2

Caraskand

Os digo que la culpabilidad no está en ningún sitio, sino en los ojos del acusador. Esos hombres lo saben incluso cuando lo niegan; por eso es por lo que a menudo hacen del asesinato su absolución. La verdad del crimen no reside en la víctima, sino en el testigo.

Hatatian, Exhortaciones

Principios de primavera, año del Colmillo 4112, Caraskand

Sirvientes y funcionarios gritaban y se dispersaban mientras Cnaiur pasaba junto a ellos con su rehén. Los Alarums se encontraban por todo el palacio —les oía gritar—, pero ninguno de aquellos idiotas sabía qué hacer. Había salvado a su adorado Profeta. ¿No le hacía eso también a él divino? Habría reído si su expresión desdeñosa no hubiera sido una cosa de hierro. ¡Si lo supieran!

Se detuvo en un cruce de pasillos de mármol y tiró de la muchacha, a quien tenía cogida por la garganta.

—¿Por dónde? —gruñó.

La muchacha sollozó y jadeó mirando con ojos llenos de pánico pasillo abajo, a su derecha. Él se había hecho con una esclava kianene, sabedor de que se preocuparía más por su piel que por su alma. El veneno había hecho un efecto excesivo en los Zaudunyani.

El veneno dunyaino.

—¡Puerta! —gritó ella sintiendo arcadas—. Allí, ¡allí!

El tacto del cuello de ella en su maño era agradable, como el de un gato o un perro débiles. Le recordaba los días de peregrinación, en su otra vida, cuando estrangulaba a los que violaba. Sin embargo, no la necesitaba, así que aflojó la presión de la mano y observó cómo se tambaleaba hacia atrás y después se caía, con la falda torcida, sobre el suelo negro.

Surgieron gritos de las galerías que quedaban a su espalda.

Corrió hacia la puerta que ella le había indicado y la abrió de una patada.

La cuna, tallada en una madera que parecía una roca negra, estaba en el centro de la habitación. Le llegaba a la altura de la cintura. Las sábanas eran de seda y colgaban de un único gancho sujeto al techo pintado con frescos. Las paredes eran ocres y la luz de la lámpara tenue. La habitación olía a sándalo y no había indicio alguno de suciedad.

El mundo pareció callarse cuando rodeó la cuna. No dejó ninguna marca en los paisajes urbanos tejidos en la alfombra de lana que había bajo sus pies. Las luces de las lámparas parpadeaban, pero nada más. Se aproximó a la cuna —que ahora estaba entre él y la puerta— y separó la gasa con la mano derecha.

Moenghus.

Tenía la piel blanca. Todavía era pequeño para cogerse los dedos de los pies. Los ojos ausentes y lúcidos al mismo tiempo, como sólo puede tenerlos un niño. El penetrante blanco–azul de la Estepa.

«Mi hijo.»

Cnaiur extendió dos dedos y vio las cicatrices que cubrían su antebrazo. El bebé agitó las manos y, como por accidente, cogió uno de los dedos de Cnaiur, apretándolo con fuerza, como un padre o un amigo en miniatura. Sin mediar aviso, su cara enrojeció, se pobló de arrugas, farfulló y empezó a gemir.

¿Por qué, se preguntó Cnaiur, iba el dunyaino a querer a ese niño? ¿Qué había visto en él? ¿De qué utilidad podía serle?

No había ningún intervalo entre el mundo y el alma de un niño. Ni engaños. Ni idioma. El gemido de un niño no era más que su hambre. Cnaiur pensó que si lo abandonaba se convertiría en un inrithi, pero que si se lo llevaba y cabalgaba hacia la Estepa con él sería un scylvendio. Y los pelos se le pusieron de punta, puesto que había magia en ello, incluso condenación.

Aquel gemido no siempre sería uno con el hambre del niño. El intervalo se ampliaría y los caminos entre su alma y su expresión se multiplicarían, se volverían más y más insondables. Aquella necesidad singular se descompondría en mil ramificaciones del deseo y la esperanza anudadas en torno a mil nódulos de miedo y pena. Se estremecería bajo la mano levantada del padre, suspiraría ante la caricia de la madre. Sería lo que las circunstancias exigieran que fuese. Inrithi o scylvendio.

No importaba.

Repentinamente, inverosímilmente, Cnaiur comprendió lo que el dunyaino había visto: un mundo de hombres niños, con sus gemidos convertidos en palabras, en idiomas, en naciones. Kellhus era capaz de ver la dimensión del intervalo, podía seguir los mil caminos. Y aquello era su magia, su hechicería: podía cerrar el intervalo, responder al gemido… Hacer a las almas una sola cosa con su expresión.

Como su padre antes que él. Moenghus.

Estupefacto, Cnaiur miró la figura que pataleaba, sintió los tirones de su pequeña mano en el dedo. Y se dio cuenta de que, aunque el niño había surgido de sus entrañas, era más su padre que al revés. Era su origen, y él, Cnaiur urs Skiotha, no era más que una de sus posibilidades, un gemido transformado en un coro de gritos torturados.

Recordó una casa de campo en el Nansurium, ardiendo con un resplandor que ennegrecía la noche circundante. Revoloteando con los gritos alegres de sus primos, ensartó a un bebé con la punta de la espada…

Cnaiur liberó su dedo. Al cabo de un momento, Moenghus calló.

—Tú no eres de la tierra —dijo Cnaiur, levantando el puño cubierto de cicatrices.

—¡Scylvendio! —gritó una voz. Se volvió y vio a la puta del hechicero en el quicio de la puerta de una habitación contigua. Durante un brevísimo instante se miraron, igualmente atónitos.

—¡No lo harás! —gritó ella de pronto, con una voz estridente a causa de la furia. Entró en la habitación. Cnaiur retrocedió, alejándose de la cuna sin aliento, aunque pareció que ya no lo necesitara.

»Es todo lo que queda de Serwe —dijo Esmenet con la voz cautelosa, más conciliadora—. Todo lo que queda… la prueba de que existió. ¿También quieres despojarla de ello?

«Su prueba».

Cnaiur miró a Esmenet horrorizado; después miró al niño, que se movía entre las sábanas de seda azul.

—¡Pero su nombre! —oyó que gritaba alguien. La voz era demasiado femenina, demasiado débil para ser la suya.

«Algo extraño me está sucediendo… Algo extraño…»

Ella frunció el entrecejo y pareció que iba a hablar, pero en aquel instante el primero de los guardias, ataviado con la capa verde y oro de los Cien Pilares, irrumpió por la puerta que Cnaiur había abierto de una patada.

—¡Enfundad las armas! —gritó ella cuando los demás guardias hubieron irrumpido en la habitación—. ¡Enfundadlas! —repitió. Y así lo hicieron, aunque sus manos permanecieron listas sobre las empuñaduras. Uno de los guardias, un oficial, empezó a protestar, pero Esmenet lo silenció con una mirada furiosa—. El scylvendio ha venido sólo a arrodillarse —dijo ella volviendo su cara maquillada hacia Cnaiur—. A rendir homenaje al primer hijo nacido del Profeta Guerrero.

Cnaiur descubrió que estaba arrodillado ante la cuna con los ojos inexpresivos, secos y muy abiertos.

Parecía que nunca hubiera estado de pie.

Xinemus se sentó a la desvencijada mesa de Achamian ante una pared cuyo fresco hacía tiempo que había perdido su esplendor. Aparte de un leopardo atravesado por una lanza, lo único que quedaba eran ojos y miembros dispuestos al azar.

—¿Qué éstas haciendo? —preguntó.

Achamian ignoró intencionadamente la advertencia que encerraba su tono. Estaba hablando a sus humildes pertenencias, que había esparcido encima de la cama.

—Ya te lo he dicho, Zin… Estoy recogiendo mis cosas. Me voy al palacio de Fama. —Esmenet solía reírse de él por la forma en que preparaba sus pertenencias antes de un viaje, por inventariar cosas que se podían contar con los dedos de las manos. «Será mejor que te remangues la túnica. Las cosas pequeñas son las que se olvidan más fácilmente.»

Una perra en celo. ¿Qué otra cosa podía ser?

—Pero Proyas te ha perdonado.

Esta vez se percató del tono del Mariscal, aunque expresaba más su ira que su preocupación. Lo único que hacía era beber.

—Yo no le he perdonado a él.

—¿Y yo? —preguntó finalmente—. ¿Qué hay de mí?

Siempre había algo curioso en la manera en que los borrachos decían «mí». Achamian se volvió hacia él, intentando recordarse a sí mismo que era su amigo, su único amigo.

—¿Qué hay de ti? —preguntó—. Proyas todavía necesita de tu consejo, de tu sabiduría. Tú tienes un lugar aquí. Yo no.

—No me refería a eso, Akka.

—¿Por qué debería…? —dijo Achamian, comprendiendo lo que su amigo quería decir. Le estaba acusando de haberle abandonado. Después de todo lo que había pasado, Xinemus se atrevía a culparle.

Achamian se volvió hacia su patético aspecto.

Como si su vida no fuera suficientemente complicada.

—¿Por qué no vienes conmigo? —preguntó, sorprendiéndose a sí mismo por la insinceridad de su tono—. Podemos hablar… podemos hablar con Kellhus.

—¿Y qué necesidad tiene Kellhus de mí?

—Lo necesitas tú, Zin. Necesitas hablar con él. Necesitas…

Xinemus había abandonado la mesa sin hacer el menor ruido. Ahora estaba junto a Achamian, con el pelo alborotado y un aspecto horrible no sólo por el vacío de sus ojos.

—¡Habla tú con él! —rugió Xinemus agarrándolo y zarandeándolo. Achamian intentó que le soltase sin conseguirlo—. ¡Te lo rogué! ¿Recuerdas? ¡Te lo rogué y tú viste cómo me arrancaban los malditos ojos! ¡Los malditos ojos, Akka! ¡Me he quedado sin mis malditos ojos!

Achamian se encontró en el suelo, arrastrándose hacia atrás con dificultad.

Xinemus cayó de rodillas.

—¡No veeeooo! —gimió y susurró al mismo tiempo—. No tengo el valor, no tengo el valor… —Se agitó en silencio durante un momento y a continuación se tranquilizó. Cuando habló de nuevo, lo hizo con la voz pastosa pero extrañamente desvinculada de lo que le había atormentado un momento antes. Era la voz del viejo Xinemus, lo cual aterró a Achamian—. Necesito que le hables por mí, Akka. A Kellhus.

A Achamian le faltó voluntad para moverse o para tener esperanzas. Se sentía atado al suelo por sus propias entrañas.

—¿Qué quieres que le diga?

El primer parpadeo de los ojos contra la luz de la mañana. El primer aliento. El contacto somnoliento de la mejilla con la almohada. Esas sensaciones, y sólo ésas, vinculaban a Esmenet con la mujer —la ramera— que había sido en el pasado.

A veces conseguía olvidarlo. A veces se despertaba con el recuerdo de las viejas sensaciones: la ansiedad flotando entre sus extremidades. El hedor de las ropas de su cama, el dolor de su sexo; en una ocasión incluso oyó los ruidos de la fragua de la herrería de la calle contigua. Entonces se levantaba, separando las sábanas de muselina de su piel, y parpadeaba escudriñando en la oscuridad de la habitación los heroicos relatos de guerra de las paredes, desviando después su atención a las esclavas que cuidaban de su cuerpo —tres muchachas kianene—, postradas en el suelo y con la frente gacha en señal de sumisión.

Aquel día no era distinto. Desorientada, con los ojos entrecerrados, Esmenet se entregó a la pericia de sus manos. Las tres parloteaban en su lengua extrañamente tranquilizadora, aventurándose a explicar lo que decían en un mal sheyico sólo cuando su tono hacía que Esmenet se fijara en una de ellas, normalmente Fanashila, con una mirada curiosa. Le cepillaban el pelo con peines de hueso y devolvían a la vida sus piernas y sus brazos con manos pequeñas y rápidas. Después esperaban pacientemente a que orinara detrás del biombo. A continuación se encargaban del baño en la habitación contigua y la lavaban con jabones y restregaban y untaban con aceite su piel.

Como siempre, Esmenet soportaba sus atenciones con un asombro silencioso. Era generosa con sus halagos y las deleitaba con sus propias manifestaciones de deleite. Esmenet sabía que las tres oían los chismorreos de otras esclavas. Entendían que la esclavitud tenía su propia jerarquía en rango y privilegios. Como esclavas de una reina, de algún modo, ellas también se habían convertido en reinas para las otras esclavas. Quizá estaban tan atónitas como ella.

Emergió del baño aturdida, con las extremidades relajadas, envuelta en la placentera sensación de bienestar que sólo proporciona el agua caliente. Primero la vistieron, después se ocuparon del tocado de su cabeza, y Esmenet se reía con sus bromas. Yel y Burulan se burlaban de Fanashila —que mostraba esa sinceridad indisimulada que a tantos condenaba a ser blanco de incesantes bromas— con desenfadada malicia, posiblemente por algo relacionado con algún muchacho, imaginó Esmenet.

Cuando hubieron acabado, Fanashila se dirigió a la habitación del bebé mientras Yel y Burulan, todavía riendo, acompañaban a Esmenet hasta el tocador, donde le esperaba un despliegue de cosméticos que, supo con consternación, le habría hecho llorar tiempo atrás, en Sumna. Aunque maravillada por los cepillos, afeites y polvos, aquel nuevo afán por tener cosas le preocupaba. «Lo merezco», pensaba, para maldecirse después por tratar de contener las lágrimas.

Yel y Burlan callaron.

«Son sólo más cosas… más cosas que se llevarán.»

Esmenet saludó a su propia imagen en el espejo con pavor, un pavor que vio reflejado en los ojos admirados de las esclavas. Era hermosa, tan hermosa como Serwe, aunque morena. Mirando a la exótica desconocida que tenía frente a sí, casi creyó que merecía lo que tantos habían hecho de ella. Casi podía creer que todo aquello era real.

El amor de Kellhus se aferraba a ella como el recuerdo de un oneroso pecado. Yel le acarició la mejilla; era la más atenta de las tres, la más rápida en intuir sus aflicciones.

—Hermosa —susurró mirándola fijamente con los ojos férreos—. Como una diosa.

Esmenet le apretó la mano y se llevó la suya hasta su vientre todavía liso. «Es real.»

Poco antes de que hubiesen acabado, Fanashila volvió con Moenghus y Opsara, su hosca niñera. A continuación entró en la habitación un pequeño séquito de esclavos con el desayuno, que tomó en el soleado pórtico mientras le preguntaba a Opsara por el hijo de Serwe. A diferencia de las otras tres esclavas, Opsara explicaba incesantemente cada acto que realizaba para sus nuevos dueños: cada paso que daba, cada pregunta que contestaba, cada superficie que limpiaba. A veces actuaba con impertinencia, pero de alguna manera se las arreglaba para no llegar a mostrarse abiertamente insubordinada. Esmenet la habría sustituido hacía tiempo si no hubiese querido tanto y tan fieramente a Moenghus, al que cuidaba como a otro cautivo, un inocente a quien proteger de sus captores. A veces, mientras él mamaba, le cantaba canciones de una belleza sobrehumana.

Opsara no ocultaba su aversión por Yel, Burula y Fanashila, quienes por su parte parecían contemplarla con horror, si bien de vez en cuando Fanashila se atrevía a mostrar desdén por sus comentarios.

Después de desayunar, Esmenet cogió a Moenghus y volvió a su cama con dosel. Durante un rato permaneció sentada con el niño en sus rodillas, mirándole a sus ojos asombrados. Sonrió mientras se cogía los pequeños dedos de los pies con sus manitas.

—Te quiero, Moenghus —susurró—. Sí–sí–sí–sí, te quiero.

De nuevo, todo le parecía un sueño.

—No volverás a pasar hambre, mi cielo. Te lo prometo… sí–sí–sí–sí.

Moenghus chillaba de alegría entre los dedos de Esmenet. Ésta rió, sonrió con desdén ante el gesto severo de Opsara y guiñó el ojo a las otras tres esclavas.

—Pronto tendrás un hermanito, ¿lo sabías? O quizá una hermanita, y la llamaré Serwe, como tu madre. «Lo haré, lo haré, lo haré.»

Finalmente se incorporó, le devolvió el niño a Opsara y anunció su inminente partida. Las esclavas se arrodillaron en señal de sumisión: tres de ellas como si se tratase de un juego deseado, la cuarta como si tuviera grava en las extremidades.

Mientras Esmenet las observaba, sus pensamientos regresaron a Achamian por primera vez desde que le vio en el jardín.

Por casualidad, encontró a Werjau, que iba cargado con pergaminos y tablillas, en los pasillos que llevaban a las recámaras de los oficiales. Él organizó el material mientras ella subía al estrado. Los escribas se acomodaron a sus pies, arrodillados ante los atriles que utilizaban los kianene. Werjau permaneció entre ellos, a unos pasos de distancia, con los informes bajo su brazo derecho, justo encima del árbol que decoraba la alfombra carmesí, cuyas ramas doradas ondulaban y se bifurcaban bajo sus zapatillas negras.

—Dos hombres tydonnios fueron apresados anoche mientras escribían proclamas ortodoxas en las paredes de los barracones de Indurum.

Werjau la miró expectante. Los escribas garabatearon durante un momento frenético y después se detuvieron.

—¿De qué clase son?

—Ínfima.

Como siempre, incidentes como aquél la llenaban de un terror reticente, no por lo que pudiera parecer, sino por las conclusiones que ella pudiera sacar. ¿Por qué persistían aquellas muestras de desafío?

—De modo que no sabían leer.

—Parece ser que pintaron figuras que les habían escrito en un pergamino. Por lo visto les pagaron, aunque no sabían quién.

Los nansur, no había duda. Más venganza ejercida por Ikurei Conphas.

—Bien —respondió Esmenet—. Que les desollen y los claven en postes.

La facilidad con que aquellas palabras surgieron de sus labios fue pesadillesca. Un suspiro y aquellos pobres hombres morirían torturados. Un suspiro que podría haber sido utilizado para cualquier cosa: un gemido de placer, un grito de sorpresa, una palabra de clemencia…

Aquello, entendió ella, era el poder: la transformación de palabras en hechos. Sólo tenía que hablar y se reescribiría el mundo. Antes, su voz sólo invocaba costumbres, suspiros de desesperanza, semilla fugaz. Antes, sus gritos sólo podían anticiparse a la aflicción y obtener la clemencia que le prodigasen. Ahora, su voz se había convertido en esa clemencia, en esa aflicción.

Aquellos pensamientos hicieron que la cabeza le diera vueltas.

Observaba a los escribas registrando sus juicios. No había tardado en aprender a ocultar su asombro. Se encontró de nuevo llevándose la mano izquierda, su mano tatuada, al vientre, apretándolo, como si se hubiese convertido en el tótem de lo real. El mundo en el que vivía podía ser mentira, pero el hijo que llevaba… Ninguna mujer sabía de algo que fuese tan cierto, aunque lo temiese.

Por un momento, Esmenet se maravilló de la calidez que sentía bajo la palma de la mano, convencida de sentir el flujo de la divinidad. El lujo, el poder, no eran sino cosas insignificantes comparadas con su transformación interior. Su útero, que había sido el hospicio de innumerables hombres, era ahora un templo. Su inteligencia, atrofiada por la ignorancia y la incomprensión, se estaba convirtiendo en un faro. Su corazón, que había sido una alcantarilla, era ahora un altar para él… para el Profeta Guerrero.

Para Kellhus.

—El Conde Gothyelk —continuó Werjau— fue oído maldiciendo en tres ocasiones a nuestro Señor.

Esmenet hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—El siguiente.

—Con el debido respeto, Consorte, creo que el asunto requiere una mayor atención.

—Dime —dijo Esmenet con irritación—, ¿a quién no maldice Gothyelk? El día que deje de maldecir a nuestro Señor y maestro, me preocuparé.

Kellhus la había advertido respecto a Werjau. Estaba celoso de ella por dos motivos: por ser ella una mujer y por su orgullo. Pero dado que tanto ella como Werjau conocían y aceptaban su debilidad, su relación parecía más bien la de dos hermanos combativos y sin embargo arrepentidos que la de dos enemigos, que es lo que seguramente habrían sido en otras circunstancias. Resultaba extraño trabajar con personas sabiendo que no había secretos seguros, que no podía ocultarse nada, por insignificante que fuese. Aquello hacía que la relación de ambos con los desconocidos pareciese escabrosa, incluso dramática, comparativamente. Entre ellos, nunca temían lo que pensasen los demás, pues Kellhus siempre se aseguraba de que lo supieran.

Esmenet honró al hombre con una sonrisa de disculpa.

—Por favor, continúa.

Werjau asintió con una expresión desconcertada.

—Hubo otro asesinato entre los ainonios. Un tal Aspa Memkumri, vasallo de Uranyanka.

—¿Los Chapiteles Escarlata?

—Nuestra fuente insiste en que es así.

—Nuestra fuente… quieres decir Neberenes. —Cuando Werjau hubo asentido, ella dijo—: Tráelo mañana… discretamente. Tenemos que saber exactamente lo que están tramando. Mientras tanto hablaré con nuestro Señor y Maestro.

El rubio Nascenti marcó algo en su tablilla de cera, después continuó.

—Vieron al conde Hulwarga realizando un rito prohibido.

—Eso es irrelevante —dijo ella—. A nuestro Señor no le importan esos fieles supersticiosos. Una fe fuerte no teme por sus principios, Werjau; especialmente cuando los creyentes son thunyerios.

Otro movimiento del estilete imitado por el de los escribas.

El hombre pasó al punto siguiente, esta vez sin levantar la mirada.

—Oyeron al nuevo Visir del Profeta Guerrero —dijo monótonamente—, gritar en sus habitaciones.

Esmenet contuvo la respiración.

—¿Qué —preguntó cuidadosamente— gritaba?

—Nadie lo sabe.

Los pensamientos relacionados con Achamian llegaban siempre como una pequeña calamidad.

—Trataré el tema personalmente, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, Consorte.

—¿Hay algo más?

—Sólo las listas.

Kellhus había dado instrucciones para que todos los Hombres del Colmillo prestaran atención a sus vasallos, sus iguales e incluso a sus superiores con el fin de informar sobre cualquier imperfección en su aspecto, su carácter o cualquier otra particularidad que denotase su suplantación por un espía–piel. Los nombres dados se escribían en una lista. Cada mañana aparecían docenas —si no cientos— de inrithi en dicha lista, que después desfilaban bajo la atenta mirada del Profeta Guerrero.

De los miles de nombres anotados en la lista, uno había matado a los hombres enviados para hacer averiguaciones, dos habían desaparecido antes de ser detenidos, un miembro de los Cien Pilares había sido detenido para interrogarle, y a otro, un barón vasallo del Conde–Palatino Chinjosa, habían simulado no detectarlo con la esperanza de dejar al descubierto la gran red. Era un modo directo y poco elegante, pero si no querían poner en riesgo a Kellhus, era todo lo que tenían. De los treinta y ocho espías–piel que Kellhus había conseguido identificar antes de que se supiera que él estaba detrás del plan, menos de doce habían sido detenidos o asesinados.

Lo máximo que podían hacer era, al parecer, esperar a que apareciesen detrás de otras caras.

—Que los Caballeros Shriah los tomen como siempre.

Después de la lectura de los informes, Esmenet recorrió el circuito de la terraza oeste para disfrutar del sol y para saludar —aunque desde cierta distancia— a las docenas de aduladores congregados sobre los tejados de más abajo. Su presencia allí, pensó ella, era penosa y al mismo tiempo estimulante. Intentó pensar en la manera de recompensar su injustificada paciencia. El día anterior, varios guardias habían repartido pan y sopa. Aquel día, dando gracias a Momas por la agradable brisa marina, les lanzó dos velos carmesí que flotaron como anguilas en el agua antes de caer en las palmas de sus manos. Rió al verles pelearse por cogerlos.

Más tarde, supervisó la Penitencia vespertina con tres de los Nascenti. En su origen, el rito estaba destinado a perdonar a los Ortodoxos que habían obrado contra el Profeta, pero contrariamente a lo que cabría esperar, muchos Hombres del Colmillo empezaron a regresar, algunos de ellos una o dos veces, otros día sí, día no. También lo hicieron los Zaudunyani —incluyendo los iniciados en la primera Carga sagrada—, alegando que habían albergado dudas o malas intenciones durante las penurias del sitio. El número de asistentes que se congregaban había aumentado de tal manera que los Nascenti tenían que administrar la Penitencia fuera del palacio de Fama.

A requerimiento de los Jueces, hacia la puesta del sol, los asistentes tenían que despojarse de sus vestimentas hasta la cintura, situarse en hileras desiguales y arrodillarse con la espalda en posición vertical. Mientras los Nascenti recitaban las oraciones, los Jueces caminaban entre los penitentes golpeándoles tres veces con una rama cortada del Umiaki. A cada golpe gritaban sucesivamente:

«¡Por herir lo que cura!»

«¡Por arrebatar lo que se nos daría!»

«¡Por condenar lo que salva!»

Esmenet todavía se retorcía las manos mientras observaba cómo la rama subía y bajaba. La visión de la sangre la ponía nerviosa, aunque a algunos la rama sólo les producía verdugones. Las espaldas parecían extremadamente frágiles, y la espina dorsal y las costillas se marcaban bajo los golpes. Pero aquélla era la forma en que ella lo veía, como si fuese un hito que marcase una distancia, por lo demás inconmensurable, que la turbase enormemente. Cuando los Jueces golpeaban, algunos hombres incluso se arqueaban hacia atrás con una expresión en sus caras que las prostitutas conocían bien, pero que las demás mujeres no comprendían.

Esmenet espiaba a Proyas, que estaba arrodillado en la última fila y evitaba su mirada. Por alguna razón, parecía más desnudo que los demás. Poseída por una antigua animosidad, le miraba fijamente, aunque él parecía incapaz de encontrar sus ojos. Una vez el Juez hubo pasado, él enterró la cara en sus manos y empezó a sollozar. Para su sorpresa, Esmenet se preguntó en quién estaría pensando en mitad de su arrepentimiento, si en Kellhus o en Achamian.

Aquella tarde no asistió al ceremonial de la Carga, optando en su lugar por una cena privada en sus aposentos. Le dijeron que Kellhus estaba ocupado con la inminente marcha sobre Xerash, por lo que cenó y bromeó con las tres esclavas que se ocupaban de su cuidado personal. Las tres charlaban sobre fajines de colores, dedujo Esmenet. Esta vez parecía que le tomaban el pelo a Yel, lo que no estaba mal para variar, pensó.

Fanashila a duras penas podía contenerse, abrumada de agradecimiento.

Más tarde, Esmenet entró en la habitación de Moenghus para echarle un vistazo, después cruzó el pasillo en dirección a la estancia que consideraba su biblioteca privada…

En la que Achamian se había instalado no hacía mucho.

El Palacio de Fama era un lugar lleno de fiorituras arquitectónicas y de extravagancias, revestido de los mármoles más finos, que hacía gala de la elegante sensibilidad de los kianene en cada rincón, desde los postigos de bronce de las ventanas hasta las líneas de los recuadros en nácar que adornaban los arcos ojivales. Fuera, el complejo constaba de una estructura radial de patios, habitaciones y galerías que aumentaban en altura a medida que el edificio se elevaba sobre las distintas laderas de la colina. Esmenet y Kellhus ocupaban los aposentos situados en el pináculo, el punto más alto de Caraskand —como a ella le gustaba decir para sí misma—, que daba al Jardín de los Manzanos y a sus antiguas rocas dentadas. Esto, había dicho Kellhus, les exponía a formas de ataque poco convencionales. La hechicería no entendía de elevaciones ni de paredes altas, por lo que Achamian tenía que residir dolorosamente cerca.

Lo suficientemente cerca para oír sus gritos en el viento.

«Akka…»

Se encontraba frente a las puertas revestidas de paneles, pensando en lo lejos que había llegado para evitar cualquier pensamiento sobre Achamian. Aquella primera noche en que él había estado con ella no había sido real. En absoluto. Sí lo había sido cuando lo vio en el Jardín de los Manzanos, pero también peligroso, como si su simple imagen pudiese despojarla de todo lo que había sucedido desde la marcha de la Guerra Santa desde Shigek.

¿Cómo ver a alguien del pasado podía arrancar los años de los ojos de uno mismo?

«¿Que estoy haciendo?»

Temiendo perder los nervios, golpeó la madera con la mano izquierda mientras miraba las serpientes tatuadas en su superficie. Durante un brevísimo instante, y antes de que la puerta terminase de abrirse, estuvo segura de que no sería Achamian, si no Sumna, quien la saludaría desde el otro lado. Casi sentía el frío de la pared más cercana en la parte posterior de los muslos. Con una intensidad visceral, recordó lo que era sentirlos como su mercancía.

La cara de Achamian se hizo visible, quizá más avejentada, pero tan robusta y animada como ella recordaba. Había más gris en su barba: los dedos de color se habían convertido en una palma entera. En cuanto a sus ojos… pertenecían a alguien que ella no conocía.

Ninguno de los dos dijo una palabra. La torpeza era como hielo en su garganta. «Está vivo. Está realmente vivo.»

Esmenet se esforzó por reprimir la necesidad de tocarlo, de… tranquilizarse. Olía el río Sempis y los sauces negros en el cálido viento de Shigek. Lo veía arrastrando a su triste mula, desvaneciéndose en la distancia que creía que se lo había tragado para siempre. «¿Qué te ha traído de nuevo hasta mí?»

La mirada de él se posó sobre su vientre y se quedó allí durante un breve instante. Ella le rehuyó y miró con displicencia hacia la pared de estantes situada tras él.

—He venido a por La tercera analítica de los hombres.

Sin mediar palabra, Achamian se dirigió a una hilera de estanterías dispuesta a lo largo de la pared sur y extrajo un libro agrietado que sostuvo en sus manos. Intentó sonreír, pero sus ojos expresaban lo contrario.

—Puedes pasar —dijo.

Esmenet dio cuatro pasos indecisos desde la puerta. La habitación olía a él, al almizcle que ella siempre había relacionado con la hechicería. En el lugar que había ocupado su sofá favorito —en el que había leído El tratado— habían dispuesto una cama.

—Está traducido al sheyico —dijo él frunciendo el labio inferior para mostrar satisfacción—. ¿Es para Kellhus?

—No, para mí.

Había intentado decirlo con orgullo, pero pareció hacerlo con malicia.

—Él me enseñó a leer —continuó diciendo—, en los días de sufrimiento del desierto.

Achamian palideció.

—¿A leer?

—Sí… Imagínate, una mujer.

Él frunció el entrecejo, expresando su confusión.

—El viejo mundo ha muerto, Akka. Las viejas normas han muerto… Estoy segura de que lo sabes.

Él parpadeó, perplejo, y ella comprendió que había sido su tono, más que su aseveración, lo que había hecho que cambiara la expresión de su cara. Achamian nunca la había envidiado por su sexo.

Él miró las letras en relieve de la tapa. Pasó los dedos por encima con una curiosa y atractiva reverencia.

—Ajencis es un viejo amigo mío —dijo él sosteniendo el libro en alto. Esta vez, su sonrisa era auténtica, pero turbada—. Sé amable con él.

Procurando evitar su contacto, Esmenet le cogió el libro de las manos tragando el espeso fluido de su garganta.

Durante un momento se miraron. Ella pensó en murmurar algo —una palabra de agradecimiento, quizá, o un chiste tonto, como los que acostumbraban a contarse para llenar momentos de silencio entre ellos—, pero en vez de eso se encontró caminando hacia la puerta, abrazando el tomo de piel contra su pecho. Había demasiadas… comodidades entre ellos, demasiadas costumbres que la llevarían de vuelta a sus brazos.

Y él lo sabía, maldita sea. Y se valía de ellas.

Achamian gritó su nombre y ella se detuvo en la puerta. Al volverse, la expresión afligida de la cara de él le hizo bajar la mirada.

—Yo… —empezó él—. Yo era tu vida… Sé que lo era, Esmi.

Ella se mordió el labio, resistiéndose al instinto de engañar.

—Sí —dijo ella, mirándose los dedos de los pies pintados de azul. Por alguna razón perversa decidió que le diría a Yel el día siguiente que le cambiase el color.

«¿Qué importa él? Su corazón ya estaba roto mucho antes…»

—Sí —repitió ella—. Tú eras mi vida. —Cuando levantó la mirada lo hizo con hastío y no con la ferocidad que esperaba—. Y él es mi mundo.

Ella miró su amplio pecho, siguiendo la línea de su estómago hasta el oro de su sedoso pubis. Su cuerpo brillaba en la erótica penumbra de las sábanas parcialmente abiertas. Por alguna razón, siempre parecía enorme cuando ella apoyaba su mejilla en su hombro. Como un nuevo mundo, seductor y aterrador al mismo tiempo.

—Le vi anoche.

—Lo sé… Estabas enojada.

—No por él.

—Sí… por él.

—Pero ¿por qué? Aparte de quererme, ¿qué ha hecho?

—Le hemos traicionado, Esmi. Tú le has traicionado.

—Pero tú dijiste…

—Hay pecados, Esmi, que ni el Dios puede absolver. Sólo los agraviados.

—¿Qué estás diciendo?

—Ésa es la razón por la que te enoja.

Siempre era igual con él, siempre el mismo recuerdo de cosas que estaban más allá de la memoria humana. Era como si ella (como cualquier otro hombre, mujer o niño) se despertara a cada momento y se encontrase abandonada, y sólo él pudiese decirle qué había sucedido antes.

—No perdonará —murmuró ella.

Hubo indecisión en la mirada de él, aterradora por inhabitual.

—No perdonará.

El Gran Maestro de los Chapiteles Escarlata se volvió, demasiado aturdido para poseer el vigor de una persona y demasiado bebido para no poseerlo.

—Estás vivo —dijo.

Iyokus estaba estupefacto en el quicio de la puerta. Eleazaras vio los ojos rojos observando los trozos de la jarra destrozada y el vino derramado. Resopló, sin humor ni indignación, y se volvió para mirar por encima de la balaustrada el palacio de Fama, pardo e inescrutable sobre la colina.

—Cuando Achamian volvió —dijo arrastrando las palabras—, di por hecho que habías muerto. —Se echó hacia adelante, mirando de nuevo el espectro—. Te diré más —dijo levantando un dedo—, esperaba que hubieses muerto. —Volvió la mirada a las paredes y edificios que cubrían las alturas de enfrente.

—¿Qué sucede, Eli?

Hizo cuanto pudo para no reír.

—¿No lo ves? El Padirajah ha muerto. La Guerra Santa se prepara para marchar sobre Shimeh. Nosotros nos estamos preparando para marchar sobre Shimeh… Tenemos el pie sobre el cuello del enemigo.

—He hablado con Sarothenes —dijo Iyokus, poco convencido—, y con Inrumni…

Un suspiro empalagoso.

—Así que lo sabes.

—Lo confieso, es difícil de creer.

—Créetelo. El Consulto existe. Todo este tiempo riéndonos de los Maestros del Mandato y resulta que los idiotas éramos nosotros.

Un largo y acusatorio silencio. Iyokus siempre le había dicho que debía tomarse sus quejas más en serio. Ahora parecía evidente… Todo lo que sabían de la Psukhe sugería que era un instrumento poco eficaz, demasiado torpe para crear aquéllos… demonios.

«¡Chepheramunni! ¡Sarcellus!»

Recordó al scylvendio, ensangrentado y magnífico, blandiendo la cabeza sin rostro para que todos la viesen. ¡Cómo había rugido la multitud!

—¿Y el Príncipe Kellhus? —preguntó Iyokus.

—Es un profeta —dijo Eleazaras en voz baja. Él lo había observado, lo había visto, cuando le descolgaron del Circunfijo. Eleazaras le había visto introducir la mano en el pecho ¡y arrancar ese jodido corazón!

«¡Tuvo que ser… un truco!»

—Eli —dijo Iyokus—. Seguramente…

—Yo mismo hablé con él —interrumpió el Gran Maestro— y vi en seguida que era un verdadero profeta del Dios… Y tú y yo… bueno, estamos condenados. —Miró al Maestro de Espías con una expresión de dolorida hilaridad—. Otra pequeña broma, parece ser que nos hemos encontrado en el lado equivocado de…

—Por favor —exclamó el hombre—. ¿Cómo puedes…?

—Lo sé. Él ve cosas… cosas que sólo el Dios puede ver. —Se volvió hacia una de las jarras de barro, la cogió y la agitó en el aire para escuchar el chapoteo del vino. Vacía—. Él me lo enseñó —dijo arrojándola contra la pared. Sonrió a Iyokus, dejando que el peso de su labio inferior mantuviese su boca abierta—. Me enseñó quién soy. ¿Conoces esos pensamientos y esas cosas medio ocultas que se pasean por la mente como insectos? Él las capta, Iyokus. Las capta y las mantiene flotando en el aire. Entonces les pone un nombre y te dice lo que significan. —Se volvió de nuevo—. Ve los secretos.

—¿Qué secretos? ¿A qué te refieres, Eli?

—No tienes por qué preocuparte. A él no le importa si te follas a niños pequeños o si te metes el palo de una escoba por el culo. Son los secretos que uno guarda para sí mismo, Iyokus. Ésos son los que le interesan. Él ve… —Un repentino dolor irrumpió en su garganta, tan fuerte que tuvo que mirar a Iyokus y reír. Sintió las lágrimas en sus mejillas. Su voz se quebró—. Ve lo que rompe el corazón.

«Has condenado a tu Escuela.»

—Estás borracho —dijo el adicto a la chanv nervioso e indignado al mismo tiempo.

Eleazaras levantó la mano con un gesto teatral.

—Ve y habla con él tú mismo. Verá a través de tu piel algo más que carne escabechada. Ya verás…

Mientras salía, oyó que resoplaba y después daba una patada a un cuenco.

El Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas, reclinado en su sofá, reanudó su examen del palacio de Fama bajo la bruma de la tarde: la red de muros, terrazas y columnatas fanim, el humo apenas visible saliendo de lo que debían de ser las cocinas, los distantes grupos de penitentes cruzando en fila las puertas cuadradas.

«En algún sitio… Él esta ahí, en algún sitio.»

—¿Iyokus? —gritó súbitamente.

—¿Sí?

—Si yo estuviera en tu lugar, me andaría con cuidado con el Maestro del Mandato. —Distraídamente tanteó la mesa que se encontraba junto a él en busca de más vino—. Creo que tiene pensado matarte.