15 El soborno

El tránsito matinal con que se abría una nueva semana corría hacia el este por los carriles de la autopista. Robert Maitland, sentado contra el techo curvo del refugio antiaéreo que era el hogar de Proctor, miraba cómo la nítida luz del sol se reflejaba en la celulosa bruñida de los vehículos que corrían hacia el centro de Londres. No eran más de las ocho, y el aire fresco lo reanimó, después de la noche de fiebre. La pierna herida yacía estirada ante él. La articulación de la cadera seguía inmóvil, y necesitaba algún tipo de intervención quirúrgica, pero las profundas raspaduras del muslo habían empezado a curársele.

Pese a que no podía caminar, Maitland estaba tranquilo y de buen ánimo. Los últimos rastros de fiebre habían desaparecido. Aún sentía en el estómago la tosca comida que le había preparado Proctor: té dulce y una mezcla sorprendentemente apetitosa de patatas fritas, trozos de carne grasienta y ensalada de col, que Maitland había devorado. El sabor de la parafina aún le irritaba los pulmones y la boca, pero respiró el aroma fresco de la floresta de hierbas que crecía alrededor.

Se puso a observar cómo Proctor limpiaba el refugio, una especie de madriguera profunda, donde Maitland había pasado la noche, y que era poco más que una perrera grande, con las paredes tapizadas por trozos de cobertores. Maitland había llegado allí sobre las vigorosas espaldas del vagabundo, y había yacido apenas consciente sobre un colchón junto a la puerta, mientras Proctor se movía dentro de la guarida como un animal afanoso e intranquilo. En el refugio todo estaba guardado con llave en unas cajas de madera ocultas bajo los colchones y cobertores. Por la noche, cada vez que a Maitland le volvían las arcadas, tratando de vomitar la parafina que aún tenía en los pulmones, Proctor se movilizaba en excitadas carreras. Levantaba las puntas de los cobertores y volvía a bajarlas, buscando algún escondrijo olvidado. Por último encontró una especie de cubo y un paquete de algodón. Durante una hora, estuvo sentado junto a Maitland, limpiándole los ojos y la boca. A la luz que se reflejaba desde la autopista, el rostro ancho constelado de arrugas permaneció suspendido sobre Maitland como las fauces de una bestia ávida. Luego se paseó toda la noche por la madriguera, en una actividad continua e insensata. El suelo acolchado se confundía con las paredes como si el cubil hubiera sido pensado para amortiguar y apagar cualquier indicio del mundo exterior.

Maitland observaba el tránsito que circulaba por la autopista. Los terraplenes parecían más distantes de lo que él recordaba, como si estuvieran apartándose de él lentamente. En cambio la isla le parecía mucho más grande, cubierta por una vegetación exuberante y espesa. Maitland tiritó al aire fresco de la mañana. A través de la puerta abierta del refugio alcanzaba a ver el smoking, colgado junto a la raída malla de gimnasia. La cabeza de Proctor asomó en la abertura. Miró a Maitland durante unos pocos segundos, antes de salir. Maitland cruzó los brazos sobre el pecho.

—Proctor, tengo frío… ¿No tienes una chaqueta? No hablo de mi smoking.

—Aaah… chaqueta, no —dijo Proctor consternado, y empezó a frotarle los brazos con las manazas. Pacientemente, Maitland lo apartó.

—Mira… necesito ponerme algo. No querrás que me vuelva la fiebre.

—No más fiebre…

Proctor miró rápidamente el reloj pulsera de Maitland, que ahora llevaba en la muñeca, como si la esfera luminosa pudiera resolver la dificultad. Movió al azar las manecillas. Satisfecho, enseñó el reloj a Maitland. Parecía que luego de esta reordenación del tiempo se sentía más cómodo.

—No más fiebre para el señor Maitland —anunció, y un momento más tarde bajó de un salto al refugio, rebuscó bajo los cobertores, y regresó con un viejo chal de lana.

Maitland se envolvió los hombros con la prenda amarillenta, sin hacer caso del olor mohoso y rancio. Proctor se apoyaba primero en un pie y después en otro, casi como si estuviera esperando instrucciones. A pesar de aquellos repentinos accesos de violencia, el vagabundo era un hombre plácido y afectuoso, con la natural dignidad de un animal grande y simple.

A puntapiés, Proctor apartó las piedras sueltas que había en la hierba, fuera del refugio, e inició sus ejercicios gimnásticos, sin duda con la intención de impresionar a Maitland. Luego de un torpe salto mortal, ensayó una voltereta y cayó de cabeza. Se quedó sentado, examinándose las manos y los pies como si no entendiera por qué acababan de fallarle.

—Proctor —Maitland escogió cuidadosamente las palabras—, hoy me iré de aquí. Tengo que volver a casa, ¿me entiendes? Ésta es tu casa y allá está la mía. Tengo mujer y un hijo… y me necesitan. Pues bien, te agradezco que me hayas cuidado… —Se interrumpió al darse cuenta de que la mente del vagabundo sólo había registrado la última frase—. Escúchame, Proctor… quiero que me ayudes a trepar por el terraplén. ¡Ahora!

Tendió el brazo hacia Proctor, pero el vagabundo volvió los ojos, incómodo, hacia el cine en ruinas.

—Ayudar al señor Maitland… ¿cómo? Maitland está enfermo.

No sin esfuerzo, Maitland se dominó.

—Proctor, tú eres fuerte y podrías llevarme. Ayúdame, no le diré a la policía que estás aquí. Si sigues reteniéndome, te llevarán y encerrarán. No querrás pasarte la vida en la cárcel.

—¡No! —La palabra fue un grito vehemente. Proctor miró con atención alrededor, como si temiera que algún automovilista lo hubiera oído—. Cárcel para Proctor no.

—No —asintió Maitland, a quien aun esa breve conversación estaba agotando—. Yo no quiero mandarte a la cárcel. Al fin y al cabo, me has ayudado, Proctor.

—Sí… —Proctor afirmó enérgicamente con la cabeza—. Proctor ayudó al señor Maitland.

—Está bien, entonces. —Maitland se enderezó, apoyándose en la muleta, y se tambaleó, mareado. Intentó apoyarse en el hombro de Proctor, pero el vagabundo dio un paso atrás. Maitland echó a andar hacia el terraplén de la autopista. El carril del oeste estaba casi desierto, pero en los tres carriles del otro lado del refugio central el tránsito corría apretado hacia Londres.

—Proctor, ¡ven aquí! ¡Dame una mano!

El vagabundo se resistía, sacudiendo lentamente la enorme cabeza arrugada.

—No… —dijo por fin, mirando fijamente la figura enjuta y harapienta de Maitland, como si ya no la reconociera—. La señorita Jane…

Antes de que Maitland pudiera protestar, Proctor dio media vuelta y se escurrió por entre las hierbas altas, con la cabeza inclinada bajo las hojas ondulantes.

Reanimado por el aire frío, Maitland se echó el chal sobre el pecho y los hombros y se encaminó hacia el terraplén. No le sorprendía la negativa de Proctor, ni el temor que le tenía a Jane. Los dos eran parte de esa grotesca conspiración que lo había mantenido confinado en la isla desde hacía ya cinco días. Golpeó la hierba que tenía enfrente, identificando esta espesura exuberante con todos los padecimientos que había soportado.

La breve travesía por la isla bastó para agotarlo. Luego del magro desayuno de sobras, volvía a tener hambre. Día a día, se debilitaba un poco más. La hierba crecida lo acosaba por todos lados, como una multitud hostil. Tambaleándose, inseguro, Maitland avanzó por el valle central. Cuando llegó al cementerio de automóviles, con una media luna de vehículos herrumbrados, estaba casi demasiado cansado para identificar el Jaguar.

El cielo se había nublado y una llovizna fría empañaba la luz declinante. Maitland trepó al asiento de atrás del coche, su hogar durante los primeros días en la isla. Mientras se masajeaba intentando calentarse los brazos rígidos, pensaba en Proctor y Jane Sheppard. Tenía que llegar a dominarlos de algún modo. En cualquier momento podía dejar de interesarles, y entonces lo abandonarían simplemente hasta que muriera dentro del coche incendiado. Maitland escudriñó el terraplén: no sólo la pendiente era más empinada que antes; le pareció que el arcén y la balaustrada estaban seis metros más arriba.

Antes que nada, necesitaba un elemento de soborno. Bajó del coche y sacó las llaves. Abrió el portaequipajes. En la caja de cartón quedaban tres botellas de borgoña blanco. Se metió una dentro del chal, volvió a cerrar el portaequipajes, y se encaminó hacia la guarida de Proctor.

La puerta del refugio estaba cerrada con candado. Mientras recuperaba el aliento, cansado de haber vuelto a cruzar la isla, Maitland se apoyó en la muleta, bajo la lluvia tenue. El vagabundo estaba en cuclillas junto al desagüe del camino de acceso, llenando pacientemente un cubo de estaño con el agua que goteaba del poste indicador, veinte metros por encima de él.

Cuando vio a Maitland, regresó al refugio, moviéndose como un topo entre la hierba. Dos jarros de metal le tintineaban en el cinturón. La mano derecha sujetaba media docena de trampas de resorte y un par de ratas pequeñas, de largas colas oscilantes. Maitland recordó la rata herida que le había trepado por la pierna. Al parecer, esos roedores campestres reforzaban la magra dieta de Proctor. Sin embargo, era evidente que conseguía otros alimentos, en algún lugar. Una vez que lo descubriera, la situación de Maitland en la isla sería más segura.

—Proctor… necesito comida. No duraré mucho si no consigo alimentarme.

El vagabundo lo miró con desconfianza y levantó las trampas, pero Maitland sacudió la cabeza.

—No comida —dijo Proctor, sin ambages.

—Eso es basura. Pero desayunamos carne, patatas, ensalada… ¿Dónde lo conseguiste?

Proctor apartó los ojos como si el tema dejara de interesarle. Maitland sacó de dentro del chal la botella de vino.

—Vino, Proctor… a cambio de comida. Hagamos un trueque.

Ofreció la botella al vagabundo, que se llevo el corcho a la nariz y olfateó la envoltura de metal.

—Está bien… Proctor lo llevará al sitio de la comida.