Partieron rumbo al paso elevado a lo largo del valle central. Maitland se apoyaba torpemente en la muleta metálica, deseando poder quitarse la pierna derecha y deshacerse de ella. Proctor se escabullía adelante, agazapado, siempre debajo del dosel de hierbas. Escogía deliberadamente las zonas de más densa espesura, como si sólo se sintiera cómodo en los corredores invisibles que había ido abriendo en interminables andanzas por la isla.
Se aproximaron a la cerca de malla de alambre al pie del paso elevado. Cuando emergieron de entre la hierba, como nadadores que llegan a la playa, Proctor titubeó examinando los parapetos de cemento de alrededor. El rugido del tránsito lo inquietaba, y parecía casi aturdido ahora que estaba fuera del santuario de la isla y del ondulante océano verde. Maitland observó que el vagabundo movía la cabeza como si apenas alcanzara a vislumbrar los objetos distantes, y dependiera, a la manera de los pájaros, de la capacidad de reaccionar ante movimientos breves y bruscos contra el telón de fondo de un campo visual estático. Observándolo, Maitland imaginó al acróbata medio ciego, con las pupilas obstruidas por las cataratas incipientes, incapaz ya de ver las corrientes de tránsito de alrededor; viviendo en el retiro de ese mundo olvidado donde sólo el rugido de los motores, el zumbido de los neumáticos y el chirrido de los frenos definían las costas más lejanas. Como Maitland acababa de comprobar, la hierba era el hábitat de Proctor. Las manos cubiertas de cicatrices tanteaban los tallos flexibles, leían las corrientes que susurraban alrededor. Pensó que Proctor habría salido del refugio en los segundos que siguieron al accidente, alarmado por el impacto del Jaguar que la hierba había transmitido en una serie de ondas de advertencia…
Proctor le codeó el brazo. Precipitándose en las sombras oleosas bajo el paso elevado, se escurrió hacia el extremo sur de la cerca de alambre. Trepó por la pendiente del terraplén y se tendió boca abajo, la cara apretada contra la cerca. Luego se volvió a hacer señas a Maitland y lo ayudó a subir.
Tendido junto al vagabundo, Maitland vio cómo trataba de pasar los dedos deformados a través de la malla de acero. En la media luz se podía ver un montón amorfo de mucílago brillante de un metro de altura, junto a una pila de neumáticos. El borde más próximo de ese túmulo gelatinoso se escurría entre los alambres. Introduciendo los dedos, Proctor recogía las rebanadas de pan húmedo, los trozos de carne grasienta y los restos de verduras incrustados en la viscosa avalancha.
Algún restaurante o alguna tienda de comestibles de la zona, supuso Maitland, utilizaba ese basurero ilícito. Proctor desenganchó los jarros de metal que le colgaban del cinturón y mostró a Maitland el pulido interior, señalándole lo limpios que estaban. Ya había conseguido dos rodajas de pan mojado y un trozo de cartílago de buey. Aunque no se permitiera comer en ese momento, se lamió golosamente los dedos. Invitó a Maitland a que se sirviera, alcanzándole uno de los jarros.
Maitland se quedó mirando el contenido del jarro de Proctor. Ahora sabía dónde había encontrado Proctor la comida de la mañana. Y sin embargo, no sintió repugnancia alguna, sino sólo una escueta compasión por el vagabundo. Las heridas del accidente le parecieron menos graves que el daño infligido al cuerpo de Proctor.
Pensando en cómo podría rescatar al vagabundo, y llevárselo con él, Maitland esperó a Proctor mientras la comida macerada brillaba a la luz untuosa bajo el paso elevado.
Cuando regresaron al cubil de Proctor, había dejado de llover. Maitland se sentó, recostado contra el refugio, y miró pasar los coches. Una corriente continua, aunque menos apretada, de coches y autobuses seguía fluyendo a la luz del sol.
Con aire feliz, Proctor se puso en cuclillas a disfrutar de un almuerzo temprano, observando los restos de comida en los jarros de metal. Al cabo de un rato, pareció decidirse y entregó a Maitland la porción más grande. Agujereó con un cortaplumas el corcho de la botella de vino y se sentó junto a Maitland indicándole que comiera. Pese a su generosidad, era evidente que no tenía intenciones de compartir el vino.
—Señor Maitland, coma —le dijo con firmeza, mientras atacaba ya los restos con buen apetito—. Hoy hay buena comida, buena para la pierna de Maitland.
Se llevó la botella de vino a los labios.
Antes de diez minutos, Proctor estaba borracho. Aunque había bebido apenas un tercio de la botella, el alcohol le había golpeado como un rayo el cerebro, desmantelando sus frágiles soportes. Se bamboleaba de un lado a otro, parloteando alegremente y torciendo la cara en expresiones grotescas. Cuando vio la comida todavía intacta, se deslizó junto a Maitland, gesticulando.
—¿Quieres esto, Proctor? —preguntó Maitland—. Apuesto a que estaba sabroso.
El vagabundo se tambaleó, mientras el vino le chorreaba por el mentón. Hizo la pantomima de asegurar a Maitland que de ninguna manera le sacaría la comida, pero un momento después se había apoderado del jarro de estaño y estaba metiéndose en la boca los trozos húmedos. En alguna ocasión tocó a Maitland en el brazo y en el hombro, como si quisiera identificarlo. Estaba sentado muy cerca de Maitland, evidentemente contento de tenerlo como amigo.
—Se está bien aquí en la isla, ¿no es cierto, Proctor? —preguntó Maitland de pronto, con afecto.
—Se está bien… —asintió vagamente Proctor. La mayor parte del vino se le escurría fuera de la boca. Rodeó con un brazo los hombros de Maitland, probando esta nueva amistad.
—¿Cuándo te irás de aquí, Proctor?
—Aaah… nunca me iré de aquí. —Proctor se llevó la botella a la boca y después la bajó y miró el suelo con tristeza—. No hay sitio a donde Proctor pueda ir.
—Supongo que tienes razón. —Maitland lo observaba mientras Proctor le acariciaba el brazo—. ¿No hay nadie que pueda cuidarte… ni familia ni amigos?
Proctor miró el aire, como si intentara escuchar la profundidad de la pregunta. Se inclinó hacia Maitland, tomándolo por los hombros como un borracho en un bar, y dijo con un humor astuto:
—Señor Maitland es amigo de Proctor.
—Verdad, soy tu amigo. Tengo que serlo, ¿no?
Mientras el vagabundo le manoseaba afectuosamente el brazo, Maitland se dio cuenta de hasta qué punto llegaba la inseguridad de Proctor, el miedo de que le arrebataran aquel último escondite, tan adecuadamente situado en el centro de una ciudad alienante. Al mismo tiempo, Maitland sospechó que la mente del vagabundo se estaba deteriorando y que él sabía de algún modo que necesitaba amistad y ayuda.
—Proctor necesita… un amigo. —Tosió, escupiendo unas gotas de vino.
—Me imagino que sí.
Trabajosamente, Maitland se puso de pie, librando la pierna izquierda del abrazo de Proctor. Éste volvió a recostarse contra el refugio, entornando los ojos y sonriéndole a la botella de vino.
Maitland se alejó cojeando y atravesó el valle central hacia el terreno más alto en el lado norte de la isla. El espectáculo del tránsito le ayudaba a olvidar el hambre. Se sentía débil e inseguro, pero con los nervios templados. Miró el triángulo verde en que había vivido los cinco últimos días. Conocía todos los recesos y pendientes, los montículos y elevaciones tan íntimamente como su propio cuerpo. Recorriendo la isla tenía la impresión de estar siguiendo un tortuoso sendero dentro de su propia cabeza.
La hierba estaba callada y apenas si se movía alrededor. De pie como un pastor con un rebaño silencioso, Maitland recordó la frase extraña que había murmurado durante su delirio: Yo soy la isla.
Diez minutos más tarde, en el momento en que llegaba al cementerio de coches, una furgoneta Toyota de color naranja salió del túnel del paso elevado. La carrocería lustrosa relucía al sol mientras se deslizaba por el carril oeste. A través de la balaustrada, Maitland vio la cara de la conductora, una mujer de pelo rubio, nariz recta y boca firme. Las manos, pequeñas pero fuertes, descansaban juntas en el borde superior del volante, en una pose característica.
—¡Catherine…! ¡Para…! —gritó Maitland al aire. El coche, indudablemente el de su mujer, disminuyó la marcha al aproximarse por detrás a un autocar. Sin saber bien si lo que estaba viendo no era una alucinación provocada por el hambre, Maitland atravesó la hierba lo más rápido que pudo. Se detuvo para agitar la muleta, se tambaleó, y cayó al suelo. Cuando consiguió incorporarse, gritándole furiosamente a la hierba, el coche había acelerado y se alejaba.
Maitland volvió la espalda a la autopista. Era casi seguro que Catherine regresaba del despacho de Londres: presumiblemente, habría estado hablando de la desaparición de Maitland con sus dos socios. Eso significaba que ninguno se daba cuenta de que él se había estrellado en esa parcela de tierra baldía, literalmente a la vista de todos ellos.
Maitland recuperó la muleta de metal y regresó al refugio antiaéreo. De alguna manera, antes de que las fuerzas le flaquearan del todo, conseguiría subir al terraplén.
A unos quince metros del refugio, oyó gritar a Jane Sheppard:
—Vamos, Proctor… ¡ahora! No es asunto de él. Póntelo antes de que venga.