Caraskand
Si el hollín mancha tu tíñela, tíntala de negro. Eso es la venganza. |
Ekyannus I, 44 Epístolas |
Aquí encontramos más argumentos en favor de la suposición de Gotagga de que el mundo es redondo. ¿De qué otra forma podrían estar todos los hombres más arriba que sus hermanos? |
Ajencis, Discurso sobre la guerra |
Finales de primavera, año del Colmillo 4112, Caraskand
La estación seca. En la Estepa, anunciaba su llegada con una serie de señales: las primeras apariciones de la Lanza entre las estrellas del horizonte septentrional, la rapidez con que se agriaba la leche o los primeros soplos del caunnu, el viento de mediados de verano.
Al principio de la estación lluviosa, los pastores scylvendios recorrían la Estepa en busca de tierra arenosa, donde la hierba crecía con más rapidez. Cuando las lluvias se volvían frecuentes, conducían los rebaños a tierras más duras, donde la hierba tardaba más en crecer y permanecía verde durante más tiempo. Más adelante, cuando los cálidos vientos perseguían a las nubes hasta el olvido, se limitaban a seguir el forraje, siempre en busca de hierbas silvestres y pastos que produjeran la mejor carne y la mejor leche.
Esta búsqueda siempre acarreaba alguna pérdida, especialmente entre los que eran demasiado avariciosos para deshacerse de los animales más tercos de su rebaño. Las reses obstinadas podían conducir a un rebaño entero demasiado lejos, a grandes extensiones sobreexplotadas o de pastos asolados. Cada estación, algún idiota regresaba sin caballo o sin ganado.
Cnaiur sabía ahora que él era ese idiota.
«Le he dado la Guerra Santa.»
Cnaiur estaba sentado en la cámara del consejo de los Sapatishah muertos, en la parte alta de las gradas que rodeaban la mesa del consejo, observando atentamente al dunyaino. Procuraba ignorar a los inrithi que ocupaban los asientos próximos, pero se veía continuamente abordado y felicitado. Un idiota, un caballero tydonnio ¡incluso tuvo la temeridad de besar su rodilla! De nuevo gritaron —¡scylvendio!— a modo de saludo.
Flanqueado por reproducciones en oro y negro del Circunfijo, el Profeta Guerrero estaba sentado sobre el estrado elevado, por encima de los Grandes Nombres sentados en torno a la mesa del consejo. Le habían untado la barba con aceite y se la habían trenzado. El pelo rubio le caía sobre los hombros. Llevaba, bajo una rígida vestidura que le llegaba hasta las rodillas, una camisa de seda blanca bordada con hojas plateadas y ramas grises. Se habían colocado braseros a su alrededor, y bajo su luz parecía acuoso, irreal, exactamente como el profeta de otro mundo que afirmaba ser. Sus luminosos ojos escudriñaban la habitación y despertaban murmullos allí por donde pasaban. Su mirada encontró dos veces a Cnaiur, que se maldijo por mirar hacia otro lado.
«¡Desgraciado! ¡Desgraciado!»
El hechicero, el bufón con corazón de mujer a quien todo el mundo había dado por muerto, estaba de pie delante del estrado, a la derecha del dunyaino, vistiendo una túnica carmesí que le llegaba hasta los tobillos sobre un hábito de hilo. Al menos él no iba engalanado como la concubina de un esclavista, que es lo que parecían los demás. Pero tenía una mirada que Cnaiur reconoció, como si tampoco él pudiera creer lo que le había deparado la suerte. Cnaiur había oído decir a Uranyanka que aquel hombre, Drusas Achamian, era ahora el Visir del Profeta Guerrero, su maestro y protector.
Fuese lo que fuese, parecía demasiado gordo comparado con los escuálidos nobles de casta inrithi. Quizá, pensó Cnaiur, el dunyaino tenía intención de utilizar su cuerpo como escudo en caso de que el Consulto o los cishaurim le atacaran.
Los Grandes Nombres estaban sentados en torno a la mesa, como antes, aunque ahora despojados de la pompa que correspondía a su clase social. Si antes eran reyes enzarzados en luchas, señores de la guerra, eran ahora poco más que consejeros, y lo sabían. Permanecían en silencio durante la mayor parte del tiempo. Ocasionalmente, alguno de ellos decía algo entre dientes al oído de su vecino, y eso era todo.
En el transcurso de un solo día, el mundo que aquellos hombres habían conocido había sido sacudido hasta sus cimientos, vuelto del revés. Ello era asombroso —Cnaiur lo sabía demasiado bien—, pero también encerraba una absurda incertidumbre. Por primera vez en sus vidas, se encontraban en un terreno sin caminos, y con pocas excepciones esperaban que el dunyaino les mostrara el camino. Como había esperado Cnaiur que se lo mostrara Moenghus.
Cuando los Pequeños Nombres hubieron ocupado sus asientos en las gradas, el ruido de voces se convirtió en un silencio expectante. El aire bajo la cúpula de la cámara se llenó de una incomodidad colectiva. Para aquellos hombres, dedujo Cnaiur, la presencia del Profeta Guerrero derribaba demasiadas cosas intangibles. ¿Cómo podían hablar sin suplicar? ¿Cómo podían mostrar su desacuerdo sin blasfemar? Incluso la presunción de informar habría parecido un acto de engreimiento injurioso.
En la seguridad de las plegarias sin respuesta, se consideraban a sí mismos devotos. Pero ahora esas plegarias no eran más que cotilleos presuntuosos, y les asombraba que el protagonista de sus historias se hallara allí con ellos. Él podía decir cualquier cosa, arrojar sus principios más preciados a la pira de su condena. ¿Qué harían los devotos y los fariseos? ¿Qué harían ahora que sus escrituras sagradas les replicaban?
Cnaiur casi ladró al reír. Bajó la cabeza y escupió entre sus rodillas. No le importaba que notasen su gesto despectivo. Allí no había honor, sólo prepotencia, absoluta e irremediable.
No había honor, pero había verdad. ¿O no?
El ritual y el boato insoportables, que parecían obligatorios para los inrithi, empezaron con la Plegaria del Templo, recitada por Gotian. Estaba tan rígido como un adolescente con sus ropajes nuevos: vestimenta blanca con intrincados paneles, en cada uno de los cuales había bordados dos colmillos dorados cruzados sobre un círculo, otra versión del Circunfíjo. Le temblaba la voz y tuvo que detenerse una vez abrumado por la pasión.
Cnaiur se quedó mirando la sala con la respiración apretada en su pecho, sorprendido de que los hombres llorasen en lugar de reír. Entonces, por primera vez, se hizo palpable el origen del espantoso motivo que movía a aquellos hombres.
Lo había visto. Lo había presenciado en los campos, junto a las murallas de Caraskand: la enloquecida determinación, suficiente para avergonzar incluso a sus utemot. Había contemplado a los hombres vomitando hierba cocida mientras andaban a trompicones. Había visto a otros que apenas podían caminar arrojándose contra las armas de los infieles, ¡sólo para desarmarlos! Había visto a los hombres sonreír, gritar de júbilo, mientras los mastodontes caían sobre ellos. Recordaba haber pensado que aquellos hombres, aquellos inrithi, eran el verdadero Pueblo de la Guerra.
Cnaiur lo había visto, pero no lo había comprendido, no del todo. Lo que el dunyaino había hecho allí nunca desaparecería. Aunque la Guerra Santa pereciese, el relato de aquellos acontecimientos sobreviviría. La tinta inmortalizaría aquella locura. Kellhus había dado a aquellos hombres algo más que gestos y promesas. Incluso algo más que perspicacia o una guía. Les había dado dominio. Más allá de sus dudas. Más allá de los enemigos más detestados. Los había hecho fuertes.
Pero ¿cómo podían las mentiras hacer algo así?
El mundo en que vivían aquellos hombres era un sueño enfebrecido, una falsa ilusión. Y sin embargo les parecía tan real, sabía Cnaiur, como el suyo a él. La única diferencia —y Cnaiur estaba curiosamente preocupado por esa idea— era que él podía rastrear con todo detalle el origen de la presencia del mundo de los demás en el suyo, y sólo porque conocía al dunyaino. Entre todos los congregados en aquella habitación, él era el único que conocía el terreno, el traicionero equilibrio que había bajo sus pies.
Repentinamente, todo lo que Cnaiur veía se dividió en dos partes, como si sus ojos se hubiesen convertido en enemigos, uno contra el otro. Gotian había finalizado la Plegaria del Templo y varios de los altos sacerdotes del dunyaino, sus Nascenti, habían iniciado el rito de la Carga destinado a los Pequeños Nombres que estaban demasiado enfermos para participar en la ceremonia previa. Delante del Profeta Guerrero, sentado e inmóvil como un ídolo, habían dispuesto un cuenco lleno de aceite llameante. El primero de los iniciados, un thunyerio a juzgar por sus trenzas, se arrodilló delante del trípode e intercambió palabras inaudibles con el sacerdote oficiante. Aunque su cara había sido maltratada por la peste y la guerra, sus ojos eran los de un niño de diez años, confuso, esperanzado y aprensivo. Con un simple movimiento, el sacerdote introdujo la mano en el aceite hirviendo e impregnó con él la cara del thunyerio. Durante un breve instante, el hombre miró a los congregados con la cara en llamas, hasta que un segundo sacerdote las apagó con una toalla mojada. La sala rugió con gritos exultantes, y el iniciado, con una expresión dominada por la pasión, avanzó inseguro hasta los brazos de sus camaradas.
Para los inrithi, el hombre había cruzado un umbral intangible. Habían sido testigos de una profunda transformación. Una alma inferior elevada al grupo de los elegidos. Si antes era impuro, ahora estaba libre de pecado. Y lo habían visto con sus propios ojos. ¿Quién podía ponerlo en duda?
Pero para Cnaiur, el único umbral cruzado era el que había entre la estupidez y la total idiotez. Lo que había observado era la utilización de un instrumento, y no un rito sagrado; un mecanismo, como los elaborados molinos que había visto en Nansur, la forma en que el dunyaino molía a aquellos hombres y los convertía en algo que podía digerir. Y también eso era algo que él había visto con sus propios ojos.
A diferencia de los inrithi, él no estaba en el interior del círculo de engaño del dunyaino. Si ellos veían las cosas desde dentro, él las veía desde fuera. Él veía más. Era extraña la forma en que las creencias podían tener un interior y un exterior, en que lo que podía parecer esperanza, verdad o amor visto desde dentro, podía ser una guadaña o un martillo —cosas opuestas— visto desde fuera.
Herramientas.
Cnaiur respiró hondo. Aquella idea le había atormentado en una ocasión, y una ocasión era ya demasiado.
Se echó hacia adelante, con los codos sobre las rodillas, mirando distraídamente cómo se desarrollaba la farsa.
Los inrithi, le había dicho una vez Proyas, creían ser hombres que vivían según los designios, inescrutables o no, de los que estaban por encima de ellos. En este sentido, comprendía Cnaiur, Kellhus era realmente su profeta. Ellos eran, como proclamaban los memorialistas, esclavos serviciales que trataban siempre de aplacar el furor que les llevaba a fines soberanos. El hecho de que los designios —los caminos— que proclamaban seguir hubiesen sido trazados en el Exterior alimentaba su vanidad, les permitía humillarse de una manera que avivaba su desmesurado orgullo. No había tiranía mayor, decían los memoralistas, que la ejercida por esclavos sobre esclavos.
Pero ahora el que esclavizaba estaba entre ellos. ¿Qué importaba, había preguntado Kellhus mientras cruzaban la Estepa, que él dominase a los que ya estaban esclavizados? No había honor, sólo prepotencia. Creer en el honor era estar dentro de las cosas, estar en compañía de esclavos e idiotas.
La Carga se acercaba al final y Saubon, el rey titular de Caraskand, estaba de pie respondiendo a los requerimientos del Profeta Guerrero.
—No marcharé —dijo el príncipe galeoth con la voz muerta—. Caraskand es mía. No la cederé, aunque me condenen.
—El Profeta Guerrero ha exigido que marches —gritó Gotian.
Algo en la forma en que dijo «Profeta Guerrero», algo febril y poco masculino, hizo que a Cnaiur se le erizase el vello de la nuca. El Gran Maestro de los Caballeros Shriah, que había sido el enemigo más implacable del dunyaino antes del descubrimiento de Sarcellus, se había convertido desde entonces en su más ferviente devoto. Aquella veleidad de espíritu no hacía más que aumentar el desprecio de Cnaiur por esa gente.
—No marcharé —repitió Saubon como si hablase desde una pesadilla. El príncipe galeoth, notó Cnaiur, tenía la osadía de llevar su corona de hierro precisamente en aquel consejo. Aunque alto y rubicundo, curtido por el sol y la guerra, junto al Profeta Guerrero Saubon parecía un adolescente interpretando a un rey—. ¡Me hice con esta ciudad con mis propias manos, y con mis propias manos la conservaré!
—¡Dulce Sejenus! —gritó Gothyelk—. ¿Con tus manos? ¡Y mil más, quizá!
—¡Yo abrí las puertas! —replicó Saubon con ferocidad—. ¡Yo entregué la ciudad a la Guerra Santa!
—Entregaste muy poco comparado con lo que te quedaste —dijo Chinjosa en tono burlón. Mientras hablaba miró deliberadamente la corona de hierro, sonriendo para sí mismo como si recordase un chiste contado en secreto.
—Quebraderos de cabeza —añadió Gothyelk, cerrando su puño cubierto de pelo gris—. Eso es lo que nos ha entregado.
—¡Sólo exijo lo que es mío por derecho! —gruñó Saubon—. Proyas, ¡dijiste que me apoyarías, Proyas!
El príncipe conriyano miró con inquietud al dunyaino y después, sin alterarse, al que pretendía ser el rey de Caraskand. Durante el sitio se había negado a comer más que sus hombres, de modo que estaba demacrado y parecía más viejo, con la barba crecida como los parientes de su padre.
—No. No faltaré a mi promesa Saubon. —La indecisión se reflejó en su noble cara—. Pero las cosas… han cambiado.
El debate era una farsa, la preservación de ciertos movimientos para dar una sensación de continuidad. Proyas casi lo había proclamado, aunque nunca lo admitiría. Solamente importaba una decisión.
Todas las miradas se habían dirigido al Profeta Guerrero. Fiero ante sus iguales, Saubon parecía ahora petulante, un rey sin corte bajo las bóvedas de su propio palacio.
—Los que llevan la guerra a la Santa Shimeh —dijo el Profeta Guerrero. Su voz cayó sobre ellos como la punta de un cuchillo— deben hacerlo voluntariamente.
—No —dijo Saubon con la voz ronca—. No, por favor.
Cnaiur no captó la respuesta al principio, pero después comprendió que el dunyaino había obligado a Saubon a elegir su propia condenación. Sólo les permitía que tomasen sus propias decisiones cuando necesitaba que fueran considerados responsables. ¡Qué exasperante sutileza!
El Profeta Guerrero agitó su melena leonina.
—Nada puede hacerse al respecto.
—Desposéele del trono —dijo bruscamente Ikurei Conphas—. Haz que le arrastren por las calles. —Se encogió de hombros de la forma en que lo hacen los que han sufrido durante mucho tiempo—. Haz que le arranquen los dientes a golpes.
Sus palabras fueron acogidas con un asombroso silencio. Como primero entre los Ortodoxos conspiradores —y como confidente de Sarcellus, nada menos—, Conphas se había convertido en un marginado entre los Grandes Nombres. En el Consejo que precedió a la batalla, aportó poco, y cuando habló, lo hizo con la torpeza de los que se ven forzados a hablar en una lengua que no les es familiar. Parecía que su paciencia se había acabado.
El Exalto–General miró a los congregados estupefactos y resopló. Llevaba un manto azul sobre el peto, a la manera de los nansur. Entre los allí reunidos, él era el único que parecía no tener marcas o cicatrices, como si hubiesen transcurrido sólo unos días desde el fatídico día del Consejo en las Cumbres Andiamine.
Se volvió hacia el Profeta Guerrero.
—Esas cosas están en tu mano, ¿verdad?
—¡Insolente! —siseó Gothyelk—. No sabes lo que estás diciendo.
—Puedo asegurarte, viejo idiota, que siempre sé lo que digo.
—Y ¿qué —dijo el Profeta Guerrero— estás diciendo?
Conphas exhibió una sonrisa desafiante.
—Esto es… Todo esto… es una farsa. Vosotros —miró de nuevo las caras circundantes— sois un fraude.
Se oyeron murmullos de indignación. El dunyaino se limitó a sonreír.
—Eso no es lo que estás diciendo.
Pareció que Conphas se daba cuenta, quizá por primera vez, de la enorme autoridad que el dunyaino tenía sobre los hombres que le rodeaban. El Profeta Guerrero era más que su centro, como en el caso de un general; era su centro y su base. Aquellos hombres no sólo tenían que controlar sus palabras y sus acciones para ajustarías a su autoridad, sino también sus pasiones y esperanzas; los simples movimientos de sus almas respondían ahora ante el Profeta Guerrero.
—Pero —dijo Conphas sin comprender—, ¿cómo podría otro…?
—¿Otro? —preguntó el Profeta Guerrero—. No me confundas con «otro», Ikurei Conphas. Yo estoy aquí, con vosotros. —Se echó hacia adelante de tal modo que Cnaiur sintió su aliento—. Estoy aquí, dentro de vosotros.
—Dentro de mí —repitió el Exalto–General.
Cnaiur sabía que había intentado parecer despectivo, pero en realidad había parecido asustado.
—Comprendo —continuó el dunyaino— que hablas así por la impaciencia, que estás irritado por los cambios que ha traído mi presencia a la Guerra Santa. Sé que la fuerza que he transmitido a los Hombres del Colmillo amenaza tus designios. Sé que no estás seguro de cómo actuar, que no sabes si rendir la misma sumisión simulada que rindes a tu tío o desacreditarme abiertamente. Por eso intentas desprestigiarme, por pura desesperación: no para probar ante los demás que soy un fraude, sino para probarte a ti mismo que eres mejor que yo. Porque hay una obscena arrogancia dentro de ti, Ikurei Conphas, la creencia de que eres la medida de todos los hombres. Ésta es la mentira que tratas de preservar a toda costa.
—¡No es verdad! —gritó Conphas levantándose de su silla.
—¿No? Entonces dime, Exalto–General, ¿cuántas veces te has creído un dios?
Conphas se lamió los labios tensos.
—Nunca.
El Profeta Guerrero negó con la cabeza, escéptico.
—Tu situación es un poco peculiar, ¿no crees? Para preservar tu orgullo ante mí debes soportar la vergüenza de la mentira. Debes ocultar quién eres para demostrar quién eres. Debes degradarte para mantener tu orgullo. En este instante lo ves con mucha mayor claridad que en ningún otro momento de tu vida, y sin embargo te niegas a renunciar, a ceder ante tu atormentado orgullo. Cambias la angustia que engendra angustia por la angustia que engendra liberación. Deberías enorgullecerte de lo que no eres en vez de hacerlo por lo que eres.
—¡Silencio! —aulló Conphas—. ¡Nadie me habla de esa manera! ¡Nadie!
—La vergüenza te es desconocida, Conphas. ¡Una desconocida insoportable!
Conphas miró a los reunidos con ojos salvajes. La sala se llenó con el sonido del llanto, del llanto de otros hombres que se habían visto reconocidos en las palabras del Profeta Guerrero. Cnaiur callaba y escuchaba, con la piel impregnada de temor y el corazón en la garganta. En circunstancias normales habría sentido una profunda satisfacción con la humillación del Exalto–General, pero aquella humillación era distinta. La vergüenza caía sobre ellos como una bestia que devoraba todas las certezas, que aprisionaba las almas más fieras.
«¿Cómo lo hace?»
—Liberación —dijo el Profeta Guerrero, como si la palabra pudiera ser la única puerta abierta del mundo—. Lo único que te ofrezco, Ikurei Conphas, es tu liberación.
El Exalto–General dio un paso vacilante hacia atrás, y durante un momento pareció que el sobrino del Emperador se arrodillaría. Pero entonces una extraña y casi escalofriante risa escapó de su garganta mientras su semblante traslucía una locura oculta.
—¡Escúchale! —dijo lastimeramente Gotian—. ¿No lo ves? ¡Es el Profeta!
Conphas miró al Gran Maestro sin comprender. El desconcierto de su expresión hacía que su belleza pareciese más asombrosa.
—Estás entre amigos —dijo Proyas—. Entre hermanos.
Gotian y Proyas. Otros hombres y otras palabras. Para Conphas y Cnaiur, éstas parecieron romper el hechizo de la voz del dunyaino.
—¿Hermanos? —gruñó—. ¡Yo no soy hermano de esclavos! ¿Creéis que os conoce? ¿Que habla al corazón de los hombres? ¡Pues no! Creedme, «hermanos», los Ikurei sabemos algo de palabras y de hombres. Juega con vosotros sin que lo sepáis. Clava una «verdad» tras otra a vuestros corazones para teneros bajo su yugo. ¡Gaviotas! ¡Esclavos! ¡Pensar que en el pasado gocé con vuestra compañía!
Volvió la espalda a los Grandes Nombres y se abrió paso hacia la atestada entrada.
—¡Detente! —rugió el dunyaino.
Todo el mundo, incluido Cnaiur, se estremeció. Conphas dio un traspié, como si le hubiesen golpeado. Varios brazos y varias manos le aprisionaron, le hicieron volverse y le empujaron ante el Profeta Guerrero.
—¡Matadle! —dijo alguien a la derecha de Cnaiur.
—¡Apóstata! —añadieron otros desde los bancos de más abajo.
Las gradas estallaron en gritos de ultraje. Los puños golpearon el aire estremecido. Conphas miró a su alrededor, más atónito que horrorizado, como un muchacho abofeteado por su querido tío.
—Orgullo —dijo el Profeta Guerrero, silenciando la sala como un carpintero que barre el serrín de su banco de trabajo—. El orgullo es una enfermedad… Para la mayoría es una fiebre, una plaga propagada por la gloria de los demás. Pero para algunos, como tú, Ikurei Conphas, es un defecto acarreado desde el útero. Durante toda tu vida te has preguntado qué movía a los hombres que te rodeaban. ¿Por qué debería un padre venderse como esclavo cuando lo único que tiene que hacer es estrangular a sus hijos? ¿Por qué debería un joven tomar las Ordenes del Colmillo, cambiar los lujos de su clase por un cubículo, o la autoridad por la servidumbre al Santo Shriah? ¿Por qué hay tantos que dan, cuando es tan fácil coger?
»Haces esas preguntas porque no sabes nada de la fuerza. Porque ¿qué es la fuerza si no la determinación para rechazar inclinaciones innobles, la determinación para sacrificar en nombre de los hermanos? Tú, Ikurei Conphas, sólo conoces la debilidad, y como reconocerla exige fuerza, llamas fuerza a tu debilidad. Traicionas a tu hermano. Adulas a tu corazón con halagos. Tú, que eres menos que nadie, dices para ti mismo: “Soy Dios”.
La respuesta del Exalto–General fue poco más que un susurro, pero resonó en cada rincón de la sala.
—No…
Vergüenza. Escarnio. Cnaiur creía que el odio que sentía por el dunyaino era inconmensurable, que nada podía eclipsarlo, pero la vergüenza que llenaba aquella sala, la humillación que aflojaba los intestinos, hicieron tambalear el rencor que sentía por él. Por un instante vio al Profeta Guerrero, no al dunyaino, y sintió un miedo reverencial por él. Por un momento se encontró dentro de sus mentiras.
—Tus columnas —continuó Kellhus— se desarmarán. Levantarás el campamento y te dirigirás a Joktha, donde esperarás para regresar al Nansurium. Has dejado de ser un Hombre del Colmillo, Ikurei Conphas. En realidad, nunca lo fuiste.
El Exalto–General parpadeó estupefacto, como si fueran aquellas palabras las que le habían ofendido y no las anteriores. Aquel hombre, pensó Cnaiur, tenía algún defecto en el alma, como había dicho el dunyaino.
—¿Por qué? —preguntó el Exalto–General recobrando la fuerza de su vieja voz—. ¿Por qué debería acceder a esas demandas?
Kellhus se puso en pie y se acercó a él.
—Porque lo sé —dijo descendiendo del estrado. Por alguna razón, aunque se alejó de la luz de los faroles, su porte milagroso no se alteró. Arrastraba toda la luz hacia sí—. Sé que el Emperador ha firmado tratados con los infieles… Sé que estás planeando traicionar a la Guerra Santa antes de la reconquista de Shimeh.
Conphas se encogió ante su aspecto y retrocedió hasta que le detuvieron los brazos de los fieles. Cnaiur reconoció a algunos de ellos —Gaidekki, Tuthorsa, Semper—; sus ojos brillaban con algo más que odio. Por algún motivo, parecían tener mil años, ancianos en su certidumbre.
—Porque —continuó Kellhus, empequeñeciéndole— si no acatas lo exigido haré que te desuellen y te cuelguen en las puertas de la ciudad.
El tono de su voz era tal que «desollar» y las imágenes despellejadas que invocaba parecieron flotar en el aire durante unos instantes.
Conphas le miró horrorizado. Le temblaba el labio inferior y su cara se tornó un sollozo sordo, volvió a recomponerse y se rompió de nuevo. Cnaiur se agarró el pecho. ¿Por qué corría tanto su corazón?
—Liberadle —murmuró el Profeta Guerrero. El Exalto–General salió corriendo por la puerta de entrada, protegiéndose la cara, agitando las manos como si estuvieran lapidándole.
De nuevo, Cnaiur estaba al margen de las maquinaciones del dunyaino.
Las acusaciones de traición, sabía él, probablemente no eran más que una treta. ¿Qué ganaría el Emperador ayudando a sus ancestrales enemigos? Todo lo que había trascendido, comprendió Cnaiur, había sido premeditado. Todo. Cada palabra, cada mirada, cada percepción, todo tenía alguna función… Pero ¿cuál? ¿Hacer de Ikurei Conphas un ejemplo? ¿Deshacerse de él? ¿Por qué no limitarse a cortarle la cabeza?
No. De todos los Grandes Nombres, solamente Ikurei Conphas, el célebre León de Kiyuth, poseía la fuerza y el carácter necesarios para mantener la lealtad de sus hombres. Kellhus no toleraría competidores, pero tampoco arriesgaría lo que quedaba de la Guerra Santa con un conflicto interno. Eso era lo que en realidad había salvado la vida del Exalto–General.
Kellhus se había retirado y los Hombres del Colmillo se levantaban y desperezaban en las gradas, hablando, riendo, haciendo preguntas. Cnaiur se sorprendió de nuevo observándoles atentamente. Sabía que los inrithi superarían las dificultades cuantas veces fuera necesario, con el ánimo reforzado por la carencia de impurezas. Pero él también sabía…
La estación seca no había terminado. Quizá nunca terminaría.
El dunyaino sacrificaba a los tercos de su rebaño.
Tratando de permanecer inmóvil entre la aglomeración de cuerpos, Proyas escudriñó de nuevo la muchedumbre en busca del scylvendio. El Profeta Guerrero se había retirado sólo un momento antes entre estruendosas aclamaciones. Ahora, los Señores de la Guerra Santa hablaban entre ellos, intercambiando exclamaciones de hilaridad e indignación. Había mucho que discutir: la trama descubierta de Ikurei, las Columnas Nansur expulsadas de la Guerra Santa, el Exalto–General humillado, degradado…
—¡Apuesto a que habrá que cambiarle el Taparrabos Imperial! —gritó Gidekki en mitad de un grupo de nobles conriyanos. La risa estalló en la atestada antecámara. La atmósfera era a la vez despiadada y bondadosa, aunque no, observó Proyas, exenta de preocupación. Las miradas triunfales, las declaraciones estridentes, los gestos ávidos y las protestas, todo dejaba entrever lo, reciente de su conversión. Pero también había algo más, algo que Proyas sentía que le acechaba en las inmediaciones de su dolorido rostro.
Miedo.
Quizá fuera de esperar. Como tanto le gustaba observar a Ajencis, las costumbres regían las almas de los hombres. Mientras el pasado gobernara el presente, se seguiría dependiendo de sus hábitos. Pero el pasado había sido subvertido, y ahora los Hombres del Colmillo se encontraban atrapados en juicios y preceptos en los que ya no podían confiar. Habían aprendido que la metáfora podía aplicarse también al revés, comprendía Proyas: para renacer es preciso matar lo que se es.
Parecía un precio muy pequeño, ridiculamente pequeño, comparado con lo que habían conseguido.
Sin lograr localizar al scylvendio, Proyas distinguió entre las caras de los que habían condenado a Kellhus y los que no lo habían hecho. Muchos, como Ingiaban, permanecían en calma entre los arrebatos, con los ojos bien abiertos a causa del arrepentimiento, con los labios apretados a causa del disgusto. Pero otros, como Athjeari, hablaban con la bravuconería de los justificados. Observándoles, Proyas sintió que la envidia le atenazaba y le obligaba a bajar y apartar la mirada. Nunca le había abrumado tanto la necesidad de deshacer. Ni siquiera con Achamian.
¿Cómo se le había ocurrido? ¿Cómo era posible que un hombre como él, que había martilleado meticulosamente su corazón hasta darle la forma de la piedad, había estado tan cerca de asesinar a la mismísima voz de Dios?
Aquella idea todavía le mareaba y le avergonzaba hasta sentir náuseas.
La convicción, por muy narcótica que fuera, no equivalía a la verdad. Era una dura lección, más dura todavía por su asombrosa evidencia. A pesar de las exhortaciones de reyes y generales, a pesar de los innumerables legos, la convicción hasta la muerte era barata. A fin de cuentas, los fanim se arrojaban contra las lanzas de sus enemigos con la misma facilidad que los inrithi. Alguien debía estar engañado. ¿Qué aseguraba que ese alguien fuera otro? Dada la manifiesta debilidad de los hombres, dada la larga sucesión de falsas ilusiones que constituía su historia, ¿qué podría ser más ridículo que proclamarse el menos engañado o incluso el poseedor del conocimiento absoluto?
Y hacer de ese obvio engreimiento el motivo de la condena… del asesinato…
Proyas no había llorado en toda su vida como lo había hecho a los pies del Profeta Guerrero. Y es que él, que había condenado la avaricia en todas sus formas, había demostrado ser el más avaricioso de todos. Nada había codiciado tanto como la verdad, y como la verdad lo había esquivado tan inequívocamente, había vuelto a sus convicciones. ¿De qué otra forma podría haber sido cuando se había pasado la vida humillándose ante ellas, cuando le ofrecían el lujo del juicio?
Cuando eran lo que él era.
La promesa de renacimiento era al mismo tiempo una amenaza de asesinato, y Proyas, como muchos otros, había optado por matar antes que morir.
—Silencio —dijo el Profeta Guerrero. Sólo habían pasado unas horas desde que habían bajado a Kellhus del Umiaki. La sangre todavía empapaba los vendajes de sus muñecas formando anillos negros—. No tienes por qué llorar, Proyas.
—¡He intentado matarte!
Una sonrisa beatífica, en contraste con el dolor al que contradecía.
—Todos nuestros actos surgen de lo que creemos que es verdad, Proyas, de lo que creemos conocer. La conexión es tan fuerte, tan irreflexiva, que cuando esas cosas que necesitamos que sean verdad son amenazadas, tratamos de hacerlas verdad con nuestros actos. Condenamos al inocente para hacerle culpable, y ensalzamos al perverso para hacerle sagrado. Como la madre que continúa cuidando a su hijo muerto, obramos movidos por el rechazo.
Kellhus se había detenido, sin respirar, como hacía con tanta frecuencia, como si estuviera en íntima comunión con voces que los otros casi podían oír. Levantó la mano con un gesto curioso, como si quisiera protegerse de palabras duras. Proyas todavía recordaba la sangre embadurnada como tinta en las líneas de la palma de su mano, negra contra el oro del halo que rodeaba sus dedos extendidos.
—Cuando creemos sin base ni causa, Proyas, lo único que tenemos es la convicción, y los actos de convicción se convierten en nuestra única demostración. Nuestras creencias se convierten en nuestro Dios, y nos sacrificamos por aplacarlas.
Y así, con esta facilidad, fue absuelto, como si ser conocido fuera ser perdonado…
Sin anunciarse, el scylvendio apareció destacando por encima de los que se arremolinaban a la entrada de la sala de audiencias. En lugar de camisa, llevaba un arnés hecho con monedas sujetas con un cordel de cuero, para que se le airearan las heridas, supuso Proyas. Llevaba el mismo cinturón recubierto de hierro de siempre sobre una falda negra de damasco. Sus brazos cubiertos de cicatrices parecían propios de una estatua, y Proyas vio que muchos se estremecían al verlas, como si las muertes que anunciaban fueran contagiosas. Sin excepción, los Hombres del Colmillo se apartaron a su paso como perros ante un tigre o un león.
Había algo en el scylvendio, sabía Proyas, que hacía que el pánico se introdujera incluso en los huesos de los que tenían el corazón de granito. Era más que su ascendencia bárbara, más que la fuerza salvaje que emanaba de cada fibra de su cuerpo, más incluso que el aire de inteligencia inquietante que daba aquella profundidad a su mirada. Había en Cnaiur urs Skiota una sensación de vacío, una ausencia de límites, que decía que cualquier brutalidad era posible.
El más violento de los hombres. Así le había llamado Kellhus. Y le había dicho a Proyas que tuviese cuidado…
«La locura le reclama.»
No por primera vez, Proyas pensó en la profunda herida que el bárbaro tenía en la garganta.
Mirándole a los ojos, Cnaiur se detuvo ante él con sus ojos glaciales y su desgreñada melena negra. Cuando Proyas le indicó que le siguiese, asintió secamente. Al girarse, Xinemus le cogió por el codo y el príncipe conriyano guió a ambos hombres por las galerías de cristal rojo del palacio de Sapatishah. Nadie dijo una palabra.
Deteniéndose bajo las alargadas sombras del patio de procesiones, se volvió hacia el scylvendio y se resistió al impulso de dar un paso más para alejarse de su alcance.
—¿Qué crees?
—Que Conphas se va a reír hasta quedarse dormido —dijo Cnaiur con desprecio—. Pero no me has llamado para preguntarme esto, ¿verdad?
—No.
—¿Proyas? —dijo Xinemus, comprendiendo lo inoportuno de su presencia—. Debo dejaros…
«Vino porque no había otro sitio al que ir.»
Cnaiur resopló.
El scylvendio, imaginó Proyas, no estaba muy interesado en el mutilado.
—No, Zin —dijo—. Confío en ti más que en ningún otro.
El bárbaro frunció el entrecejo con un repentino reconocimiento. Durante un instante, Proyas vio algo indócil en sus ojos; una furia incestuosa, como si el hombre se reprendiese a sí mismo por haber ignorado un peligro moral.
—Él te envió —dijo Cnaiur.
—Sí.
—Por Conphas.
—Sí… Permanecerás en Joktha con Conphas mientras la Guerra Santa continúa hasta Shimeh.
El scylvendio no dijo nada durante un largo rato, aunque su mirada y su pose traslucían una furia aulladora. El bárbaro incluso temblaba. Al final, dijo con una calma desconcertante:
—Voy a ser su niñera.
Proyas respiró profundamente y frunció el entrecejo ante los ruegos de algunos transeúntes.
—No —respondió bajando la voz— y sí…
—¿Qué quieres decir?
—Vas a matarle.
El olor de flores en la oscuridad.
—Espérale aquí —dijo el ayudante, y después, sin mediar palabra, regresó por el camino por el que habían llegado hasta allí. Al cerrarse las puertas rechinó una bisagra.
Iyokus miró a través de la arboleda, aunque la oscuridad entre los árboles confundió sus ojos. La luz de la luna bañaba el lugar como una pálida copia del sol, iluminando las copas en floración. Las flores eran azules y negras.
No estaba solo. Iyokus sabía que habían apostado a unas dos docenas de arqueros Chorae en los pórticos que rodeaban la arboleda. Incluso ahora le observaban con las cuerdas tensas.
Era una medida comprensible, especialmente después de los acontecimientos recientes.
Iyokus apenas podía dar crédito a lo que había visto y oído aquel día. Había albergado muchos temores en el transcurso de su viaje desde Shigek. Los desgarradores relatos de lo que la Guerra Santa —y, por extensión, los Chapiteles Escarlata— habían soportado le habían llenado de temor y de premoniciones de catástrofes. Mientras el piloto guiaba la nave por el puerto de Joktha, cinco días antes, él se preparaba para afrontar tantas revelaciones desastrosas como se presentasen…
Pero sin duda no aquélla. La Guerra Santa se plegaba a los caprichos de un profeta vivo. El Consulto hecho realidad, ¡el Consulto!
Y sin embargo, Iyokus había sido siempre un hombre meticuloso, desde mucho antes de que la chanv envolviera su corazón con sus fríos y lujuriosos espirales. Entendía que las cosas tienen su propio orden intrínseco. Tardaría días en comprender las extraordinarias peculiaridades de su nueva situación, e incluso más para ver lo que implicaban. No perdería la esperanza, como Eleazaras parecía haberlo hecho, antes de comprenderlo todo. No se hundiría bajo su peso.
Qué pérdida. Eli había sido un gran hombre, un Gran Maestro inspirado… antes. Habría que consultar con los otros altos rangos, y quizá elegir a alguien nuevo, alguien… racional. Pero antes tenía que sondear al llamado Profeta Guerrero. El hombre con un nombre de dos mil años de antigüedad: Anasurimbor.
Por primera vez, Iyokus se percató de los grandes dólmenes de piedra que destacaban a la luz de la luna de la oscuridad que había entre los árboles, y por un momento pensó en la gente, muerta hacía ya mucho tiempo, que los había erigido. Los vestigios como aquéllos, pensó, eran recuerdos del pasado y testigos del presente. Hablaban de un tiempo en que aquellas colinas no circundaban una inexistente Caraskand, de un tiempo en que sus propios antepasados deambulaban por las infinitas llanuras, más allá del Gran Kayarsus. Poner los ojos en aquellos monumentos, verlos de verdad, era comprender las descomunales dimensiones de lo que había sido olvidado.
Iyokus siempre había lamentado el hecho de que, para los Chapiteles Escarlatas, el pasado fuera poco más que un recurso, algo de lo que saquear su conocimiento y autoridad. Para sus hermanos, las ruinas eran canteras, nada más. En su deseo de proclamar su superioridad sobre el Mandato, habían llegado a hacer de su olvido una virtud. «El pasado no puede comprarse —decían— y el futuro no puede enterrarse.»
Aquello, sospechaba, iba a cambiar. El No Dios. El Segundo Apocalipsis… ¿Y si aquellas cosas fueran reales?
La sola idea asustó a Iyokus. Las imágenes le dolían en el alma: cadáveres meciéndose en el río Sayut, Carythusal ardiendo como una escena morbosa de Las sagas, dragones descendiendo sobre sus consagrados Chapiteles…
«Lo primero es lo primero —se recordó—. Presteza en el pensamiento. Paciencia en el conocimiento…»
Una suave brisa descendió sobre la arboleda. Silbó entre los árboles e hizo revolotear miles de pétalos en el aire. Durante un momento, trazaban su trayectoria y se arremolinaban en ráfagas, del mismo modo en que los restos de un naufragio revelan las corrientes del agua. Iyokus supo que debían ser hermosos. Después percibió la Marca… otro hechicero acercándose entre las oscuras hileras de manzanos.
¿Quién? Iyokus reprimió el impulso de iluminar el patio al recordar el Chorae con que le apuntaban. Escudriñando en la oscuridad, percibió una silueta imprecisa caminando entre las ramas negras y vislumbró a la luz de la luna la frente y la mejilla izquierda de una cara barbada.
Sí. Otro rumor transformado en un hecho enloquecido: el Maestro del Mandato servía al Príncipe Kellhus como Visir. Le enseñaba el Gnosis. La absurdidad parecía no tener fin.
—Achamian —gritó Iyokus. Cómo debía de dolerle, pensó, tener que tratar con los que habían sido tan injustos con él. Iyokus le había dicho a Eleazaras que secuestrarlo no traería nada bueno. ¡Cuántos errores de cálculo! Era un milagro que la Escuela todavía tuviera la fuerza que tenía.
Más sombra que hombre, Achamian se detuvo a unos quince pasos y miró a Iyokus por entre las ramas. Su voz era dura.
—Si un ojo te ofende Iyokus…
Una ráfaga de terror golpeó al adicto a la chanv. ¿Qué era aquello? El aviso de Eleazaras sonó en sus oídos. «Cuidado con el Maestro del Mandato…»
—¿Dónde está el Príncipe Kellhus?
La silueta permaneció inmóvil.
—Está indispuesto.
—Pero me dijeron… —empezó Iyokus. Su respiración se tornó fría y dura alrededor de su corazón. Comprendió que Eleazaras lo sabía. «Me ha entregado a ellos… Por eso…»
—Te engañaron —dijo el Maestro del Mandato.
—¿Qué quieres dec…?
—¿Te acuerdas de lo que sentiste aquella noche en Iothia? Tuviste que oírme yendo a por ti. Tuviste que oír a los demás pidiéndote ayuda.
Había habido pesadillas.
—¿Qué es esto? —exigió el Maestro de Espías—. ¿Qué pasa aquí?
—Te ha entregado, Iyokus. A mí. El Profeta Guerrero. Pedí venganza. Se lo rogué.
De alguna manera, Achamian había farfullado algo entre aquellas palabras, y sus ojos y su boca refulgían incandescentes.
—Y él aceptó.
Iyokus se puso tenso.
—¿Se lo rogaste?
Los ojos llenos de fuego asintieron con un gesto oculto. Las ramas y las flores rojo sangre resaltaban en la oscuridad.
—Sí.
—Pero —dijo Iyokus— yo no.
Había reglas para los hechiceros que se encontraban en situación de inferioridad, reglas que Iyokus no seguía. No había retirada posible, no mientras su muerte estuviese en las cuerdas de los arcos que le rodeaban. Le habían atrapado.
Igual que a Achamian en la Biblioteca Sareótica.
Una torreta de piedra traslúcida se hizo visible a su alrededor: sus Guardas reflexivas. El aire reverberaba con su arcana canción, como un contrapunto gutural a las cadencias más afiladas de Achamian.
A cada lado del Maestro del Mandato, surgieron de la nada dos nubarrones negros, ambos ladeados hacia el hechicero: las Tormentas Gemelas Houlari. Una llamarada. Los rayos incandescentes Gossamer danzaban con espasmos en las Guardas esféricas de Achamian. Sombras extrañas se balanceaban a los pies de las columnatas circundantes. En el espacio del interior del pórtico, alrededor del Chorae, brilló una luz momentánea. Achamian, blanco como la sal detrás de sus abstractas defensas, continuó salmodiando.
La sangre de Iyokus se aceleró, su desesperación quedó uncida a los torturados significados que caían del alma a la voz. La pasión se volvió semántica, y la semántica se volvió real. La luz se bifurcaba y destellaba, con una furia redoblada, hasta que Achamian pareció un fantasma suspendido en un sol medio enterrado. Las ramas de los árboles se quebraron. Las flores explotaron hacia el cielo, giraron como mariposas de luz contra el firmamento. Los árboles circundantes ardieron en llamas, convirtiéndose en brillantes pilares de fuego. Los dólmenes pasaron del negro al naranja.
Achamian dio un paso adelante entre los árboles carbonizados.
Horrorizado, Iyokus comprendió que Achamian estaba jugando con él. El adicto a la chanv abandonó el Houlari y se aferró a la gran arma de su Escuela: la Cabeza de Dragón.
Por encima de él se materializó un extraño cuello. Las fauces ocultas se abrieron y vomitaron una catarata de fuego dorado. Cantando a gritos su canción, Iyokus observó cómo el diluvio de fuego topaba con las Guardas del hechicero. Cuerdas de fuego descendían y se extendían, como si hubieran arrojado aceite hirviendo sobre una esfera de cristal. También había grietas, fracturas de las que manaban láminas verticales de luz tenue.
El dragón vomitó de nuevo, iluminando la arboleda, disparando nubes de pétalos blancos contra el cielo. El Maestro del Mandato continuó avanzando entre las espirales de llamas, cantando aquella absurda e incomprensible canción. Las fracturas se multiplicaban, se hacían más profundas.
Iyokus gritaba las palabras, pero había un destello de algo más brillante que la luz. La pura administración de fuerza no alterada por la imagen o la interpretación.
Las geometrías flotaban en el aire. Parábolas de un blanco deslumbrante, balanceándose con líneas perfectas, convergiendo sobre su Guarda. Piedras fantasmales temblaban y crujían, rompiéndose como la pizarra bajo el martillo…
Una fulgor cegador, después…
Haciendo caso omiso de la oscuridad, el Caudillo utemot cabalgó desde la Puerta de Cuernos hasta las circundantes colinas de Enathpaneah. Ató el caballo, un ejemplar eumarnano negro que había obtenido tras la destrucción de las huestes de los Padirajah, y encendió una hoguera en la cima de un promontorio que dominaba la ciudad. El vacío de su estómago se había desplazado hasta su pecho, donde se detuvo clavándole las zarpas, como el cuervo que la loca de su abuela decía que vivía en su pecho. Se echó durante un rato, con la espalda contra una roca todavía caliente y los brazos extendidos, balanceándolos, con los dedos entre la hierba. Saboreó la noche templada y respiró. Poco a poco, el cuervo dejó de martirizarle.
Y pensó: «Cuántas estrellas».
Ya no pertenecía al Pueblo. Era más. No había ningún pensamiento en el que no pudiera pensar. Ni acciones que no pudiera realizar. Ni labios que no pudiera besar… Nada le estaba prohibido.
Se quedó dormido observando el espacio negro, infinito. Soñó que estaba con Serwe, en el Circunfijo, que la apretaba contra él, que estaba dentro de ella. No creyó que hubiese un acto más profundo que aquél.
«Estás loco —susurraba ella, con la respiración húmeda por la urgencia.»
«Soy tuyo —gemía él con palabras entrecortadas—. Eres el único camino que me queda.»
La sonrisa burlona de un cadáver se hizo visible. «Pero estoy muerta.»
Aquellas palabras le golpearon como una piedra y se despertó acurrucado y medio desnudo sobre la hierba. Adormilado y entumecido, se incorporó tambaleándose mientras se quitaba los restos de broza de la piel. ¿Qué eran aquellos sueños? ¿Qué clase de hombre…?
Entonces la vio.
Estaba junto al fuego, con un sencillo vestido de hilo y la piel naranja, ágil, perfecta como una diosa inrithi conjurada desde las llamas. Sus ojos brillaban con conflagraciones en miniatura. Cascadas de pelo le caían sobre las mejillas y la barbilla, rubias como esclavas…
Serwe.
Cnaiur sacudió la cabeza y la melena, se agarró las mejillas. Abrió la boca sin conseguir respirar. El viento parecía glacial.
Serwe.
Ella sonrió y después desapareció en la oscuridad que la envolvía.
Corrió tras ella gruñendo, sin esperar encontrar nada. Deteniéndose donde había estado, removió la hierba con el pie, como si buscase una moneda perdida o una arma. La imagen de su huella le hizo caer sobre sus rodillas.
—Serwe —gritó escudriñando la oscuridad y caminando a trompicones—. ¡Serwe!
Entonces la vio de nuevo, saltando de roca en roca por la oscura ladera, plateada bajo la luna. De repente todo el mundo pareció abrupto, una concatenación de acantilados. Vislumbró cómo su silueta se deslizaba entre dos grandes rocas. Caraskand se desplegaba en la distancia, más abajo, en un laberinto turquesa y negro. Cnaiur se precipitó colina abajo, saltando al vacío, cayendo sobre unas yucas y tropezando en un revoltijo de ramas. Una bandada de tordos explotó hacia el cielo negro, aullando. Se incorporó y siguió corriendo, sin respirar, sin pulso; sus pies encontraban como por arte de magia su camino en el terreno accidentado.
—¡Serwe!
Se detuvo entre las rocas escudriñando el terreno iluminado por la luna. ¡Allí! Su figura esbelta, corriendo como una liebre a los pies la colina.
Con la hierba rozándole las espinillas, seguía avanzando a grandes zancadas, como un lobo tras su presa. En su carrera, resbaló sobre la gravilla del suelo y cayó. De nuevo se levantó, precipitándose hacia la figura distante, con los brazos cubiertos de cicatrices balanceándose a cada lado de su cuerpo, el pecho palpitante y la barbilla cubierta de saliva. La noche rugía. Pero no podía acortar la distancia. Ahora Serwe corría por tierra de barbecho y desapareció tras un prado dividido en terrazas.
—¡Eres mía! —aulló.
Ante él, Caraskand fue creciendo hasta llenar el horizonte de calles tortuosas e innumerables tejados. Los bastiones delanteros de las Murallas Triámicas se aproximaban, cada vez más grandes, tragándose los barrios más cercanos de la ciudad. Poco después, sólo podían verse las cumbres y sus edificios monumentales.
De nuevo vislumbró su figura, justo antes de que desapareciera en la oscuridad de un olivar. Corrió tras ella entre la maraña de ramas hasta el final del olivar, donde se encontró en el campo de batalla, cerca de los restos de un establo incendiado. Serwe era poco más que una hebra blanca ascendiendo por las laderas de campos yermos, dirigiéndose hacia las pilas a las que habían arrojado a los fanim muertos.
Por un momento, una parte de él se desesperó. La cabeza le daba vueltas y las extremidades le ardían por la tensión del esfuerzo. Estaba sin aliento, y sin embargo las piernas todavía golpeaban la tierra surcada. La luna proyectaba su sombra ante él, y él corría tras ella con los miembros temerarios, saltando sobre caballos muertos y pisando alfombras de tréboles primaverales. La perdió de vista entre los muertos, pero de algún modo supo que ella esperaría.
Parecía que había dejado de respirar, pero notó el olor de los muertos a medida que ascendía por el barbecho de la última ladera. El olor fétido pronto se volvió insoportable. El hedor fuerte y agrio le arrancó convulsiones a su estómago. Tenía un sabor que sólo se percibía en la base de la lengua.
«Tan sagrado.»
Cayó sobre sus rodillas sintiendo arcadas, y después se encontró andando a trompicones por un paisaje lleno de cadáveres. En algunos lugares cubrían completamente la tierra, formando un macramé de miembros desgajados, pero en otros estaban apilados por docenas, incluso por centenares, en pilas de las que salía, por la base, algo parecido a aceite de hueso. La luz de la luna caía sobre la piel desnuda, brillaba sobre los dientes expuestos de innumerables bocas abiertas y escudriñaba sus cavidades.
La encontró sola en un claro surcado por los rastrillos que habían utilizado para agrupar a los muertos. Estaba vuelta de espaldas. Se acercó con cautela, maravillado ante su belleza pesadillesca. Tras ella, por encima de una cortina negra de árboles, se divisaban las llamas de un fuego en lo más alto de una de las torres de Caraskand.
—Serwe —dijo jadeando.
Ella se dio la vuelta y su rostro se retorció, como si le hubieran cubierto el cráneo de serpientes. Cnaiur corrió hacia ella y se le echó encima, y durante un instante se encontró dentro de su expresión imposible, vio sus encías rosadas y húmedas y unos ojos salvajes desprovistos de párpados. Los dos rodaron entre los muertos hasta que él consiguió liberarse con un rugido inarticulado. Se tambaleó, echándose hacia atrás…
No había tiempo para el horror.
Ella se dio la vuelta en el aire y algo hizo explosión en la mandíbula de Cnaiur, que cayó de cabeza contra los cadáveres. En medio del barullo, se agarró a una fría mano para tratar de levantarse. Tropezó con un torso hinchado y se incorporó contra el montón de caras muertas.
El espía–piel le contempló y ajustó sus rasgos a los de otro. Mientras Cnaiur le miraba, el pelo rubio caía desde su calva como una cascada, movido por la brisa, y por alguna razón, aquello le pareció lo más espantoso de todo.
Permaneció de pie, con la piel brillante por el sudor, respirando con dificultad. Estaba desarmado, y aunque una parte de él se lo había recordado desde el principio, pareció no darse cuenta de ello hasta entonces. «Estoy muerto.»
Pero aquello volvió al cielo en vez de atacar, arrastrado por el sonido de las alas al batir.
Cnaiur siguió su mirada y vio a un cuervo descendiendo en la oscuridad. A la derecha del espía–piel yacía un cadáver, ladeado sobre una pila. Tenía los codos doblados hacia atrás y la cara vuelta hacia Cnaiur; los ojos le supuraban en las cuencas hundidas y tenía los labios desplazados por las negras encías. El pájaro se posó en su mejilla gris. Le miró con cara humana y blanca, no más grande que una manzana.
Cnaiur soltó una maldición, dio un traspié. ¿Qué nueva atrocidad era aquélla?
—Viejo —dijo la diminuta cara con voz aflautada—. Viejo es el pacto entre nuestros pueblos.
Cnaiur lo miró horrorizado.
—Yo no pertenezco a ningún pueblo —dijo perplejo.
Un vertiginoso silencio siguió a aquellas palabras. La cara le miraba con expresión expectante, como si se viera forzada a revisar ciertos supuestos vigentes desde mucho tiempo.
—Quizá —dijo—, pero algo te une a él. De no ser así no lo habrías salvado. No habrías matado a mi hijo.
Cnaiur escupió.
—Nada me une a nadie.
La pequeña cara miró a un lado, curiosa como un pájaro.
—Pero el pasado nos une a todos, scylvendio, como está el arco unido al vuelo de una flecha. Todos hemos sido derribados, nos hemos levantado y nos hemos liberado. Lo único que queda es ver dónde nos posamos… ver si damos con la verdad.
Cnaiur no podía respirar. El simple hecho de mirar la cara era agónico, como si todo parloteara con un millón de dientes que mastican. Todo real. ¿Por qué nada era sencillo? ¿Por qué nada era puro? ¿Por qué el mundo seguía acumulando indignidades sobre él, y obscenidades sobre…? ¿Cuánto tenía que soportar?
—Sé a quién persigues.
—¡Mentiras! —dijo Cnaiur indignado—. ¡Mentiras sobre mentiras!
—Él vino a encontrarte, ¿verdad? El padre del Profeta Guerrero. —La cara de la criatura mostró una diminuta y divertida expresión—. El dunyaino.
El Caudillo utemot miró aquella cosa, atormentado por un coro de pasiones en conflicto: confusión, indignación, esperanza… Al final recordó el único camino que quedaba —el único camino verdadero— aunque su corazón lo había conocido desde siempre. La única certeza.
Odio.
Se calmó.
—La persecución ha terminado —dijo—. La Guerra Santa marchará mañana sobre Xerash y Amoteu. Yo me quedaré atrás.
—Te han reubicado, nada más. En el benjuka, cada cambio anuncia una nueva regla. —La pequeña cara le miró; su cabeza calva brillaba bajo la blanca luna—. Nosotros somos esa nueva regla, scylvendio.
Ojos diminutos e imposiblemente viejos. Un indicio de fuerza retumbaba en venas, corazón y huesos.
—Ni siquiera los muertos escapan del Plato.
Cuando Achamian encontró a Xinemus en sus aposentos, el Mariscal estaba más borracho que nunca.
Xinemus tosió, un sonido parecido al de la gravilla al impactar contra la madera.
—¿Lo hiciste?
—Sí.
—Bien, ¡bien! ¿Te hizo daño? ¿Te hirió?
—No.
—¿Los tienes?
Achamian se detuvo, inquieto porque Xinemus no había dicho de nuevo «Bien» después de su segunda respuesta. «¿Quiere que sufra?»
—¿Los tienes? —exclamó Xinemus.
—S–sí.
—Bien —dijo Xinemus. Se levantó de la silla, aunque con la misma indiferencia con que parecía hacerlo todo ahora que no tenía ojos—. ¡Dámelos!
Había gritado aquellas palabras como si Achamian fuese un Caballero de Attrempus.
—No… —Achamian tragó saliva—. No comprendo…
—Déjalos… ¡Déjame!
—Zin… ¡Tienes que ayudarme a comprender!
—¡Vete!
Achamian empezó a retirarse ante la intensidad de su grito.
—De acuerdo —masculló dirigiéndose a la puerta. El estómago le daba vueltas como si el suelo se meciera al compás el mar—. De acuerdo. —Abrió la puerta de un tirón, aunque por alguna razón permaneció quieto durante un brevísimo instante; a continuación, dio un portazo como si estuviera marchándose furioso. No respiraba, miraba cómo su amigo se daba la vuelta y se dirigía a la pared, tanteando el aire ante sí con la mano izquierda y sujetando fuertemente el trapo manchado de sangre con la derecha.
—Por fin —masculló Xinemus sollozando, o quizá riendo—. Por fiiinnn.
Estampó las palmas de las manos y los dedos contra la pared y caminó hacia su izquierda dejando un rastro de huellas ensangrentadas sobre los paneles de cera, y después sobre la escena pastoral nilnameshi. Cuando alcanzó el espejo se detuvo, cogió el marco de marfil y lo situó frente a él. Se quedó inmóvil; tanto, que Achamian temió que oyese su respiración, que él mismo oía con fuerza. Durante un instante pareció que Xinemus estuviera mirando las flemáticas cuencas donde sus ojos reían en el pasado. Había un aire de añoranza en su ciego escrutinio.
Horrorizado, Achamian lo vio toqueteando torpemente el trapo. A continuación se llevó las manos a las cuencas. Cuando las retiró, los ojos llorosos de Iyokus miraron desde las falanges de piel irritada.
Las paredes y el techo se estremecieron.
—¡Abrid! —gritó el Mariscal de Attrempus. Pasó su mirada muerta y ensangrentada por la habitación, deteniéndola frente a Achamian—. ¡Aaabrid!
Y se puso a deambular desesperadamente por sus aposentos.
Achamian se deslizó por la puerta y escapó.
Eleazaras agarró firmemente a su amigo en la oscuridad, balanceándolo hacia atrás y hacia adelante, sabiendo que sostenía en sus brazos una oscuridad mucho mayor.
—Shhh…
—E–Eli —dijo jadeando su Maestro de Espías. El hombre se agitaba y lloriqueaba, aunque parecía ir calmándose en su angustia—. ¡Eli!
—Shhh, Iyokus. ¿Recuerdas lo que es ver?
Un estremecimiento le sacudió. La cabeza translúcida negó torpemente. Tenía las vestiduras de hilo manchadas de sangre y sobre su mejilla transparente se apreciaban unas líneas oscuras.
—Las palabras —dijo Eleazaras entre dientes—. ¿Te acuerdas de las palabras?
En la hechicería, todo depende de la pureza del significado. ¿Quién sabía qué ceguera podía servir?
—S–sííí.
—Entonces estás entero.