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Enathpaneah

Como un padre severo, la guerra avergüenza a los hombres hasta odiar los juegos de su niñez.

Protathis, Cien cielos

Volví de aquella campaña convertido en un hombre muy distinto, o al menos de eso se quejaba mi madre. «Ahora, sólo los muertos —me decía— pueden mirarte a los ojos».

Triamis I, Diarios y diálogos

Principios de primavera, año del Colmillo 4112, Momemn

Quizá, pensó Ikurei Xerius III, aquélla sería una noche para recordar.

Desde el mirador de los Aposentos Imperiales en las Cumbres Andiamine, el Meneanor parecía una inmensa y refulgente bandeja bajo la luna. Xerius apenas recordaba haber visto el Gran Mar tan sobrenaturalmente calcado. Pensó en llamar a Arithmeas, su augur, pero en seguida cambió de idea, más por orgullo que por generosidad. Aquel hombre era un charlatán intrigante. Todos lo eran. Como decía su madre, todo hombre era un espía a fin de cuentas, un agente de los intereses contrarios. Toda cara estaba hecha de dedos…

Como Skeaos.

A pesar del vértigo, estaba apoyado en la balaustrada, con la mirada fija, cogido a un manto de fina lana galeoth para protegerse del frío. Como siempre, sus ojos miraban al sur, hacia las oscuras calas de la costa. Shimeh estaba allí, y también Conphas. De alguna manera, parecía perverso que los hombres pudieran conspirar y batallar bastante más allá de su capacidad de ver o saber. Perverso y aterrador.

Percibió el ruido de unas sandalias aproximándose a su espalda.

—Dios de los Hombres —dijo Skala, su nuevo Exalto–General, con voz suave—. La Emperatriz desea hablar contigo.

Xerius espiró, sorprendido al darse cuenta de que había aguantado la respiración. Se dio la vuelta y levantó la mirada hacia la cara del altísimo cepalorano, que parecía fea o bella dependiendo de la luz y la sombra. El pelo rubio le caía por encima de los hombros; lo llevaba recogido en colas con franjas plateadas, quizá como distintivo de alguna u otra fiera tribu. Skala no era el adorno más agradable, pero había demostrado ser un sustituto eficaz desde la muerte de Gaenkelti.

Desde aquella noche loca con el hechicero del Mandato.

—Hazla pasar.

Apuró su cuenco de tinto anpleiano. Presa de una repentina imprudencia, lo lanzó hacia el horizonte, hacia el sur, como si retara a las distancias a ser algo distinto de lo que aparentaban. ¿Por qué no debería sospechar? Los filósofos decían que este mundo era humo después de todo. Él ardía.

Observó la trayectoria del cuenco dorado girando y hundiéndose en la parte baja de palacio. El débil ruido del golpe y el repiqueteo subsiguiente arrancaron una sonrisa de sus labios. Sentía tanto desprecio por las cosas.

—¿Skala? —llamó al hombre que ya se retiraba.

—¿Sí, Dios de los Hombres?

—Algún esclavo lo robará… el cuenco.

—Ciertamente, Dios de los Hombres.

Xerius eructó, aunque con decoro.

—Quienquiera que sea, haz que le azoten.

Skala, sin mostrar ninguna expresión, asintió y se volvió hacia el interior de los Aposentos Imperiales. A continuación lo hizo Xerius, esforzándose para no tambalearse. Indicó a los Guardias Eóticos que lo flanqueaban que cerrasen las puertas plegables y corriesen las cortinas. No había nada que ver allí, excepto el mar en calma y las estrellas infinitas. Nada.

Se detuvo junto a las llamas del trípode más cercano para calentarse las manos. Su madre ya subía por la escalera desde las estancias inferiores mientras él jugueteaba con los pulgares, tratando de desterrar la sensiblería de sus pensamientos. Sólo el ingenio podía protegerle de Ikurei Istriya.

Mirando hacia la escalera y pasando por delante de la pared cubierta de tapices, vio a Pisathulas, el gigantesco eunuco, que destacaba por encima de sus guardias en la antecámara. No por primera vez se preguntó si ella se habría tirado alguna vez a aquella ballena grasienta. Debería estar preguntándose por sus motivos para hacerlo, pero ella parecía tan… predecible últimamente, y además, se había puesto de mal humor. Si su madre le hubiera molestado un poco más tarde, sin duda él habría estado… indispuesto.

Era hermosa para ser una vieja arpía. Llevaba el pelo teñido y adornado con tocados de madreperla, y un velo de cadenas diminutas de plata que le colgaban hasta justo debajo de las cejas pintadas. Ajustada a su figura con una cinta dorada, lucía una capa, sencilla y tradicional a la vez, aunque la seda azul estampada, imaginó, debía de haberle costado una fortuna.

¿Cuánto tiempo hacía?

—Dios de los Hombres —dijo ella subiendo el último peldaño. Bajó la cabeza ajustándose perfectamente al jnan.

Durante un momento, Xerius se quedó asombrado, totalmente desarmado por aquella muestra de respeto poco habitual.

—Madre —dijo él prudentemente. Cuando un perro fiero te acaricia la mano con el hocico es que tiene hambre, mucha hambre.

—El Saik ha estado aquí para verte.

—Sí, Thassuis… Debe de haberse cruzado contigo al salir.

—¿Y Cememketri no?

Xerius resopló.

—¿Qué deseas, madre?

—Ya debes de haber oído algo —dijo ella con estridencia—. Conphas ha enviado un mensaje.

—¡Bah! —dijo volviéndose de espaldas y chasqueando los labios. Bruja. Siempre husmeando su cuenco.

—¡Yo lo crié, Xerius! Era mi pupilo. ¡Mucho más que tuyo! Merezco saber qué pasa. Lo merezco.

Xerius se detuvo y mantuvo su figura en un extremo de su campo visual. Era extraño, pensó: ciertas palabras podían enfurecerle en determinados momentos y sin embargo tocarle la fibra sensible en otros. Pero al final, todo se reducía a lo mismo; a sus caprichos. La miró a la cara, impresionado por lo luminosos y jóvenes que parecían sus ojos a la luz del farol. Le gustaba ese capricho…

—Lo saben —dijo él—. Ese impostor, ése… Profeta Guerrero o comoquiera que le llamen acusó a Conphas, ¡me acusó a mí!, de conspirar para traicionar a la Guerra Santa. ¿Te imaginas?

Por alguna razón, no parecía sorprendida. A Xerius se le ocurrió que quizá había sido ella quien había traicionado sus planes. ¿Por qué no? Poseía una mezcla poco común de inteligencia masculina y femenina, y se movía al mismo tiempo por una excesiva necesidad de aprobación y una obsesión igualmente excesiva por la seguridad. En consecuencia, veía precipitación y cobardía dondequiera que mirase. Sobre todo en su hijo.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó ella con tono preocupado.

—Han repudiado a Conphas. Él y lo que queda de sus columnas han sido obligados a dirigirse a Joktha, donde esperarán para ser transportados al Nansurium.

—Bien —dijo ella asintiendo—. Así terminará tu locura.

Xerius se rió.

—¿Mi locura, madre? —Le prodigó una sonrisa demasiado hiriente para ser auténtica—. ¿O la de Conphas?

La Emperatriz soltó una risotada.

—¿Qué se supone que quiere decir eso, querido hijo?

Los estragos de la edad. Había visto cómo le sucedía a los coetáneos de su padre, había visto sus cráneos huecos como conchas de almejas hasta que sus decrépitos cuerpos parecían viriles al lado de sus confundidas almas. Xerius reprimió un estremecimiento. Aquellos juegos de palabras e ingenio eran herencia de su madre. ¿Cuándo se había quedado tan atrás?

Y sin embargo…

—Quiere decir, madre, que Conphas está donde queremos. —Se encogió de hombros amablemente—. No he sido yo quien le ha destituido.

—¿Qué estás diciendo, Xerius? Ellos saben… ¡saben lo que pretendes! ¡Sería una locura!

Se la quedó mirando, preguntándose cómo se las arreglaba después de tantos años.

—De hecho, estoy seguro de que los Grandes Nombres piensan lo mismo. ¿Cómo podía una bruja parecer tan… virginal?

Ella entornó los ojos con sus grandes pestañas, sonriendo con suficiencia y coquetería. Por una vez no parecía una farsa inútil.

—Entiendo —dijo ella, suspirando como una amante hastiada de la vida.

Incluso entonces, después de tanto tiempo, él se acordaba de la mano de ella aquella primera noche, como hielo acariciando su fuego desconcertado. Aquella primera noche…

Dulce Sejenus, pero estaba duro, ¡duro y palpitante!

Dejó el cuenco y se volvió hacia ella. De pronto se vio empujándola hacia atrás, en dirección a la cama. Ella no se mostró dócil bajo su presión, como una esclava, pero tampoco se resistió. Olía a juventud… ¡Aquélla sería una noche para recordar!

—Por favor, madre —se oyó murmurar—. Hace tanto tiempo. Estoy tan solo… Sólo tú, madre, sólo tú lo comprendes.

La tendió sobre el gran Sol Negro bordado en el cobertor, toqueteando con manos temblorosas bajo la vestimenta de ella. La entrepierna le latía de tal forma que temía mancharse las vestiduras.

—Me quieres —exclamó—. Me quieres…

Los ojos pintados se tornaron somnolientos, delirantes. Su liso pecho se elevaba bajo la tela. De algún modo, pudo ver entre la madeja de arrugas que hacía de su cara una máscara la verdad serpenteante de su belleza. De algún modo, vio a la mujer que había vuelto loco de celos a su padre, que había mostrado a su hijo el éxtasis de secretos ocultos entre las sábanas.

—Mi dulce hijo —dijo entre jadeos—. Mi dulce…

Sus dedos y manos encontraron la piel caliente. Su corazón se convirtió en un trueno. Deslizó la mano por sus pantorrillas, que ella se afeitaba a la manera de los ainonios, y después por los muslos, todavía suaves. ¿Podía ser? Llevó su mano a la entrepierna de ella, apretando la empuñadura de su erección…

No había aire para gritar. Se apartó de ella arrastrándose por el suelo e intentó decir algo. Ella se incorporó y se alisó las vestiduras. Se puso en pie torpemente, arreglándoselas para llamar a gritos a sus guardias.

Los primeros en llegar estaban demasiado atónitos para hacer algo más que morir. Una cara explotó. Una garganta sesgada y manando sangre. Parecía todo tan ridículo. Pisathulas, el eunuco gigante, intentó contenerla vociferando en una lengua incomprensible. Ella le rompió el cuello con la misma facilidad que si hubiese arrancado un melón de la mata.

En su mano apareció una espada.

Parecía una araña, sus dos brazos se transformaron en ocho, y los movía con una elegante rapidez. Bailaba y giraba. Los hombres se desmoronaban y gritaban. Las botas resbalaban sobre la sangre. Miembros tatuados golpeaban el suelo, contusionando huesos muertos.

Xerius se dio la vuelta y se arrastró hacia la puerta. No había miedo —pues éste requería comprensión— sino urgencia, una necesidad primaria de huir de aquella visión, de aquellas circunstancias.

Se abrió camino entre dos guardias. Sus piernas flotaban. Corrió gritando por el pasillo dorado. ¡Zapatillas! ¡Zapatillas! ¿Cómo se podía correr llevando unas malditas zapatillas?

En su camino se cruzó con incensarios humeantes, aunque él sólo olía sus intestinos. ¡Cómo se reiría su madre! Su hijo cagándose en su Vestimenta Imperial.

«¡Corre! ¡Corre!»

En algún lugar oía a Skala gritando órdenes. Saltó escalera abajo, cayéndose, revolviéndose como un perro dentro de un saco. Se puso en pie, gimiendo y lloriqueando, dando bandazos, y arrancó a correr. ¿Qué ocurría? ¿Dónde estaban sus guardias? En su carrera pasó junto a tapices y paneles dorados. ¡Tenía mierda en los nudillos! Entonces, algo le hizo caer de bruces sobre las baldosas de mármol. Sobre su espalda había una sombra; una docena de hienas reían a través de su garganta.

Manos de hierro alrededor de su cara. Uñas clavándose en su mejilla. Un estallido carnoso en su cuello. Un vislumbre imposible de ella —su madre—, salpicada de sangre y desgreñada. No había…

Principios de primavera, año del Colmillo 4112, Sumna

Sol levantó la mirada parpadeando y frunciendo el ceño. ¿Qué hora era?

—¡Venga, venga! —gritó Hertata desde el fondo del callejón—. ¡Viene Maithanet! ¡Dicen que está llegando a los muelles de piedra!

Había algo en los ojos de Hertata cuando dijo esto, una esperanza o una añoranza que había crecido en exceso. Aunque Sol tenía sólo once años, lo vio, pero no tenía palabras para explicárselo.

—Pero los esclavistas…

Aquellos barcos eran siempre motivo de preocupación, especialmente en los muelles de piedra, donde tenían su mercado. Para los esclavistas, encontrar a un joven huérfano era como encontrar una moneda en la calle.

—¡No se atreverían–atreverían! ¡No viniendo Maithanet! ¡Estarían condenados–condenados!

Hertata siempre decía las cosas dos veces, aunque los demás le tomaran el pelo. Le llamaban Hertata–tata o, todavía más cruelmente, Eco.

Hertata era extraño.

—¡Es Maithanet, Sol! —Había lágrimas en sus ojos—. Dicen que se va–va, ¡que está cruzando el mar–mar!

—Pero el viento…

—¡Ha empezado a soplar esta mañana! Han llegado y ahora él está cruzando el mar, ¡cruzando el mar!

¿Por qué iba a preocuparse por Maithanet? Los hombres que llevaban anillos de oro no daban dinero, a menos que quisieran cobrárselo. ¿Por qué iba a preocuparse por Maithanet, que intentaría hacer lo mismo que los demás? Malditos sacerdotes.

Pero las lágrimas en los ojos de Hertata… Sol se daba cuenta de que le daba miedo ir solo.

Refunfuñando, Sol dio una patada a los harapos con los que se cubría para dormir. Hizo cuanto pudo por mostrar un aire desdeñoso ante la cara sonriente de Hertata. Había visto a otros como él antes. Siempre gimoteando «mamá» por la noche. Siempre llorando. A menudo le pegaban por no conseguir comida, pues le asustaba robar. Nunca sobrevivían. Ninguno de ellos. Como su hermano pequeño…

¡Pero no Sol! Sus pies eran rápidos como los de un conejo.

No lejos de su callejón había una gran lavandería y se detuvieron a mear en los grandes cuencos que había ante ella. El lugar estaba siempre concurrido, en especial por las mañanas. Procuraban evitar que les vieran los mendigos con «pies de lavandera» —la podredumbre resultante de años de lavar ropa sucia—, aunque oían sus maldiciones y sus gritos. Incluso los lisiados les despreciaban por ser más pobres que ellos. Al terminar, los muchachos escaparon del olor sulfuroso del patio de los lavanderas, riéndose de las hileras de hombres que caminaban arriba y abajo cargados con cuencos. El aire se llenaba con el ruido de las ropas mojadas al ser golpeadas sobre las piedras para secarlas. Pasaron a toda velocidad por delante de los arrieros que se congregaban en la entrada trasera, con sus asnos y sus carros cargados de ropa.

—¿Habrá comida? —preguntó Sol a Hertata.

—Pétalos —dijo el más joven—. Siempre arrojan pétalos cuando camina el Shriah–Shriah.

—He dicho comida —dijo Sol bruscamente, aunque sabía que comería pétalos si pudiera.

Los ojos marrones del muchacho estaban fijos en sus pies. No tenía ni idea.

—Es él, Sol… Maithanet.

Sol negó con la cabeza presa de la indignación. Maldito Hertata–tata. Maldito Eco.

Pasaron por las calles de mayor afluencia, con pórticos a ambos lados, inmediatamente adyacentes a la Hagerna. Los vendedores abrían sus tiendas, bromeando con sus esclavos, mientras éstos corrían las pesadas contraventanas de madera de las puertas empotradas en paredes de ladrillo cocido. De vez en cuando, los muchachos echaban un vistazo a los grandes monumentos del Recinto Sagrado, entre las elegantes casas que se alzaban hacia el cielo. Cada vez que vislumbraban las torretas de la Junriuma se ponían a señalarla y a silbar admirados.

Incluso los huérfanos podían tener esperanzas.

No se atrevieron a entrar en la Hagerna por miedo a los Caballeros Shriah y siguieron por las calles de los alrededores hasta el puerto. Durante un rato caminaron a lo largo de la muralla, boquiabiertos ante su inmensidad. Las hojas de las enredaderas la cubrían casi por entero y ambos muchachos se turnaban tratando de adivinar a qué creía el otro que se parecían los retazos de vieja piedra desnuda: conejos, buhos o perros. En el mercado de Porampas, oyeron que dos mujeres decían que el barco de Maithanet estaba atracado en la ensenada de Xarantian, el puerto hexagonal que algún antiguo emperador había hecho excavar en la costa del puerto natural de Sumna mucho tiempo atrás.

Se dirigieron al distrito de almacenes, sorprendidos de que incluso un lugar tan lejano como la calle de los molineros estuviera abarrotada de gente que caminaba en la misma dirección. Se detuvieron a saborear el olor a pan recién hecho y a reírse de las mulas que veían en los interiores oscuros caminando lentamente alrededor de las piedras de molino. La atmósfera había adquirido un ambiente de carnaval, llena de ruidos, risas y conversaciones animadas, a las que se añadían los gritos de los niños y los berridos de los bebés. A su pesar, la expresión de Sol ante los ridículos comentarios de Hertata era cada vez menos desdeñosa. Incluso se rió de sus chistes.

Aunque nunca lo reconocería, Sol se alegraba de haber escuchado a Hertata. Estar rodeado de gente alegre caminando en la misma dirección hacía que se sintiera como si perteneciese a algo, como si por obra de algún milagro jamás expresado hubiera encontrado el camino de regreso y se hubiera librado de la suciedad, el frío y el desprecio.

¿Cuánto tiempo hacía del asesinato de su padre?

Una banda de música se unió a la improvisada migración. Sol y Hertata bailaron al pasar ante los almacenes con entradas provistas de rampas y estrechas ventanas. Se detuvieron a la sombra del Gran Almacén, que Hertata no había visto nunca, y Sol le explicó que su querido amigo, el emperador Ikurei Xerius III, lo utilizaba para almacenar grano para él en tiempos de escasez. Hertata estalló en carcajadas.

Rodeados por la multitud, decidieron correr para escapar del agobio. Más rápido, Sol tomó la delantera y Hertata se esforzaba por seguirle, riendo. En su carrera adelantaban a familias y esquivaban a la multitud por las estrechas calles. Sol dejó que Hertata casi le alcanzara dos veces, y el muchacho gritaba de tal forma que hacía que Sol sintiera vergüenza ajena y se riera al mismo tiempo. Al final dejó que Hertata le alcanzara.

Los dos forcejearon durante un momento, maldiciéndose con insultos burlones. Después de derrumbarlo con facilidad, Sol ayudó a Hertata a levantarse. Ya estaban cerca del puerto. Las gaviotas chirriaban por encima de ellos. El aire olía a agua y a madera mojada. Se pusieron a vagar, repentinamente inquietos. Los vendedores ambulantes —la mayoría viejos estibadores— vendían naranjas cortadas por la mitad para paliar el hedor, y los muchachos tuvieron la suerte de encontrar unas cuantas cáscaras desechadas que engulleron con rapidez, saboreando el amargor.

—Te dije —dijo Hertata masticando— que habría comida–comida.

Sol cerró los ojos y sonrió. Sí, Hertata había dicho la verdad.

Sin mediar aviso, en toda la ciudad se oyó el sonido del Cuerno de Llamada, familiar y tan extrañamente amenazante al mismo tiempo, como si un ejército que sitiara la ciudad se dispusiera a asaltarla.

—¡Venga–venga! —gritó Hertata.

Cogió a Sol por la mano y le arrastró hacia el interior de la multitud que se arremolinaba. Sol frunció el entrecejo —sólo a los bebés se les cogía de la mano—, pero dejó que le guiara entre el laberinto de cinturas y codos. Se vio estudiando a Hertata, que miraba hacia atrás continuamente, sonriendo con un ánimo maníaco. ¿De dónde había sacado aquel repentino valor? Todo el mundo sabía que Hertata era más bien retraído, y sin embargo ahí estaba, abriéndose paso a empujones y arriesgándose a que alguien le golpease. ¿Por qué corría ese riesgo? ¿Por Maithanet? Por lo que a Sol se refería, no había nada que mereciese que le golpearan, o incluso peor, que le apresaran los tratantes de esclavos. Si Hertata persistía en su actitud no tardarían en darle una buena.

Y sin embargo había algo en el aire, algo que hacía que Sol se sintiera inseguro de un modo en que no se había sentido antes. Algo que le hacía sentirse pequeño, no a la manera de los huérfanos, los mendigos o los niños, sino de una forma buena. Como las almas.

Se acordaba de su madre rezando la noche en que murió su padre. Llorando y rezando. ¿Era esto lo que empujaba a Hertata? ¿Se acordaba de su madre rezando?

Continuaron abriéndose camino entre miembros y maldiciones, y a pesar de algún manotazo, pronto se toparon con el flanco armado de un Caballero Shriah. Sol nunca había estado tan cerca de un Caballero del Colmillo, y casi se estremeció de miedo. La blancura de su capa era tan pura, y los bordados en oro tan brillantes, que se quedó atónito. Llevaba un arnés de malla plateada bajo el cual parecía imposiblemente sólido, agarrado a la tierra como un árbol. Como muchos muchachos a los que conocía, Sol temía a los hombres de la guerra tanto como los envidiaba. Pero Hertata no parecía estar impresionado; se limitó a mirarlo al pasar como quien mira una columna de piedra.

Reuniendo todo su valor, Sol se dejó llevar por Hertata y se echó hacia adelante para mirar calle arriba y abajo. Cientos de Caballeros Shriah contenían a la multitud. Otros iban a caballo, escudriñando las masas, como si esperaran la visita de unos parientes no bienvenidos. Estaba a punto de preguntarle a Hertata si veía algún rastro del Shriah cuando, sin una palabra, el Caballero les empujó suavemente hacia atrás, junto a los demás espectadores.

Hertata parloteaba sin parar de todas las cosas que su madre le había dicho de Maithanet. Que había limpiado los Mil Templos, que había aplastado a los infieles con su Guerra Santa, que dormía sobre una estera bajo el colmillo–colmillo. Que el mismísimo Dios bendecía cada una de sus palabras–palabras, sus miradas–miradas y hasta sus pasos–pasos.

—¡Sólo tiene que verme, Sol! ¡Sólo tiene que mirarme–mirarme!

—¿Y?

Pero Hertata no dijo nada.

De pronto, estaban gritando y vitoreando. Ambos se habían vuelto hacia el sonido de un clamor distante pespunteado por débiles gritos de «Maithanet». A continuación, sin razón aparente, pensó Sol, los dos se pusieron a gritar. En realidad, Hertata rebotaba de un lado a otro hasta que la gente les empujó hacia adelante, contra el Caballero Shriah, que había trabado sus brazos con los de los santos hermanos que le flanqueaban. La algarabía parecía ir en aumento, y por un momento, Sol temió que su corazón pudiera estallar de excitación.

¡El Shriah! ¡Estaba llegando el Shriah! Nunca había estado tan cerca del Exterior.

Los gritos fueron disminuyendo, perdiendo fervor por la fatiga. Entonces, justo cuando Sol estaba pensando que toda aquella conmoción era absurda —¿por qué aclamar a lo invisible?— vislumbró la luz del sol destellando sobre anillos enjoyados…

La Procesión Shriah.

El corazón le latía con fuerza en el pecho. El sol parecía girar en el cielo. Aunque sin aliento, gritó, y pareció que sus pulmones, su boca y su voz eran innumerables.

Tres sacerdotes lujosamente ataviados cruzaron la estrecha franja de visión que tenían ante ellos. Entonces, él se hizo visible. Más joven. Más alto. Más pálido. Con barba. Llevaba una simple túnica tan blanca que al mirarla dolían los ojos. Mil manos suplicantes se extendían hacia él, para darle la bienvenida, para implorarle, para tocarle. Hertata gritaba con fuerza, intentando atraer su majestuosa atención. Él caminaba, aunque parecía hacerlo demasiado rápido, como si el mismo suelo lo impulsara hacia adelante. Por algún motivo, Sol levantó las manos y las extendió, no para tocar la luminosa imagen que pasaba ante él, sino para señalar con los dedos a su amigo, la única alma que necesitaba ser vista más que cualquier otra.

Quizá fue porque Sol era el único de todos los que estaban apostados en la avenida que señalaba a otro. Quizá fue porque, de alguna manera, Maithanet lo sabía. Fuera por lo que fuese, los refulgentes ojos revolotearon hacia él. Lo vieron.

Fue el primer momento de plena satisfacción en toda su vida. Quizá el único.

Mientras Sol miraba, los ojos de Maithanet siguieron sus dedos hacia Hertata, que saltaba y gemía a su lado. El Shriah de los Mil Templos sonrió.

Durante un instante sin aliento, miró al muchacho a los ojos, después la silueta del Caballero se tragó su imagen sagrada.

—¡Ssssí! —gritó Hertata, casi llorando, incrédulo—. ¡Sí, sí!

Sol le apretó la mano y rió. Todavía gritando de entusiasmo, ambos volvieron a convertirse en una sombra.

De la nada, surgió ante ellos la figura de un hombre. Llevaba la barba poblada y cortada en ángulos rectos, lo que señalaba que era extranjero. Apestaba a gente. A gente y a barco. Tenía media naranja en la mano derecha y la parte posterior de la mugrienta túnica de Hertata en la izquierda.

—¿Dónde están vuestros padres? —preguntó con una amabilidad depredadora.

Ahora tenían que preguntar eso. Cuando desaparecía un niño, a los primeros que interrogaban era a los tratantes de esclavos. A muchos les colgaban por robar niños, del mismo modo que colgaban a los abusadores por abusar de ellos.

—A–allí–allí —dijo Hertata gimoteando, señalando tentativamente con el dedo.

Sol olió su orín.

—¿Dónde has dicho? —dijo el hombre riendo. Pero Sol ya estaba corriendo, pasando por delante de los caballeros y fundiéndose con la multitud en la parte más alejada de la procesión.

Era Sol. Era veloz.

Más tarde, acurrucado entre unas ánforas amontonadas, lloró sin dejar de mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie le veía. Escupió y escupió sin conseguir quitarse de la boca el gusto de las cáscaras de naranja. Finalmente rezó. En el ojo de su alma vislumbró el destello de la luz del sol sobre anillos enjoyados.

Sí. Hertata había dicho la verdad.

Maithanet estaba cruzando el mar.

Principios de primavera, año del Colmillo 4112, Enathpaneah

Eran pocos —sólo quedaban unos cuarenta mil— pero en sus pechos latían los corazones de muchos.

Bajo los pendones restallantes de la Casa, el Colmillo y el Circunfijo, la Guerra Santa partió de la poderosa Caraskand dejando atrás una ciudad apenas habitada. En los Consejos se había producido un gran escándalo por la decisión de Saubon de permanecer allí. Los otros Grandes Nombres pidieron al Profeta Guerrero que al menos exigiera a Saubon que permitiera marchar a sus subordinados si así lo deseaban. Muchos lo hicieron a título personal, incluido el tempestuoso Athjeari. Al final, sólo unos dos mil galeoth se quedaron atrás con su rey en su ciudad vacía. Decían que Saubon lloraba mientras el Profeta Guerrero cabalgaba por la Puerta de Cuernos.

Una Guerra Santa muy distinta avanzaba por los caminos enathpaneahnos. Los recién llegados, engalanados con los tabardos tradicionales y las capas de sus tierras, eran la prueba de aquella transformación. La narración de los apuros de la Guerra Santa en Caraskand había inspirado a varios miles de inrithi a cruzar el mar en pleno invierno y dirigirse a Joktha. Empezaron a llegar a las puertas poco después de la ruptura del sitio, alardeando y fanfarroneando como habían alardeado y fanfarroneado en el pasado, bajo las puertas de Momemn y Asgilioch, los que ahora les miraban desde lo alto de las murallas. Sin embargo, permanecieron en silencio al entrar en la ciudad, horrorizados por los maltrechos rostros y las miradas perdidas que los recibieron. Se observaron las antiguas costumbres —apretones de manos y abrazos entre compatriotas—, pero no fue más que un simulacro.

Los Hombres del Colmillo originarios, los supervivientes, eran ahora hijos de una nación diferente. Habían derramado toda la sangre que una vez compartieron con aquellos hombres. Las viejas lealtades y tradiciones se habían convertido en cuentos de un país remoto, como Zeum; un lugar demasiado distante para ser contrastado. Los vínculos de otros tiempos, las viejas inquietudes, se habían desvanecido, ya no existían. Todo lo que habían conocido no significaba nada ahora. Su vanidad, su envidia, su orgullo desmedido, el fanatismo de su vida anterior, todo había perecido con sus compañeros. Habían convertido sus esperanzas en cenizas. Sus escrúpulos habían sido reducidos a huesos y tendones, o así lo parecía.

En medio de la calamidad, habían preservado sólo lo estrictamente necesario y habían tirado por la borda todo lo demás. Sus formas sobrias, su controlado lenguaje, su desinteresado desprecio por el exceso; todo hablaba de peligrosas carencias. Y en ningún sitio era más evidente que en sus ojos, que miraban con el recelo vacío de hombres que nunca duermen: sin mirar, sin ver, pero observando, y con una franqueza que trascendía lo «audaz» o lo «rudo».

Miraban como si nada les devolviera su mirada, como si fueran todos objetos.

Entre los recién llegados, hasta los nobles de casta parecían incapaces de mirarles a los ojos. Muchos intentaban guardar las apariencias —las expresiones irónicas, los asentimientos de reconocimiento—, pero sus miradas siempre volvían a sus botas o a sus sandalias. El comportamiento ante la visión de aquellos hombres, comprendían de algún modo, debía ser comedido, pero no por algo tan imperfecto y arbitrario como un hombre, sino por la magnitud y la duración de su sufrimiento.

Su aspecto se había convertido en juicio; tantas cosas habían presenciado.

Profundamente turbados por los que se tenían por sus hermanos, sólo unos centenares entre los recién llegados se atrevían a cuestionar la otra gran transformación de la Guerra Santa: el Profeta Guerrero. Los que tenían poder e influencia, como Dogora Teor, o el tydonnio Conde de Sumagalt, fueron integrados en la Tribu de la Verdad por el Profeta Guerrero en persona. Otros se hicieron amigos de Jueces procedentes de sus tierras de origen, que les iniciaron en los sermones y las Cargas. A los que continuaban discrepando se les separó de sus compañeros y se les asignó a grupos de fieles. A los peores agitadores, se decía que los habían llevado ante la Consorte, y nunca se les había vuelto a ver.

Los inrithi encontraron Enathpaneah abandonada por el enemigo. Gothyelk, que marchaba a lo largo de la costa con sus tydonnios, encontró las ruinas incendiadas de casi cien casas. Aunque la mayoría de los enathi nativos —un antiguo pueblo de la rama de los shigeki— permanecían encerrados en sus casas, no se encontró ni a uno solo de sus señores kianene. No se veían patrullas infieles merodeando en la distancia. Ninguna morada de importancia había permanecido intacta. Cuando Athjeari y sus gaenri llegaron a los confines de Enathpaneah, los viejos fortines que custodiaban el camino hacia Xerash todavía humeaban, pero el enemigo no se veía por ninguna parte.

Los infieles habían sido doblegados tal como el Profeta Guerrero había dicho. Con la salvedad de una marcha triunfal, no parecía haber nada entre ellos y la Santa Shimeh.

Los primeros elementos de la Guerra Santa descendieron hasta Xerash y acamparon en las llanuras de Heshor, donde se produjo una gran celebración. Xerash ocupaba una parte importante de lo narrado en El Tratado; hasta tal punto que muchos decían que ya habían llegado a las Tierras Santas. Los hombres se reunían a escuchar lecturas del Libro de los Mercaderes, el relato de los últimos años de exilio del Profeta entre los depravados xerasi. Estar tan cerca de los lugares allí nombrados era causa de sobrecogimiento.

Pero los nombres cambian a lo largo de los siglos, y muchos pasaban largas horas debatiendo sobre aspectos de los escritos y de geografía. El pueblo de Bengut, ¿no era actualmente la ciudad de Abet–Goka, donde unos mercaderes amoti ocultaron al Último Profeta de la cólera del rey xerashi? ¿No eran las ruinas encontradas cerca de Pidast los restos de la gran fortaleza de Ebaliol, donde hicieron preso a Inri Sejenus por vaticinar los «mil templos»? Durante los días siguientes, peregrinos improvisados se separaron de las columnas para visitar varios lugares. Aunque los peregrinos quedaban invariablemente decepcionados por el silencio tozudo de las ruinas que encontraban, los ojos de la mayoría ardían de fervor cuando volvían. Porque caminaban por los senderos de Xerash.

En Ebaliol, el Profeta Guerrero se encaramó a unas ruinas y se dirigió a miles de hombres.

—¡Estoy —gritó— donde estuvo mi hermano!

En el delirante tumulto murieron veintidós hombres. Fue un presagio de lo que sucedería después.

Durante milenios, las llamadas Tierras Medias habían sido codiciadas por los reyes de Shigek, en el norte, y por los reyes del Viejo Nilnamesh, en el sur. Tras infligir una derrota aplastante a los shigeki, Anzumarapata II, el rey nilnameshi de Invishi, se estableció en las llanuras de Heshor junto a miles de sus soldados con la esperanza de salvaguardar su imperio mediante la colonización forzada. Aquella gente de piel oscura llevó consigo a sus dioses indolentes y sus costumbres promiscuas. Levantaron Gerotha, la ciudad más grande de Xerash, en el centro de la llanura, y se dedicaron a cultivar la tierra como habían hecho en la húmeda Nilnamesh.

En la época del Último Profeta, Xerash era un antiguo y poderoso reino, que exigía y recibía tributo de Amoteu y Enathpaneah. Los amoti en particular consideraban a los xerashi una raza obscena, una plaga sobre la tierra. Para los autores de El tratado, era una tierra de innumerables burdeles, reyes fratricidas y rampante homosexualidad. Y aunque la sangre y las costumbres de los nilnameshi se habían diluido hasta la extinción hacía tiempo, para los Hombres del Colmillo, «xeratic» todavía significaba «sodomita», y castigaban a los fanim de Xerash por los pecados de otros muertos hacía mucho tiempo. La Xerash por la que deambulaban los inrithi era un lugar de antiguos y laberínticos males. Y su gente tenía que rendir cuentas no una, sino dos veces.

Las noticias de masacres se convirtieron en algo habitual. En la gran fortaleza de Kijenicho, que se encontraba en la costa, el Conde Iyiengar hizo que sus nangaels derribasen los muros de la guarnición sobre los que se encontraban debajo. Y el Conde Ganbrota y sus ingraulish quemaron hasta los cimientos el pueblo amurallado de Naith, al pie de las colinas de Betmulla. Los refugiados del Camino Herótico —¡el camino a Shimeh!— fueron derribados por puro placer por Soter y sus caballeros kishyati.

El Profeta Guerrero reaccionó rápidamente y emitió edictos que prohibían cualquier acto de asesinato o rapiña, y censuró a los responsables de las atrocidades más gratuitas. Incluso envió a Gotiana a azotar a Uranyanca, el Palatino ainonio de Moserothu, quien al parecer había ordenado a sus arqueros que masacraran un enclave de leprosos cerca del pueblo de Sabotha.

Pero era demasiado tarde. Athjeari no tardó en regresar con la noticia de que Gerotha había quemado sus campos y plantaciones. Los kianene habían huido, pero toda Xerash estaba unida contra ellos.

A pesar de las aterradoras consecuencias, a pesar de las asombrosas diferencias, el viaje a Xerash le recordó a Achamian, por encima de todo, sus días como tutor de Proyas en Aoknissus. O al menos eso era lo que se decía a sí mismo al principio.

En una ocasión, después de que el palafrén de Esmenet se lisiara mientras descendía por un accidentado sendero de las colinas de Enathpaneah, Achamian vio cómo una docena de caballeros le ofrecían sus monturas, lo que equivalía a ofrecerle su honor, pues sus caballos eran su herramienta de guerra. Achamian había presenciado lo mismo mientras acompañaba a Proyas y a su madre a sus propiedades de Anplei. En otra ocasión encontraron a un grupo de lacayos tydonnios, que resultaron ser nangaels de Iyengar, que llevaban un cerdo en lo alto por medio de siete u ocho lanzas, un antiguo rito de vasallaje que Achamian había presenciado en una ocasión en la corte de Eukernas II, el padre de Proyas.

Pero había algo más general, una miríada de pequeños reconocimientos, que le evocaba aquellos días más juveniles a pesar de lo que le suponía cabalgar a diario tan cerca de Esmenet. En el Santo Séquito lo trataban con deferencia y respeto, con tanta formalidad que a veces rayaba en lo cómico. A fin de cuentas era el profesor del Profeta Guerrero, ocupación que ya había adquirido el ridículo y honorífico nombre de Sagrado Tutor. A partir de entonces dejó de caminar. En mayor medida incluso que los esclavos, los caballos eran el distintivo de la nobleza, y Achamian, el modesto Drusas Achamian, tenía el suyo: un caballo negro brillante, supuestamente de las caballerizas de Kascamandri, al que llamó Mediodía en memoria de la vieja Amanecer.

De hecho, se sentía abrumado por un sinfín de pequeños tesoros: túnicas de damasco, capas de muselina, trajes de fieltro, además de la ayuda de un ejército de esclavos cada vez que tenía que ponerse algún ropaje ceremonial. Un corsé bañado en plata con trabillas de piel para ceñirse el cinturón. Un joyero de marfil con anillos y pendientes que le habrían hecho sentir idiota de habérselos puesto y dos broches de perlas negras que regaló sin que nadie lo supiera. Ámbar de Zeum. Mirra de la Gran Sal. Incluso una cama de verdad —¡una cama en mitad de un viaje!— para las pocas horas de sueño que podía arañar.

Achamian había desdeñado aquellas comodidades durante su estancia en la corte conriyana. A fin de cuentas, era un Maestro Gnóstico, no una «zorra anagógica». Pero ahora, después de las innumerables privaciones por las que había pasado… La vida de un espía era dura. Tener finalmente cosas, cosas incluso de las que no sabía cómo disfrutar, aliviaba su corazón, como si fueran un bálsamo para unas heridas invisibles. En ocasiones, cuando sentía bajo sus manos el tacto suave de un tejido, o cuando buscaba entre los anillos uno que le gustase, le invadía la tristeza y se acordaba de que su padre maldecía a los que tallaban juguetes para sus hijos.

También estaba la política, aunque casi toda ella se reducía a las poses jnánicas de los nobles de casta, que no dejaban de entrar y salir del Santo Séquito. Toda maniobra, fuera cual fuese su finalidad, se convertía al instante en un servilismo uniforme cuando aparecía Kellhus, para regresar a su estado original en cuanto se marchaba. En ocasiones, cuando parecía estar tramándose algo especialmente delicado, Kellhus convocaba a los altos rangos para tratar el asunto, y todos le miraban con un rígido asombro mientras explicaba cosas que no podía conocer de ningún modo. Era como si el texto de sus corazones hubiera sido escrito en sus caras.

Esto explicaba, sin duda, la ausencia casi total de politiqueo entre los que formaban el entorno del Santo Séquito: los Nascenti, con sus funcionarios Zaudunyani, y los Enlaces, los nobles de casta representantes de los distintos Grandes Nombres. En Aoknissus, cuanto más cerca estaba uno del padre de Proyas, más rápido refulgían los cuchillos, como sería de esperar. La política, finalmente, era la búsqueda de una posición ventajosa en los grupos humanos. No era necesario ser Ajencis para verlo. Cuanto más fuerte fuera el grupo, mejor posición se tendría. Cuanto mejor posición se tuviera, más feroz sería la búsqueda. Era algo axiomático, algo que Achamian había presenciado una y otra vez en las cortes de los Tres Mares, y que de ninguna manera era aplicable al Santo Séquito. En la sagrada presencia del Profeta Guerrero, todos los cuchillos permanecían envainados.

Achamian encontró una camaradería y una franqueza entre los Nascenti que no había conocido jamás. A pesar de los inevitables altibajos, se relacionaban entre ellos como deberían hacerlo siempre los hombres: con humor, con sinceridad, con comprensión. Para Achamian, el hecho de que fueran tanto guerreros como apóstoles o funcionarios le resultaba tanto más sorprendente… y perturbador.

Normalmente, cuando cabalgaban agrupados o en fila, hablaban y bromeaban, o hacían apuestas, interminables apuestas. A veces cantaban los magníficos himnos que Kellhus les había enseñado, con los ojos brillantes, carentes de toda idea o inclinación empalagosas, y las voces claras y potentes. Y Achamian, algo avergonzado al principio, acababa uniéndose a ellos, maravillado por las palabras, la melodía, y ruborizado por un júbilo que después parecería imposible, demasiado sencillo, demasiado profundo. A continuación miraba de soslayo a Esmenet, que se balanceaba en su montura en medio de sus sirvientes, o veía otro cadáver sobre la hierba y recordaba el motivo de aquel viaje.

Cabalgaban hacia la guerra, a matar. A conquistar la Santa Shimeh.

En aquellos momentos, las diferencias entre las circunstancias del presente y el tiempo que había pasado como tutor de Proyas le resultaban inhóspitas, y la efímera sensación del recuerdo que parecía impregnarlo todo se endurecía con el frío y el terror. ¿Qué era lo que recordaba?

Después de varios días de marcha, cuando la Guerra Santa pasaba por una de las quebradas infinitas de la campiña de Enathpaneah, un grupo de hombres de largas cabelleras —surdu, según Achamian supo después— fue llevado ante Kellhus bajo el signo del Colmillo. Durante siglos, dijeron, habían preservado su legado inrithi, y ahora deseaban rendir homenaje a los que habían acudido a ayudarles. Serían los ojos de la Guerra Santa, si podían, les mostrarían a los Hombres del Colmillo los caminos secretos de los campos de Betmulla. Achamian se perdió la mayor parte de lo que sucedió después por culpa de la muchedumbre, pero sí vio al caudillo surdu caer de rodillas y ofrecer una espada de hierro que había sido doblada en forma de V.

Inexplicablemente, Kellhus ordenó que los apresaran. Fueron torturados, tras lo cual se descubrió que habían sido enviados por el hijo de Kascamandri, Fanayal. Al parecer se había apoderado del título de su padre y estaba reuniendo a un puñado de hombres en Shimeh. Los surdu eran inrithi, pero Fanayal había secuestrado a sus esposas e hijos para obligarles a llevar la Guerra Santa por mal camino. Parecía que el nuevo Padirajah necesitaba tiempo desesperadamente.

Kellhus mandó desollarlos vivos ante los demás.

La imagen del caudillo arrodillado con la espada doblada estropeó a Achamian el resto del día. De nuevo estaba seguro de que había presenciado algo muy parecido, aunque no en Conriya. No podía ser… La espada que recordaba era de bronce.

De pronto lo comprendió. Lo que había creído recordar, lo que lo había envuelto todo con un aire fantasmagórico de familiaridad no tenía nada que ver con sus años como tutor de Proyas en la corte conriyana. En realidad, no tenía absolutamente nada que ver con él. Lo que recordaba era el antiguo Kuniuri. El tiempo que Seswatha pasó luchando junto al otro Anasurimbor… El gran rey Celmomas.

A Achamian siempre le irritaba darse cuenta de que en realidad no era buena parte de lo que era. Ahora estaba horrorizado por la idea contraria: se estaba convirtiendo cada vez más en lo que no era, en lo que nunca debía ser. Se estaba convirtiendo en Seswatha.

Durante mucho tiempo, la pura escala de los sueños le había otorgado una relativa inmunidad. Las cosas que soñaba, simplemente, no sucedían, al menos no a sus semejantes. Con la Guerra Santa, su vida había dado un giro hacia lo legendario, y la distancia entre su mundo y el de Seswatha se había acortado, al menos por lo que respectaba a lo que había presenciado. Pero incluso así, lo que vivía seguía siendo banal y pobre. «Sewatha no cagaba», decía una vieja broma del Mandato. Las dimensiones de lo que Achamian vivía siempre podían caer en las dimensiones de lo que soñaba, como una piedra en el cazo de un alfarero.

Pero ahora, ¿cabalgando como Sagrado Tutor a la izquierda del Profeta Guerrero?

En cierto sentido, era tanto como Seswatha, si no más. En cierto sentido, él tampoco cagaba. Y saberlo era suficiente para hacer que se cagara.

Extrañamente, los sueños se habían vuelto más soportables. Seguían predominando Tywanrae y Dagliash, aunque como siempre no lograba entender por qué seguían a unos u otros acontecimientos. Eran como las golondrinas, descendían en picado y volaban en círculo dibujando algo parecido, pero nunca igual, a un idioma.

Todavía se despertaba gritando, pero de alguna manera su fuerza había quedado despuntada. Al principio lo atribuyó a Esmenet, pensó que cada hombre tenía asignada su ración de sufrimiento, y que al igual que el vino en el fondo de un cuenco, podía moverse hacia aquí o hacia allá, pero nunca crecía. El problema era que los dolorosos días del pasado nunca se habían traducido en noches apacibles. Así pues, resolvió que tenía que ser Kellhus, y como en todo lo referente al Profeta Guerrero, aquello le pareció dolorosamente obvio después. A través de Kellhus, la escala del presente no solamente se equiparaba a la escala de sus sueños, sino que la colmaban de esperanza.

Esperanza… Qué palabra tan extraña.

¿Sabía el Consulto lo que habían creado? ¿Hasta dónde veía Golgotterath?

Los augurios, había escrito Memgowa, decían más del miedo de los hombres que de su futuro. Pero ¿cómo podía resistirse Achamian? Dormía con el Primer Apocalipsis, que era una amante antigua y difícil. ¿Cómo no iba a soñar despierto con el Segundo, con la terrible fuerza que anidaba en Anasurimbor Kellhus y con el derrocamiento del antiguo enemigo de su Escuela? Esta vez habría gloria. La victoria no llegaría a costa de todo lo que importaba.

Min–Uroikas doblegado. Shauriatis, Mekeritrig, Aurangy Aurax, ¡todos destruidos! El No Dios olvidado. El Consulto, un recuerdo dibujado en estiércol.

A pesar de su opiáceo encanto, había algo aterrador en aquellos pensamientos. Los Dioses eran perversos. Por mucho que parlotearan, los sacerdotes no sabían nada de sus maliciosos caprichos. Quizá verían el mundo arder para castigar el orgullo desmedido del hombre. Achamian había decidido que nada era tan peligroso como el aburrimiento sumado a la falta de escrúpulos.

Y Kellhus, con sus enigmáticas respuestas, no hacía más que agravar aquellas preocupaciones. Cuando Achamian le preguntaba por qué continuaba con la marcha sobre Shimeh, cuando los fanim no eran más que una distracción, contestaba:

—Si tengo que suceder a mi hermano, debo reclamar su casa.

—¡Pero la guerra no está aquí! —había exclamado Achamian con exasperación.

Kellhus apenas sonrió —aquello se había convertido en una especie de juego— y dijo:

—Debe de estarlo, la guerra está en todas partes.

El misterio nunca había parecido tan complicado.

—Dime —dijo Kellhus una noche, después de las lecciones de Gnosis—. ¿Por qué te angustia el futuro?

—¿Qué quieres decir?

—Tus preguntas siempre giran en torno a lo que sucederá y rara vez a lo que he conseguido.

Achamian se encogió de hombros, demasiado cansado para preocuparse por cualquier cosa que no fuera dormir.

—Supongo que porque sueño con el futuro todas las noches… Por eso y porque tengo a mi lado a un profeta viviente.

Kellhus se echó a reír.

—Como la carne y el melocotón —dijo, repitiendo la expresión subida de tono nansur que hacía referencia a combinaciones irresistibles—. Entre los hombres que se atreven a hacerme preguntas, tú eres absolutamente único.

—¿Por qué?

—La mayoría de ellos me pregunta por sus almas.

Achamian no podía hablar. Parecía que su corazón apenas latía, y que sus pulmones no respiraban.

—Conmigo —continuó Kellhus— se ha reescrito el Colmillo, Akka. —Una larga mirada escrutadora—. ¿Lo comprendes? ¿O prefieres seguir pensando que estás condenado?

Aunque no pudo encontrar respuesta, Achamian lo sabía.

Lo prefería.

Durante aquel período pronunció los Cantos de Llamada al menos tres veces, aunque sólo pudo informar a Nautzera en una ocasión. Al parecer, el viejo idiota tenía problemas para dormir. Aquel hombre era despótico y servil por turnos, como si negara y al mismo tiempo reconociera el cambio repentino que se había producido en el equilibrio de fuerzas entre ellos. Como miembro del Quorum, Nautzera tenía formalmente autoridad absoluta sobre Achamian; podía incluso ordenar su ejecución si creía que la misión exigía medidas tan drásticas. Pero de hecho, la situación era totalmente inversa. Se había redescubierto al Consulto, Anasurimbor había regresado y el Segundo Apocalipsis estaba próximo. Aquellas cosas eran precisamente las que daban significado a la Escuela, el «mandato» del que provenía su nombre, y de momento sólo uno de ellos —un descontento, nada menos— aseguraba el contacto con todo eso. Durante un desagradable y acalorado momento de su discusión, Achamian entendió que, a efectos prácticos, se había convertido en su Gran Maestro.

Otro paralelo inquietante.

Como Achamian esperaba, el Mandato era un tumulto. Sus representantes en los Tres Mares habían sido informados al respecto. El Quorum había organizado una expedición que debía partir hacia las Tierras Santas tan pronto como empezase a soplar el ochalak. Ese plan infundió a Achamian algo más que un simple temor. Pero de todos modos, no tenían ni idea de lo que debían hacer. Dos mil años de preparación, no habían sido suficientes para prepararse.

Y ello se hacía patente en las incesantes preguntas de Nautzera, que oscilaban entre la necedad y la perspicacia. ¿Cómo era que Anasurimbor podía ver a los espías–piel? ¿Procedía realmente de Atrihau? ¿Por qué proseguía la marcha contra Shimeh? ¿Qué había convencido a Achamian de la divinidad de aquel hombre? ¿Cómo llevaba sus viejas rencillas? ¿A quién servía?

A esto último contestó:

—Seswatha.

«Mi hermano.»

Comprendía perfectamente el trasfondo de las preguntas de Nautzera. El Quorum temía por su cordura, aunque, dada su recién descubierta preeminencia, disimulaban sus inquietudes con justificaciones. «¡Pensad en lo que le hicieron las putas rojas! ¡Pensad en lo que ha sufrido!» Achamian conocía la táctica. Incluso ahora buscaban razones para aliviarle de la carga que ellos mismos habían codiciado. Los hombres siempre exponían sus deseos, siempre hacían lo que los lógicos de la Baja Antigüedad llamaban la Deducción por Convicción, que según decían, había dado a los hombres más conclusiones de las que les daría jamás la simple verdad. Como solían decir los cironji, si tintinea, es de verdad.

A pesar de su obvia sospecha, Nautzera también expresaba muchos sentimientos alentadores. «Queremos que sepas que no estás solo en esto, Akka. Tu Escuela te apoya», seguido de expresiones como: «¡Has hecho tanto! ¡Puedes estar orgulloso! ¡Orgulloso!».

Que era como decir: «Ya has hecho suficiente».

Después vinieron las amonestaciones, que pronto se convirtieron en recriminaciones. «Cuidado con los Chapiteles» se tornó en «Se te dijo que dejaras a un lado la venganza». O «Ten cuidado con lo que le enseñas» se transformó en «¡Muchos creen que traicionas a tu Escuela!».

Cuando Achamian no pudo tolerarlo más, dijo finalmente: «El Profeta Guerrero me ha transmitido un mensaje para el Quorum, Nautzera… ¿Puedes escucharlo?».

Achamian supo interpretar el breve silencio que siguió a sus palabras. Eran impotentes, y de nuevo se lo había recordado a Nautzera. «Habla», dijo finalmente el hechicero.

«El mensaje dice así: “En esta guerra no sois más que jugadores. El equilibrio sigue siendo precario. Recordad lo que soñáis. Recordad los antiguos errores. No actuéis con engreimiento o ignorancia”.»

Otra pausa. «¿Eso es todo?»

«Eso es todo.»

«¿Cómo? ¿Insinúa que posee esta guerra? ¿Quién es él comparado con lo que sabemos o con lo que soñamos?»

Todos los hombres, reflexionó Achamian, eran avaros. Sólo se diferenciaban en el objeto de su obsesión.

«Él, Nautzera, es el Profeta Guerrero.»