20 El bautismo de la isla

Sentado en el suelo húmedo, junto al bloque de cemento, Maitland observaba cómo Proctor trabajaba afanosamente, feliz como un niño. En el término de media hora, el alumno renuente se había convertido en ávido aprendiz. Las letras vacilantes de su primer alfabeto se habían convertido en firmes y nítidas. Trabajaba con las dos manos sobre la pendiente de cemento, dibujando lado a lado las aes y las equis.

—Está bien, Proctor, has aprendido rápido —lo felicitó Maitland. Sentía un cierto orgullo por la proeza de Proctor, el mismo placer con que había enseñado a su hijo a jugar al ajedrez—. Es un invento maravilloso… ¿por qué no escribiremos todos con las dos manos al mismo tiempo?

Proctor contemplaba con deleite su trabajo. Maitland le entregó otros dos lápices de labios de los que había sacado del cuarto de Jane. Proctor le apretaba el brazo a Maitland como para asegurarle que era un alumno serio. Al comienzo, cuando Maitland había dibujado las primeras letras, el vagabundo se había negado a mirarlas, encogiéndose como si lo amenazara alguna terrible maldición. Diez minutos de paciencia habían bastado para que perdiera el miedo, y la superficie inferior del bloque estaba toda cubierta de letras ondulantes.

Maitland se acercó a Proctor.

—No lleva demasiado tiempo, ¿verdad…? Tantos años desperdiciados… Ahora, deja que te enseñe a escribir algunas palabras. ¿Con qué quieres que empecemos…? ¿Circo, acróbata?

Los labios de Proctor se movieron en silencio, balbuceando con timidez:

—P… P… Proc-tor…

—¿Tu nombre? Por supuesto, no lo pensé. Es un momento único. —Maitland le palmeó la espalda—. Ahora mira. Quiero que copies esto en letras de un metro de altura.

Tomó el lápiz de manos de Proctor y escribió:

MAITLAND SOCORRO

—P… P… Proctor… —repitió Maitland mientras pasaba los dedos por las letras—. Es tu nombre. Ahora cópialo en letras muy, muy grandes. Recuerda que es la primera vez que lo escribes.

Con los ojos húmedos de orgullo, el vagabundo miraba fijamente las letras que había trazado Maitland, como si intentara grabárselas para siempre en la mente nublada. Garrapateó las letras con ambas manos, sobre el cemento. Empezaba cada palabra desde el centro y luego seguía hacia la izquierda y la derecha.

—¡De nuevo, Proctor! —le gritó Maitland por encima del rugido de un camión que subía por el camino de acceso. Excitado, el vagabundo estaba mezclando todas las letras en una masa indescifrable—. ¡Empieza otra vez!

Arrastrado por su propio entusiasmo, Proctor no le hizo caso. Siguió garabateando empeñosamente en el cemento, mezclando los fragmentos del nombre de Maitland, dibujando alegremente las letras con trazos que descendían hasta el suelo, como si estuviera decidido a cubrir hasta el último centímetro cuadrado de la superficie de la isla con lo que él suponía que era su nombre.

Al fin satisfecho, se apartó de la pared y fue a sentarse junto a Maitland, sonriendo con orgullo.

—Dios todopoderoso…

Desalentado, Maitland apoyó la cabeza contra la muleta. La treta había fracasado, en parte porque él no había tenido en cuenta la gratitud lacrimógena de Proctor.

—Muy bien, Proctor… te enseñaré unas palabras más.

Cuando el vagabundo se tranquilizó, Maitland se inclinó hacia adelante, susurrándole con deliberada malicia:

—Palabras nuevas, Proctor… como «joder» y «mierda». Te gustaría poder escribirlas, ¿verdad?

Entre risitas nerviosas de Proctor, Maitland escribió cuidadosamente:

SOCORRO CHOQUE POLICÍA

Observó a Proctor mientras el vagabundo transcribía de mala gana las palabras, trabajando con una sola mano, mientras usaba la otra para cubrir lo que había escrito, como si temiera que lo descubrieran. Pronto se interrumpió y borró el mensaje con el dorso de la mano, escupiendo sobre el cemento.

—¡Proctor! —Maitland intentó detenerlo—. ¡Nadie te verá!

Proctor arrojó los lápices al suelo. Con sostenido orgullo, miraba los fragmentos desordenados del nombre de Maitland; después se sentó en la hierba. Maitland comprendió que escribir obscenidades en el muro sólo lo había entretenido un rato, y ahora se negaba a seguir participando en lo que consideraba un exhibicionismo pueril.