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Xerash

Claro que hacemos del otro una muleta. ¿Por qué si no nos arrastramos cuando perdemos a nuestros amantes?

Ontillas, Sobre la locura de los hombres

Historia. Lógica. Aritmética. Todo esto debería ser enseñado por esclavos.

Anónimo, La casa noble

Principios de primavera, año del Colmillo 4112, Xerash

Debido a la táctica de Kellhus y al terreno de Enathpaneah, Achamian apenas tuvo oportunidad de apreciar el reducido tamaño de la Guerra Santa. A pesar del botín de su victoria en las llanuras Tertae, Kellhus ordenó que recogieran víveres a medida que avanzaran, obligando así a la Guerra Santa a dispersarse por el escarpado terreno. Por lo que Achamian pudo deducir de las conversaciones que oyó, los fanim no podían resistirse a su avance. Lo único que pudieron hacer fue esconder a sus hijas, el grano y el ganado que les quedaba. Todos los pueblos y las aldeas del este de Enathpaneah capitularon.

Los Hombres del Colmillo, con ropa saqueada y las caras quemadas por el sol, parecían más fanim que inrithi. Aparte de sus escudos y sus estandartes, sólo les distinguían las armas y las armaduras. Las largas faldas de guerra de los conriyanos, las capas de lana de los galeoth y los mantos sujetos a la cintura de los ainonios habían desaparecido. Casi sin excepción, vestían los coloridos khalats de su enemigo. Montaban sus lacios y brillantes caballos. Bebían su vino de sus cuencos. Dormían en sus tiendas y se acostaban con sus hijas.

Se habían transformado, y de una manera que iba mucho más allá de la simple indumentaria. Los hombres que Achamian recordaba, los inrithi que habían marchado por las puertas de Southron, no eran sino los ancestros de los hombres que ahora veía. Del mismo modo que él ya no reconocía al hechicero que deambulaba por la Biblioteca Sareótica, ya no se veía en ellos a los guerreros que marcharon cantando por el desierto de Carathay. Aquellos hombres se habían vuelto unos extraños. Podrían haber llevado armas de bronce.

El Dios había sacrificado a los Hombres del Colmillo. En el campo de batalla, en el desierto, en hambrunas y en pestes, los había tamizado como si fueran arena entre sus dedos. Sólo habían sobrevivido los más fuertes o los más afortunados. Los ainonios tenían un dicho: doblegar enemigos, y no compartir el pan, es lo que hace hermanos. Pero ser doblegados, comprendió Achamian, era incluso más poderoso. Algo nuevo había surgido de la forja de su sufrimiento colectivo, algo duro, algo afilado. Algo que Kellhus había levantado del yunque.

«Son suyos», pensaba a menudo Achamian al observar las adustas hileras que desfilaban por crestas y laderas. «Todos.» Hasta tal punto que si Kellhus muriera…

Con raras excepciones, Achamian pasaba la mayor parte del tiempo junto a Kellhus, en el Santo Séquito, o en los alrededores del complejo de lona de la Umbilica, que era como los inrithi habían empezado a llamar el pabellón robado de su Profeta. Hasta que no supieran algo en sentido contrario, sólo podían suponer que el Consulto intentaría en algún momento un asesinato. La supremacía de Kellhus era una amenaza mucho mayor de lo que había demostrado hasta el momento.

Con la Guerra Santa desplegada, las oportunidades de interrogar a los dos prisioneros espías–piel eran, en el mejor de los casos, esporádicas. Las abominaciones viajaban bajo la vigilancia de Chapiteles con la impedimenta, cada uno en un carro cubierto, apresados por medio de una serie de grilletes de hierro. Achamian participaba en todos los interrogatorios, acosaba a las criaturas con las pocas Palabras Gnósticas de Compulsión que conocía, pero era en vano. Asimismo, los distintos tormentos que les propinó Kellhus fueron ineficaces, aunque transcurridas varias horas, Achamian apenas podía parpadear sin vislumbrar aquellas sesiones. Las cosas convulsionándose en la oscuridad fecal, chillando y gritando, con las voces unidas en un coro bestial. Después, a través de gargantas de grava y fango, se reían. «Chigraaaa… La congoja se acerca, Chigraaaa…»

Achamian no sabía lo que le turbaba más: sus caras pobladas por multitud de dedos abriéndose y cerrándose o la calma sagrada con que Kellhus los miraba. Nunca, ni en los sueños del Primer Apocalipsis, había presenciado tales extremos de bien y de mal. Nunca había estado tan seguro.

Achamian también asistía a todas las audiencias de Kellhus con los Chapiteles Escarlata, como era de esperar. Le parecían acontecimientos extraños, incómodos. A Eleazaras, era obvio, le había dado por beber, lo que le hacía comportarse con rigidez y torpeza, en nítido contraste con el locuaz desdén que le había caracterizado en Momemn. La seguridad despótica, las miradas calculadas y las arrogantes demostraciones de dominio del jnan habían desaparecido. Ahora parecía poco más que un jovenzuelo que comprende la enormidad fatal de sus alardes. Finalmente, la Guerra Santa marchaba sobre Shimeh, el bastión de los cishaurim. No habría más súplicas. Pronto, los Chapiteles Escarlata se enfrentarían a su mortal enemigo, y su Gran Maestro, Hanamanu Eleazaras, sentía pavor… por equivocarse, por arder en el fuego cishaurim, por destruir su Escuela.

Contra toda lógica, Achamian sentía pena por aquel hombre, como lo hacen los que tienen una constitución fuerte por los débiles en tiempo de enfermedades. No tenía ninguna explicación. El temperamento de cada hombre había sido probado en la Guerra Santa. Algunos habían sobrevivido y se habían hecho más fuertes. Otros habían sobrevivido y habían quedado deshechos. Otros habían sobrevivido y quedado tullidos. Y todos ellos sabían quién era quién y qué era qué.

Iyokus, el adicto a la chanv, no asistía nunca a aquellas reuniones, ni era mencionado en ellas, una pequeña cortesía que complacía a Achamian. Por mucho que le odiara, por mucho que hubiera querido matarle aquella noche en el jardín de los manzanos, ahora no podía más que hacerse con una pequeña parte de lo que le debían. Cuando los Cien Pilares llevaron el cuchillo a sus ojos de iris rojo, Iyokus pareció de repente un desconocido impotente… un inocente. El pasado se convirtió en humo, y el castigo en un acto de abominable engreimiento. ¿Quién era él para infligir el juicio final? De todos los actos cometidos por el hombre, sólo el asesinato era definitivo.

De no haber sido por Xinemus, Achamian dudaba que hubiera hecho algo.

Los problemas prácticos de la marcha monopolizaban los días de Kellhus. Un continuo cortejo de nobles de casta consultaban con él, aportando información sobre las tierras que se extendían frente a ellos o exponiendo disputas que requerían solución, y cada vez más cuando la Guerra Santa hubo cruzado la frontera de Xerash, tratando asuntos de guerra.

Normalmente, Achamian se dejaba llevar de uno a otro de los distintos grupos que se formaban en torno a Kellhus. A veces, por curiosidad, prestaba atención a lo que se discutía. Dado que a menudo se quedaba allí mientras los demás llegaban y se iban, presenciaba una y otra vez la prodigiosa profundidad de la inteligencia de Kellhus. Le escuchaba recitar, palabra por palabra, mensajes y comunicados que le habían entregado días antes. No había un hombre cuyo nombre no recordara, ni un detalle que omitiera, incluso cuando se trataba de asuntos rutinarios referentes a suministros. Achamian perdió la cuenta de las veces en que se volvía hacia los demás —en especial hacia Gayamakri, el Secretario–Senescal de Kellhus— con incredulidad. Los demás sonreían y negaban con la cabeza, con el entrecejo fruncido de alegría y pavor. Su desconcierto se convertía en su confirmación.

—¿Qué hemos hecho —le dijo en una ocasión el hombre— para merecer este prodigio?

Aparte de las conversaciones referentes a los Grandes Nombres, Achamian pronto perdió interés en aquellos pequeños dramas. Sus pensamientos volvieron a vagar por donde solían cuando marchaba con el ganado y el equipaje. Los nobles de casta que llegaban aún le reconocían, pero pronto se diluyó en el fluido telón de fondo que constituía el Santo Séquito.

A pesar de su falta de interés, Achamian no era ajeno a la absurda gravedad de su cargo. A veces, en momentos de aburrimiento, mientras observaba a Kellhus, le invadía una extraña sensación de indiferencia. Aquel incomprensible encanto desaparecía y el Profeta Guerrero parecía tan frágil como los aguerridos hombres que le rodeaban, y más solitario aún que ellos. Achamian se quedaba petrificado de miedo, comprendiendo que por muy divino que pareciera, era mortal. Era un hombre. ¿No era ésta la lección del Circunfijo? Y si algo tenía que suceder, nada importaría, ni siquiera su amor por Esmenet.

Un extraño fervor se apoderaba de sus miembros entonces, un fervor totalmente distinto del celo surgido de los sueños de los Maestros del Mandato. Un fanatismo personal.

Consagrarse a una sola causa era disponer de resolución sin dirección ni destino. Durante mucho tiempo, su misión en la penumbra había consistido en vagar sin rumbo fijo, impulsado por sus sueños, arrastrando a su mula por pasos y senderos, sin, nunca, llegar. Pero con Kellhus todo había cambiado. Aquello era lo que no podía explicar a Nautzera: que Kellhus era la encarnación de las abstracciones que daban sentido a su Escuela. En aquel hombre residía el futuro de la humanidad. Él era el único baluarte contra el Final de los Finales.

El No Dios.

Achamian creía haber visto varias veces halos dorados alrededor de las manos de Kellhus. Se sorprendió envidiando a los que como Proyas decían verlos continuamente. Y comprendió que moriría con gusto por Anasurimbor Kellhus. No le dolería ningún sacrificio a pesar de su odio no correspondido.

Para su consternación, sin embargo, a Achamian le resultaba cada vez más difícil preservar aquellos sentimientos a lo largo del día. Sus pensamientos empezaban a vagar, tanto que en ocasiones dudaba de su capacidad para proteger a Kellhus si el Consulto atacaba. Negaba con la cabeza y estudiaba la distancia con el entrecejo fruncido. Intentaba escudriñar a cualquiera que se acercase a Kellhus.

Como siempre, Esmenet seguía siendo su mayor distracción.

Algunos días ella montaba a caballo, y aunque insegura al principio, había aprendido rápidamente a dominar la bestia y la silla. Pese a formar parte del entorno más inmediato de Kellhus en el Santo Séquito, Achamian la veía con frecuencia. A veces le invadía la melancolía, en silencio, mientras Kellhus y sus comandantes hablaban monótonamente. Otras veces se maravillaba: de su sola imagen, de su descaro masculino, de la manera con que ejercía su incuestionada autoridad sobre los de su séquito. Todo en ella parecía enérgico y decisivo. Parecía una desconocida.

Sin embargo, Esmenet viajaba normalmente en lo que otros empezaron a llamar el Palanquín Negro, una lujosa plataforma transportada a hombros por dieciséis esclavos kianene. Junto a ella cabalgaba un escriba, y a lo largo del día Achamian veía a hombres a caballo consultando con ella asuntos inescrutables. Él sólo la veía físicamente cuando Kellhus cabalgaba junto al Palanquín, preguntando o dando instrucciones. Entre brazos y torsos que se interponían, veía sus labios pintados, o su antebrazo, tras una rodilla levantada, con los dedos seguidos de una muñeca relajada. A menudo, con la fuerza del dolor, le invadía el impulso de estirar el cuello o incluso de llamarla. Casi nunca le veía los ojos.

La mayoría de sus encuentros tenían lugar después de la marcha, en el fragor de la actividad que se producía en torno la Umbilica. Dado que aquellos encuentros eran públicos, ella se limitaba a dedicarle poco más que un movimiento de cabeza. Achamian pensó al principio que aquello era cruel, y sospechó que Esmenet, como tantas otras, granjeaba rencor para alimentar el odio. ¿Qué otra forma mejor de erradicar lo que quedaba de su amor? Pero al cabo de un tiempo comprendió que se comportaba así no tanto por ella, sino por él. Todo el mundo sabía que habían sido amantes antes de que Kellhus la hubiera tomado. Aunque nadie se atrevía a mencionarlo, él lo advertía de vez en cuando en sus miradas, especialmente en la de Proyas. Como una repentina conciencia de la vergüenza de otro. Un súbito pesar.

Cualquier afecto que ella le mostrara recordaría a los demás su humillación. Su vergüenza de cornudo.

Cinco días después de dejar Caraskand, una vez los esclavos hubieron levantado y preparado el pabellón, Achamian se retiró a sus aposentos para ponerse su atuendo de noche. Y allí estaba ella, en la penumbra, bajo la lona, esperándole, ataviada con una capa negra y oro, con el pelo recogido en un tocado girgashi.

—Achamian —dijo, no Akka.

Él se esforzó por mantener la calma, dominando el deseo de tomarla en sus brazos.

Para su consternación, ella habló sólo de asuntos referentes a la seguridad de Kellhus. Casi esperaba que le citara las obligaciones de su cargo, como si fuera una emperatriz y él un cónsul a su servicio. Achamian se sorprendió haciéndole el juego, respondiendo a sus preguntas de forma concisa, asombrado ante lo absurdo de la situación, impresionado por el rigor y la perspicacia del interrogatorio.

Y orgulloso… muy orgulloso de ella.

«Siempre has sido mejor que yo.»

Si otras eran para él simples murallas, Esmenet era una antigua ciudad, un laberinto de pequeñas calles y plazas en la que había estado su casa. Conocía sus hospederías y sus cuarteles, sus torres y sus cisternas. Por dondequiera que vagase, siempre sabía adonde se llegaba por allí y adonde por allá. Nunca se perdía, aunque fuera de sus puertas el mundo podía confundirle.

Conocía la costumbre de los amantes, su tendencia a convertir su decepción en una historia. Había poca diferencia, pensaba a menudo, entre el versículo piadoso de Prothasis y la pintada que emborronaba las paredes de la casa de baños. El amor no era tan sencillo como los signos con que se escribía ¿Por qué otro motivo se apoderaría el terror a la pérdida de los amantes con tanta frecuencia? ¿Por qué otro motivo tantos insistían en llamar al amor puro o sencillo?

Lo que él y Esmenet habían compartido era inexplicable, como lo era lo que ella compartía con Kellhus ahora. Achamian a menudo pasaba por alto los horrores que ella había soportado. La muerte de su hija Mimara. La hambruna. La ira de las caras que la miraban. Las magulladuras. El peligro. Salvo en el caso de Mimara, hablaba de todas aquellas cosas con humor desdeñoso, algo a lo que Achamian, por su parte, la había alentado. ¿Cómo iba él a soportar la carga de Esmenet si a duras penas podía soportar la suya? La honestidad vendría más tarde, en el modo en que ella se retorcía los dedos o en el terror momentáneo que reflejaba su mirada.

Él lo sabía y sin embargo no decía nada. Se ahorraba la molestia de comprender. Ponía su confianza en lo inexplicable. «Le he fallado», comprendía.

No era raro, pues, que ella le hubiera fallado a él. No era raro, pues, que hubiera… sucumbido a Kellhus.

Kellhus… Aquéllos eran los pensamientos más egoístas, y en consecuencia los más dolorosos.

A Esmenet le encantaba bromear sobre las pollas. Se asombraba por la forma en que los hombres se referían a ellas maldiciéndolas, felicitándolas, suplicándoles, persuadiéndolas, mandándolas, e incluso amenazándolas. Una vez le contó a Achamian la historia de un sacerdote trastornado que, sosteniendo un cuchillo frente a su miembro, le dijo entre dientes: «¡Tienes que escucharme!». Después de aquello, le contó ella, comprendió que los hombres, en mayor grado que las mujeres, eran otros para sí mismos. Él le había preguntado sobre las prostitutas del templo de Gierra, que creían que, a pesar de los centenares de hombres que utilizaban sus servicios, sólo copulaban con uno: Hotos, el dios priápico. Ella rió diciendo: «Ninguna deidad sería tan inconstante».

Achamian se había horrorizado.

Las mujeres eran ventanas por las cuales los hombres miraban en el interior de otros hombres. Eran puertas sin vigilancia, el punto de contacto con seres más profundos e indefensos, y hubo un tiempo, admitía ahora Achamian, en que temía a la ruidosa multitud que le escrutaba a través de los ojos casi cándidos de ella. Lo que le consolaba era el hecho de que él era el último que se había acostado con ella, siempre sería el último.

Y ahora ella estaba con Kellhus.

¿Por qué era tan insoportable aquella idea? ¿Por qué le atenazaba el corazón de aquella forma?

Algunas noches, tendido en la cama despierto, se recordaba a sí mismo una y otra vez a quién había elegido Esmenet. Kellhus era el Profeta Guerrero. No tardaría mucho en exigir sacrificios a todos los hombres. Exigiría vidas, y no sólo amantes. Y si tomaba, también daba, ¡y qué dádivas! Achamian había perdido a Esmenet, pero había ganado su alma. ¿O no era así?

¿No era así?

Otras noches, Achamian daba vueltas en la cama, aullaba en silencio por los celos, sabedor de que ella jadeaba y se estremecía con él, de que él hacía un uso de ella de un modo en que él nunca podría. Su clímax sería más intenso. El cosquilleo en sus miembros duraría más tiempo. Después bromearía sobre los hechiceros y sus pequeñas pollas. ¿En qué demonios estaba pensando cuando se revolcaba con un gordo y viejo idiota como Drusas Achamian?

Pero la mayor parte del tiempo permanecía sin moverse en la oscuridad, oliendo las velas y los incensarios apagados, deseándola como nunca antes había deseado a nadie ni a nada. Si sólo pudiera abrazarla, se decía a sí mismo recordando las últimas veces que la había visto del mismo modo en que un avaro cuenta monedas. Si al menos pudiera abrazarla una última vez, ella se daría cuenta, ¿no era así? ¡Tenía que darse cuenta!

«Por favor, Esmi…»

Una noche, mientras estaba tendido, exhausto tras la primera marcha de la Guerra Santa por las llanuras de Xerashi, se quedó estupefacto al recordar a su hijo no nacido. Dejó de respirar comprendiendo que aquello, más que ninguna otra cosa, era la medida de la diferencia entre el amor que ella sentía por él y el que sentía por Kellhus. Nunca había renunciado a su caparazón de puta por Achamian. Ni siquiera había mencionado nunca la posibilidad de tener hijos.

Pero entonces comprendió, con una sonrisa y lágrimas en los ojos, que él tampoco.

Con aquel reconocimiento, algo se rompió o se reparó en su interior, no sabía cuál de las dos cosas. A la mañana siguiente se sentó junto al fuego de uno de los esclavos, mirando a dos muchachas sin nombre que arrancaban hojas de menta para preparar una infusión. Durante un tiempo se quedó mirando aletargado, todavía despertándose. Después las vio pasar y dirigirse hacia donde se encontraba Esmenet, que estaba con dos Nascenti a la sombra de unos caballos oscuros. Ella le vio y esta vez, en lugar de mover la cabeza inexpresivamente o simplemente mirar hacia otro lado, le dirigió una sonrisa tímida y resplandeciente. De alguna manera supo…

Sus puertas se habían cerrado. Era una dirección que su corazón no podía seguir por más tiempo.

Recuerdos de aquel otro fuego…

Acudieron a la mente de Achamian como una aflicción. Esmenet recostada contra él, riendo. Serwe dando palmadas de placer, con la inocencia reflejada en su cara. Xinemus junto a ellos. Kellhus diciendo:

—¡Tenía miedo!

—¿Tenías miedo? ¿De un caballo?

—Ese animal estaba borracho. ¡Y me estaba mirando! Ya sabéis… de la forma en que Zin mira a su yegua.

—¿Qué?

—Algo que montar…

¡Cómo les gustaba tomarle el pelo a Kellhus! ¡Qué satisfacción les producían aquellas debilidades fingidas! Y aquello era lo menos importante de lo que habían perdido.

El otro fuego. Tan diferente de aquél, con su sedoso y torpe sufrimiento. Ahora se tendían entre fantasmas.

Achamian había ido al pabellón de Proyas más por aburrimiento que por cualquier otra razón. A juzgar por la reacción de las esclavas kianene, dedujo que su presencia no era oportuna, pero había bebido y se sentía beligerante. La idea de importunar a otro le parecía una forma de justicia.

Las cortinas veteadas de oro estaban corridas a un lado. Vio a Proyas, vestido con una bata más apropiada para un enfermo que para recibir visitas, sentado frente a un pequeña olla de hierro. Xinemus estaba sentado a su derecha y, frente a él, una mujer.

Esmenet.

—Akka —dijo Proyas con una mirada nerviosa y reveladora. Tenía la cara demacrada. Tras un instante de vacilación, dijo—: Pasa. Únete a nosotros.

—Lo siento. Esperaba encontrarte so…

—¡Ha dicho que pases! —espetó Xinemus con aquel carácter, bueno y hostil al mismo tiempo, que sólo los bebedores empedernidos llegan a dominar. Tenía el perfil vuelto hacia el aire, como si apuntase con la oreja izquierda.

—Sí —dijo Esmi.

Su voz sonó forzada, aunque sus ojos parecían sinceros. Sólo cuando Achamian cogió a regañadientes una almohada se dio cuenta de que había hablado más por pena hacia Xinemus que porque deseara realmente su compañía. Era un idiota.

Con todo, ella era de una belleza imponente. Casi le irritó mirarla, y no sólo porque todos los hombres juzgan secretamente que la belleza de las mujeres que han perdido es relativa, sino porque ella había sido una adorable mala hierba cuando estaba con él y ahora parecía una flor asombrosa. Perlas ensartadas en cordones de plata. Pelo brillante como el azabache, sujeto sobre la cabeza con dos agujas de plata. Una capa con estampados brillantes. Ojos negros y preocupados.

El esclavo estaba ocupado recogiendo cuencos y platos. Proyas y Esmenet le prestaban una atención desmesurada. Todos parecían estar tensos, a excepción de Xinemus, que roía unas costillas de cerdo estofado en una especie de salsa dulce de judías. Olía de maravilla.

—¿Cómo van las lecciones? —preguntó Proyas, como si recordara de repente sus buenos modales.

—¿Las lecciones? —repitió Achamian.

—Sí, con… —Se encogió de hombros, como si no estuviera seguro de cómo se referían a él—. Con Kellhus.

Pronunciar aquel nombre se había convertido en algo parecido a apretar un torniquete.

Achamian se frotó las rodillas, aunque no había nada en ellas.

—Bien. —Hizo cuanto pudo para parecer desenfadado—. Si vivo para escribir un libro sobre estos días, se titulará Clases de sobrecogimiento.

—¡Me has robado el título! —exclamó Xinemus, alargando la mano a tientas para servirse más vino. Proyas intervino en seguida y le llenó el cuenco, sonriendo a pesar de la exasperación crispada de sus ojos.

—¿Por qué? —preguntó Esmenet. Achamian se estremeció por la brusquedad de su tono. Pese a estar ciego, Xinemus veía desprecio en todas partes. Se había vuelto peor que el scylvendio—. ¿Cuál es tu título, Zin?

Xinemus sorbió un poco de vino y añadió inexpresivamente:

Clases de culos.

Se carcajearon.

Achamian miró sus caras refulgentes, una por una, impidiendo el paso de las lágrimas con el pulgar. Los recuerdos regresaron. Por un momento pareció que Esmi alargaría la mano y le cogería la suya, apretando el pulgar de él con su uña, y que todo volvería a ser como antes. Antes de todo lo que había sucedido desde Shigek.

«Están todos aquí… Todos a los que amo.»

—¡Mi sentido del olfato! —protestó Xinemus—. ¡Os digo que mi sentido del olfato llega más lejos de lo que mis ojos llegaron nunca! Hasta el interior de las grietas más profundas. Tú, Proyas, crees que comiste oveja anoche. —Miró al vacío haciendo una mueca—. Pero lo que comiste fue cabra.

Esmenet se recostó sobre sus cojines, riendo, sacudiendo sus pequeños pies. Xinemus volvió la cabeza hacia el lugar del que procedía la risa. Llevándose un dedo a la nariz continuó:

—Hay belleza, mucha belleza en lo que vemos —dijo con cómica elocuencia—, pero hay verdad en lo que olemos.

La risa se desvaneció entonces, poco a poco; percibieron un giro peligroso en su ademán. En un instante les silenció.

—¡La verdad! —gritó Xinemus con fiereza—. ¡El mundo apesta a verdad! —Se movió como si fuera a levantarse, pero cayó sobre su trasero—. Os huelo —dijo como respuesta al silencio de los demás—. Huelo que Akka está asustado. Huelo que Proyas sufre. Huelo que Esmi quiere follar…

—¡Basta! —gritó Achamian—. ¿Qué locura es ésa, Zin? ¿En qué clase de idiota te has convertido?

El Mariscal se rió, poseído por una repentina e improbable lucidez.

—Soy el mismo hombre que conociste, Akka. —Se encogió de hombros con el gesto exagerado de los borrachos, volviendo las palmas de las manos hacia arriba—. Pero sin ojos.

Achamian se había quedado boquiabierto. ¿Cómo habían llegado hasta allí? «Zin…»

—Mi mundo —prosiguió Xinemus sonriendo, con algo parecido al buen humor— ha sido desgarrado en dos. Antes vivía con hombres. Ahora vivo con culos.

Nadie se rió.

Achamian se puso en pie y dio las gracias a Proyas por su hospitalidad. El príncipe conriyano estaba sentado como un hombre roto, silencioso como una tumba. A pesar de sus nervios, Achamian comprendió que el príncipe había hecho de Xinemus su castigo. Invalidando las viejas razones, Kellhus había reescrito el pesar de muchos, muchos hombres.

Xinemus tosió y Achamian vio que Esmenet se sobresaltaba. El Mariscal estaba aquejado de algo más que un humor de perros. Cada vez que Achamian lo miraba parecía estar peor.

—Huye, Akka —dijo Xinemus. Su expresión parecía saludable a pesar de su palidez.

—Volveré contigo —dijo Esmenet a Achamian, que sólo pudo asentir y tragar saliva.

«¿Qué nos ha pasado?»

—No te olvides de preguntarle —masculló Xinemus cuando se dirigían a la puerta— por qué se está follando a Kellhus.

—Zin —gritó Proyas, con más pavor que enojo.

Con los pensamientos zumbando y la cara enrojecida, Achamian regresó a su ensimismamiento, pero vio que Esmenet se había vuelto hacia él con lágrimas en los ojos. «Esmi…»

—¿Cómo? —rió Xinemus con fingido buen humor—. ¿Es el ciego el único que ve? ¿Tan dominados estamos por las viejas metáforas?

—Sea cual sea tu sufrimiento —dijo Proyas sin alterarse—, lo soportaré, te lo he jurado, Zin. Pero no toleraré ni una blasfemia. ¿Lo entiendes?

—Ah, Proyas el Juez. —El Mariscal se arrellanó en los cojines y siguió bebiendo. Cuando volvió a hablar lo hizo con una voz extraña y trastornada que descartaba toda esperanza—. «Él pidió a Horomon —citó— que le dejara tomar las mejillas en sus manos, diciendo a los demás: “A este hombre, que ha arrancado los ojos a sus enemigos, el Dios le ha dejado ciego”. Después, escupiendo en cada una de las cuencas, dijo: “A este hombre, que ha pecado, lo he redimido”. Horomon gritó maravillado, pues había sido ciego y ahora veía.»

Había citado el famoso pasaje de El tratado, comprendió Achamian, donde Inri Sejenus devuelve la vista a un conocido criminal xerashi. Para muchos inrithi, «ver con los ojos de Horomon» era sinónimo de «revelación».

Xinemus dio la espalda a Proyas y se volvió hacia Achamian, como si apartara el rostro de un enemigo menor para mostrárselo a uno mayor.

—No puede curar, Akka. El Profeta Guerrero… no puede curar.

Achamian esperaba que el aire, fuera del pabellón de Proyas, no estuviera impregnado por los olores y la locura del interior. Pero lo estaba. El cielo era claro, aunque no tan nítido como el de las áridas noches de Shigek. Una nube de humo empapada de olor a madera húmeda invadía el paisaje desierto, como lo hacía un coro disperso de voces cercanas, conriyanos que bebían junto al fuego. Miró a Esmenet, sonriendo como si se sintiera aliviado. Pero ella estaba mirando las sombras. En algún lugar, en una tienda próxima, alguien farfullaba algo con la furia concentrada de un borracho.

«No puede curar, Akka.»

Ninguno de los dos pronunció una palabra mientras caminaban por los oscuros senderos. Las distintas tiendas y pabellones destacaban en la oscuridad. Los fuegos refulgían. La mano izquierda de Achamian se estremecía con los recuerdos de la época en que cogía la derecha de ella. Se maldijo a sí mismo por el anhelo que le embargaba. ¿Cómo podía caminar en medio de la noche junto a ella y no sentir más que su presencia? El mundo gritaba, le rodeaba de mil preguntas desesperadas, y sin embargo él sólo podía prestar atención al silencio de Esmenet. «Camino —se recordó a sí mismo— a la sombra del Apocalipsis.»

—¿Qué le ha pasado a Zin? —dijo Esmenet repentinamente. Vacilaba al hablar, como si lo hiciera después de un ensueño largo y estéril.

El corazón de Achamian dio un vuelco, tan violentamente que se quedó estupefacto. Se había resuelto al silencio. Caminar junto a ella en la oscuridad ya era suficiente tormento. Pero ¿hablar?

Bajó la mirada hacia sus sandalias.

—¿Crees que es una pregunta estúpida? —preguntó Esmenet bruscamente—. ¿Crees…?

—No, Esmi.

Había tanta honestidad en la forma en que dijo su nombre, tanto miedo.

—No… no tienes ni idea de lo que Kellhus me ha enseñado —dijo ella—. Yo también era Horomon, y ahora, ¡el mundo que veo, Akka! ¡El mundo que veo! La mujer que conociste, la mujer que querías… debes saber que aquella mujer era…

No podía soportar aquellas palabras, de modo que la interrumpió.

—Zin perdió algo más que sus ojos en Iothia.

Cuatro pasos silenciosos en la oscuridad.

—¿Qué quieres decir?

—Las Palabras de Compulsión, ellos… ellos… —dijo arrastrando la voz.

—Si voy a ser Maestro de Espías, tengo que saber esas cosas, Akka.

Esmenet tenía razón, tenía que saber esas cosas. Pero insistía en ello, sabía Achamian, por razones muy distintas. Las personas que se habían distanciado siempre acababan hablando de otros. Era lo mejor entre gentilezas insinceras y verdades peligrosas.

—Palabras de Compulsión —continuó Achamian— no es un nombre apropiado. No se trata, como muchos creen, de «tormentos del alma», como si nuestra alma fuera una especie de miniatura, algo vulnerable a los instrumentos hechiceros, como el cuerpo lo es a lo físico. Las Compulsiones son diferentes. Nuestra alma es diferente.

Esmenet le miró de soslayo, aunque desvió la mirada cuando él se atrevió a mirarla.

—Las almas compulsas —prosiguió él— son almas poseídas.

—¿Qué estás diciendo?

Achamian se aclaró la garganta. Esmenet hablaba como alguien acostumbrado a preguntar sin ambages cosas que desea que sus subordinados le expliquen.

—Lo utilizaron contra mí, Esmi. Los Chapiteles Escarlatas… —Parpadeó al ver al guardia de los Cien Pilares arrancándole los ojos a Iyokus—. Lo utilizaron contra mí.

Pasaron cerca de una hoguera rodeada de gente. Achamian vio el rostro de Esmenet a la luz intermitente del fuego, con el ceño fruncido, como los escépticos ante alguien por quien sienten pena.

«Cree que soy débil.»

Se detuvo mirando su imagen imposible y espléndida.

—Crees que busco compasión.

—¿Qué pretendes decirme?

Achamian venció la ira que le dominaba.

—La gran paradoja de las Compulsiones es que sus víctimas no se sienten en absoluto compelidas. Zin creía sinceramente todo lo que dijo sobre mí, él escogió las palabras, aunque fueran otros los que las pronunciaran.

Siempre que, en el pasado, Achamian explicaba aquello, las preguntas y los retos eran inmediatos. ¿Cómo podía ser posible una cosa así? ¿Cómo podían los hombres aceptar la obligación como una elección?

Esmenet preguntó solamente:

—¿Qué dijo?

Él negó con la cabeza y le prodigó una falsa sonrisa.

—Los Chapiteles Escarlatas… Créeme, saben qué palabras tienen el filo más cortante.

«Como Kellhus.»

En los ojos de Esmenet había compasión. Él desvió la vista.

—Akka… ¿Qué dijo?

Frente a la hoguera se movían unas figuras que proyectaban sus sombras entre ellos. Cuando Achamian la miró a los ojos, le pareció estar cayendo.

—Dijo… —Una pausa—. Dijo que la compasión era la única forma de amor que yo podía esperar.

La vio tragar saliva, parpadear.

—Oh, Akka…

En todo el mundo, sólo ella comprendía de verdad. En todo el mundo.

El deseo le invadió. Tenerla entre sus brazos, apretarla suavemente y besar las pecas apenas visibles de su nariz.

En vez de eso reanudó el paso y encontró un desagradable alivio en la forma en que ella le seguía obedientemente.

—D–dijo cosas —prosiguió Achamian tosiendo contra el dolor de su voz—. Dijo cosas que no se pueden perdonar. Ahora no puede parar.

Esmenet parecía desconcertada.

—Pero eso fue hace meses.

Parpadeando, Achamian miró el cielo y vio la Curva de Cuernos brillando en forma de arco por encima de las colinas del norte. Era una antigua constelación kuniúrica desconocida por los astrólogos de los Tres Mares.

—Piensa en el alma como una red de innumerables ríos. Con las Palabras de Compulsión, los viejos márgenes se han anegado, los diques se han destruido y se han construido nuevos canales… A veces, cuando las aguas se retiran, las cosas reanudan su viejo curso. A veces, no.

Cuatro pasos silenciosos en la oscuridad. Cuando ella respondió, había auténtico horror en su voz.

—¿Estás diciendo…? —Su frente se frunció con un asombro incrédulo—. ¿Estás diciendo que el Zin que conocimos está muerto?

Aquella idea, obvia como era, no se le había ocurrido nunca a Achamian.

—No estoy seguro. No estoy seguro de lo que estoy diciendo.

Se volvió hacia ella, alargando la mano para coger su mano prohibida. No se resistió. Trató de decir algo, pero sus mandíbulas sólo se movían, sin Articular palabra alguna, como si algo distinto, algo más profundo que sus pulmones, exigiera poder respirar. La atrajo hacia él, asombrado de que todavía fuese tan ligera.

Entonces volvieron las viejas costumbres, que se apoderaron de ellos en un instante. Ella se inclinó hacia él, como había hecho mil veces. Él se fundió en sus labios, en su olor, envolviendo su tembloroso cuerpo con sus brazos.

Se besaron.

Después ella empezó a forcejear, golpeándole en la cara y en los hombros. Él la soltó, furioso, ardoroso, horrorizado.

—¡N–no! —gritó ella, golpeando el aire, como si quisiera rechazar la mera idea de él.

—¡Sueño con matarle! —gritó Achamian—. ¡Matar a Kellhus! Sueño que el mundo entero arde y me alegro Esmi, me alegro. El mundo entero arde ¡y yo estoy exultante de amor por ti!

Esmenet le miraba con los ojos muy abiertos, atónita.

Cada parte de su cuerpo le imploraba.

—¿Me quieres, Esmi? ¡Tengo que saberlo!

—Akka…

—¿Me quieres?

—¡Él me conoce! ¡Me conoce como nadie!

Y de repente lo comprendió. ¡Parecía tan claro! Todo aquel tiempo llorando, pensando que no tenía nada que ofrecer, nada que dejar a los pies del altar de ella.

—¡Es eso! ¿No lo ves? ¡Ésa es la diferencia!

—¡Esto es una locura! —gritó ella—. ¡Basta Akka, basta! Esto no puede ser.

—Por favor, escucha. ¡Tienes que escucharme! Él conoce a todo el mundo, Esmi. ¡A todo el mundo!

Ella era la única. ¿Cómo era posible que no lo viera? Como un papiro pateado, la lógica de aquello rodó por su interior: el amor requiere ignorancia. Como una vela, necesita la oscuridad para brillar, para iluminar.

—¡Él conoce a todo el mundo!

Sus labios estaban aún húmedos con el sabor de ella.

Amargo, como las lágrimas al resbalar sobre los cosméticos.

—Sí —dijo Esmenet alejándose paso a paso—. ¡Y él me quiere!

Achamian bajó la mirada al suelo para recobrar la compostura. Sabía que cuando alzara la vista ella ya no estaría, pero de alguna forma había olvidado a los demás —los inrithi— que se habían acercado a ellos. Más de una docena permanecían como centinelas a la luz de la hoguera, mirándole con el rostro inexpresivo. Achamian pensó en lo fácil que sería destruirles, en arrancarles la carne de los huesos, y les miró con su misma minuciosidad asombrada, con ese conocimiento en sus ojos. Todos sin excepción desviaron la mirada.

Aquella noche, Achamian golpeó la tierra apelmazada con furia. Se maldijo por idiota hasta el amanecer. Los argumentos fueron elaborados y derrotados. Las razones clamaban y clamaban. Pero el amor no tenía lógica.

No más que el sueño.

Cuando la vio de nuevo, no advirtió en ella rastro alguno de aquel encuentro, excepto quizá una cierta inexpresividad en su rostro. El momento que habían compartido —como ella había dicho— había sido una locura, y durante los días siguientes temió que los Cien Pilares presentaran cargos contra él. Por primera vez, comprendió las implicaciones de su situación; la había perdido, y no sólo a manos de otro hombre, sino de una nación. No habría arrebatos de celos, ni confrontaciones, sino funcionarios envueltos en la noche cumpliendo sus órdenes sin ninguna pasión.

Igual que cuando era espía.

No se sorprendió al ver que no le importunaban, como tampoco lo hizo que Kellhus no le dijera nada, aunque estaba seguro de que éste lo sabía. El Profeta Guerrero lo necesitaba demasiado, aquélla era la explicación más amarga. La otra era que éste le comprendía, que también lamentaba la existencia del terreno en disputa entre ellos.

¿Cómo podía uno querer a su opresor? Achamian no lo sabía, pero sin embargo le amaba. Amaba a los dos.

Cada noche, después de las habitualmente copiosas cenas de los Nascenti, Achamian se adentraba en los pasillos colgantes de la Umbilica en dirección a una cámara de piel situada en el ala más pequeña, lo que los Nascenti llamaban, por alguna razón que Achamian no alcanzaba a entender, la Sala de los Escribas. A la entrada, un guardia sosteniendo una linterna inclinaba la cabeza y murmuraba «Visir» o «Sagrado Tutor» a modo de saludo. Una vez dentro, Achamian pasaba algún tiempo arreglando alfombras y cojines, de manera que Kellhus y él pudieran sentarse cómodamente cara a cara en lugar de mirarse por uno u otro lado del poste situado en el centro de la estancia. Había reprendido a los esclavos dos veces al respecto, pero nunca aprendían. Entonces esperaba, mirando el juego de escenas tejidas a la moda kianene en un laberinto geométrico de paneles, mientras luchaba con los inevitables demonios.

Su Escuela le había encomendado la protección de Kellhus. Pese a ser real, la amenaza de un ataque por parte del Consulto no parecía preocupar mucho a Kellhus. A Achamian le inquietaba a menudo que Kellhus le tolerase sólo por cortesía, como una manera de reforzar la confianza con un formidable aliado. Sin embargo, la enseñanza de la Gnosis era asunto distinto. Era una orden directa de Kellhus. Incluso antes de su primera clase juntos, Achamian sabía que aquellos encuentros serían motivo de asombro y terror.

Desde el primer momento, incluso desde la época de Momemn, había algo sorprendente en la compañía de Kellhus. Incluso entonces, era éste alguien a quien los demás trataban de complacer, como si captaran sin saberlo lo que se desprendía de su persona: el carisma, el candor atrayente, la impresionante inteligencia. Los hombres se abrían a él porque carecía de las deficiencias que llevaban a los hermanos a herir a los hermanos. Su humildad era invariable, totalmente ajena a la presencia de otros hombres. Si otros alardeaban o adulaban dependiendo de con quién estuvieran, él se mostraba por encima de todo. Nunca se vanagloriaba de nada. Nunca halagaba. Simplemente describía.

Los hombres así eran adictivos, especialmente para aquéllos que temían lo que veían los demás.

Tiempo atrás, Achamian y Esmenet habían convertido en una especie de juego sus intentos por comprender a Kellhus, especialmente después de advertir su divinidad. Juntos le habían visto crecer. Le habían visto luchar con verdades que todo el mundo había aceptado en secreto. Le habían visto dejar a un lado su inmaculada humildad, su deseo de ser menos de lo que era, y aceptar su desastroso destino.

Él era el Profeta Guerrero, la Voz y el Navío, enviado para salvar a los hombres del Segundo Apocalipsis. Y sin embargo, de alguna manera, seguía siendo Kellhus, el príncipe sin tierra de Atrithau. Ordenaba obediencia, pero nunca suponía, no más de lo que lo había hecho en torno al fuego de Xinemus. ¿Y cómo podría haberlo hecho, cuando la presunción medía el trecho entre lo que se exigía y lo que se justificaba? Kellhus nunca exigía más de aquello a lo que tenía derecho. Pero sucedía que todo el mundo se hallaba en el interior del círculo de su autoridad.

A veces, Achamian se sorprendía bromeando con él como lo hacía en el pasado, como si las revelaciones de Caraskand nunca hubieran tenido lugar. Como si lo de Esmenet nunca hubiera tenido lugar. Entonces, algo, una mirada a un circunfijo bordado en una manga, o el olor de un perfume femenino, le hacía volver a la realidad, y Kellhus se transformaba ante sus ojos. De su aspecto se desprendía una insoportable intensidad, como si fuera un imán hecho carne que arrastra cosas invisibles aunque palpables hacia su órbita. Silencios intensos. Palabras atronadoras. Era como si cada momento que pasaba resonara con las mudas entonaciones de mil sacerdotes. A veces, Achamian agarraba con fuerza sus rodillas para vencer la sensación de vértigo. Otras parpadeaba, ante la vista de halos alrededor de sus manos.

Sentarse en su presencia ya era suficientemente sobrecogedor. Pero ¿enseñarle la Gnosis?

Para limitar la vulnerabilidad de Kellhus ante los Chorae, acordaron que empezarían con todo —lingüístico y metafísico— excepto las Palabras. Como en el caso de la exotérica, la instrucción de la esotérica requería ciertas habilidades previas, análogas arcanas a la escritura y la lectura. En Atyersus, los profesores siempre empezaban por lo que denominaban denotarios, o pequeñas Palabras precursoras, concebidas para desarrollar gradualmente la flexibilidad intelectual de los estudiantes hasta alcanzar un nivel que les permitiera comprender y expresar la semántica arcana. Sin embargo, los denotarios señalaban a los estudiantes con la marca de la hechicería como cualquier otra Palabra, lo que significaba que, en algunos aspectos, Achamian tenía que empezar por el final.

Empezó por enseñarle gilcunyano, la lengua arcana de los nohombres Quya y lengua de todas las Palabras Gnósticas. Le llevó menos de dos semanas.

Decir que Achamian estaba estupefacto, o incluso aterrado, sería nombrar una confluencia de pasiones que no podían nombrarse. A él le había costado tres años dominar la gramática, sin contar con el vocabulario, de aquella exótica lengua extranjera.

Antes de que la Guerra Santa marchase desde las colinas de Enathpaneah hasta Xerash, Achamian había empezado a comentar los fundamentos filosóficos de la semántica Gnóstica, llamados Aeturi Sohonca o Tesis de Sohonc. La metafísica de la Gnosis no podía eludirse, aunque era tan incompleta y poco concluyeme como cualquier filosofía. Sin un mínimo conocimiento, las Palabras eran poco más que recitaciones sin interés. Tanto si era Gnóstica como Anagógica, la hechicería dependía de significados, y los significados dependían de la comprensión sistemática.

—Piensa —explicaba Achamian— que las mismas palabras pueden significar cosas distintas para personas distintas, o incluso cosas distintas para la misma persona en circunstancias distintas.

Rastreó en su memoria en busca de un ejemplo, pero el único que pudo recordar fue el que su profesor, Simas, había utilizado muchos años antes.

—Cuando un hombre dice «amor», por ejemplo, esa palabra significa cosas totalmente distintas dependiendo no sólo de quién la oye, sea su hijo, su puta, su esposa o el Dios, sino también de quién es ese hombre. El «amor» pronunciado por un desconsolado sacerdote tiene poco que ver con el «amor» pronunciado por un adolescente analfabeto. El primero está atenuado por la pérdida, por el saber, por toda una vida de experiencia, mientras que el segundo sólo conoce la lujuria y la pasión.

No pudo evitar preguntarse qué había acabado significando el «amor» para él. Como siempre, desechó esos pensamientos —pensamientos de ella— y se concentró en su lección.

—El corazón de toda hechicería —prosiguió— es la preservación y la expresión de las modalidades puras del significado, Kellhus. A cada palabra debes darle el tono semántico perfecto, la nota que ahogará los coros de la realidad.

Kellhus le escuchaba con la mirada fija, atento e inmóvil como un ídolo nilnameshi.

—Ésa es la razón —dijo— por la que usas una antigua lengua nohombre como lengua arcana.

Achamian asintió, sin sorprenderse ya de la prodigiosa perspicacia de su alumno.

—Las lenguas vulgares, en particular las nativas, están demasiado próximas a la presión de la vida diaria. Nuestra perspicacia y experiencia distorsiona sus significados con demasiada facilidad. La singularidad de los gilcunyanos sirve para aislar la semántica de la hechicería de las inconstancias de nuestras vidas. Las Escuelas Anagónicas —intentó suavizar el desdén de su tono— usan el alto kunna, una variante degradada del gilcunyano, por la misma razón.

—Hablar como lo hacen los Dioses —dijo Kellhus—. Lejos de las preocupaciones de los hombres.

Después de un rápido estudio de las Tesis, Achamian pasó al Persemiota, que contenía las técnicas meditativas de fijación de significados que los Maestros del Mandato, gracias a los pequeños Seswatha que llevaban en su interior y regían sus vidas, podían ignorar. Después hurgó en las profundidades técnicas de la Semansis Dualis, el umbral de lo que había sido, hasta la llegada del hombre que se sentaba ante él, un último precursor de la condenación.

Explicó la importante relación entre las dos mitades de cada Palabra: la impronunciable, que nunca se decía, y la pronunciable, que siempre se decía. Dado que cualquier significado podía distorsionarse por los caprichos de las circunstancias, las Palabras requerían un segundo significado simultáneo que, aunque tan vulnerable a la distorsión como el primero, lo apuntalaba aun en caso de que estuviera también él apuntalado. Como dijo Outhrata, el gran metafísico kuniúrico, el lenguaje necesita dos alas para volar.

—Por lo tanto, lo impronunciable sirve para determinar lo pronunciable —dijo Kellhus— de la misma forma en que las palabras de un hombre pueden conseguir las palabras de otro.

—Exactamente —replicó Achamian—. Uno debe pensar y decir dos cosas distintas al mismo tiempo. Éste es el mayor reto, incluso mayor que la mnemotécnica. Lo que requiere más práctica para dominarlo.

Kellhus asintió, totalmente indiferente.

—Y ésa es la razón por la que las Escuelas Anagógicas nunca han podido robar la Gnosis. Porque recitar lo que oyen no sirve para nada.

—También debe tenerse en cuenta la metafísica. Pero sí, en toda hechicería los impronunciables son la clave.

Kellhus asintió.

—¿Ha experimentado alguien con otras series impronunciables?

Achamian tragó saliva.

—¿Qué quieres decir?

Por alguna coincidencia, dos de los faroles empezaron a parpadear a la vez y atrajeron la mirada de Achamian. De inmediato volvieron a iluminar con normalidad.

—¿Ha creado alguien Palabras que consten de dos significados impronunciables?

La «Tercera Frase» era un mito en la hechicería Gnóstica, una historia dada a conocer a los hombres durante la Tutela de los nohombres: la leyenda de Su’juroit, el gran Rey Brujo cunuroi. Por alguna razón, Achamian se resistió a contárselo.

—No —mintió—. Es imposible.

Una extraña dificultad caracterizó sus lecciones a partir de aquel momento, una inquietante sensación de que la banalidad de lo que Achamian decía ocultaba repercusiones impensables. Hacía años que había participado en el asesinato de un sospechoso ainonio en Conriya, un asesinato decretado por el Mandato. Lo único que Achamian hizo fue dar una hoja de roble doblada que contenía belladona a una esclava fregona. Aquella acción había sido tan sencilla, tan inocua…

Murieron tres hombres y una mujer.

Como siempre ocurría con Kellhus, Achamian sólo tenía necesidad de enseñarle los distintos temas una sola vez. En unas cuantas noches, Kellhus dominaba argumentos, explicaciones y detalles que Achamian había tardado años en asimilar. Sus preguntas siempre iban directas al fondo del asunto. Sus observaciones nunca defraudaban por su rigor y su agudeza. Al final, cuando los primeros elementos de la Guerra Santa sitiaron Gerotha, llegaron al precipicio.

Kellhus sonreía, agradecido y de buen humor. Se tocaba su rubia barba con un desacostumbrado gesto de excitación, y durante un instante se pareció enormemente a Inrau. Sus ojos reflejaban tres puntos de luz, uno por cada uno de los faroles que colgaban encima de Achamian.

—Ha llegado el momento.

Achamian asintió, sabedor de que su aprensión era visible.

—Deberíamos empezar con alguna Guarda básica —dijo torpemente—. Algo que puedas utilizar para defenderte.

—No —respondió Kellhus—. Empecemos por las Palabras de Llamada.

Achamian frunció el entrecejo, aunque prefirió no darle ningún consejo ni contradecirle. Respirando profundamente, abrió la boca para recitar el primer significado pronunciable del Ishra Discursia, la más antigua y sencilla de las Palabras de Llamada Gnósticas. Pero por alguna razón no surgió sonido alguno de sus labios. Parecía que hablaba, pero algo… inflexible había atenazado su garganta. Negó con la cabeza y rió, mirando a un lado avergonzado e intentándolo de nuevo.

Tampoco esta vez.

—Yo… —Achamian miró a Kellhus, más que desconcertado—. No puedo hablar.

Kellhus le miró fijamente a la cara y después levantó la vista hacia un punto suspendido en el aire, entre los dos.

—Seswatha —dijo después de un momento—. ¿De qué otra manera podría el Mandato haber protegido a la Gnosis durante tantos años? Incluso con las pesadillas…

Un alivio inexplicable invadió a Achamian.

—T–tiene que ser…

Miró a Kellhus con total indefensión. A pesar de aquel caos quería entregar la Gnosis. Por alguna razón, se había vuelto opresiva, como los actos vergonzosos, y por lo que fuera, todos los secretos ansiaban salir a la luz en presencia de Kellhus. Negó con la cabeza, se llevó las manos a la cara y la bajo, vio a Xinemus gritando con la cara apretada alrededor de la punta del cuchillo amenazante en su ojo.

—Tengo que hablar con él —dijo Kellhus.

Achamian se quedó boquiabierto al oírlo, incrédulo.

—¿Con Seswatha? No lo entiendo.

Kellhus alargó la mano hasta su cinturón y sacó una de sus dagas: la eumarnana, con la empuñadura de madreperla y la hoja larga y delgada, como las que el padre de Achamian utilizaba para quitar las espinas al pescado. Durante un momento de pánico pensó que Kellhus quería utilizarla con él y sacar a Seswatha de su interior, quizá del mismo modo en que los sacerdotes–médicos extraían niños vivos de madres muertas. Pero la hizo girar en la palma de la mano, sujetándola de forma que el acero seleukarano brillara la luz del fuego.

—Fíjate en los reflejos —dijo—. Mira sólo la luz.

Achamian miró la daga encogiéndose de hombros, sorprendiéndose por los múltiples fantasmas que surgían del eje de la hoja al girar. Tuvo la sensación de estar viendo plata a través del agua en movimiento. Después…

Lo que pasó después iba más allá de toda descripción. Experimentó una peculiar sensación de alargamiento, como si sus ojos hubieran sido arrastrados hacia el espacio abierto a lugares etéreos. Recordaba su cabeza cayendo hacia atrás y la sensación de que, aunque sus huesos todavía le pertenecían, los músculos eran de otro. Parecía que se sintiera retenido por una fuerza ajena, de una forma mucho más profunda que las cadenas o incluso la inhumación. Se acordaba de haber hablado, pero no recordaba nada de lo que había dicho. Era como si el recuerdo de aquella conversación se hubiera fijado en los límites de su entorno, donde seguía por muy rápido que agitara la cabeza. Siempre en el umbral de lo perceptible…

Permisos desconocidos.

Empezó a preguntarle a Kellhus qué había sucedido, pero éste le silenció con la sonrisa que generalmente utilizaba para evitar sin mayor esfuerzo las preguntas que parecían cruciales. Kellhus le dijo que intentara repetir la primera frase. Con algo parecido al sobrecogimiento, Achamian encontró las dos primeras palabras saliendo de sus labios, el primer significado pronunciable…

Iiratisrineis lo ocoimenein loroi hapam…

Seguido del correspondiente significado impronunciable.

Li lijineriera cui ashiritein hejamit…

Achamian se sintió desorientado durante un momento por la facilidad con que había recitado aquellos significados. ¡Qué débil se sentía la voz! Durante el silencio subsiguiente se recuperó observando a Kellhus entre la esperanza y el horror. El mismo aire parecía insensible.

Achamian había tardado siete meses en dominar las expresiones internas y externas simultáneas de los significados pronunciables e impronunciables, e incluso entonces había tenido que recurrir a las construcciones semánticas de los denotarios. Pero de alguna forma, con Kellhus…

Silencio; tan absoluto que se percibía el zumbido de la llama de los faroles.

Entonces, con una sonrisa apenas visible en sus labios, una sonrisa que parecía de otro mundo, Kellhus afirmó con la cabeza, le miró directamente a los ojos y repitió: «Iratisrineis lo ocoimenein loroi hapara», pero de una forma que retumbaba como el trueno.

Por primera vez, Achamian vio que los ojos de Kellhus refulgían. Como el carbón bajo el fuelle.

El terror arrancó el aire de sus pulmones y el flujo de la sangre en sus miembros. Si un idiota como él era capaz de derribar murallas con aquellas palabras, ¿qué no haría aquel hombre?

¿Cuáles eran sus límites?

Recordó sus conversaciones con Esmenet en Shigek, tiempo atrás, en la Biblioteca Sareótica. ¿Qué significaba para un profeta cantar con la voz del Dios? ¿Lo convertiría eso en un chamán como en los días descritos en el Colmillo, o en un Dios?

—Sí —murmuró Kellhus, repitiendo una vez más las palabras, palabras que procedían del tuétano de la existencia, que resonaban en el fondo de las almas. Sus ojos brillaban como oro en llamas. La tierra y el aire siseaban.

Y finalmente, Achamian se percató…

«No tengo los conceptos necesarios para comprenderle.»