7

Joktha

Toda mujer sabe que hay solamente dos clases de hombres: los que sienten y los que fingen. Recuérdalo siempre, querida, aunque sólo puede quererse al primero y sólo puede creerse al segundo. Lo que ciega es la pasión, no la racionalidad.

Carta anónima.

Es mucho mejor burlar la Verdad que apresarla.

Proverbio ainonio.

Principios de primavera, año del Colmillo 4112, Joktha

Comieron en los aposentos privados del Grande fallecido que en el pasado había gobernado el Palacio de Donjon. La habitación tenía todos los rasgos que Cnaiur relacionaba con los kianene, tan opuestos a la decoración fanim. En la entrada habían esculpido elaboradas imitaciones de esterillas de juncos. La única ventana, situada frente a la entrada, estaba provista de una reja de hierro sobre la que sin duda alguna vez había habido las mismas parras que él había visto en ventanas similares por toda la ciudad. Las paredes estaban cubiertas con frescos de diseños geométricos en lugar de imágenes, estilizadas o no.

En el centro de la habitación había tres escalones por debajo del nivel del resto de la sala, de modo que la mesa —que apenas llegaba a la rodilla a Cnaiur— parecía haber sido tallada en el suelo. Estaba labrada en caoba y tan pulida que, desde un determinado ángulo, mostraba el brillo de un espejo. Con un puñado de velas como única iluminación, parecía que estuvieran sentados en un nido de almohadas hundido y rodeados por una umbría galería.

Todos se esforzaban por no rozarse las rodillas; el eterno problema de comer en las mesas kianene. Cnaiur estaba sentado a un extremo. Conphas estaba junto a él, a su derecha, y a continuación el General Sompas, de los Kidruhil; el General Areamanteras, de la Columna Nasueret; el General Baxatas, de la Columna Selial; y por último, el General Imyanax, de los auxiliares cepaloranos. A su izquierda se encontraban el Barón Sanumnis y, a continuación, Tirnemus, y Troyatti, el capitán de los hemscilvara. Las esclavas se movían en la penumbra, llenando cuencos de vino o retirando platos usados. Dos caballeros conriyanos vestidos con indumentaria de campaña miraban desde la entrada con sus máscaras de guerra plateadas sobre el rostro.

—Sompas dice que vieron luces en tu terraza privada —observó Conphas. Su tono era brusco, como el utilizado por los miembros más sagaces de una familia—. ¿Cuándo fue? —preguntó, mirando al hombre—. ¿Hace tres o cuatro días?

—La noche que llovió —dijo el general, levantando apenas la vista del plato. Obviamente, tenía sus reservas, fuera respecto a la actitud irresponsable del Exalto–General o al hecho de cenar con su captor scylvendio. Probablemente respecto a ambas cosas, y a muchas más, pensó Cnaiur.

Conphas se quedó mirando expectante, a la espera de alguna respuesta. Cnaiur lo miró a su vez, arrancando la carne de un muslo con los dientes y volviendo la vista al plato. Últimamente tenía unas inexplicables ganas de comer ave.

Volvió a beber más vino mirando de soslayo al Exalto–General. Todavía había rastro de los moratones sobre su ojo izquierdo. Como sus generales, llevaba las vestiduras militares de gala: una túnica de seda negra adornada con bordados de plata bajo una coraza con estilizadas figuras de halcones y un Sol Imperial incoloro. Que aquel hombre hubiera logrado que se cargara con todo su guardarropa durante la travesía del desierto, recordó Cnaiur, decía mucho de él.

Cada vez que cerraba los ojos veía sangre en las paredes.

Aparentemente, Cnaiur había convocado a Conphas y a sus generales para comentar la llegada del transporte y el embarque posterior de sus columnas. Había interrogado al hombre dos veces sobre el asunto, aunque más tarde había comprendido que las respuestas que aquel desalmado le daba en realidad carecían de sentido. De hecho, el transporte no le importaba en absoluto.

—Luces antinaturales —prosiguió Conphas mirando a Cnaiur y esperando aún una respuesta de éste. Naturalmente, la negativa anterior de Cnaiur a responder, siendo tan obvia, no había servido de nada. Los hombres como Ikurei Conphas, comprendió el caudillo utemot, no se avergonzaban.

El miedo, sin embargo, era otra cosa.

Bebió otro trago largo y vio que los ojos astutos de Conphas seguían el Cuenco de vino. Había inteligencia en la mirada, una valoración de la potencial debilidad, aunque también preocupación. El asunto del hechicero lo había asustado, como sabía Cnaiur que sucedería.

¿Era así, se preguntó, como pensaba el dunyaino?

—Quiero —dijo Cnaiur— hablar de Kiyuth.

Conphas fingía estar entretenido con la comida. Comía con el amaneramiento propio de la casta noble de nansur, con dos tenedores, alzando cada trozo de alimento como si estuviera buscando un alfiler. Dadas las circunstancias, quizá estuviera buscando un alfiler. Cuando alzó la vista, lo hizo con los párpados caídos, aunque su expresión de euforia era inconfundible. De hecho había habido algo… exultante en su actitud desde su llegada.

«Está planeando algo. Cree que ya estoy condenado.»

El Exalto–General se encogió de hombros.

—¿Qué pasa con Kiyuth?

—Tengo curiosidad… ¿Qué habrías hecho si Xunnurit no te hubiera atacado?

Conphas sonrió como los hombres que veían conversaciones enteras de principio a fin.

—Xunnurit no tenía elección —dijo—. En eso consistía la genialidad de mi plan.

—No lo comprendo —dijo Tirnemus, dejando escapar trocitos de pato por las comisuras de los labios.

—El Exalto–General había tenido en cuenta cada detalle —explicó Sompas con la seguridad del soldado que conoce el tema de primera mano—. Las estaciones y las reivindicaciones de sus hordas. Su sentido del honor y los actos que los incitarían. Y lo más importante: su arrogancia… —Sompas dirigió una rápida mirada a Cnaiur al decir aquello, una mirada que pareció despiadada y preocupada al mismo tiempo.

Entre todos los generales presentes, Biaxi Sompas era el que más desconcertaba a Cnaiur. Los Biaxi eran los rivales tradicionales de los Ikurei en la Congregación; sin embargo, el hombre apenas podía hablar sin lamerle las pelotas a Conphas.

—Los scylvendios consideran que la sodomía es un tabú —exclamó el general Imyanax con su marcado acento—, la mayor de las obscenidades… —Había alzado los ojos hacia el techo al decir «la mayor»; a continuación se fijó en Cnaiur, regodeándose—. Por eso el Exalto–General hizo que violaran a nuestros prisioneros a la vista de todo el mundo.

Sompas palideció mientras Baxatas miraba con el entrecejo fruncido al belicoso idiota norsirai. Areamanteras rió sobre su cuenco de vino pero no se atrevió a mirar sobre la mesa. Sanumnis y Tirnemus dirigieron miradas discretas a su comandante.

—Sí —dijo Conphas despreocupadamente mientras agitaba sus tenedores—. Así lo hice.

Durante un largo instante, nadie se atrevió a pronunciar una palabra. Sin expresión, Cnaiur miró cómo mascaba el Exalto–General.

—La guerra —prosiguió Conphas, como si fuera natural que los hombres estuvieran pendientes de su iluminado discurso. Se detuvo para tragar—. La guerra no es diferente del benjuka. Las normas dependen de los movimientos realizados, ni más ni menos.

Antes de que pudiera continuar, Cnaiur dijo:

—La guerra es intelecto.

Conphas se detuvo y dejó a un lado cuidadosamente sus tenedores de plata.

Cnaiur apartó su plato.

—Debes de estar preguntándote dónde oí eso.

El hombre frunció la boca y negó con la cabeza, limpiándose la boca con la servilleta.

—No… tú estabas allí aquel día… cuando expliqué mi táctica a Martemus. Tú estabas allí, ¿verdad? Entre los muertos.

—Sí.

Conphas asintió como si hubiera confirmado una vieja y misteriosa sospecha.

—Tengo curiosidad… Aquel día sólo estábamos Martemus y yo… —Miró a Cnaiur expresivamente—. No llevábamos escolta.

—¿Te preguntas por qué no te maté?

El Exalto–General sonrió.

—Iba a decir que por qué no lo intentaste.

Una joven esclava surgió de la oscuridad y se llevó el plato de Cnaiur. Oro y huesos.

—La hierba —dijo—. Se me enredó en los pies. Me caí al suelo.

En algún lugar se había abierto una puerta. Lo veía claramente en los ojos de todos, incluso en los de sus supuestos subordinados. Se había abierto una puerta y el terror había entrado por ella.

«Te veo.»

Sólo Conphas parecía ajeno a todo aquello. Como si le faltaran los órganos necesarios.

—Pero naturalmente —dijo sonriendo burlonamente— el campo era mío.

Nadie rió.

Cnaiur se reclinó, mirándose las palmas de sus grandes manos.

—Dejadnos —ordenó—. Todos.

Al principio nadie se movió, nadie siquiera respiró. Entonces Conphas se aclaró la garganta y dijo con el entrecejo fruncido:

—Haced… lo que dice.

Sompas empezó a protestar.

—¡Ya! —ladró el Exalto–General.

Cuando se hubieron ido, los ojos de Cnaiur se posaron en la cara cincelada del hombre. Su misma frente e incluso su nariz eran fantasmas en un extremo de su campo de visión… un recordatorio de lo que observaba.

«Cnaiur urs Skiotha.»

Conphas asintió como si lo comprendiera del todo.

—Habría perdido Kiyuth —dijo— si tú hubieras sido el Rey–de–Tribus.

«… el más violento de todos los hombres.»

—Eso —dijo Cnaiur— y más.

El hombre soltó una risotada sobre su cuenco de vino. Arqueando las cejas, dijo:

—Supongo que también el Imperio.

Cnaiur le escudriñó invadido por un débil asombro. La voz era la misma, y sin embargo parecía imposible que el muchacho que tenía ante él fuera el Exalto–General del Imperio que había sobrevivido a Kiyuth aquella mañana, hacía tanto tiempo. Aquel hombre había sido un conquistador formidable. Se había erigido sobre aquellas praderas y los innumerables muertos habían pronunciado su nombre. El Gran Ikurei Conphas.

Y ahora ahí estaba, el León de Kiyuth. Su cuello era tan delgado como cualquiera que Cnaiur hubiera roto.

El Exalto–General empujó su plato y se volvió hacia él de forma jocosa y cómplice al mismo tiempo.

—¿Qué es lo que albergan los corazones de los odiados enemigos? Aparte del Anasurimbor, no hay ningún hombre al que desprecie más que a ti… —Se arrellanó y se encogió de hombros amistosamente y añadió—: Y sin embargo… en tu presencia encuentro un insólito reposo.

—¿Reposo? —gruñó Cnaiur—. Eso es porque el mundo es tu habitación de los trofeos. Tu alma lo convierte todo en un halago, incluso a mí. Conviertes en espejos todo lo que ves.

El Exalto–General parpadeó y soltó una risotada.

—No nos andemos con rodeos, scylvendio.

Cnaiur golpeó la pesada mesa con el cuchillo. Saltaron cuencos, platos y hasta Conphas.

—Esto —gritó—. ¡Esto! ¡Esto es el mundo en realidad!

Conphas tragó saliva y logró mantener su apariencia de buen humor.

—Y ¿qué es eso?

El bárbaro sonrió.

—Incluso ahora te conmueve.

Ikurei Conphas se pasó la lengua por los labios. Sus finas facciones se tensaron en torno a sus dientes apretados. ¿Por qué la ira parecía tan vulgar en los rostros hermosos?

—Puedo asegurártelo —dijo Conphas sin alterarse—, no le temo a…

Cnaiur le golpeó con tanta fuerza que Conphas cayó de espaldas.

—¡Actúas como si vivieras esta vida por segunda vez! —Cnaiur saltó sobre la mesa acuclillado, derribando platos y cuencos. Con los ojos redondos como talentos de plata, Conphas se arrastró sobre las almohadas—. ¡Como si estuvieras seguro de su resultado!

Conphas se había vuelto y trataba de salir del hueco en el que se encontraba la mesa.

—¡Somp…!

Cnaiur saltó al otro lado de la mesa y le golpeó en la parte posterior de la cabeza. El Exalto–General cayó. Cnaiur se quitó el cinturón y rodeó con él el cuello del hombre, al que puso de rodillas. Arrastrándolo hasta la mesa, lo arrojó sobre ella golpeándole el pecho y estrellando su cara contra su propio reflejo una y otra vez.

Levantó la mirada y vio a las esclavas encogiéndose en las sombras, con brazos levantados. Una de ellas lloraba.

—¡Soy un demonio! —gritaba—. ¡Un demonio!

Después se volvió hacia Conphas, que temblaba sobre la mesa.

Algunas cosas necesitaban una explicación literal.

La salida del sol. La luz penetraba entre las columnas orientales tiñéndolas de naranja y rosa. Una suave brisa portaba fragancias de cedro y arena. Parecía que pudiera oír toda Joktha agitándose al tacto de la mañana.

Cnaiur dio un manotazo a un cuenco de vino que estaba sobre las sábanas. Tintineó sobre las baldosas antes de ser silenciado por las alfombras. Estaba sentado en el borde de la cama, pellizcándose el puente de la nariz. Se levantó y caminó hasta el lavamanos de bronce que había en la pared oeste. Miró los frescos geométricos —óvalos entrelazados— mientras se enjuagaba la sangre y la tierra que manchaban sus muslos. Después caminó desnudo hasta la terraza, a la luz del sol. Como una gota de aceite arrojada sobre el agua, Joktha se iba extendiendo a medida que se aproximaba a la balaustrada, austera y silenciosa al sol de la mañana. Unas palomas se peleaban en el alero. Al este, negra contra el plata–oro del mar, había una flota anclada, más allá de la bocana del puerto. Barcos nansur.

Así pues, sería aquel día.

Se vistió sin la ayuda de sus esclavos, aunque envió a uno con una citación para Troyatti. El capitán lo interceptó de camino al caos de los barracones.

—Envía hombres a los barcos —dijo Cnaiur—. Bajaremos la cadena del puerto sólo cuando todos y cada uno de ellos hayan sido registrados. Después quiero que tú personalmente reúnas a Conphas y a sus generales y los lleves al puerto, al Gran Muelle. Coge a todos los hombres de los que puedas disponer.

El taciturno conriyano había escuchado diligentemente rascándose el antebrazo derecho. Asintió aplastándose la barba contra el pecho.

—Y Troyatti, suceda lo que suceda, asegúrate de controlar a Ikurei.

—Algo te preocupa —dijo el capitán.

Durante un breve instante, Cnaiur se encontró preguntándose si Troyatti y él eran amigos. Desde que cabalgara con él en Shigek, Troyatti y los demás se hacían llamar los Hemscilvara, los hombres de scylvendio. Él les había enseñado las costumbres del Pueblo —entonces parecía importante—, y con la extraña capacidad de los jóvenes para observar lo aprendido, habían seguido las enseñanzas incluso después de que Proyas les trasladara.

—Esta flota… ha llegado demasiado pronto. Es posible que la enviaran antes de la expulsión de Conphas.

Troyatti frunció el entrecejo.

—¿Crees que en lugar de venir para llevarse a Conphas le ha traído refuerzos?

—Piensa en Kiyuth… El Emperador sólo mandó una parte del Ejército Imperial con Conphas. ¿Por qué? ¿Para protegerse de mis parientes, que habían sido arrasados? No. Se ha reservado sus fuerzas por algún motivo.

El capitán asintió con los ojos brillantes de repentina comprensión.

—Controla a Conphas, Troyatti. Derrama la sangre que sea necesaria.

Tras enviar aviso a Sanumnis y a Tirnemus, Cnaiur cabalgó con varios Hemscilvara hasta el llamado Gran Muelle, que consistía en un espigón de piedra y grava construido en el agua y con embarcaderos de madera adosados. Las conchas de ostras crujían bajo sus sandalias mientras se dirigía al extremo. Sus hombres se abrieron en abanico, acosando a los ocupantes enathi, en su mayoría pescadores que se habían instalado en los atracaderos en desuso. La presencia de Cnaiur aseguraba la ausencia de incidentes. Las redes esparcidas por la zona fueron retiradas y las casuchas derribadas.

El aire olía a humedad y a pescado podrido. Levantando una mano para protegerse del sol, vio unos cuantos barcos que se dirigían hacia la bocana del puerto y se acercaban a la principal nave Nansur. Parecían escarabajos vueltos boca arriba hundiendo las patas en el agua a intervalos. Unas gaviotas de cuello rojo revoloteaban en el cielo haciendo oír sus chirridos discordantes. ¿Cómo las había llamado Tirnemus? Sí, gopas.

Observó cómo cada vez arribaban más barcos a la flota.

Sanumnis llegó poco después con su indumentaria de campaña acompañado por un caudillo thunyerio llamado Skaiwarra, que había desembarcado tres días antes con unos trescientos parientes, todos Hombres del Colmillo. Una combinación de vino eumarnano y diarrea, explicó Sanumnis, había retrasado su partida. El caudillo era un hombre robusto, de pelo rubio trenzado, que poseía la fiereza que caracterizaba a tantos de sus compatriotas. No hablaba sheyico, aunque entre sus nociones de tydonnio y las de Sanumnis, Cnaiur consiguió negociar con él. Parecía que Skaiwarra era un pirata recientemente convertido, y como tal sentía un inflexible odio por los nansur y sus piadosas flotas. Sin embargo, estuvo de acuerdo en esperar un día más.

Mientras negociaban apareció un mensajero de Troyatti. Según dijo, Imyanax, Baxatas y Areamanteras estaban siendo escoltados hasta el puerto, pero de Conphas y Sompas no se sabía nada. Al parecer, a Conphas le habían golpeado fieramente la noche anterior, y Sompas lo había llevado a algún lugar de la ciudad en busca de un médico.

La mirada de Cnaiur coincidió con la oscura de Sanumnis.

—Cerrad las salidas —dijo—. Guarneced las murallas… Si sucede algo, la ciudad es tuya, como lo es el precio que haga pagar el Profeta Guerrero.

La intensidad de su mirada hizo estremecer al barón, que asintió resignado. Cnaiur se volvió hacia el sol mientras Skaiwarra se retiraba. El primero de los barcos estaba regresando, movido por los remos entre las torres de la bocana del puerto, por encima de la cadena sumergida en el agua. El sol estaba lo suficientemente alto para que se distinguiese el carmesí de las velas de los barcos sujetas a los mástiles pintados de negro.

Tirnemus y su séquito llegaron momentos antes de que los hombres de Troyatti escoltasen a los oficiales nansur por el espigón. Los hombres olían a vino y a cerdo frito. Cnaiur le dijo que reuniese a sus hombres en los muelles.

—Si todo va bien —dijo—, tendrás que organizar el embarque.

—¿Va todo bien? —preguntó el barón con temor manifiesto. Todos podían olerlo.

Cnaiur se volvió e hizo señales a sus hombres para que condujeran a los prisioneros hasta el final del muelle. Llevaban las manos atadas a la espalda, lo que indicaba que se habían resistido.

Miró a los generales nansur mientras les empujaban para que avanzasen.

—Rezad para que esos barcos estén vacíos…

—¡Perro! —escupió el viejo Baxatas—. ¿Qué sabes tú de rezar?

—Más que tu Exalto–General.

Un momento de silencio.

—Sabemos lo que hiciste —dijo Areamanteras, no sin cierta cautela.

Frunciendo el entrecejo, Cnaiur se aproximó al general y se detuvo cuando estuvo delante de él.

—¿Qué hice? —preguntó con voz extraña—. Había sangre cuando me desperté… sangre y mierda.

Areamanteras casi temblaba a su sombra. Abrió la boca para responder, intentando fruncirla y mostrando el temblor de sus labios.

—¡Maldito cerdo! —gritó Baxatas a su derecha—. ¡Cerdo scylvendio! —A pesar de su furia, también había miedo en sus ojos.

Las gopas descendían en picado y chillaban en el aire.

—¿Dónde está? —preguntó Cnaiur—. ¿Dónde está el Ikurei?

Ninguno de los tres dijo una palabra, y sólo Baxatas se atrevió a mirarle. En un momento dado pareció que iba a escupirle, aunque lo pensó mejor.

Cnaiur se volvió hacia el barco más próximo. Miró el agua negra más allá del final del muelle y observó cómo rompía contra los pilares. Vio una rama surgiendo del fondo; su extremo, en forma de horquilla, se movía en la superficie como dedos rodeados de espuma.

Los marineros gritaban desde los botes. Los barcos de transporte estaban vacíos.

Antes de media tarde, todos los barcos y su escolta de galeras de guerra se encontraban en el interior del puerto. Cnaiur mantenía las salidas cerradas; no quería exponerse en ningún sentido hasta que tuviera a Conphas en sus garras. Había hecho que Tirnemus y sus hombres se unieran a Troyatti en el registro de la ciudad.

El almirante de la flota nansur, un hombre llamado Tarempas, explicó que los vientos estacionales que condicionaban los viajes por los Tres Mares habían sido inesperadamente favorables. Estaba mucho más preocupado por el viaje de vuelta, o eso decía. Era uno de esos hombres inquietos, de pequeña estatura, que, a juzgar por la forma en que miraba, parecía estar mucho más interesado en su entorno que en sus interlocutores. Era como si estuviera evaluándolo todo continuamente.

Poco después, los columnarios del campamento principal empezaron a causar disturbios. Se habían enterado de la llegada prematura de la flota. A mediodía, sin haber recibido notificación oficial alguna, organizaron una protesta. Varias veces, durante sus desplazamientos por la ciudad, Cnaiur había oído el alboroto. Gritos estridentes seguidos de aclamaciones estentóreas. Era lo que cabía esperar de hombres que añoraban su tierra, supuso, sobre todo después de casi tres semanas de internamiento.

Entonces corrió la voz de la desaparición de su Exalto–General.

Junto a Sanumnis y Skaiwarra, Cnaiur subió a las murallas que daban al campamento. Llegar arriba fue como pasar de la calma de una gruta al corazón de una batalla, tal era el clamor que reinaba. A los pies de las murallas se extendía una barriada de casuchas y tiendas que ocupaba una franja de tierra castigada por la acción de incontables pies. La tierra desnuda se extendía hacia el sur y daba paso a un camino entre campos abandonados hasta el río Oras, que serpenteaba azul y negro tras confusas pantallas de árboles. En el lado oeste del campamento se había congregado una enorme multitud: miles de hombres con las túnicas sucias de tierra agitaban los puños ante una débil línea de caballeros conriyanos situados a unos cientos de pasos del lado más lejano de un huerto arrasado. Con la salvedad de sus yelmos y máscaras, parecían jinetes kianene.

Sanumnis silbó, desalentado.

—¿Deberíamos abatirles? —preguntó.

—Eliminarían a tus hombres por completo. Estarías armándoles.

—¿Les dejamos, pues?

Cnaiur se encogió de hombros.

—No veo torres de asedio… Mantengámosles encerrados lejos de sus oficiales. Dale al populacho un cabecilla y se convierte en un ejército. Si empiezan a formar filas, si recuerdan su disciplina, llámame inmediatamente.

El barón asintió con lo que pareció una admiración renuente.

La noticia, por boca de Troyatti, no tardó en llegar. El capitán estaba en la atestada necrópolis de la ciudad, en el barrio kianene abandonado desde hacía mucho tiempo, donde sus hombres parecían haber encontrado una especie de túnel. La certeza del hecho se había confirmado mucho antes de que Cnaiur encontrara al hombre con las manos en las caderas, desnudo de cintura para arriba, junto al foso del sepulcro medio en ruinas.

Conphas se había ido.

—Llega varios cientos de yardas más allá de las murallas —dijo el conriyano con el semblante adusto—. Tuvieron que excavar para acceder a la superficie. —Hizo una mueca como para decir: «Al menos ha tenido que ensuciarse las manos».

Cnaiur escudriñó a aquel hombre durante un momento, pensando en lo absurdo que era que los inrithi se cubrieran de cicatrices como los scylvendios. De alguna forma, aquello le hizo sentirse más como un hombre. Miró la necrópolis, los obeliscos inclinados, los habitáculos para las cenizas y las imágenes lascivas, todo nansur o ceneiano. No sintió ninguno de los temores que habían impedido que los fanim reclamaran aquella tierra. De las calles cercanas llegaban gritos. Eran los Hemscilvara llamándose entre ellos.

—Suspended la búsqueda —dijo Cnaiur. Señalando la entrada del sepulcro con la cabeza añadió—: Hundidlo. Cerrad el túnel.

Se volvió para mirar hacia el puerto, pero la fachada de ladrillos cocidos de la casa que había enfrente se lo ocultaba. Conphas lo había orquestado todo… Después de tanto tiempo con el dunyaino conocía el olor de la premeditación.

Aquello no sería otro Kiyuth.

«Algo… Algo…»

Sin intercambiar más palabras con Troyatti, cubrió a galope la corta distancia que le separaba del Palacio de Donjon. Irrumpió en los salones ornamentados llamando a gritos al Maestro Escarlata, Saurnemmi. Encontró al Iniciado justo cuando salía a tropezones de sus estancias, con los ojos hinchados por el sueño.

—¿Qué Palabras conoces? —ladró.

El anodino idiota parpadeó, sorprendido.

—Yo… Yo…

—¿Puedes hacer que arda la madera desde lejos? ¿Barcos?

—Sí…

Un solitario cuerno conriyano retumbó en la distancia, la señal que debía utilizar Sanumnis para llamarle. Debía de haber alguna emergencia en las murallas.

—¡Ve al puerto! —gruñó Cnaiur, todavía corriendo. Mientras rodeaba la baranda de mármol vio a Saurnemmi, torpe y estupefacto, agarrándose los faldones de su camisón de seda.

Cabalgó de prisa hasta el Diente, donde parecía haber sonado el cuerno, que volvió a sonar en tres ocasiones, metálico y lastimero. A empellones, se abrió camino entre los caballeros que se arremolinaban en el espacio abierto situado junto a las puertas interiores del Diente. Unos hombres gritaban y le hacían señales desde la cima de la barbacana.

—Rápido —exclamó el Barón Sanumnis mientras subía los últimos peldaños—. Ven.

Apoyado en las almenas, Cnaiur vio cómo los columnarios habían abandonado el campamento y se dirigían al norte. Vio varios grupos dispersos en la distancia, saltando canales de irrigación, caminando en fila por arboledas…

—Allí —dijo Sanumnis, cogiéndose la barba con una mano y señalando la primera gran curva del río Oras con la otra.

Mirando entre las ramas negras de los sauces, Cnaiur vio a un grupo de jinetes con armaduras en formación relajada. Llevaban un estandarte carmesí con un sol negro dividido en dos por la cabeza de un caballo… Kidruhil.

—Y allí —dijo Sanumnis, señalando esta vez hacia las colinas, tras una serie de laderas de distintas tonalidades del verde. Aunque marchaban en la penumbra del valle, Cnaiur los vio claramente: eran tropas de infantería.

—Nos has sentenciado —dijo Sanumnis cerca de él. Su tono era extraño. En su voz no había acusación. Era algo peor.

Cnaiur se volvió hacia el hombre y vio inmediatamente que Sanumnis había comprendido la situación a la perfección. Sabía que el transporte imperial estaba en tierra, en uno de los puertos naturales al norte de la ciudad, y que allí habían desembarcado quién sabe cuántos miles de hombres, todo un ejército, sin duda. Y sabía, además, que Conphas no podía permitirse dejar escapar ni siquiera a uno solo con vida.

—Tenías que matarle —dijo Sanumnis—. Tenías que matar a Conphas.

«¡Llorón! ¡Llorón marica!»

Cnaiur frunció el entrecejo.

—No soy un asesino —dijo.

Inexplicablemente, la mirada del barón se suavizó. Algo casi… afín pasó entre ambos.

—No —dijo el hombre—. Supongo que no.

«¡Llorón!»

Como empujado por una especie de premonición, Cnaiur se volvió y miró hacia la amplia vía que llevaba al Diente, de camino al puerto. Por encima de la confusión de tejados, vio el barco negro de madera que estaba más lejos. Los más cercanos eran sólo mástiles.

Un destello de luz vislumbrado por un claro entre muros. Cnaiur parpadeó. Un momento después se oyó el trueno. Los que se encontraban en el parapeto se volvieron estupefactos.

Más luces, entrevistas por encima de confusos edificios. Sanumnis maldijo en conriyano.

Maestros. Conphas había ocultado Maestros en los barcos de transporte. El Saik Imperial. Los pensamientos de Cnaiur se aceleraron. Se volvió hacia las formaciones que avanzaban por el valle y miró la puesta de sol. En el cielo retumbaron nuevos ruidos.

—Arqueros Chorae —dijo al barón—. Son cuatro Arqueros Chorae.

—Los hermanos Diremti y dos más. Pero estaban muertos… ¡El Saik imperial! ¡Dulce Sejenus!

Cnaiur lo cogió por los hombros.

—Esta traición —dijo—. El Ikurei tiene que matar a todo aquél que pueda testificar contra él. Lo sabes.

Sanumnis asintió, sin expresión.

Cnaiur le soltó.

—Di a tus hombres con Baratijas que se sitúen en los edificios que rodean el puerto y que se oculten. Diles que sólo deben matar a uno, sólo a uno de ellos, y que cerquen a los Saik en el puerto. Sin infantería que les abra camino se resistirán a avanzar. Los hechiceros tienen mucho apego a su piel.

Los ojos del hombre refulgieron al comprenderlo. Cnaiur sabía que Conphas probablemente había ordenado a los Maestros que permanecieran en los barcos, que su primer objetivo era hacerles la escapada imposible. El Exalto–General no era tan idiota como para arriesgar sus recursos más potentes y delicados. Conphas tenía intención de entrar en el Diente. Pero no pasaba nada por dejar que Sanumnis y sus hombres creyeran que le habían obligado a hacerlo.

Un destello brillante desvió su atención hacia el puerto. Sin duda, Tirnemus y sus hombres —los que seguían con vida— huían hacia la ciudad.

—Será oscuro —gritó Cnaiur por encima del trueno que siguió al destello—. Será oscuro antes de que los nansur puedan organizar el asalto al Diente. Aparte de los observadores, los demás tenemos que abandonar las murallas. Tenemos que retirarnos a la ciudad.

Sanumnis frunció el entrecejo.

—El Saik no puede hacer nada mientras estemos entre sus compatriotas —explicó Cnaiur—. Eso nos da esperanzas…

—¿Esperanzas?

—¡Tenemos que aplastarle! No somos los únicos Hombres del Colmillo.

El barón mostró repentinamente sus dientes apretados, y Cnaiur lo vio, la chispa que necesitaba para estallar. Miró las docenas de caras ansiosas que le devolvieron la mirada a lo largo del parapeto. Otros, thunyerios en su mayoría, observaban desde el paseo adoquinado del Diente que se encontraba por debajo. Miró al puerto y vio cortinas de humo negro y naranja en la puesta de sol.

Dando zancadas, se dirigió al borde interior de la muralla y abrió los brazos con gesto solemne.

—Escuchadme. No os mentiré. Los nansur no nos darán cuartel, ¡porque no pueden permitirse que se sepa la verdad! ¡Moriremos todos esta noche!

Dejó que las palabras dieran paso al silencio.

—No sé nada de la vida después de la muerte. No sé nada de vuestros Dioses ni de su codicia de gloria. Pero sí sé esto. ¡En días venideros, las viudas me maldecirán mientras lloran! ¡Se verá la decadencia de los campos! ¡Los hijos y las hijas se venderán como esclavos! ¡Los padres llorarán desolados, sabedores de que su linaje desaparece! ¡Esta noche dejaré mi marca en el Nansurium, y miles pedirán a gritos mi clemencia!

La chispa se convirtió en llama.

—¡Scylvendio! —rugieron—. ¡Scylvendio!

El paseo situado detrás del Diente había sido una especie de mercado antes de la llegada de la Guerra Santa. Desde la base de la barbacana hasta el principio de la gran avenida se extendía un espacio de unos veinte largos. Una antigua casa de construcción ceneiana, a cuyo pie se alineaban varias tiendas y tenderetes, daba al lado norte de la avenida. Cnaiur se había ocultado en el lado opuesto, en uno de los edificios más pequeños que daban al sur. Si miraba, podía ver el brillo de las armas pertenecientes a las figuras imprecisas de les miles de hombres congregados en las proximidades. Una pequeña ventana de la pared oeste le permitía ver la grava y el polvo del paseo, aunque, dado que la luna salía por el este, la pared interior y la barbacana eran poco más que monolitos de un negro impenetrable.

Detrás de él, Troyatti hablaba en voz baja a los Hemscilvara, dándoles detalles de los puntos débiles de las tropas nansur y de las tácticas que Cnaiur les había descrito anteriormente a él, a Sanumnis, a Tirnemus y a Skaiwarra. Fuera, los gritos de los oficiales nansur se hacían sentir en el aire de la noche clara: Conphas disponiendo los preparativos finales.

Como esperaba Cnaiur, el Saik había renunciado a abandonar los barcos de transporte, lo cual significaba que sólo controlaba el puerto. Sin dejar de observar las columnas que llegaban —hasta aquel momento se habían reunido la Faratas, la Horial y la Mossas—, Cnaiur había dispersado grupos de hombres por los edificios que rodeaban el Diente, armados con los mazos y picos que pudieron reunir. En unas pocas horas se las habían arreglado para derribar cientos de paredes y transformado una gran parte del oeste de la ciudad en un laberinto. Después, caminando a tientas en la oscuridad, ocuparon sus posiciones. Y esperaron.

Aquello no era, comprendió Cnaiur, lo que haría el dunyaino.

Kellhus encontraría la forma —alguna camino intricado o insidioso— de dominar las circunstancias o bien escaparía. ¿No había sido eso lo que había ocurrido en Caraskand? ¿No había recorrido un camino de milagros para imponerse? No sólo había conseguido unir las facciones enfrentadas a la Guerra Santa, sino que les había proporcionado los medios para luchar sin ella.

Pero allí no había ningún camino como aquél, o al menos ninguno que Cnaiur pudiera imaginar.

Entonces, ¿por qué no escapar? ¿Por qué jugar su suerte con un puñado de hombres sentenciados? ¿Por honor? No había tal cosa. ¿Por amistad? Él era el enemigo de todos. Es cierto que había treguas, la coincidencia de ciertos intereses, pero nada más, nada significativo.

Kellhus se lo había enseñado.

Cuando le sobrevino la revelación, se rió a carcajadas, y durante un momento el mismo mundo tembló. Le invadió una sensación de poder tan intensa que le pareció que nada podría vencerle, que con sólo extender los brazos podía destruir las paredes de Joktha desde los cimientos y arrojarlas al horizonte. Ninguna razón le obligaba a nada. A nada. Ni escrúpulos, ni instinto, ni costumbres, ni cálculos, ni odio… Estaba más allá del origen o de las consecuencias. Estaba en ninguna parte.

—Los hombres se preguntan —dijo Troyatti con cautela— qué es lo que te divierte.

Cnaiur sonrió:

—Que en el pasado me preocupé por mi vida.

Incluso mientras decía aquello, oyó algo, un susurro irreal parecido al sonido de los insectos en el misterioso mundo que los rodeaba. De los sonidos emergían palabras como surgen entre el humo las llamas resplandecientes, y sólo el escucharlas doblegaba el alma, como si el significado se hubiera convertido en una mueca…

Resplandor. En los parapetos bullía una concatenación de fuegos. De repente, la barbacana pareció un escudo sostenido contra una luz cegadora. Uno de los observadores cayó, haciendo revolotear las llamas en su caída hasta el suelo.

Ahí estaban.

En la barbacana, líneas de resplandor hacían saltar las juntas de las puertas ribeteadas de hierro. En la parte inferior del centro de cada una de ellas brillaba un hilo de oro. Las dos reventaron en un abrir y cerrar de ojos y salieron disparadas hacia fuera, contra la reja del portón. El hierro chirrió. La piedra crujió. Otra explosión. Como el sonido al salir del cuerno, la luz voló desde el paso inferior. La reja del portón se incrustó en la casa ceneiana. Una inmensa humareda emergió, hacia fuera y hacia arriba, rodeando los edificios e inundando el paseo.

Los ojos de Cnaiur sólo veían puntitos. Todo estaba a oscuras. Sus guerreros tosían, golpeando el aire con las manos. Al oír el estruendo creciente dejaron de moverse… Hombres que gritaban. Miles de ellos.

Cnaiur hizo señales para que todos retrocedieran hacia la oscuridad.

El zumbido pareció prolongarse durante muchísimo tiempo, pero no perdió intensidad, incluso se fue volviendo gradualmente más fuerte. De las negras fauces de la barbacana surgieron los columnarios, blandiendo las lanzas y con sus escudos cuadrados. Corrían gritando, fila tras fila, formando una pared de escudos en cada flanco, despedazando las puertas de la barbacana y precipitándose hasta el paseo. Cnaiur sabía cómo los habían entrenado: atacar con fuerza y en profundidad, acosar el flanco del enemigo, aislarlo de sus parientes. «La lanza inteligente —vociferaban sus oficiales— es la que encuentra la espalda.»

Los momentos que siguieron fueron absurdos. Como sombras resplandecientes, uno tras otro, los nansur pasaron a toda velocidad frente a la brecha de su casucha abandonada. Varios cientos se precipitaron al paseo; sus yelmos brillaban a la luz de la luna y sus blancas pantorrillas danzaban en la penumbra. Entonces, sonó el primer cuerno en la oscuridad. Al otro lado de la calle, Cnaiur vio a thunyerios de pelo salvaje dejándose caer desde las ventanas del segundo piso de las casas y lanzando su desconcertante grito de guerra.

Ruido de acero, entrechocar de escudos. Todo se convirtió en un estruendoso clamor.

Casi como un solo hombre, los nansur se detuvieron y se dieron la vuelta. Algunos incluso saltaron para ver mejor las hachas que arremetían a su izquierda. Unos pocos guerreros astutos se volvieron con aprensión hacia las negras ventanas y las puertas.

Entonces sonó el segundo cuerno, y Cnaiur saltó lanzando el grito de guerra de sus padres. Atacaron por detrás a los asombrados soldados de infantería. Alcanzó en la mandíbula al primer hombre mientras se volvía, y al segundo en la axila, cuando intentaba liberar su lanza. En segundos murieron centenares de hombres. De repente, los conriyanos del sur se encontraron frente a los thunyerios del norte.

Se oyó una fuerte aclamación, que Cnaiur silenció con su potente voz.

—¡Fuera de las calles! ¡Fuera de las calles!

El odioso fragor empezó de nuevo.

La batalla que siguió fue distinta a cualquiera que Cnaiur conociera. La noche acentuaba los tonos de las luces hechiceras. Sorprendiendo a desprevenidos y siendo igualmente sorprendidos. Cazados y cazando en un laberinto de chabolas. Después guerreando en calles abiertas, puño contra puño, escupiendo sangre. Su vida pendía de un hilo en la oscuridad, y una vez y otra sólo su furia le salvó. Pero a la luz de la luna o de los edificios circundantes en llamas, los nansur se acobardaban ante él y le atacaban sólo con la empuñadura de sus lanzas.

Conphas le quería.

Cnaiur no tenía brazos para las swazond que se ganó esa noche.

La última vez que vio a Skaiwarra, el caudillo y su grupo de lanceros habían desventrado a una compañía de infantería y volvían para enfrentarse a una carga de Kidruhil. Sanumnis murió en sus brazos, tosiendo y escupiendo sangre y babas. Troyatti y muchos otros Hemscilvara cayeron bajo una lluvia de nafta hechicera que no afectó a Cnaiur. Nunca sabría lo que les había sucedido a Tirnemus y a Saurnemmi.

Al final, él y un puñado de desconocidos —tres conriyanos como autómatas fantasmagóricos, con las máscaras de guerra bajadas, y seis thunyerios, uno de ellos con cabezas sranc encogidas colgando de sus rubias trenzas— se vieron empujados desde el caos en llamas que habían dejado atrás hasta una amplia escalera bajo las ruinas de un templo fanim. Golpearon y arremetieron contra el ímpetu de los columnarios hasta que sólo quedaron Cnaiur y un thunyerio sin nombre, ambos con el pecho jadeante, hombro con hombro. Los muertos formaban una amalgama de miembros enredados en los escalones inferiores; los moribundos se balanceaban y pateaban como borrachos. El mundo entero parecía resbaladizo a causa de la sangre. Unos oficiales vociferaban entre las filas formadas más abajo. Con las figuras recortadas por las llamas, los nansur cargaron de nuevo contra ellos. El norsirai reía y rugía, golpeando y destruyendo con los movimientos de su hacha de guerra. Una lanza le alcanzó en el cuello y él se tambaleó entre el fragor de espadas.

Cnaiur aulló, exultante. Le cercaron con las bases y las empuñaduras de sus lanzas, con las caras marcadas por el terror y la determinación. Cnaiur saltó en medio de ellos balanceando los brazos cubiertos de cicatrices.

—¡Demonio! —rugió—. ¡Demonio!

Unas manos forcejearon con sus brazos y él partió muñecas, perforó rostros. Unas formas se agarraron a su torso y él rompió cuellos, quebró espinazos. Arrojó sangre al cielo y ensartó corazones hasta detenerlos. ¡Todo el mundo se había convertido en piel podrida y sólo él era hierro! El único hierro.

Pertenecía al Pueblo.

Sin mediar aviso, los nansur se detuvieron y retrocedieron tras los escudos de los que estaban tras ellos, lejos del avance de la figura empapada de Cnaiur. Lo miraban horrorizados y estupefactos. El mundo entero parecía estar envuelto en llamas.

—¡Durante mil años! —gritó—. ¡Follándome a vuestras esposas! ¡Estrangulando a vuestros hijos! ¡Doblegando a vuestros padres! —Blandió su espada rota. La sangre le caía del codo formando una espiral—. ¡Os he dominado durante mil años!

Dejó la espada a un lado, cogió una lanza y la clavó en el soldado que tenía ante él. Atravesó su escudo y su coraza de malla y emergió en la parte inferior de su espalda.

Cnaiur se rió. Las llamas rugientes alzaron su voz y la llenaron de un pavor hechicero.

Gritos y exclamaciones. Algunos incluso arrojaron sus armas al suelo.

—¡Cogedle! —gritó una voz—. ¡Sois nansur! ¡Nansur!

Una voz conocida.

Les infundió una fuerza colectiva, una conciencia de sangre compartida.

Cnaiur bajó el mentón y sonrió…

Esta vez le rodearon como un solo hombre, con una ola de golpes y de manos. Pegó y forcejeó, pero finalmente le derribaron. Todo se convirtió en una insensibilidad acuosa. Los nansur parecían simios aullando, danzando y golpeando, danzando y golpeando.

Después despejaron el paso al conquistador, al Exalto–General. El humo se alzaba hacia el cielo por detrás de la maltrecha belleza de su rostro, envolviendo las estrellas. Sus ojos eran los mismos, aunque parecían turbados, muy turbados.

—No es distinto —escupieron sus labios quebrados—. Después de todo, no es distinto de Xunnurit.

Y al tiempo que la oscuridad descendía arremolinándose, Cnaiur lo comprendió finalmente. El dunyaino no le había enviado a asesinar a Conphas.

Le había enviado a ser su víctima.