Exhausto, ya casi sin voluntad, Maitland se aferraba a los hombros de Proctor mientras iban de un lado a otro por la isla. La bestia inclinada y el pálido jinete se paseaban entre los remolinos de hierba. De vez en cuando Maitland se recuperaba y se enderezaba, empuñando la muleta de metal. Intentaba mantenerse despierto y regañaba y golpeaba a Proctor en cada vacilación o tropiezo. El vagabundo se esforzaba como si ese insensato viaje por la isla fuera lo único que pudiera revivir al herido. En ocasiones descubría deliberadamente la cicatriz inflamada que tenía en el cuello, y se la ofrecía a Maitland con la esperanza de que éste se reanimara maltratándolo.
Durante el tercer recorrido por la isla, cuando ya habían llegado una vez más al cementerio de chatarra, Proctor lo bajó al suelo. Maitland se hundió débilmente en la hierba. El vagabundo lo levantó con manos vigorosas y lo recostó contra el guardabarros trasero del Jaguar. Sacudió por los hombros a Maitland, procurando que se concentrase.
Maitland apartó los ojos del tránsito. La refracción del aire de la tarde hacía que las autopistas parecieran inciertas y amenazadoras, reverberando bajo el estrépito de los neumáticos y los motores. Maitland observó a Proctor que se paseaba por el cementerio de chatarra, descolgándose del cinturón las trampas para ratas e instalándolas entre los coches destrozados. En el techo polvoriento del taxi volcado, Proctor trazó con el dedo los mutilados fragmentos del nombre de Maitland.
Cuando descubrió que él lo miraba, Proctor se puso a practicar los ejercicios gimnásticos, esperando que un salto mortal o una cabriola despertarían el interés de Maitland. Maitland aguardó pacientemente mientras Proctor brincaba alrededor, frotándose con nerviosidad la nariz cada vez que volvía a levantarse. El aire cálido se movía por la isla, calmando la hierba y la propia piel de Maitland, como si ambas fueran elementos de un mismo cuerpo. Recordó cuando había intentado arrancarse trozos de carne lastimada, dejándolos en los lugares en que se había abierto las heridas. El muslo y la cadera, la boca y la sien derecha, todo se le había curado ahora, como si esa terapia mágica hubiera funcionado de algún modo y Maitland hubiera conseguido dejar los miembros heridos en los sitios adecuados.
De la misma manera comenzaba a despojarse ahora de sectores enteros de su mente, a arrancarse los recuerdos de dolor, de hambre y de humillación: los recuerdos del terraplén donde había chillado como un niño, llamando a Catherine, del asiento trasero del Jaguar donde se había compadecido de sí mismo… dejaría esos recuerdos a la isla.
Esta perspectiva lo reanimó, y le indicó a Proctor que quería montarlo. Mientras atravesaban la isla, volviendo a pasar por el cementerio, Maitland vio los fragmentos de su propio nombre que Proctor había estado dibujando en los muros y lápidas en ruinas, sobre las herrumbradas chapas de hierro galvanizado junto a la imprenta del sótano. Estos anagramas crípticos, el sereno mensaje de Proctor a sí mismo, los rodeaban por todas partes.
Maitland escudriñó el perímetro de la isla, esperando descubrir alguna señal de la muchacha. Si quería escapar de la isla, el camino más fácil era la ruta por la que Jane salía y entraba. Aguardó a que ella apareciera. Hambriento pero incapaz de comer, se sentó en el terraplén, junto a la cerca, mientras Proctor pasaba los dedos por entre la malla de alambre y elegía unas sobras de comida entre los desperdicios de la semana. Maitland se dio cuenta de que había olvidado qué día era… miércoles o quizá viernes.
Proctor le acercó el plato de metal, ofreciéndole una rebanada de pan húmedo, cubierta con trozos de cartílago de cerdo. Parecía realmente preocupado por los planes apenas coherentes que Maitland ideaba para escapar de la isla.
Maitland golpeó sordamente el suelo con la muleta, apartando la comida. Sacó una libra de la billetera y el resto de un lápiz de maquillaje azul que había tomado de la mesita de cosméticos de Jane Sheppard.
—Podemos comprar comida, Proctor… y no tendremos que depender de ella… Por una libra podemos… —Se interrumpió y ahogó una interjección, riendo entre dientes—. Dios, ¡tú prefieres esta porquería!
En el margen del billete garabateó un breve pedido de auxilio; luego lo dobló y se lo dio a Proctor.
—Ahora podemos comprar comida de verdad, Proctor.
Proctor tomó el billete y lo depositó firmemente en la mano de Maitland.
Maitland se recostó contra el terraplén, escuchando el murmullo del tránsito de la tarde. El sol ya empezaba a descender en el cielo del oeste. La luz destellaba sobre los parabrisas de los primeros coches que salían de la ciudad.
Un viento más fresco corría por debajo del paso elevado, removiendo los papeles de los desechos. Maitland abrió la billetera y sacó el fajo de billetes. Mientras Proctor miraba fijamente el dinero, como un animal hipnotizado, Maitland ordenó los treinta billetes en una serie de hileras, como un jugador que tiende una última mano. Puso un guijarro sobre cada billete.
—Espera Proctor…
Al azar, Maitland levantó uno de los guijarros. El viento se apoderó del billete y se lo llevó a través de la isla. El billete trepó por el aire, y revoloteó por encima del tránsito. Al fin descendió y desapareció bajo las ruedas.
—Vuela, Peter…
Levantó otro guijarro.
—Vuela, Paul…
Proctor se abalanzó, procurando atrapar el segundo billete, pero se le escabulló en el aire. Dio vueltas alrededor de Maitland, como un perro nervioso, intentando entender qué pasaba.
—Señor Maitland… por favor… más dinero volador no.
—¿Dinero volador? ¡Sí! —Maitland señaló hacia el túnel del paso elevado—. Allá arriba hay más, Proctor, mucho más. —Advirtiendo que Proctor no veía otra cosa que las hileras de billetes de banco que se agitaban bajo el aire de la tarde, Maitland los recogió—. Yo traía el sueldo conmigo. ¿Cuánto te parece que había? ¡Veinte mil libras! Están allá arriba, por alguna parte. Proctor. ¿No las viste en el túnel, cuando arreglaste la barricada? —Maitland hizo una pausa esperando a que se reacomodaran las piezas del rompecabezas mental de Proctor—. Escucha, Proctor, tú puedes quedarte con la mitad. Diez mil libras. Te podrías comprar toda esta isla…
Se recostó exhausto, mientras Proctor se ponía ansiosamente de pie, los ojos desorbitados ante una esperanza con la que nunca había soñado.
Proctor se encaminó hacia el terraplén y Maitland esperó con impaciencia sobre el techo del refugio antiaéreo. Tamborileando con la muleta, observó cómo el tránsito emergía del túnel del paso elevado. La única esperanza que le quedaba era que Proctor entrara en el túnel, y que lo atropellaran y lo mataran. Sólo entonces los coches se detendrían.
Proctor estaba ahora de pie entre la hierba espesa, al pie del terraplén. Se volvió a mirar a Maitland, quien le hizo señas de que siguiera.
—¡Adelante, Proctor, adelante! —le gritó roncamente—. ¡Compra la isla! —Y para sí mismo, rogó en voz alta—: Atropéllenlo…
Apenas alcanzaba a dominarse mientras observaba a Proctor que subía por el terraplén. El tránsito se movía rápidamente hacia el túnel desde el empalme del oeste.
—¿Qué pasa? —Proctor ya había llegado a la cima y estaba en cuclillas detrás de la empalizada de madera. Miró con aire incierto hacia Maitland, y movió las manos explorando el aire extraño, mientras los coches pasaban rugiendo a un metro por encima de él.
Con un grito de furia, Maitland se incorporó trabajosamente. Mientras sacudía la muleta en el aire, avanzó cojeando por el suelo pedregoso, hacia el terraplén.
Pero Proctor ya estaba de vuelta. Con la cabeza inclinada, se deslizaba cuesta abajo, como un cangrejo buscando con las manos marcadas de cicatrices la hierba familiar.
Maitland avanzó tambaleándose, azotando las ortigas con la muleta. Resbaló y cayó al suelo, frustrado, y Proctor se le acercó. La cara enorme emergió entre las malezas como la de una bestia preocupada pero amable.
Maitland estaba tendido en la hierba. Enarboló la muleta para golpear las piernas de Proctor.
—Vuelve… ¡busca el dinero!
Proctor ignoró la amenaza y extendió una mano, con una sonrisa tranquilizadora. Maitland lo miró y comprendió por qué Proctor había vuelto. La mente brumosa del vagabundo había supuesto que si él encontraba el dinero, Maitland se iría de la isla, de modo que había vuelto para cuidarlo.
Proctor levantó a Maitland y lo cargó otra vez sobre las anchas espaldas.
—Proctor… —Maitland se balanceaba sobre la montura—. Tú estás esperando a que yo me muera.
Entumecido, se aferró a la espalda del vagabundo, las piernas flojas contra la hierba susurrante. El aroma dulzón del cuerpo de Proctor subió hacia él y por algún motivo lo identificó con el olor de la comida. Maitland se dio cuenta de que el vagabundo lo llevaba al submundo de malezas y castillos de ortigas junto al cementerio. La puerta de la cripta se abrió y Maitland atisbo la cámara en penumbras por encima de la cabeza de Proctor.
Sobre uno de los estantes destinados a ataúdes había una colección de objetos metálicos arrancados del coche de Maitland: un espejo retrovisor, el emblema del fabricante, varillas cromadas, todo dispuesto cuidadosamente como sobre un altar en el que un día reposarían los huesos de un santo venerable. Alrededor estaban los gemelos y los zapatos de goma que él le había dado a Proctor, la botella de loción y la crema de afeitar: las chucherías con que Proctor ornamentaría el cadáver de Maitland.