19 La bestia y el jinete

—¡Espera, Proctor! ¡Detente aquí!

Montado sobre la espalda de Proctor, Maitland escudriñó el valle central de la isla. En el curso de la recorrida vespertina habían llegado al cementerio abandonado, al sur del depósito de chatarra. Ahora Maitland podía ver toda la isla, desde la cerca de alambre bajo el paso elevado hasta el extremo oeste. El empalme de las dos autopistas brillaba a la luz del sol, como una elegante escultura, y con frecuencia Maitland se imaginaba instalado en la rampa más alta como en una agradable terraza-jardín.

Debajo de él, Proctor se apoyó pacientemente en una lápida inclinada, sujetando con un brazo la pierna sana de Maitland, y apretando la cara arrugada contra las gastadas letras de una inscripción del siglo diecinueve. Maitland advirtió que Proctor rozaba subrepticiamente las letras con los labios marcados de cicatrices. El olor dulzón del vagabundo se elevaba en el aire tranquilo como el de un animal doméstico bien cuidado. Maitland sujetaba con la mano izquierda el cuello del smoking de Proctor. En la derecha sostenía la muleta metálica, que levantaba para ir señalando los accidentes de la isla que le llamaban la atención. Tocando a Proctor con la punta de la muleta, lo guiaba a través de la isla.

Luego de observar un rato el tránsito de la tarde —una corriente intermitente de coches, autocares y transportes de combustibles—, Maitland se volvió de nuevo hacia el oeste. Varias veces por día visitaba ese puesto de observación. Desde allí podía ver si habían llegado intrusos a la isla. Además, hasta ese momento no había conseguido descubrir la ruta por donde escapaba Jane Sheppard; en alguna parte, a lo largo del terraplén del camino de acceso, tenía que haber una senda.

—Está bien, Proctor, sigamos. Toma el atajo hacia el Jaguar. Y por Dios, no me sueltes. No quiero romperme la otra maldita pierna.

Proctor gruñó ruidosamente y se enderezó. Asegurando a Maitland sobre los hombros, buscó entre la hierba hasta encontrar los gastados escalones del cementerio que descendían a la vieja calzada abandonada. Mientras avanzaban por el pastizal, Proctor iba guiándose con la mano señalada de cicatrices; los dedos gruesos y sensibles palpaban la densidad, humedad e inclinación de los tallos, rechazando algún corredor y escogiendo otro.

—Proctor, te dije por el atajo.

Maitland dio un golpecito con la muleta en la cabeza del vagabundo, indicándole una senda que pasaba por encima de un montículo abrupto. Proctor no hizo caso de la orden. Como bien sabía, el atajo podía hacer que Maitland fuera demasiado visible para el tránsito de la autopista. Tomó en cambio una senda larga y serpenteante, bien disimulada por grandes matorrales de ortigas y paredes desmoronadas.

Maitland aceptó el rodeo sin discutir. Había domesticado al viejo vagabundo, pero ambos habían aceptado tácitamente que Proctor nunca lo ayudaría a escapar. Maitland se bamboleaba de un lado a otro sobre las espaldas del vagabundo, manteniéndose en equilibrio con ayuda de la muleta, como un gimnasta de circo. Arrastraba la pierna derecha, tan inútil como la vaina de una lanza quebrada.

Con un pesado resuello, Proctor avanzaba trabajosamente hacia el cementerio de coches. Sin esa bestia de carga, Maitland apenas podía moverse por la isla. La hierba y las ortigas, los saúcos y las ásperas malezas se habían multiplicado por todas partes bajo la densa lluvia de los últimos seis días, desde que se enfrentara con Proctor. Aunque el muslo herido había empezado a sanar, Maitland se sentía mucho más débil. La combinación de fiebre intermitente y alimentos contaminados le había quitado casi diez kilos, y Proctor podía transportarlo ahora sin dificultad. Los huesos de los muslos y de la pelvis emergían entre la musculatura, como si su esqueleto saliera a saludarlo. Al afeitarse, mirándose en el espejo de viaje de Jane Sheppard, se apretaba y masajeaba las mejillas y la mandíbula. Los huesos se le reacomodaban en el rostro menudo y afilado donde asomaba un par de ojos fatigados, pero penetrantes.

A pesar del debilitamiento físico, Maitland se sentía confiado y con la cabeza despejada. Ahora que las lluvias habían cesado, podía planear otra vez cómo escaparse. Se había pasado los dos últimos días de diluvio frío y torrencial sentado a solas junto al hornillo, en el cuarto subterráneo, sabiendo que no sería capaz de trepar las pendientes fangosas y anegadas.

Maitland miró el terraplén que se secaba al sol. Después de dos días de aislamiento, esperando le reaparición de Jane Sheppard —quien al fin había regresado esa mañana—, una tenue pero nítida pantalla mental lo separaba del tránsito de la autopista. Haciendo un esfuerzo, consiguió pensar en su mujer, en su hijo y en Helen Fairfax, representándose mentalmente los rostros de cada uno. Pero le parecían cada vez más remotos; se alejaban como las nubes distantes que coronaban White City.

Cuando llegaron al cementerio de chatarra, se aferró a la espalda de Proctor. Proctor se abrió paso gruñendo entre los neumáticos desparramados alrededor. Maitland se daba cuenta de que la confrontación con Proctor y con Jane Sheppard había ocurrido justo a tiempo. Ahora, después de una semana de enfermedad y de estar poco menos que muñéndose de hambre, no hubiera sido capaz de enfrentarlos.

—Está bien… bájame aquí. ¡Con cuidado…!

Maitland dio a Proctor unos golpecitos en la cabeza. Por más mezquino que esto pareciese, disfrutaba de algún modo regañando al vagabundo. Añadió un segundo golpe, apuntando la muleta al surco plateado de tejido cicatricial que descendía por el cuello de Proctor. Trataba por todos los medios de mostrarse enojado y de mal humor, animándose a disfrutar de esos castigos. En cuanto se relajara, Proctor lo destruiría.

Proctor levantó la gran espalda encorvada y depositó a Maitland junto al Jaguar. Aunque obviamente respetaba a Maitland, lo observaba con ojos turbios, atentos a cualquier paso en falso. Maitland se acomodó la muleta bajo el brazo derecho. Apoyando una mano en la cabeza de Proctor, avanzó con movimientos rígidos hacia la parte trasera del coche destrozado. El Jaguar estaba ya hundido en la maleza que crecía borrando hasta el último rastro de terreno ennegrecido.

Maitland evitaba los ojos de Proctor, y miraba alrededor con un rostro deliberadamente inexpresivo. Tenía la esperanza de que alguien hubiera venido a inspeccionar el coche, un funcionario de la autopista o un obrero del equipo de mantenimiento que pudiera comunicar el número de la matrícula a algún policía.

Maitland se asomó al mugriento interior del coche, miró el asiento carbonizado y el tablero de instrumentos. Nadie había tocado los jirones de toalla manchados de aceite ni las botellas vacías. Aferró con fuerza la canaleta del techo, apretando la palma contra el borde afilado, intentando recobrarse.

Descubrió sorprendido que estaba mucho más fuerte de lo que había imaginado. Durante varios segundos había permanecido erguido sin la muleta. La pierna derecha, aunque todavía rígida en la articulación de la cadera, soportaba bien el peso del cuerpo, y si él se apoyaba en la pierna izquierda, casi podía caminar. Decidió no revelar hasta qué punto se había recuperado. Se las arreglaría mejor si Jane y Proctor continuaban considerándolo un tullido.

—Está bien… Veamos qué tengo para ti.

Le indicó a Proctor que se apartara y abrió el portaequipajes.

Proctor lo miraba con ojos astutos y expectantes, casi como si estuviera esperando pacientemente a que Maitland cometiera un desliz. A veces parecía invitarlo a que lo golpease con la muleta, como si se diera cuenta del placer calculado que sentía Maitland al castigarlo, estimulándolo en la esperanza de que llegara a gustarle de veras, de modo que nunca quisiera irse de la isla.

Sólo los pocos regalos comprados por la muchacha —un pan en rebanadas, una lata de cerdo envasado, traídos del supermercado de la zona— apaciguaban a Proctor. Y sobre todo, varias botellas de vino tinto barato habían mantenido la autoridad de Maitland. El vino era algo que Proctor temía y exigía a la vez; por la noche, cuando había llevado a Maitland al cuarto subterráneo, y luego de barrer el suelo y encender la lámpara, regresaba vestido con el smoking. Maitland lo recompensaba con una taza de la embriagadora bebida y le entregaba la botella. Y mientras seguía tendido junto a la muchacha, fumando un cigarrillo antes de que ella partiera para el trabajo nocturno, ambos oían por encima de la hierba susurrante la estrepitosa voz de Proctor, una profunda música de topo, y la respuesta quejumbrosa y suave del arpa verde.

Proctor esperaba, expectante, a que Maitland levantara la tapa. El portaequipajes había sido para él un cuerno de extraordinaria abundancia: un par de pesados chanclos de goma, un juego de gemelos de imitación jade que Maitland había comprado en París tras haber extraviado los suyos, un viejo ejemplar de la revista Life. Proctor se había llevado estas cosas como si fueran tesoros inapreciables y misteriosos. Observándolo, Maitland se convenció de que a Proctor nunca le habían dado nada en la vida, y de que su poder sobre el vagabundo dependía tanto de estos regalos como de las vespertinas botellas de vino. Quizás un día prescindirían de los regalos como tales y conservarían solamente el acto, convertido en una ceremonia artificial de gestos y actitudes.

Maitland observó el interior del portaequipajes. Poco quedaba ya, aparte del equipo de herramientas del coche, y ése era un regalo que se resistía a hacer. Las herramientas podían ayudarlo a la hora de fugarse.

—Parece que no queda nada, Proctor. Esta abrazadera de la rueda no te servirá de mucho.

Proctor hacía gestos inciertos, un planeta de arrugas en el rostro. Como un niño hambriento incapaz de aceptar que la despensa está vacía, parecía aún más impaciente. Todo un conflicto de expresiones le pasó por la cara: codicia, paciencia, necesidad. Mientras brincaba sobre uno y otro pie, se acercó más a Maitland y lo codeó varias veces, de una manera no del todo amistosa.

Perturbado por ese alarde, una irónica venganza nacida de su propia bondad hacia el vagabundo —cuánto más dócil se ponía Proctor con un golpe de palo en el cuello—, Maitland buscó dentro de la caja del vino, donde quedaban dos botellas de Borgoña blanco. Había pensado guardárselas, y se había valido de Jane para comprarle al vagabundo el barato clarete español.

—Está bien, Proctor. Puedes quedarte con una, pero no te la bebas hasta la noche.

Le entregó la botella, que el vagabundo aferró con fuerza, con los brazos trémulos de excitación. Durante un momento, pareció olvidarse de Maitland y el coche incendiado.

Maitland lo observaba en silencio, acariciando la muleta.

—Me necesitas para racionarlo, Proctor… no lo olvides. He cambiado totalmente la economía de tu vida. Bebes vino con las comidas, te vistes para la cena… Estás demasiado ansioso de que te exploten…

Mientras Proctor lo llevaba de nuevo al refugio antiaéreo, Maitland miró la calzada del paso elevado. Luego de dos días de lluvia, el cemento no había tardado en secarse, y el costado blanco atravesaba el cielo como la muralla de algún enorme palacio aéreo. Debajo estaban los caminos que llevaban al cruce elevado del oeste, un laberinto de rampas y caminos de acceso. Maitland se sentía solo en un planeta extraño y abandonado, en el que toda una raza de constructores de autopistas se había desvanecido tiempo atrás, dejándole como legado ese desierto de cemento.

—Libre de irme, ahora… —murmuró para sí mismo—. Libre de irme…

Mientras descansaba al sol se recostó contra la pared del refugio antiaéreo, envuelto en el chal amarillo. Proctor se acuclilló en el suelo, a unos pasos de distancia, preparándose para abrir la botella de Borgoña. Primero llevó a cabo el ritual, breve pero cuidadoso, que acompañaba a todas las latas de carne y los paquetes de bizcochos que le daba Maitland. Raspó con el cuchillo la etiqueta de la botella y desgarró el papel desteñido. Luego de regalarle al vagabundo el ejemplar de Life que desde hacía tres años estaba en el portaequipajes del Jaguar, con la esperanza de que las fotografías orientaran la mente de Proctor hacia el mundo que se extendía más allá de la isla, Maitland había visto como la revista se transformaba en una pila de papel minuciosamente desmenuzado.

—No te gustan las palabras, ¿verdad, Proctor? Hasta te estás olvidando de hablar.

Lo mismo podía decir de los ojos de Proctor. Maitland sabía que no estaba volviéndose ciego; simplemente, Proctor prefería confiar en los dedos cubiertos de cicatrices y en el sentido del tacto, dentro del ámbito seguro de las malezas de la isla.

Maitland se volvió hacia el bloque de cemento del camino de acceso, la superficie blanca sobre la que había escrito aquellos confusos mensajes.

Invadido por la súbita convicción de que no tardaría en escapar, chasqueó los dedos, y levantando la muleta como si fuera un puntero, y él un maestro de escuela, señaló a Proctor.

—Proctor, te enseñaré a leer y escribir.