia los oscuros cielos. Y el No Dios, Tsurumah, la gran torre Serpenteante de viento negro…

Guerra y más guerra, suficiente para destruir toda ciudad, todo hogar, para barrer a todos los inocentes —incluso a los no nacidos— con sus despiadadas fauces.

La idea de que Achamian vivía aquellas cosas continuamente la oprimía con un sentimiento de culpa evasivo e incluso avergonzado. Veía cada noche tomo el horizonte se movía con hordas de sranc, se amedrentaba por los chillidos de los dragones que descendían de los negros vientres de los nubarrones. Cada noche veía cómo Tryse, la Madre Sagrada de las Ciudades, era bañada en la sangre de los desconcertados niños. Cada noche revivía literalmente el despertar pavoroso del No Dios, oía de verdad el llanto de las madres por sus hijos nacidos muertos.

Absurdamente, aquello le hizo pensar en su mula muerta, Amanecer. Esmenet nunca había comprendido de verdad la influencia que aquel nombre debía de haber tenido en él. Una esperanza tan dolorosa. Y aquello, comprendió no sin horror, significaba que nunca había comprendido de verdad a Achamian. Ser utilizado una noche tras otra. Ser degradado por apetitos inmensos, antiguos, en celo. ¿Cómo una puta podía no haber visto el ultraje que había sido infligido a su alma?

«Tú eres mi mañana, Esmi… La luz de mi amanecer.»

¿Qué podía significar aquello? Para un hombre que vivía y revivía la perdición de todo, ¿qué podía significar despertarse con su tacto, junto a su cara? ¿Dónde había encontrado el coraje y la confianza?

«Yo era su mañana.»

Entonces lo sintió, dominándola, y con la extrañeza de las almas en movimiento trató de conjurarlo. Pero era demasiado tarde. Por lo que pareció la primera vez, lo comprendió; la vana urgencia de Achamian, su desesperación por ser creído, su amor demacrado, su desalentada compasión… todo sombras del Apocalipsis. Presenciar la disolución de las naciones, ser despojado noche tras noche de todo lo amado, de todo lo bello. El milagro era que él todavía amaba, que todavía reconocía la clemencia, la compasión… ¿Cómo podía ella no creerle fuerte?

Esmenet comprendió, y eso la aterrorizó, pues era algo demasiado cercano al amor.

Aquella noche soñó que flotaba sobre las profundidades del corazón de algún mar sin nombre. El terror se había apoderado de ella y pesaba como una piedra atada a su cintura. Al mirar hacia abajo, sólo vio sombras en las aguas negras más allá de sus pies. Las sombras la cautivaron con su casi claridad. Lentas e inmensas, moviéndose en espiral sobre sus enormidades. Aunque al principio se negó a admitirlo, sus ojos se adaptaron gradualmente y las monstruosas formas se hicieron más y más nítidas. Nunca se había sentido tan pequeña, tan expuesta. Más allá de los horizontes anegados, el mar entero aparecía plácido y verdoso sobre las profundidades negras y bullentes. Movimientos suaves. Grandes ojos lechosos. Filas de dientes translúcidos. Y allí, pálido y desnudo, flotando como un alga en mitad de todo ello… Achamian.

Sus brazos se mecían muertos en la corriente.

Repentinamente, soltó un grito ahogado y se agitó en el abrazo perfumado de Kellhus. Éste acalló el grito, le apartó el pelo de los ojos y le explicó que todo había sido una pesadilla.

La desesperación con la que lo apretó contra ella la impresionó.

—No quiero compartirte —murmuró ella, besando los suaves rizos en torno a su cuello.

—Ni yo a ti —dijo él.

Esmenet nunca le había hablado de Achamian, ni del beso de ambos aquella horrible noche con Proyas y Xinemus. Pero no era un secreto entre ellos, sino solamente algo de lo que no hablaban. Había pasado horas reflexionando sobre el silencio de Kellhus y maldiciendo el suyo. ¿Por qué razón, si Kellhus le había sonsacado pacientemente todas sus debilidades, dejaba pasar ésta en silencio? Ella no se atrevía a preguntar. Especialmente mientras estuviera leyendo Las sagas.

Ahora lo veía claramente. Las ciudades abandonadas. Los templos humeantes. La sucesión de muertos que jalonaban los caminos de esclavos hasta Golgotterath. Siguió a los erráticos nohombres mientras cabalgaban por la campiña en busca de supervivientes. Vio a los sranc desenterrando a los nacidos muertos y quemándolos en piras. Lo vio todo desde lejos, con más de dos mil años de retraso.

Nunca había leído nada tan oscuro, tan desesperante ni tan glorioso. Parecía que hubieran vertido veneno en el cuenco del asombro. «Esto —pensó una y otra vez— es su noche…»

Y aunque intentaba acallar las palabras de su corazón, surgían igualmente, como una verdad fría y acusatoria, una aflicción tan implacable como merecida. «Yo era su mañana.»

Una tarde, poco después de haber finalizado el último de los cantos, encontró por casualidad a Achamian sentado distraídamente en una mesa de piedra, mojándose los pies en el agua verde del río Nazimel. La invadió una súbita alegría, tan sencilla y repentina que le hizo dar un grito ahogado. Su consternación fue igualmente abrupta y bastante más complicada. Habría gritado algo así como «Matando al río, ¿eh?», pues el hombre apestaba. Se hubiera dejado caer junto a él y habrían bromeado mientras salpicaban en el agua juntos. Se le habría acercado sigilosamente por detrás y le habría gritado «¡Cuidado!» al oído. Pero ahora el mero hecho de mirarle parecía… amenazador.

¡Era culpa suya haber muerto! Si al menos se hubiera quedado, si Xinemus no hubiera dicho nada sobre la Biblioteca, si la mano de ella no se hubiera demorado en el regazo de Kellhus… Sintió el corazón de él acallado por el terror.

«Esmi —dijo el día de su retorno de entre los muertos—. Soy yo… Yo.»

Tras él había un grupo de thunyerios desnudos, saltando a la pata coja mientras trataban de quitarse los calzones. Uno de ellos corrió aullando, saltando desde una roca al agua bruñida. En la otra orilla, donde el agua era poco profunda y corría sobre la grava, varias mujeres —esclavas lavando la ropa— se llevaban las manos a los costados, riéndose. Allí donde la sombra de los árboles llegaba al agua, los thunyerios golpeaban la superficie con rugidos triunfales. Ignorando el alboroto o insensible a él, Achamian se inclinó hacia adelante para recoger agua con las palmas de las manos y se la arrojó a la cara haciendo una mueca y pestañeando. La luz del sol parpadeó en los negros rizos de su barba.

Como aturdido, se quedó mirando el agua abriendo y cerrando los ojos.

Esmenet tuvo la abrupta sensación de despertar, como si los meses pasados no hubieran sido otra cosa que una de aquellas tortuosas pesadillas que revestían los actos de terror de una irreflexiva normalidad. Nunca había sucumbido a Kellhus. Nunca había repudiado a Achamian. Y podía gritar: «¡Akka!».

Pero no era un sueño.

Kellhus pasó la tibia palma de su mano desde el hombro hasta el pecho. Esmenet jadeó cuando le acarició el pezón. La mano continuó hacia abajo, sobre su vientre, hasta la curva de su cadera, a lo largo del exterior del muslo y después hacia adentro. Ella levantó las piernas y las extendió… y Akka lloró, cogiéndose la barba con horror e incredulidad.

—¡Esmi! —gritó, chilló—. ¡Esmi por favor! ¡Soy yo! ¡Soy yo!

—Estoy vivo.

Las lágrimas le hacían aparecer borroso tras la mirada sepia. Esmenet estaba sobre un terreno pedregoso y sin embargo persistía en sus pensamientos, pues entendía que su traición no tenía fin, que su infidelidad no tenía comparación. El bullir de los pensamientos, el sonrojo en su cara y en sus muslos, aquella tarde, cuando Kellhus le rozó el pecho accidentalmente. El martilleo de su corazón. La respiración agitada, aquella noche en que Kellhus sintió el contacto de la mano de ella. Las miradas secretas, los ensueños desvergonzados. El asombro de despertarse junto a él. El calor resbaladizo entre sus piernas. El éxtasis de tenerlo entre sus rodillas, en su vientre, en su corazón. Su fuerza, ejercida en el interior de ella. Los gemidos.

El horror en los ojos de Achamian.

¿Quién era aquella mujer abyecta y traidora? Esmenet sabía que ella nunca haría una cosa así. Sencillamente no era capaz. No a Akka. ¡No a él!

Entonces se acordó de su hija, en algún lugar al otro lado del mar. Vendida como esclava.

Extendiendo la mano para alcanzar una sandalia, Achamian sacó un pie del agua. A continuación encogió la pierna y empezó a atarse las tiras de cuero. Había resignación en sus formas, y también tragedia, como si sus actos no tuvieran un propósito determinado y fueran al mismo tiempo irresistibles. Sin aliento, apretándose el vientre con las manos, Esmenet se escabulló.

Lo dejó en el río, al único superviviente del Apocalipsis, al hombre que lloraba por la única en quien confiaba, la única en quien veía belleza.

Al que lloraba por la puta Esmenet.

Aquella noche volvió a Las sagas, relajada de cuerpo y alma. Cuando hubo acabado el canto final lloró…

Las piras arrasadas, las torres negras y derribadas,

el enemigo saciado y nuestra gloria humillada,

la quilla del mundo rota y nuestra sangre más clara que nuestras lágrimas.

La historia contada como si los muertos tuvieran oídos.

Esmenet lloró y murmuró «Akka». Pues ella era su mundo, y todo estaba en ruinas.

«Akka. Akka, por favor…»

Según una leyenda nohombre, la caída del Incu–Holoinas, el Arco–de–los–Cielos, había hecho crujir la capa de la tierra y arrojado astillas a la oscuridad infinita. Seswatha sabía ahora que aquella leyenda era cierta.

Con Nau–Cayuti a su lado, Achamian se acuclilló en la oscuridad mirando el enorme precipicio que tenían ante ellos. Durante días habían avanzado a tientas en la oscuridad, demasiado aterrorizados para encender alguna luz. Había tantos túneles y eran tan asfixiantes que a veces parecía que avanzaran por pulmones ennegrecidos. Los codos les sangraban de tanto reptar.

Durante los días de la Gran Investidura, los sranc habían excavado desde Golgotterath pasajes por debajo de los ejércitos acampados en las llanuras circundantes. Cuando se hubo roto el sitio, el Consulto olvidó las minas, creyendo que era invencible. ¿Y por qué no iba a creerlo? La Gran Prueba, la guerra santa declarada por Anasurimbor Celmonas contra Golgotterath, había degenerado en aspereza y orgullo caníbal. Y el impuro advenimiento estaba cerca. Muy cerca…

¿Quién se atrevería a lo que Seswatha y el hijo menor del Gran Rey se atrevían ahora?

«Por favor, despierta.»

—¿Qué es eso? —murmuró Nau–Cayuti—. ¿Una especie de postigo?

Tendidos boca abajo, miraron por encima del borde de una cornisa vuelta hacia arriba sobre lo que sólo podía ser una enorme sima. Montañas enteras parecían colgar por encima de ellos, precipicios sobre inmensos precipicios, hundiéndose en la oscuridad, alzándose hasta pellizcar una gran llanura de oro en curva. Se erguía ante ellos, imposiblemente inmensa, con infinitas líneas de texto y paneles tan grandes como la vela de una galera grabados con figuras extranjeras en relieve luchando. Las luces procedentes de abajo proyectaban filigranas relucientes sobre su superficie.

Estaban contemplando el pavoroso Arco, sabía Seswatha, hundido en lo más hondo de las cuencas de la tierra. Habían alcanzado las fosas más profundas de Golgotterath.

Por debajo de donde estaban, al otro lado de un espacio cavernoso, había una puerta dispuesta perpendicularmente al precipicio. Debajo de ella habían construido una gran plataforma de piedra con dos inmensos braseros cuyo fuego había ennegrecido la superficie del Arco que se curvaba sobre ellos. Abajo, en la oscuridad, se divisaba una red de escalones y rellanos. Varios sranc, ocultos parcialmente por cortinas de fuego, estaban apoyados en el umbral de la puerta. Del vacío surgían aullidos.

«Akka…»

—¿Qué hacemos? —murmuró Seswatha. No podían arriesgarse a utilizar la hechicería, no allí, pues la más ligera magulladura llamaría la atención de Mangaecca. Su sola presencia era fatal.

Con su característica decisión, Nau–Cayuti ya había empezado a quitarse la armadura de bronce. Achamian miró el perfil de su cara, resaltado por el contraste entre el negro intenso de su piel y el rubio de su espesa barba. En sus ojos había determinación, aunque era fruto de la desesperación y no del empuje y la confianza que habían hecho de él un milagroso líder de los hombres.

Achamian se volvió, incapaz de soportar las falsedades que le había dicho.

—Esto es una locura —murmuró.

—¡Pero ella está aquí! —dijo entre dientes el guerrero—. ¡Tú mismo lo dijiste!

Vistiendo solamente su falda de piel, Nau–Cayuti deslizó las manos sobre la superficie de piedra inmediata. Después, cogido a los salientes de las rocas, se alzó sobre el abismo. Con el corazón en la garganta, Seswatha lo vio avanzar por el enorme espacio, con las piernas y la espalda brillantes de esfuerzo y sudor.

Algo —una sombra— por encima de él.

«Akka, estás soñando…»

Una chispa de luz, débil y cegadora.

—Por favor…

Al principio ella semejó una aparición, una brillante neblina suspendida en el vacío, pero cuando parpadeó vio su figura destacada en la oscuridad, a la luz del farol que iluminaba su cara oval.

—Esmi —dijo con voz ronca.

Ella estaba arrodillada junto a su cama, inclinada sobre él. Sus pensamientos eran confusos. ¿Qué hora era? ¿Por qué no lo habían despertado sus Guardas? Todavía sentía el horror de Golgotterath en sus miembros sudorosos. Vio que ella había llorado. Levantó las manos, avergonzado por el sueño, pero ella se apartó de su abrazo instintivo.

Él se acordó de Kellhus.

—¿Esmi? —después más bajo—. ¿Qué pasa?

—S–sólo… quiero que sepas…

Repentinamente sintió un nudo en la garganta. Achamian vislumbró sus pechos, como el humo, bajo el fino tejido de su vestido.

—¿Qué?

Su rostro se vino abajo y se recompuso.

—Que eres fuerte.

Esmenet salió corriendo, y de nuevo todo fue oscuro y absoluto.

Voló toda la noche, receloso del terreno que había debajo de él. Se abrió camino hacia arriba, más arriba, hasta que el aire fue innecesario y las lágrimas fracturaron el vacío de un millón de estrellas. Después se deslizó sin esfuerzo, con las alas extendidas, suavemente.

Un viejo intelecto como aquél no se dejaba llevar fácilmente por la urgencia.

Reflexionó de la manera en que lo hacían los de su raza, aunque sus pensamientos eran reacios a los límites del marco de la Síntesis. Habían transcurrido milenios desde que guerreara sobre un tablero de benjuka como aquél. El Mandato reivindicado. Sus hijos descubiertos, arrastrados a la luz. La Guerra Santa renacida como instrumento de maquinaciones desconocidas…

¡La alimaña podía ser tan astuta! El scylvendio podía estar loco, pero no podía negarse el testimonio de los acontecimientos. Ese dunyaino…

El aire se había vuelto templado y el suelo se elevaba como si se hinchara. Árboles y helechos quedaban iluminados bajo la fría luna. Las laderas se elevaban y descendían. Los arroyos fluían a lo largo de cursos pedregosos y oscuros. La Síntesis serpenteaba por encima, a través del umbrío paisaje, hasta los confines de Enathpaneah.

Golgotterath no estaría satisfecha con aquella nueva disposición de las piezas. Pero las reglas habían cambiado.

Estaban los que preferían la claridad.