18 Cinco libras

—¿Dónde está la lámpara? Alumbremos este pequeño infierno.

Maitland atravesó la puerta del cuarto en penumbras aplastando casi los hombros de Jane. Se sentó en la cama deshecha, con la pierna herida extendida ante él como una estaca andrajosa. Golpeteó el suelo con la muleta.

—Enciende también el hornillo. Quiero un poco de agua caliente. Ahora vas a lavarme.

Jane le echó una mirada cautelosa y se puso a trabajar. Llenó un cazo con agua del barril de doscientos litros que había junto a la escalera, bombeó el hornillo, y lo encendió.

—Fue asqueroso hacerle eso al viejo idiota.

—Cierto —dijo Maitland—. No estoy dispuesto a que un vagabundo senil y una marginada neurótica me tomen el pelo.

—De todas maneras fue asqueroso. Realmente eres una mierda.

Maitland lo dejó pasar. El papel de agresor que acababa de descubrir, aun impremeditado, había amansado a la muchacha. Se quitó la camisa. Tenía los brazos y el pecho cubiertos de grasa y magullones.

—Este cuarto necesita una limpieza —dijo—. ¿Fue aquí donde tuviste el aborto?

—¡No tuvo nada que ver con este cuarto! —Jane alzó la cabeza, indignada, y se dominó—. ¿Estás tratando de explotar mis sentimientos de culpa? Supongo que ésa es ahora tu admirable estrategia.

—Me alegro de que sea tan evidente.

—Pues no. Ya me siento bastante mal sin que me remuevas la herida con tu espada de doble filo.

Maitland pateó el cajón de embalar, haciendo sonar las sartenes y las ollas.

—Necesito comer algo… mira a ver qué tienes. Y nada de esa comida para bebés que me has estado dando. No pienso desempeñar el papel de hijo tuyo.

—Supongo que piensas que por eso te retuve aquí —replicó ella, irritada.

—No me sorprendería. No es que me burle de tus arranques sensibleros, que me parecerían muy bien en el lugar adecuado, pero tengo otras cosas en qué pensar. Una, dos y tres: quiero irme.

Jane hizo un rollo con la inmunda camisa de vestir.

—Te la lavaré. Escucha, pediré ayuda… en cuanto pueda. Sólo piensas en ti. ¿No entiendes que yo pueda tener mis propios problemas?

—¿Con la policía?

—¡Sí, con la policía!

Furiosamente, la muchacha sacó un cubo de metal de debajo de la cama y le echó agua caliente.

—¿Qué pasó? —le preguntó Maitland—. ¿Drogas, aborto… o te escapaste de algún reformatorio?

Jane se detuvo, con las manos inmóviles dentro del agua.

—Muy sagaz —comentó en un murmullo—. Seguro que te va bien en los negocios, Maitland… pero quizá no tanto en tu vida privada. Tomé prestado algún dinero —agregó, con voz neutra—. A un amigo de mi marido. Bastante dinero, a decir verdad. Canalla miserable.

Empezó a lavar a Maitland, enjabonándole la piel lastimada. Cuando terminó buscó una navaja y lo afeitó. Maitland se sentó en el borde de la cama, disfrutando de la presión suave de las manos de ella, que le recorrían la piel como pájaros sumisos. Le sorprendía haberse complacido, por poco que fuera, en humillar a la muchacha, jugar con los confusos sentimientos de culpa que ella escondía, tratándola con un desprecio del que nunca se hubiera creído capaz. Por el contrario, la humillación de Proctor había sido totalmente premeditada: había degradado al viejo vagabundo del modo más crudo posible. Pero aun ese acto brutal le había proporcionado cierto placer. Había disfrutado de esa confrontación violenta, sabiendo que así los dos se le someterían. En parte, se estaba vengando de Proctor y de la joven, aunque no ignoraba que a ambos, por alguna razón paradójica, les complacía que él los insultara. La agresividad de Maitland colmaba las expectativas de la pareja, coincidía con lo que ellos pensaban oscuramente de sí mismos.

Aunque no entendiera del todo su propia complacencia, Maitland se había dejado arrastrar por estas pequeñas crueldades. Resuelto ante todo a sobrevivir, explotaría esa vena de crueldad como antes había explotado la compasión y el desprecio que sintiera por sí mismo. Lo que importaba era que él dominase al vagabundo senil y a esa muchacha caprichosa.

Dejó que Jane lo frotara con la toalla y le deslizara las manos entre las heridas, calmándolo y aliviándolo.

—¿Qué hay de tu padre? —le preguntó—. ¿No podría ayudarte?

—Ya no es mi padre. Ni pienso en él. —Jane miró la luz del sol que bajaba por el pozo de la escalera, y juntó las manos en lo que parecía un signo masónico—. El suicidio es… un acto contagioso, se da en familias, sabes. Cuando alguien de tu familia no se atreve a suicidarse, y si pasa un par de años pensándolo… cuando realmente se toman tiempo, como si nunca hubieran hecho nada más importante, entonces es difícil no ver tu propia vida a través de los ojos de ellos. A veces siento que pierdo la cabeza.

Se incorporó con un movimiento de desafío.

—Vamos, desvístete que te lavaré. Luego comeremos algo y te joderé.

Más tarde, cuando el lavado concluyó, Maitland se tendió en la cama, vestido con la bata de Jane. Se sentía fresco y reanimado. Había permanecido desnudo en la escalera mientras Jane le lavaba las piernas y el abdomen con manos enérgicas, limpiándole los cardenales y las manchas de grasa. Mientras ella preparaba algo de comer, Maitland observó cómo iba de un lado a otro, feliz en ese retiro doméstico. Jane sacó el equipo de fumar y preparó un cigarrillo.

—Jane, fumas demasiada yerba.

—Es buena para el sexo…

Jane empezó a inhalar el humo. Cuando acabaron de comer, la humareda llenaba el cuarto, y Maitland sintió que se relajaba por primera vez desde que llegara a la isla. Ella se quitó la falda y se tendió junto a él, apoyando la cabeza en la almohada, al lado de la de Maitland. Le ofreció el cigarrillo, flojo y mal liado, pero él ya estaba agradablemente intoxicado.

—Qué bien… —Jane inhaló profundamente y le aferró la mano—. ¿Cómo te encuentras?

—Mucho mejor. Quizá suene raro, pero es la primera vez que no estoy ansioso por salir de aquí… Jane, ¿adónde vas todas las noches?

—Trabajo en un club… una especie de club, digamos. De cuando en cuando, engatuso, a alguno en la autopista… ¿y qué? Sórdido, ¿no te parece?

—Un poco. ¿Por qué no enderezas tu vida y empiezas de nuevo con alguien?

—¿Por qué no enderezas la tuya? Tienes muchos más problemas. Tu mujer, esa doctora… Tú ya estabas en una isla mucho antes de estrellarte aquí. —Se volvió a mirarlo—. Bueno, señor Maitland, supongo que será mejor que me desvista… no creo que usted pueda hacerlo.

Maitland se quedó tendido pasivamente, con una mano en la cadera de ella. Mientras se desvestía, Jane cambió de un modo sorprendente. La sonrisa satisfecha se desvaneció. Parecía que tener conciencia de su propia desnudez la distanciara de Maitland, activara en ella algún reflejo defensivo. Se arrodilló atravesada sobre él, apretándole la caja torácica con las rodillas agudas. Maitland se enderezó para tranquilizarla, pero ella se apartó, espetándole con dureza:

—Así no. Antes quiero algún dinero. Vamos, dinero a cambio de sexo.

—Jane… por el amor de Dios.

—Deja a Dios en paz… no me acuesto contigo por el amor de él ni por el de nadie. —Le tendió la billetera—. Cinco libras… quiero cinco libras.

—Jane, tómalo todo. Es tuyo.

¡Cinco! —Jane le sujetó los hombros con las manos, clavándole las uñas en la piel magullada—. Vamos… ¡En la autopista cualquiera me paga diez!

—Jane… tu cara…

—¡Olvídate de mi cara!

Confundido por el exabrupto, Maitland hurgó torpemente en la billetera. Mientras contaba los billetes de una libra, ella se los arrebató y los guardó debajo de la almohada.

Maitland le sostuvo los pechos mientras ella montaba a horcajadas sobre él. Trató de tener conciencia de todos los movimientos y presiones de ese acto sexual, del orgasmo que lo atravesó como un rayo, sacudiéndole todos los nervios en tensión. Aceptó las reglas del juego de la joven, contento con la libertad que implicaban, con el reconocimiento de que ambos necesitaban evitar todo tipo de compromiso recíproco. Las relaciones que había tenido con Catherine y con su madre, incluso con Helen Fairfax, todas las mil y una transacciones emocionalmente sobrecargadas de la niñez, habrían sido más tolerables si él hubiera podido pagarlas con una moneda neutral, un dinero contante y sonante que saldara las pesadas cuentas de esas relaciones. Lejos de querer que esta muchacha lo ayudara a escapar de la isla, Maitland estaba utilizándola. Por motivos que nunca había aceptado antes, la necesidad de liberarse del pasado, de los años de la niñez, de su esposa y de sus amigos, con todos sus afectos y exigencias, y de vagabundear para siempre en la ciudad vacía de su propia mente.

Sin embargo, terminado el breve acto sexual, Jane Sheppard metió la mano bajo la almohada y le tendió a Maitland las cinco libras. Se arregló el pelo y torció la cara retirando los muslos acalambrados. Como Maitland titubeaba, le quitó el dinero de la mano y lo puso de vuelta en la billetera.