Joktha
Consentirla es generarla. Castigarla es alimentarla. La locura no conoce otro freno que el cuchillo. |
Proverbio scylvendio. |
Cuando hablan los demás, no oigo otra cosa que el graznido de loros. Pero cuando hablo yo, siempre parece que sea la primera vez. Cada hombre es la mesura del otro, sin importar lo loco o lo presuntuoso que sea. |
Hatatian, Exhortaciones |
Principios de primavera, año del Colmillo 4112, Joktha
Extraño, aquel sentimiento. Curiosamente infantil, aunque cuando miraba al fondo de su alma, Ikurei Conphas no lograba encontrar ningún recuerdo de infancia semejante. Era como si le hubiesen herido bajo la piel, en el corazón, o incluso en el alma. Una extraña sensación de fragilidad perseguía cada una de sus expresiones, cada una de sus palabras. Había dejado de confiar en su rostro… Era como si le hubiesen despojado de ciertos músculos.
«Para algunos es un defecto que se arrastra desde el útero…»
¿Qué significaba aquello?
El desarme de sus hombres tuvo lugar fuera de los muros de Caraskand, en un campo de mijo en barbecho. No hubo incidentes, aunque a Conphas casi le rechinaron los dientes al presidirlo. A soldados capaces de dormir en formación les resultaban ininteligibles las órdenes más básicas. Transcurrieron varias guardias antes de que contaran y desarmaran las distintas unidades. Cuando hubieron acabado, las columnas, despojadas de armaduras e insignias, parecían poco más que un puñado de mendigos medio muertos de hambre. Innumerables mirones presenciaban la escena desde las murallas.
Cabalgando frente a las primeras líneas, Nersei Proyas se dirigió a los que habían renunciado a su jerarquía por el Profeta Guerrero.
—Las naciones donde vimos la luz por primera vez —gritó— han dejado de darnos órdenes. Las costumbres de nuestros padres han dejado de regir nuestras vidas. Nuestra sangre ha dejado de responder a lo que nos antecede… ¡El destino, y no la historia, es nuestro dueño!
Hubo un momento de acusadora indecisión; después, los primeros desertores empezaron a abrirse paso hasta sus hermanos Ortodoxos. Los traidores se reunieron detrás de Proyas, unos desafiantes, los otros mudos, y por un momento pareció que las formaciones se disolverían en un éxodo masivo. Con un nudo en el estómago y el rostro pétreo, Conphas contempló la escena. Después, como si hubiese sonado un cuerno inaudible, cesaron las deserciones. Conphas apenas podía creer lo que veía. Las filas permanecían intactas. Menos de uno de cada cinco había abandonado su lugar. ¡Menos de uno de cada cinco!
Obviamente desconcertado, Proyas espoleó su caballo, introduciéndose en la formación y gritando:
—Sois Hombres del Colmillo.
—¡Somos veteranos de Kiyuth! —gritó alguien con voz potente.
—¡Respondemos al León! —gritó otro.
—¡Al León!
Durante un breve instante, Conphas no pudo creer lo que oía. Después, todos a una, los despiadados supervivientes de las Columnas Selial y Nauseret rugieron en señal de aprobación. El griterío continuó, creciendo en desesperación y furia. Alguien arrojó una piedra que pasó rozando el casco de Proyas. El príncipe se retiró, maldiciendo furioso.
Conphas levantó el brazo e hizo el saludo imperial; sus hombres levantaron los suyos en una respuesta atronadora. Las lágrimas le nublaron la vista. Las heridas de sus indignidades empezaron a desvanecerse, sobre todo cuando oyó que Proyas anunciaba los términos establecidos por el Profeta Guerrero.
Conphas apenas podía ocultar su regocijo. Al parecer, los Chapiteles Escarlatas se las habían arreglado para transmitir un mensaje a su misión en Momemn, vía Carythusal, y desde allí a Xerius. Aquello significaba que ya no era necesario cruzar Khemema —lo que, aparte de los peligros que comportaba, habría comprometido gravemente sus cálculos de tiempo— en la marcha de regreso. En lugar de eso, los restos de sus columnas y él se internarían en Joktha, donde esperarían a la flota de transporte que había sido enviada por su tío.
No importaba quién hubiera tirado las fichas numeradas, parecía que el resultado era suyo.
La marcha a lo largo del río Oras hasta Joktha transcurrió sin incidentes. Él pasó la mayor parte del tiempo sumido en sus pensamientos, revisando explicación tras explicación. Sus ayudantes le seguían a una distancia discreta, observando con ojos extraños, sin atreverse a hablar, a menos que se dirigiera directamente a ellos. De vez en cuando les preguntaba algo.
—Decidme, ¿qué hombre no aspira a la divinidad?
Ni que decir tiene que el consenso era absoluto. Todos los hombres, decían, pretendían emular a los dioses, aunque sólo los más osados, los más honestos, se atrevían a confesar sus ambiciones. Naturalmente, los muy idiotas se limitaban a decir lo que creían que quería oír. En circunstancias normales, aquello habría indignado a Conphas —ningún alto mando debía tolerar a los aduladores—, pero su incertidumbre le hacía curiosamente indulgente. A fin de cuentas, de acuerdo con el llamado Profeta Guerrero, era una alma lacrada, deformación que arrastraba desde el útero. El afamado Ikurei Conphas no era del todo humano.
Lo extraño era que comprendía perfectamente lo que aquel hombre había querido decir. Conphas había sabido durante toda su vida que era diferente. Nunca tartamudeaba avergonzado. Nunca se ruborizaba en presencia de sus superiores. Nunca teñía sus palabras de preocupación. A su alrededor, los hombres actuaban de esta forma o de la contraria, movidos por ganchos que él sólo conocía por su nombre: amor, culpa, deber… Aunque sabía cómo utilizar esas palabras, no significaban nada para él.
Y lo más extraño de todo era que no le importaba.
Escuchando cómo sus oficiales adulaban su vanidad, Conphas llegó a un poderoso convencimiento: sus creencias no importaban siempre y cuando le dieran lo que él quería. ¿Por qué hacer de la lógica la regla? ¿Por qué hacer del hecho la base? La única coherencia que importaba, la única correspondencia, era la que existía entre la creencia y el deseo. Si le complacía pensar que era divino, eso pensaría. Y Conphas comprendía que, al igual que poseía la sorprendente capacidad de hacer cualquier cosa, por muy compasiva o sanguinaria que fuese, también poseía la habilidad de creer cualquier cosa. El Profeta Guerrero podía poner el suelo en posición vertical y hacer que las cosas cayeran hacia el horizonte, y Conphas sólo tendría que señalar a un lado para restaurar el orden por completo.
Quizá lo que los hechiceros contaban del Consulto y el Segundo Apocalipsis fuera cierto. Quizá el Príncipe de Atrihau era una especie de salvador. Quizá su alma era deforme. Pero no importaba si a él no le importaba. Por eso se decía a ti mismo que su vida era su testigo, que las eras habían pasado sin producir una alma como la suya, que la Zorra del Destino le deseaba a él y sólo a él.
—El desalmado no se atrevería a atacarte —dijo el general Sompas— sin arriesgarse a sufrir más derramamiento de sangre y más víctimas. —El noble de casta levantó una mano contra el sol y miró directamente a su Exalto–General—. Por eso arrojó la infamia sobre tu nombre, por eso arrojó tierra a tu hoguera, para que sólo él ilumine los consejos de los grandes.
Aunque sabía que aquel hombre se estaba limitando a halagarle, Conphas decidió que estaba de acuerdo. Se dijo que el Príncipe de Atrihau era el peor embustero que había conocido jamás, ¡un verdadero Ajokli! Se dijo que el consejo había sido una trampa, el resultado de un concienzudo ensayo y de una meticulosa premeditación.
Eso se dijo y eso creyó. Para Conphas no había diferencia entre decisión y revelación, invención y descubrimiento. Los dioses hacían las reglas. Y él era uno de ellos.
Cuando vio las tenaces torres de Joktha, el cuarto día, la herida había desaparecido por completo. La vieja sonrisa de acero retomó el control de su expresión. «Yo —pensó Conphas para sí— he dispuesto esto.»
Mirando detenidamente entre los abetos dispersos, pudo contemplar su prisión. A diferencia de la mayoría de ciudades por las que habían pasado los Hombres del Colmillo, las murallas de Joktha ignoraban las ventajas del terreno. Su ubicación había sido decidida por su puerto natural, que era el más grande en una costa repleta de ellos. Las fortificaciones que daban a tierra firme formaban una línea larga y tortuosa, gris como bandas de hierro en el sol, interrumpida por la única puerta de entrada a la ciudad: la gran barbacana del Diente, así denominada por las losas blancas que adornan su parte exterior.
Desde su posición en los márgenes del Oras, Conphas no podía ver mucho de la ciudad salvo las brumosas alturas de lo que se daba en llamar Palacio Donjon, baluarte de los señores de la ciudad. El paisaje circundante, aunque verde y lleno de maleza, dejaba entrever el caos de la estación anterior. Los campos no se habían sembrado. Los árboles de los huertos habían sido reducidos a tocones. Las colinas de alrededor aparecían oscuras, divididas en antiguas terrazas y pespunteadas de casas en ruinas. Un fuerte ceneiano abandonado ocupaba un bajo promontorio, hacia el sur, y sus piedras estaban tan maltrechas que parecía más una obra de la naturaleza que del hombre. Sólo el vislumbre del cielo a través de una ventana intacta revelaba su origen.
El mundo parecía tan herido como lo estaba.
De repente cabalgaban por una arboleda de pimenteros y Conphas se sorprendió maravillado por la oleada de su dulce aroma que portaba el viento. El viejo Skauras tenía pimenteros, toda una arboleda, cuando Conphas era su rehén. Era un afamado lugar de encuentro, especialmente para la seducción de esclavas. Tendría que asirse a aquellos recuerdos, comprendió Conphas, para mantener su determinación durante las semanas siguientes. Un cautivo tenía que recordar siempre a aquéllos a los que había vencido para no convertirse en uno de ellos.
Otra de las lecciones de su abuela.
El camino que seguían se desvió de los márgenes arbolados del Oras, y Conphas condujo a su numerosa y abatida comitiva por tierras de barbecho directamente hacia el Diente. Había unos doscientos o trescientos caballeros conriyanos esperándoles, alineados a ambos lados de la oscura puerta. Sus carceleros. Se animó, incluso se divirtió al ver su aspecto deslucido.
La visión del scylvendio apoyado en el pomo de su espada, sin embargo, acabó de raíz con su diversión.
Llevaba el arnés sin otro adorno que el cinturón scylvendio alrededor de la cintura. El pelo negro se le enredaba en los pliegues de su capucha de malla, un complemento de las melenas kianene que revoloteaban en las bridas de su caballo.
«¿Por qué él?»
El Príncipe de Atrihau era un desalmado, ¡un desalmado muy, muy astuto!
Incluso entonces.
—Exalto–General…
Conphas se volvió hacia su general frunciendo el entrecejo.
—¿Qué sucede, Sompas?
—¿Cómo…? —El hombre farfullaba de indignación. Sus ojos refulgieron con una furia apenas disimulada—. ¿Cómo espera que…?
—Las condiciones son claras. Yo seguiré libre mientras permanezca dentro de las murallas de Joktha. Mantendré a mis ayudantes y a los esclavos que están a su servicio. Soy el heredero del Manto, Sompas. Estar contra mí es estar contra el Imperio. Mientras crean que me tienen neutralizado, jugarán siguiendo las reglas.
—Pero…
Conphas frunció el entrecejo. Martemus nunca había titubeado con sus preguntas, si bien nunca le había tenido miedo a Conphas. Quizá Sompas era el más inteligente de los dos.
—¡Crees que nos han humillado!
—¡Esto es un ultraje, Exalto–General! ¡Un ultraje!
Era el scylvendio, comprendió Conphas. El desarme no había sido un trago menor, pero ¿someterse a un scylvendio? Reflexionó durante un momento, sorprendido de haber pensado sólo en las consecuencias y no en aquel menosprecio. ¿Tantas viejas intuiciones habían desaparecido durante los últimos meses?
—Te equívocas, general. El Profeta Guerrero nos hace un favor.
—¿Un favor? ¿Cómo…? —Sompas se detuvo, como si le horrorizara su propia vehemencia. El hombre estaba continuamente olvidando y recordando su lugar. A Conphas le parecía hasta divertido.
—Naturalmente. Me ha devuelto mi posesión más preciada.
El muy idiota no podía más que mirar embobado.
—Mis hombres. Me ha devuelto a mis hombres. Incluso los ha escogido por mí.
—Pero estamos desarmados.
Conphas se volvió para mirar el gran séquito de menesterosos que era su ejército. Se veían borrosos en medio del polvo, oscuros y pálidos al mismo tiempo, como una legión de espectros demasiado frágiles para resultar amenazantes, no digamos ya para causar daño.
Perfecto.
Miró por última vez a su general.
—Sigue preocupado, Sompas… —Se volvió hacia el scylvendio, levantando la mano en una farsa de saludo—. Tu consternación —murmuró con recelo— da un aire de autenticidad a todo esto.
«Estoy olvidando algo.»
La terraza era amplia. Las losas de mármol del pavimento estaban agrietadas aquí y allá, como sería de esperar en una nación que sufriera heladas, pero no en Enathpaneah. Las grietas eran visibles incluso en la oscuridad, como ríos en un mapa. Agujeros. Sin duda, los residentes originarios debían de hacer que sus esclavos extendiesen alfombras sobre aquel suelo ofensivo, al menos cuando tuvieran invitados. Ningún príncipe fanim toleraría semejantes imperfecciones. Ni un señor inrithi.
Sólo un caudillo utemot.
Cnaiur asintió, se frotó los ojos y dio una patada en el suelo en un esfuerzo por permanecer despierto. Parpadeando, miró por encima de la balaustrada en dirección a la ciudad y el puerto. Un tejado sobre otro, elevándose sobre las laderas cercanas y las lejanas, formando una enorme hondonada alrededor de los espigones y los muelles que bordeaban el interior de la bahía. Un paisaje desigual de edificios separados por calles como cañones de ríos, todo en dirección al mar.
Joktha… Sólo necesitaba parpadear para verla en llamas.
Arriba, el firmamento estaba salpicado de estrellas que formaban una bóveda perfecta, tan inmensa, tan vacía, que parecía que un simple movimiento le mandaría flotando hacia arriba, cayendo. Le recordaba el despertar en Kiyuth. Casi podía oler a sus parientes muertos, extendidos en una espiral cada vez más amplia.
«Estoy olvidando…»
Se quedó dormido. El cuenco de vino le resbaló entre los dedos y cayó sobre las losas agrietadas. Los acontecimientos de la tarde anterior manchaban su alma. Conphas acosándole a la entrada de la ciudad. Conphas discutiendo los términos de su internamiento. Conphas contenido por sus generales. Su coraza refulgiendo blanca bajo el sol. Sus largas pestañas.
«Soy…»
El scylvendio, agitado por los repentinos recuerdos, giró la cabeza alrededor de sus enormes hombros.
«Soy Cnaiur… El que doblega hombres y caballos.»
Se rió, siguió dormitando, soñando…
Caminaba hacia Shimeh, aunque era idéntica al campamento utemot de su juventud, una concentración de varios miles de yaksh. Los rebaños salpicaban las llanuras circundantes, aunque las reses no se atrevían a acercarse a él. Pasó junto a los primeros yaksh, que tenían el cuero tenso contra los postes como la piel sobre las costillas de un perro. Los utemot abarrotaban los caminos, con los miembros colgando de cuencas podridas, las vísceras desparramadas sobre los muslos. Los vio a todos: el hermano de su padre, Bannut, su cuñado, Balait, e incluso a Yursalka y su esposa tullida. Todos le miraban con los ojos apergaminados de los muertos. Encontró al primero de sus animales masacrados, un potrillo marrón con su triple insignia. A continuación tres vacas degolladas, seguidas de un toro de cuatro años con la cabeza destrozada. Pronto se encontró entre montones de cadáveres de caballos y reses, todos ellos con su insignia.
Por algún motivo, no se sorprendió.
Al final llegó al Yaksh Blanco, el corazón de Shimeh. Habían clavado una lanza en el suelo, cerca de la entrada. La cabeza de su padre adornaba la empuñadura, piel pálida maltrecha como lino empapado. Cnaiur desvió la mirada, apartó la portezuela de piel de cabritilla. Por alguna razón ya sabía que Moenghus había hecho de sus esposas un harén, de modo que no se sorprendió ni montó en cólera. Pero la sangre le incomodaba, al igual que la forma en que Serwe abría y cerraba la boca, como un pez… Anissi estaba gritando.
Moenghus levantó la mirada del objeto de su pasión y esbozó una gran sonrisa de bienvenida.
«El Ikurei vive todavía —dijo—. ¿Por qué no le matas?»
—El tiempo… el tiempo…
«¿Estás borracho?»
—Nepenthe… Todo el que me dio el pájaro…
«Ah… así que quieres olvidar después de todo.»
—No, no olvidar. Dormir.
«¿Y por qué no le matas?»
—Porque quiere que lo haga.
«¿El dunyaino? ¿Crees que esto es una trampa?»
—Cada palabra que dice es una trampa. ¡Cada mirada suya es una lanza!
«¿Qué pretende?»
—Ocultarme de su padre. Negarme mi odio. Traicionar…
«Pero lo único que tienes que hacer es matar al Ikurei. Mátale y serás libre para seguir la Guerra Santa.»
—¡No! ¡Hay algo! Algo que…
«Eres un idiota.»
Cnaiur levantó la cara hacia el lodo de la vigilia, miró con ojos perdidos en el océano y lo vio posado sobre la balaustrada, frente a él, con su cabeza brillante a la luz de las estrellas y las plumas de seda negra, con el mundo flotando como humo tras él.
—¡Pájaro! —gritó—. ¡Diablo!
La cara diminuta le dedicó una mirada lasciva. Los párpados pesados, como un demonio soñando.
—Kiyuth —dijo—, donde Ikurei te humilló a ti y a tu pueblo. ¡Venga la Batalla de Kiyuth!
«Estoy olvidando algo.»
¿Cómo podían existir cosas ausentes? ¿Cómo?
Cada swazond, un hombre muerto sonriendo. Cada noche, el abrazo de una mujer muerta…
Los días pasaban, y Cnaiur intentaba comprender las profundidades que se abrían a su alrededor. Conphas y sus nansur eran su preocupación inmediata, o al menos debían serlo. Proyas le había entregado a los barones Tirnemus y Sanumnis, con sus trescientos setenta y tantos caballeros, así como los cincuenta y ocho supervivientes de su antiguo grupo de Shigek. Como todos los Hombres del Colmillo, estaban curtidos por las batallas, pero no se esforzaban en ocultar su consternación por haber sido dejados atrás. «Culpad a los nansur —les decía Cnaiur—. Culpad a Conphas.» Su número era muy inferior al de los nansur, y Cnaiur necesitaba de ellos toda la agresividad que pudieran mostrar.
Cuando el barón Sanumnis se mostró receloso, Cnaiur le recordó que aquellos hombres habían conspirado para traicionar la Guerra Santa, y que nadie sabía cuándo llegaría el transporte del emperador.
—Pueden aplastarnos a voluntad —dijo—. De modo que debemos arrebatarles a voluntad.
Naturalmente, no dijo nada sobre sus verdaderos motivos. Aquellos hombres habían escogido a Ikurei Conphas por encima del dunyaino… Había que atar al perro antes de matar al amo.
A lo largo de las murallas de Joktha se desplegó un escuálido campamento, lo suficientemente alejado del Oras para que un buen número de los miembros de las columnas se pasaran el día yendo a por agua. Conocedor del talento organizativo del Ejército Imperial, Cnaiur separó a los soldados más antiguos —los llamados Tres— de los más jóvenes. A los oficiales los internó en otro campamento. Debido a la mutua enemistad entre los soldados de caballería, de casta noble, y los soldados de infantería, de castas ínfimas, Cnaiur disolvió a los Kidruhil y los distribuyó en todas las columnas. Como medida complementaria, ordenó a sus conriyanos que hicieran circular el rumor de que se había oído decir a Conphas que sus oficiales habían causado disturbios al saber que sus raciones no eran distintas de las de los soldados rasos, uno de esos rumores que roían el corazón de cualquier ejército. Aunque fueran rechazados por todo el mundo, servían para distraer a las almas ociosas y ahogaban las verdades que afloraban a la superficie.
Cnaiur confinó a Conphas y a los cuarenta y dos hombres de su círculo más inmediato en la ciudad de acuerdo con las Condiciones de Internamiento. Por razones obvias les prohibió cualquier contacto con sus soldados. Dado que su encarcelamiento total podría provocar una revuelta, permitió al Sobrino Imperial que disfrutara de la libertad que ofrecía Joktha. A pesar de que reflexionaba obsesivamente sobre la posibilidad de asesinarle.
Entendía por qué Kellhus quería a Conphas muerto: el dunyaino no quería rivales. De igual forma, comprendía por qué Kellhus lo había escogido como su asesino. Naturalmente que el salvaje habría matado al León. ¿No era un scylvendio? ¿No era un superviviente de Kiyuth?
Lo que le atormentaba era lo que implicaban aquellas interpretaciones. Si la única misión de Kellhus era matar a Moenghus, entonces preservar la Guerra Santa debía ser su sola preocupación. ¿Por qué asesinar a Conphas cuando bastaba con excluirlo del juego, como había hecho? ¿Y por qué utilizar a Cnaiur para ocultar su implicación si las consecuencias —la guerra abierta con el Imperio— no retrasarían la conquista inminente de Shimeh?
Y Cnaiur comprendía… No podía ser de otro modo: el dunyaino veía más allá de la Guerra Santa, de Shimeh. Y ver más allá de Shimeh era ver más allá de Moenghus.
Los hombres hacían suposiciones, infinitas suposiciones sobre sus actos; apenas podían hacer otra cosa, dada su errante hambre de significado. Desde el principio, Cnaiur había concebido el viaje como una cacería, como una colisión entre enemigos que persiguen a un enemigo mayor. Su búsqueda había parecido siempre una flecha arrojada a la oscuridad. Por muy profundos que fueran sus recelos, siempre volvía a este convencimiento. Pero ahora… Ahora no parecía otra cosa que un collar; que Moenghus y Kellhus, padre e hijo, no eran sino extremos distintos de una poderosa cadena que él, Cnaiur urs Skiotha, había cerrado alrededor del cuello del mundo. El collar de un esclavo.
«Algo… algo…»
Escudriñaba a Tirnemus y Sanumnis a la menor oportunidad. El Barón Tirnemus, resolvió en seguida, era un completo idiota; un hombre más interesado en recuperar la barriga que había perdido en Caraskand que en ninguna otra cosa. Por el contrario, Sanumnis era inteligente y taciturno, y parecía ejercer una obvia y sin embargo inexplicable autoridad sobre su más corpulento compatriota. Era un observador.
¿Habían recibido órdenes secretas? ¿Órdenes que implicaran la primacía de uno de ellos? Eso explicaría por qué Tirnemus discrepaba y Sanumnis observaba. ¿Cuál, a fin de cuentas, sería el castigo por matar al único heredero del emperador nansur? ¿Por contravenir la solemne promesa del Profeta Guerrero?
«Me han enviado a matarme a mí mismo.» La idea hizo que Cnaiur se carcajeara. No era de extrañar que Proyas se hubiera mostrado tan nervioso al transmitir las asesinas instrucciones del dunyaino.
El hecho de que le hubieran asignado a un Maestro no hacía más que confirmar sus sospechas. Se llamaba Saurnemmi, un joven iniciado Escarlata con una tos crónica y persistente. Había llegado un día después de Conphas, acompañado por un hechicero de rango, Inrummi, que partió inmediata e inexplicablemente después de inspeccionar sus dependencias. Saurnemmi, le había dicho el hechicero más viejo a Cnaiur, sería su enlace con la Guerra Santa. «El muchacho», como el presuntuoso idiota se refería a él, dormiría hasta mediodía para que pudieran conversar en sueños hechiceros. En otras palabras, Saurnemmi sería los ojos del dunyaino en Joktha.
¡Profundidades! Dondequiera que mirase, ¡locas, insondables profundidades!
Influido por la presencia de Saurnemmi, Cnaiur ordenó a Tirnemus que se reuniera con Conphas y los suyos en la Sala de Ruegos del Palacio Donjon, la ciudadela en la que Cnaiur había instalado su cuartel general. Desde el balcón veía al joven hechicero observando a sus cautivos. Cuando el Exalto–General y sus hombres se hubieron reunido, Cnaiur entró a zancadas entre ellos, mirando fijamente sus caras y complaciéndose al verlas palidecer. Los nansur eran una escoria predecible, excesivamente valientes cuando se hallaban entre multitudes armadas, pero cervatillos temblorosos cuando no estaban en formación.
Se vio caminando alrededor de Conphas, que permanecía tieso como una lanza ataviado con sus vestiduras militares.
—Como podéis ver, llevo a vuestros hermanos en mis brazos —dijo a los demás—. A vuestras esposas… —Escupió a los pies de los que estaban más cerca—. Cómo debe de doler…
—¿A cuántos de tus hermanos —gritó Conphas— llevo yo en mi…?
Cnaiur le abofeteó. El Exalto–General retrocedió, tropezó y cayó al suelo. Cnaiur se volvió al sonido de sandalias contra el suelo y detuvo una muñeca que trazaba un arco. Cogió a su atacante por la coraza y le golpeó en la cara con la frente. La daga que el idiota llevaba escondida repiqueteó sobre las brillantes baldosas.
¡Había que doblegar a aquellos perros! ¡Había que doblegarlos!
Ruido de las espadas que se desenvainaban. Los conriyanos de Tirnemus aparecieron de repente ante él blandiendo sus armas. Los nansur retrocedieron con las caras lívidas. Varios de ellos llamaron a su Exalto–General, que estaba en el suelo a cuatro patas, escupiendo sangre.
—¡No os equivoquéis! —rugió Cnaiur por encima de los gritos de los demás—. ¡Me obedeceréis! —Puso una bota sobre la cabeza del hombre que se retorcía a sus pies. El desgraciado se quedó inmóvil, como si le hubieran aplastado los miembros. Sangre caliente se deslizó entre las losas.
Se hizo silencio.
—¡No —dijo Cnaiur levantando sus grandes brazos cubiertos de cicatrices— hagáis de mí el registro de vuestra locura!
Casi vio cómo se encogían. De repente parecían niños, niños asustados, bajo las altas columnas. El corazón le martilleaba de entusiasmo. Escupió otra vez y después alzó la cara hacia Saurnemmi, que observaba desde la galería superior. Su barba, advirtió Cnaiur, era poco más que la mordaza de un mimo.
—¿Cuál? —gritó.
Saurnemmi tosió como un idiota, como era habitual en él, y después señaló con la cabeza la parte posterior del grupo, a los hombres que se arremolinaban alrededor del General Sompas.
—Ése —dijo—. El que —otra tos ceremonial, demasiado floja para arrancar flema— lleva ribetes plateados en la coraza.
Sonriendo, Cnaiur sacó el Chorae de su padre de debajo de su cinturón.
Sin mediar aviso, el hombre esbelto que se encontraba a la derecha de Sompas se puso a correr por el suelo pulido. Sólo había dado cinco zancadas cuando fue derribado por la flecha que le atravesó la garganta. Con los ojos brillantes, se puso a gritar palabras que hicieron del sonido humo. Pero Cnaiur ya estaba encima de él…
Incandescencia, chamuscando cada superficie blanca como la tiza. Los hombres levantaron los brazos y gritaron.
Los nansur parpadeaban boquiabiertos. Cnaiur se volvió hacia ellos, apartándose de la estatua de sal rota que tenía a sus pies. Escupió y sonrió mientras volvía hacia ellos. Se dirigió a Conphas. El Exalto–General, que bullía de indignación, retrocedió ante su proximidad, pero Cnaiur pasó a su lado rozándole y siguió sin mediar palabra hacia la monumental escalera. No se intercambiaban palabras con los perros apaleados. Era todo puro teatro, Cnaiur lo sabía, pero al fin y al cabo todo era teatro. Otra lección aprendida del dunyaino.
Más tarde se encontró gritando en sus aposentos. Naturalmente, entendía por qué: de no haber sido por la llegada del Maestro Escarlata, nunca habría pensado que también Conphas tenía un hechicero. Pero el porqué de esa conclusión se le escapaba… siempre se le escapaba.
¿Qué le pasaba?
¡Enemigos! ¡Enemigos a su alrededor! Incluso en su interior…
Incluso Proyas… ¿Podría romperle el cuello también a él?
«¡Me ha enviado a matarme a mí mismo!»
De noche, Cnaiur bebía —bebía mucho— y las lanzas que permanecían ocultas bajo cualquier superficie quedaban romas. Los terrores afloraban de las grietas del suelo. A pesar de los incensarios, el aire olía a yaksh: a tierra, a humo, a pieles enmohecidas. Oía a Moenghus susurrando por los oscuros interiores…
Más mentiras. Más confusión.
Y el pájaro… ¡El maldito pájaro! Parecía un nudo, la reunión de todo lo hediondo en una sola forma. Su pecho se tensaba con sólo pensarlo. Pero no podía ser real. No más que Serwe…
Él se lo decía a ella cada noche, cuando iba a su cama.
«Algo… algo me pasa.»
Lo sabía porque se veía a sí mismo como le veía el dunyaino. Se daba cuenta de que Moenghus le había alejado de los caminos del Pueblo, de que había estado treinta años pateando la hierba en busca del rastro de su propio paso. En busca de un camino de vuelta.
¡Treinta malditos años! Aquello lo entendía también. Los scylvendios eran un pueblo que miraba hacia adelante, como todo el mundo excepto el dunyaino. Escuchaban a los narradores de historias. Escuchaban a sus corazones. Como los perros, ladraban a los extraños. Juzgaban el honor y la vergüenza de la misma manera en que juzgaban lo que estaba cerca y lo que estaba lejos. En su innata concepción de las cosas, hacían de ellos mismos la medida absoluta. No creían que el honor, como la proximidad, dependiera sencillamente de dónde estuviera uno.
Que fuera mentira.
Moenghus le había arrastrado a un terreno distinto. ¿Cómo no iban a pensar sus parientes que era una obscenidad cuando su voz les llegaba desde la oscuridad invisible? ¿Cómo podía redescubrir sus caminos cuando habían pisoteado toda la tierra? No podía ser uno más del Pueblo, no después de Moenghus. No podía imaginarse de nuevo en su inocencia salvaje. Había sido un idiota al intentar… La ignorancia era el grillete de la certidumbre, puesto que era tan ciega a sí misma como el sueño. Era la ausencia de preguntas lo que hacía que las respuestas fueran absolutas, ¡no el conocimiento! Preguntar, eso era lo que Moenghus le había enseñado. Sólo preguntar…
«¿Por qué seguir ese camino y no otros?»
«Porque la Voz lo exige.»
«¿Por qué seguir esa voz y no otra?»
Que todo podía ser derrocado tan fácilmente. Que las costumbres y las convicciones podían dejar de serlo. Que el ultraje y la acusación podían ser los únicos fundamentos auténticos… Todo ello —todo lo que era el hombre— dependía de espadas y gritos.
«¿Por qué?», gritaba cada paso que daba. «¿Por qué?», gritaba cada palabra que decía. «¿Por qué?», gritaba cada bocanada de aire que inspiraba.
Por alguna razón… Tenía que haber alguna razón.
Pero ¿por qué? ¿Por qué?
¡El mundo mismo se había convertido en su censor! Había dejado de pertenecer a la Tierra, pero no podía borrar la Estepa de la jerga que hablaban tus brazos. Había dejado de pertenecer al Pueblo, pero no podía excluir a su padre de su sangre. No le importaba en absoluto el destino de los scylvendios —¡en absoluto!—, y sin embargo aullaban en su interior, clamaban y clamaban. ¡No pertenecía al Pueblo! Y sin embargo su degradación le asfixiaba. Sin embargo, la nostalgia le comía el corazón. ¡Remordimientos! ¡Vergüenza!
¡Cosas ausentes! ¿Cómo podían existir cosas ausentes?
Cada vez que se afeitaba, el pulgar encontraba sin excepción la arruga de la swazond en su garganta. Podía seguir perfectamente su trazo anaranjado. «Algo… Olvido algo.»
Existían dos pasados, Cnaiur lo entendía ahora. Existía el pasado que los hombres recordaban y existía el pasado que determinaba, y raramente, o quizá nunca, eran el mismo. Todos los hombres eran esclavos del segundo.
Y saberlo les convertía en locos.
Tiempo. En pocas cosas pensaba tanto Ikurei Conphas.
Quizá los señores de la Guerra Santa les envidiaran aquellas tierras, pero los nansur seguían teniendo la llave. Joktha era una vieja posesión imperial con viejas rutas imperiales. Conscientes de los peligros que suponía gobernar pueblos conquistados, los nansur del pasado habían excavado cientos de túneles en centenares de ciudades distintas. Las murallas, a fin de cuentas, podían ser reconquistadas; los cadáveres sólo podían quemarlos.
Sin embargo, escapar de la ciudad había demostrado ser bastante más difícil de lo que Conphas esperaba. Aunque era reacio a admitirlo, el incidente con el scylvendio en el Palacio Donjon le había alterado, tanto como perder a Darastius, el Llamador del Saik. El salvaje le había abofeteado y derribado con la misma facilidad que si se hubiera tratado de una mujer o un niño, y contra todo pronóstico Conphas había quedado paralizado —totalmente incapacitado— por el miedo. Enjuto, salvaje a causa de apetitos innombrables, Cnaiur urs Skiotha había parecido el mismísimo saqueador reverenciado por su gente. Incluso apestaba a Estepa, como si de alguna manera estuviera atado a esa asombrosa tierra profana… Tierra scylvendia.
Conphas había creído que iba a morir. Sabía que ésa era la reacción que el bárbaro deseaba. Los hombres asustados, como decían los galeoth, piensan con su pellejo. Pero por alguna razón, saberlo no habría cambiado las cosas. Un terror que paralizaba los pensamientos había perseguido cada intento de huida. Esperando la llegada de la noche. Pasando por las calles que llevaban a la necrópolis. Excavando la entrada a los túneles. Sólo cuando él y Sompas hubieron cruzado el río Oras pudo respirar normalmente, e incluso entonces…
Ahora, acompañados por un pequeño grupo de Kidruhil, esperaban en el lugar previsto, un mojón cubierto de maleza cerca de lo que había sido el corazón del coto de caza de Imbeyan, varias millas al sudeste de Joktha. El lugar lo había elegido Conphas, como debía ser, pues él ocuparía sin duda el lugar central del drama que seguiría.
Una serie de ráfagas titánicas estalló y removió la tierra. Los árboles de hoja perenne reaccionaron doblándose hacia atrás como muchachas con la cara al viento. Los deshechos invernales revoloteaban barridos por una fuerza invisible. Las copas de los árboles se agitaban, como si ocultaran una contienda monstruosa bajo sus ramas. Parecía que todo conspirara para crear la sensación de profundidad. El mundo le parecía a Conphas, con mucha frecuencia, plano, como algo pintado ante sus ojos. Pero no hoy, pensó. Hoy sería profundo.
El caballo de Sompas resopló y agitó la cabeza y la crin para espantar una avispa. El General maldijo con la petulancia de quien tiene una cuenta pendiente con el animal. De repente, Conphas se sorprendió lamentando la pérdida de Martemus. Sompas era útil —incluso entonces, sus hombres peinaban la zona en busca de los espías del scylvendio— aunque su valor residía más en su disponibilidad que en su talento. Era una herramienta capaz, no su complemento perfecto, como Martemus. Y todos los grandes hombres necesitaban complementos.
Especialmente en ocasiones como aquélla.
¡Si al menos pudiera olvidar al maldito scylvendio! Incluso entonces, en algún pequeño rincón de su alma, ardía un faro por si volvía. Era como si de alguna manera el bárbaro le hubiese manchado con la fuerza de su presencia, y ahora la mancha le acompañaba como un olor que, para ser eliminado, requiriera frotar y no sólo enjuagar. Nunca ningún hombre había tenido en él un efecto como ése.
Quizá aquello, pensó Conphas, era lo que sentían los fieles respecto al pecado. El presentimiento de algo más grande observando. La sensación de desaprobación, inmensa e indescriptible al mismo tiempo, tan cercana como la niebla y tan distante como el límite del mundo. Era como si la ira tuviera ojos.
Quizá la fe también era una especie de mancha… Un olor.
Rió ruidosamente, sin importarle lo que Sompas o los demás pudieran pensar. Su antiguo ser había vuelto, y a él le gustaba su antiguo ser… mucho.
—¿Exalto–General? —dijo Sompas.
Necio biaxi. Siempre desesperado por estar en el interior de las cosas.
—Allí vienen —dijo Conphas señalando con la cabeza hacia el horizonte.
Un grupo de jinetes, unos veinte, había dejado atrás la enramada de una arboleda de cipreses y descendía por la ladera opuesta, abriéndose paso entre los montículos que, como lunares en el hocico de un perro, pespunteaban la pradera. Fingiendo aburrimiento, Conphas dirigió una mirada a su pequeña comitiva y vio cómo los primeros entrecejos se fruncían de confusión y preocupación. Estuvo a punto de echarse a reír. ¿Qué estaba haciendo su divino Exalto–General?
Aquel día había sido planeado con mucha antelación. El Príncipe de Atrihau se había apresurado en afianzar su autoridad sobre la Guerra Santa. Cualquier atisbo de ira que hubieran podido tener los Ortodoxos, había desaparecido con su victoria sobre el Padirajah. Conphas todavía parpadeaba perplejo al pensar en aquel día. Que aquélla… certidumbre pudiera arraigar en una desesperación tal. Incluso sus hombres habían luchado con la furia de los poseídos.
Conphas había desempeñado su papel y, debido al escaso margen disponible, no había dudado en tener un papel decisivo en el éxito de la Guerra Santa.
Pero cualquier idiota podía ver que sus días como Hombre del Colmillo estaban contados. Por eso había tomado… medidas. Una de ellas consistía en organizar aquella cita a través de intermediarios cironji. Otra, en ocultar una compañía de Kidruhil en zonas lejanas de Enathpaneah. Naturalmente, no dijo nada a nadie sobre sus intenciones, y mucho menos a Sompas. Un plan de largo alcance no podía confiarse a los que carecían de visión. Primero tenían que cruzar la frontera.
—¿Quién?
Sompas no lo preguntó a nadie en concreto. Los demás miraron, y aunque permanecían rígidos e inmóviles en sus monturas, Conphas sabía que en su interior ardían de impaciencia, como niños que desean pasteles de miel. El hecho de que los jinetes que se acercaban vistieran como los fanim no significaba nada. A excepción de los nansur, todos los Hombres del Colmillo vestían como los fanim. Conphas no podía evitar preguntarse qué habría pensado Martemus. La vida parecía más amable cuando se reflejaba en sus perspicaces ojos. Menos temeraria.
—¡Exalto–General! —gritó súbitamente Sompas echando mano a su espada.
—¡Esperad! —dijo gritando Conphas—. ¡No desenvainéis!
—¡Pero son kianene! —exclamó el General.
Maldito biaxi. No era de extrañar que nunca consiguieran hacerse con el Manto.
Conphas hizo girar su montura espoleándola.
—¿Quién si no los malvados —gritó— expulsan a los justos?
Le miraron estupefactos. Eran Ortodoxos, lo que significaba que despreciaban al Príncipe de Atrihau tanto como él. Pero su determinación procedía de la tierra mundana, no del cielo. Conphas sabía que no podía exigirles demasiado —el saco de actos imposibles no tenía fondo cuando se trataba de hombres— pero siempre podía exigírselo ahora. Aquellos hombres matarían a sus madres por él…
Sólo era cuestión de tiempo.
Conphas sonrió como si compartiera muchas de sus penalidades. Negó con la cabeza como diciendo: «Aquí estamos de nuevo».
—He marchado con vosotros hasta las fronteras de Galeoth. Os he llevado hasta el corazón de la temida Estepa scylvendia. ¡Os he llevado hasta las puertas de la destrucción de Kian! De Kian. ¿En cuántas batallas hemos luchado juntos? Lassentas. Doerna. Kiyuth. Mengedda. Anwart. Tertae… ¿Cuántas victorias?
Se encogió de hombros, como si no supiera exactamente cómo poner de manifiesto lo evidente.
—Y ahora, miraos… ¡Miraos! Prisioneros. Las tierras de nuestros padres robadas. La Guerra Santa en las manos de un Falso Profeta. ¡Inri Sejenus olvidado! Conocéis tan bien como yo las exigencias de la guerra. Ha llegado la hora de que decidáis si estáis a la altura de esas exigencias.
Otra ráfaga sopló en la ladera, agitando la hierba, sacudiendo ramas, obligándole a entrecerrar los ojos contra el polvo.
—Vuestros corazones, hermanos. Preguntad a vuestros corazones.
Al final, todo se reducía a sus corazones. Aunque Conphas no tenía una idea precisa de lo que significaba «corazón» en el sentido en que había utilizado esa palabra, sabía que podía confiar en ella como en cualquier otro perro bien entrenado. Sonrió para sí, comprendiendo que la decisión se había tomado mucho antes de que él hablara. Ya estaban comprometidos. El genio de la mayor parte de hombres consiste en encontrar motivos que justifiquen sus actos. El corazón es especialmente útil, sobre todo cuando las creencias a las que se sirve implican un sacrificio. Ésa era la razón por la que los grandes generales siempre buscaban la aceptación en el momento de acometer. El ímpetu hacía el resto.
Tiempo.
—Vosotros sois el León —dijo Conphas.
Entonces, como si ofrecieran sus cuellos al verdugo, bajaron la cara y la Mantuvieron así, con la barbilla sobre los petos coloreados de rojo que llevaban sobre los arneses de malla. Transcurrió un largo rato. Señal jnánica de respeto.
E incluso adoración.
Sonriendo, Conphas dirigió su montura hacia el sonido de los jinetes que se aproximaban. Hubo algo desenfrenado y salvaje en la forma en que pararon sus caballos frente a él, como si la mayor de las insignificancias hubiera detenido la carga. A pesar de los numerosos colores de sus mantos y del brillo de sus corsés, parecían enigmáticos y amenazantes. Era algo más que su piel oscura del desierto o el lustre de sus barbas untadas de aceite. Había una ferocidad manifiesta en su mirada. Sus ojos brillaban con la resolución maníaca de los hombres agresivos.
Pasó un momento de silencio en el que sólo se oyeron los resoplidos y los bufidos de los caballos. Conphas casi rió al pensar en su tío enfrentándose a su enemigo ancestral de aquella manera. Un topo negociando con halcones…
Como lo opuesto a un león.
—Fanayal ab Kascamandri —dijo con voz clara y resonante—. Padirajah.
El joven al que se dirigió inclinó la cabeza en exceso; Fanayal estaba ahora por encima de todos con la salvedad de Xerius y Maithanet.
—Ikurei Conphas —dijo el Padirajah de Kian con la voz rica en cadencias musicales kianene. Llevaba los ojos oscuros pintados—. Emperador.
Cuando cesó la lluvia, la dejó durmiendo en la cama. Serwe. Su cara era tan perfecta como falsa.
Cnaiur deambuló desde sus aposentos hasta la terraza y respiró profundamente el aire que siguió a la tormenta. Joktha y sus estrechos caminos se expandían en la distancia, apagados bajo el cielo claro. Parecía un inmenso anfiteatro con las gradas rotas y llenas de surcos. Durante un rato contempló el complejo de Conphas en las lejanas colinas que quedaban ante él, pensando en ellas como si fueran una costa no cartografiada.
Un repentino aleteo le sobresaltó. Sobre los charcos de alrededor revolotearon unas sombras. En su huida, unos pájaros cruzaron la luna creciente y después descendieron repentinamente como si estuvieran sujetos por cordeles a la terraza. Gorjeando alarmados, desaparecieron por debajo.
Una voz en el extremo de su campo visual.
—Me dejas perplejo, scylvendio.
Los demonios, supo ahora Cnaiur, aparecían bajo distintos disfraces. Estaban en todas partes, atacando al mundo con sus apetitos anárquicos, ultrajando con sus suplantaciones. Pájaros. Amantes. Esclavos…
Y sobre todo, él.
—Mata al Ikurei —dijo la voz— y los perros estarán perdidos. ¿Por qué retienes tu mano?
Se volvió hacia la abominación. Hacia el pájaro.
Cnaiur sabía que ciertos pueblos reverenciaban y detestaban a determinados pájaros. Los nansur tenían a los santos pavos reales; los cepaloranos, a los urogallos. Todos los inrithi sacrificaban milanos y halcones en sus ritos de guerra. Para los scylvendios, sin embargo, los pájaros no eran más que señales del tiempo, los lobos y las estaciones. Eso y, como último recurso, comida.
Así pues, ¿qué era aquella cosa con la que había llegado a acuerdos e intercambiado promesas?
—Hablas de matar —dijo Cnaiur sin alterarse— cuando la muerte del dunyaino debería ser tu única preocupación.
La pequeña cara frunció el entrecejo.
—Ikurei planea la destrucción de la Guerra Santa.
Cnaiur escupió y se volvió hacia la bandeja del Meneanor, hacia el gran dedo de luz lunar que dividía su espalda negra.
—¿Y el dunyaino?
—Necesitamos que encuentre al otro… a Moenghus. Él es la gran amenaza.
—¡Idiota! —exclamó Cnaiur.
—¡Yo te eclipso, mortal! —replicó con vehemencia de pájaro—. Yo soy hijo de una raza más violenta. ¡No puedes concebir el compás de mi vida!
Cnaiur se volvió, mirándole de soslayo.
—¿Por qué? La sangre que corre por mis venas no es menos antigua, como lo son los movimientos de mi alma. No eres tan viejo como la Verdad.
Oyó claramente el tono desdeñoso de la criatura.
—Todavía no los comprendes —continuó Cnaiur—. Antes que otra cosa, los dunyainos son intelecto. No conozco sus fines, pero sé esto: hacen de todas las cosas instrumentos, y lo hacen de un modo que está más allá de mi entendimiento, e incluso del tuyo, Demonio.
—Crees que los subestimo.
Cnaiur se volvió de espaldas al mar.
—Es inevitable —dijo, encogiéndose de hombros—. Para ellos somos poco más que niños, imbéciles arrancados del útero. Piensa en ello, Pájaro, Moenghus ha vivido entre los kianene durante treinta años. No conozco tu fuerza, pero sé esto: él miente más allá de ella.
Moenghus… Sólo pronunciar su nombre le aprisionaba el corazón.
—Como bien dices, scylvendio, no conoces mi fuerza.
Cnaiur maldijo y soltó una risotada.
—¿Te gustaría saber lo que un dunyaino oiría en tus palabras?
—¿Qué oiría?
—Gestos. Vanidad. Debilidades que traicionan tu naturaleza y ofrecen innumerables oportunidades de ataque. Un dunyaino reconocería tus palabras. Te animaría en tu confianza. Por encima de todo, se mostraría aparentemente halagador. No le importaría que pensaras que es inferior a ti, tu esclavo, mientras siguieras en la ignorancia.
Durante un momento, la abominación sólo se quedó mirando, como si las consecuencias de lo que había escuchado sólo pudieran penetrar de una en una en su cráneo del tamaño de una manzana. Su cara se tornó un simulacro de desdén en miniatura.
—¿Ignorancia? ¿Ignorancia de qué?
Cnaiur contestó:
—De tus verdaderas circunstancias.
—Y ¿cuáles son mis verdaderas circunstancias, scylvendio?
—Están jugando contigo. Luchas por escapar de las redes que tú mismo has tendido. Las circunstancias que pretendes dominar, Pájaro, hace tiempo que te dominan. Tú crees lo contrario, naturalmente. Como en el caso de los hombres, el poder ocupa un lugar preponderante entre tus deseos innatos. Pero no eres más que un instrumento, como tantos Hombres del Colmillo.
El pájaro ladeó la cabeza.
—Entonces, ¿cómo voy a convertirme en mi propio instrumento?
Cnaiur resopló.
—Durante siglos, has manipulado los acontecimientos desde la oscuridad, o al menos eso aseguras. Ahora crees que tienes que hacer lo mismo, que nada ha cambiado. Pero puedo asegurarte que todo ha cambiado. Crees que estás oculto, pero no lo estás. Lo más probable es que él ya sepa que has hablado conmigo. Lo más probable es que ya conozca tus intenciones y tus recursos.
Incluso las cosas antiguas, se percató Cnaiur, sufrirían el destino de la Guerra Santa. El dunyaino las desposeería de todo del mismo modo en que el Pueblo vaciaba el cadáver de un bisonte. Carne para el sustento. Grasa para el jabón y el combustible. Hueso para utensilios. Piel para refugios y escudos. No importa lo profundas que fueran, incluso las eras se consumirían. El dunyaino era algo nuevo. Perpetuamente nuevo.
Como el deseo o el hambre.
—Tienes que abandonar tus antiguas costumbres, Pájaro. Tienes que transitar una tierra sin caminos. Tienes que someter a él las circunstancias, porque en esto no puedes esperar ser su igual. En vez de eso tienes que vigilar. Esperar. Debes convertirte en un estudiante de la oportunidad.
—Oportunidad… ¿de qué?
Cnaiur extendió el puño cubierto de cicatrices.
—¡De matarlo! ¡De matar a Anasurimbor Kellhus mientras puedas hacerlo!
—No es más que una insignificancia —dijo alardeando—. Mientras conduzca la Guerra Santa hasta Shimeh trabajará en nuestro favor.
—¡Idiota! —dijo Cnaiur entre carcajadas.
El pájaro extendió las alas hacia adelante, encolerizado.
—¿Sabes quién soy?
Los charcos próximos a los pies de Cnaiur brillaron reflejando imágenes: de sranc corriendo por las calles en llamas, de dragones ascendiendo por cielos de tormenta, de cabezas humanas humeando sobre anillos de bronce, y de una monstruosidad alada… Ojos centelleantes y carne traslúcida.
—¡Mira!
Pero Cnaiur ya tenía la Baratija en el puño. No estaba intimidado.
—¿Hechicería? —rió—. No haces más que arrojar piernas de cordero a los lobos de mis argumentos. Incluso ahora, mientras hablamos, él está aprendiendo hechicería.
La luz se desvaneció y sólo quedó el pájaro; su blanca cabeza humana bajo la luna.
—El Maestro del Mandato —dijo Cnaiur a modo de explicación—. Le enseña…
—Le llevará años, idiota…
Cnaiur escupió y negó con la cabeza apesadumbrado a pesar de la enorme desproporción que existía entre lo que tenía frente a él y el aura de su poder. Compasión por los poderosos, ¿no le hacía eso a uno grande?
—Olvidas, Pájaro, que él aprendió la lengua de mi pueblo en cuatro días.
Arrodillado y desnudo en sus aposentos, ni se movió ni se sorprendió al oír los pasos que se acercaban. Era Ikurei Conphas I. Y aunque no tenía otra opción que proseguir con esa obscena pantomima con el scylvendio —la sorpresa era siempre importante para la victoria—, sus subordinados eran algo completamente distinto. Hacía mucho tiempo que habían acabado los días en que se censuraban sus palabras y se limitaban sus acciones. Los espías de su tío eran ahora sus espías, y él conocía bien el alcance y la importancia de su propia sedición.
—El Gran Maestro del Saik ha llegado —dijo Sompas desde la oscuridad.
—¿Solamente Cememketri? —replicó Conphas—. ¿Nadie más?
—Tus instrucciones eran explícitas, Dios de los Hombres.
El emperador sonrió.
—Espera junto a él. Yo iré en seguida.
Nunca había estado tan desesperado por que le informasen. Sentía una gran ansiedad, aunque debía dominarla. Cuanto más aúlla el hambre más se tarda en satisfacerla. Había que guardar las formas en la Mesa Imperial.
Una vez el general se hubo marchado, vociferó unas órdenes a la penumbra. Una muchacha kianene desnuda avanzó sigilosamente, con los ojos aterrorizados. Conphas dio unas palmaditas a la alfombra que tenía frente a él, mirando impasible mientras ella adoptaba la postura —rodillas separadas, hombros contra el suelo y melocotón levantado— ante él. Arremangándose la falda, se arrodilló entre sus piernas naranja. Sólo tuvo que golpearla una vez para que aprendiera a sostener el espejo inmóvil. Pero cuando empezó a ocuparse de ella, se le ocurrió una idea mucho mejor. Le hizo sostener el espejo ante él, dándole la vuelta, de manera que ella viera su propia cara reflejada.
—Mírate —susurró—. Mírate y sentirás el placer… te lo juro.
Por alguna razón, la fría presión de la plata contra su mejilla avivó su ardor. A pesar de la vergüenza de ella, alcanzaron el clímax juntos. Aquello hizo que ella pareciera algo más que el animal que él sabía que era.
Resolvió que sería un emperador muy diferente a su tío.
Habían pasado siete días desde su encuentro con Fanayal, y todavía no había resultados. Conphas no era de los que se inquietaban por los augurios —había visto al necio de su tío retorcerse en aquel alambre durante demasiado tiempo—, pero no podía evitar lamentar la circunstancia de su investidura. Ascender al Manto del Nansurium siendo prisionero de un scylvendio, ¡de un scylvendio! Y enterarse de ello por un kianene, por el Padirajah, nada menos. Aunque la humillación no significaba nada para él, la situación no dejaba de ser irónica. ¿Y si su vela se había consumido totalmente? ¿Y si envidiaban a sus hermanos?
El tiempo no era el adecuado.
Muy probablemente, habría tumultos en Momemn. Según la fuente de Fanayal, Ngarau, el Gran Senescal de su tío, había cogido las riendas de la situación con la esperanza de asegurarse el favor de Conphas a su retorno. Fanayal había insistido en que su sucesión estaba asegurada, que nadie, ni en las Cumbres Andiamine ni fuera de ellas, se atrevería a instigar acción alguna contra el gran León de Kiyuth. Y aunque la vanidad de Conphas le decía que era cierto, no podía pasar por alto el hecho de que aquello era precisamente lo que el recién ungido Padirajah necesitaba que creyera. Aunque la Guerra Santa estaba lejos de Nenciphon y del Palacio del Sol Blanco, Kian se hallaba al borde del abismo. Y si Conphas corría a Momemn para hacerse con lo que reclamaba, Fanayal estaría sentenciado.
¿Qué Hijo de la Sal no diría nada para salvar su nación?
Dos cosas le habían convencido para permanecer en Joktha y continuar la farsa con el scylvendio: la perspectiva de cruzar Khenema de nuevo, y el hecho de que, según Fanayal, había sido su abuela quien había matado a Xerius. A pesar de lo disparatado que parecía, y de que las protestas de Fanayal habían despertado sus sospechas, de alguna manera sabía que aquello tenía que ser lo que había sucedido. Años atrás, ella había matado a su marido para que su querido hijo ascendiera al poder. Y ahora había matado a su hijo para que su querido nieto hiciera lo mismo.
Y quizá, y más importante, para traerlo a casa.
Desde el principio, Istriya había eludido la idea de traicionar la Guerra Santa. Conphas se lo había perdonado, sabedor de que las personas mayores tienen buenos ojos para las sombras. ¿Qué anochecer no trae pensamientos de amanecer? Era la intensidad de su aversión lo que le preocupaba. Garras como las suyas no se volvían frágiles con la edad, como al parecer había descubierto su tío.
Naturalmente, el asesinato era totalmente coherente con su carácter. Todas sus motivaciones colgaban siempre de una avaricia canina. Había asesinado a Xerius, pero no por el bien de la Guerra Santa, sino por el bien de su valiosísima alma. Conphas resoplaba de desdén cuando le asaltaba la idea. ¡Era más fácil lavar la mierda que hay en la mierda que limpiar una alma tan taimada!
Pero en ausencia de acciones a las que vincularlas, aquellas ideas y preocupaciones no podían sino girar y girar, espoleadas por los disparatados argumentos y por la perversa irrealidad de todo. «Soy el Emperador», pensaba. ¡El Emperador! Pero tal como estaban las cosas, era prisionero de su ignorancia en mayor medida que del scylvendio. Y con Darastius, el Llamador del Saik, muerto, no había nada que hacer al respecto. Sólo esperar.
Encontró al anciano postrado en el suelo, debajo del improvisado estrado y de la silla que Sompas había dispuesto para él. El scylvendio había instalado a sus oficiales y a él en un edificio de ladrillo cocido próximo al centro de Joktha, una vieja casa de cambio nansur. Aunque en teoría era libre de ir a donde deseara, se había dispuesto vigilancia en todas las entradas del edificio. Por suerte para ellos, los conriyianos eran un pueblo civilizado que compartía con ellos un educado respeto por los sobornos.
Conphas ocupó su lugar en el estrado y miró lo que en el pasado había sido la estancia de una casa de cambio. En la penumbra, las baldosas anodinas de las paredes conferían una peculiar sensación hogareña. El aire estaba impregnado de un acre olor a humo; gracias al scylvendio, habían acabado por quemar los muebles. Sompas permanecía discretamente en el mismo estado melancólico que los esclavos. El hombre estaba tendido boca arriba entre dos braseros encendidos, sobre una alfombrilla de oración morada, robada, supuso Conphas, de algún tabernáculo. A pesar de las mil preguntas que recorrían su alma, lo miró en silencio durante un rato, advirtiendo el brillo de su calva entre mechones de pelo blanco.
Al final dijo:
—Supongo que tú también lo has oído.
Como era de esperar, el hombre no dijo nada. Hombre inteligente, Cememketri conocía al dedillo los aspectos más elegantes de la etiqueta cortesana. Según una antigua costumbre, nadie podía dirigirse al Emperador sin su consentimiento explícito. Pocos emperadores se molestaban en observar el Viejo Protocolo, como le llamaban, pero ahora, una vez muerto Xerius, la antigua tradición era lo único que quedaba. Habían disparado la ballesta y había que recomponerlo todo.
—Tienes mi permiso para ponerte en pie —dijo Conphas—. Declaro rescindido el Viejo Protocolo. Puedes mirarme a los ojos cuando lo desees, Gran Maestro.
Dos esclavos blancos como la leche, galeoth o cepaloranos, emergieron de la oscuridad para levantar al hombre sobre sus hombros. Conphas estaba vagamente impresionado: los últimos meses habían sido duros para el viejo idiota. Esperaba que el hombre tuviera la fuerza que Conphas requería.
—Emperador —murmuró el hechicero de pelo blanco mientras los esclavos alisaban las arrugas de su capa de seda negra—. Dios de los Hombres.
Ahí estaba… Su nuevo nombre.
—Dime, Gran Maestro, ¿qué opina el Saik Imperial de estos acontecimientos?
Cememketri le escudriñó con la intensidad que, sabía Conphas, tanto irritaba a su tío. «Pero no a mí.»
—Hemos esperado mucho —dijo el frágil Maestro— a alguien que nos gobierne de veras… a un emperador.
Conphas sonrió. Cememketri era un hombre hábil, y los hombres hábiles se irritaban bajo el mandato de los ingratos. El hombre no podía alardear de un gran árbol genealógico, aunque los hechiceros rara vez podían. Él era shiropti, descendiente de los shigeki, que habían huido después de la desastrosa derrota del Ejército Imperial en Huparna siglos atrás. El hecho de que hubiera alcanzado al rango de Gran Maestro a pesar de esos defectos —los shiropti eran considerados por la mayoría ladrones y usureros— demostraba su habilidad.
Pero ¿podían confiar en él?
De todas las Escuelas, sólo el Saik Imperial respondía a los poderes terrenales, sólo ella seguía siendo un órgano de su estado. Dado que Xerius creía que todos los hombres eran tan vanidosos y traicioneros como él, asumía que en secreto sentían rencor por su servidumbre, cuando en realidad lo que les producía rencor era su desconfianza. Conphas sabía que el Saik Imperial veneraba sus tradiciones. Se enorgullecían de ser los únicos en honrar el viejo Compactorium, el solemne contrato que había vinculado a todas las Escuelas con Cenei y sus Emperadores–Aspecto en la Baja Antigüedad. Sólo el Saik había mantenido su inquebrantable fe. Consideraban a las demás Escuelas, especialmente los Chapiteles Escarlata, poco más que una panda de usurpadores, arrogantes insensatos cuya codicia amenazaba la existencia de los Escogidos.
Todos los hombres recitaban historias que les engrandecían, palabras de supremacía y excepción, para eludir las inevitables indignidades que de hecho cometían. Bastaba con que un emperador repitiera esas historias para disponer de los corazones de esos hombres. Pero este axioma siempre escapaba a Xerius. Estaba demasiado ocupado oyendo su propia historia repetida, para conocer —y no digamos ya menos mencionar— los halagos que movían a otros hombres.
—Te aseguro, Cememketri, que el Saik Imperial será blandido, y con todo el respeto y consideración contemplados en el Compactorium. Sólo vosotros habéis prevalecido sobre lo que es abyecto y licencioso. Sólo vosotros habéis mantenido la fe en la gloria de vuestro pasado.
Algo parecido al triunfo brilló en el semblante del hombre.
—Nos honras. Dios de los Hombres.
—¿Está todo preparado?
—Casi, Dios de los Hombres.
Conphas asintió y espiró. Se recordó a sí mismo que debía ser metódico y disciplinado.
—¿Te ha hablado Sompas de Darastius?
—Darastius y yo compartimos el mismo Compás en Momemn, por lo que supe que se había sumido en el silencio durante el tránsito. Durante un tiempo me temí lo peor, Dios de los Hombres. Me alivia enormemente encontrarte a ti y a tu plan intactos.
Llamador y Compás, los dos polos de la comunicación hechicera. El Compás era el ancla, el Maestro que dormía en el lugar conocido por el Llamador, que entraba en sus sueños portando mensajes. Conphas sabía que aquélla no era sino una de las muchas razones por las que su tío había albergado sospechas hacia el Saik: eran muchas las comunicaciones del Imperio que pasaban por ellos. El que controlaba a los mensajeros, controlaba también los mensajes. Lo cual le recordaba…
—¿Sabes algo acerca del Maestro Escarlata asignado al scylvendio? Se llama Saurnemmi. Ni una sola palabra de lo que sucede aquí debe llegar a la Guerra Santa. —Dejó que su mirada comunicara lo que estaba en juego.
Los ojos de Cememketri se habían vuelto porcinos con la edad, pero seguían siendo agudos.
—Si le entregas vivo, Dios de los Hombres, podemos asegurarnos de que los idiotas de los Escarlata crean que todo va bien en Joktha. Sólo tenemos que incapacitarle antes del momento de contacto establecido, nuestras Compulsiones harán el resto. Dirá a sus captores lo que tú desees. Y Darastius será vengado con creces, te lo aseguro.
Conphas asintió, comprendiendo por vez primera lo que era el favor imperial que ahora él dispensaba. Dudó durante un brevísimo instante, pero fue suficiente.
—Quieres saber lo que sucedió —dijo Cememketri—, cómo tu tío cayó… —Se detuvo un momento y después se irguió en lo que pareció un gesto de resolución—. Sólo sé lo que me ha dicho mi Compás. Aun así, hay mucho sobre lo que debemos hablar, Dios de los Hombres.
—Me lo imagino —dijo Conphas gesticulando con una paciencia indulgente—, pero empecemos por el principio, Gran Maestro, por el principio. Tenemos a un scylvendio al que doblegar… —Miró al Maestro con un humor desabrido—. Y una Guerra Santa a la que aniquilar.