14 Sabor de ponzoña

—¿A qué demonios juegas? —La joven empujó a Maitland hacia la cama, con mano firme. El cuerpo le temblaba de furia—. ¿No se supone que estás enfermo? No me interesa pelear por una billetera. Estoy resuelta a empacar y largarme antes de que traigas más complicaciones.

—Él intentaba matarme —dijo Maitland—, y tú lo incitabas.

—No, y en todo caso, Proctor es medio ciego. Y fue nuestra manta lo que quemaste.

—Tu manta. Yo no me quedo aquí esta noche.

—Nadie te lo pide. —La muchacha sacudió la cabeza con auténtica indignación—. ¡Ésa es la gratitud capitalista! Acabo de salvarte de Proctor, y tú le cuentas lo de la billetera. Muy astuto de tu parte, darle dinero. No te servirá de nada… Nunca sale de la isla y no creo que encuentre aquí donde gastarlo.

Maitland meneó la cabeza.

—No fue ninguna astucia. Pobre viejo, creo que ni siquiera sabía cómo tomarlo.

—Lo único que le han dado alguna vez es la mierda de los otros. Y no te creas que será tu amigo eternamente. Si te dejara solo con él, pronto me echarías de menos.

Maitland la observó mientras ella se paseaba por el cuarto. Le preocupaba que ella hablara de abandonar la isla con tanta insistencia. No estaba en condiciones de enfrentarse a solas con Proctor.

—Jane… tendrás que ayudarme tarde o temprano. Mis amigos y mi familia, la policía, la gente de mi despacho, descubrirán sin duda lo que ha pasado aquí. A estas alturas ya estarán buscándome.

Tu familia… —La muchacha sacó la frase del contexto, pronunciándola con un énfasis peculiar—. Y de mi familia, ¿qué hay? —Se alejó bruscamente de Maitland y le espetó—: No te he sacado un penique… ¡diles eso!

Cansado y con frío, Maitland se recostó en la almohada húmeda. La joven se movía por el cuarto apenas iluminado. Ordenó la maleta y volvió a colgar la ropa. La luz de la tarde se desvanecía y Maitland lamentó haber quemado la manta. Comprendía que había obtenido una pequeña ventaja sobre la joven y sobre Proctor: estaba azuzando a aquellos dos parias, uno contra otro, alimentando una recíproca desconfianza.

Sin embargo, por el momento él era prisionero de la joven, y estaba expuesto a cualquier capricho delirante que a ella le pasara por la cabeza. De algún modo parecía que Jane disfrutaba de esa relación. Pasaba súbitamente de la ternura y el buen humor a una cólera vengativa, casi como si Maitland representara para ella a dos personas diferentes. Luego de haber colgado la ropa, Jane encendió el hornillo y le preparó una taza de leche condensada y agua caliente. Le sostuvo la cabeza mientras él bebía de la taza de plástico, arrullándolo, apretándole contra la frente el pecho robusto, como si estuviera alimentando a su propio bebé. Un minuto más tarde, en un repentino cambio de humor, se apartó bruscamente, sacudiéndole la cabeza. Se paseó otra vez por el cuarto, irritada, y subió la llama de la lámpara de parafina, siempre quejándose, como si culpara a Maitland por el oscurecimiento de la luz.

—Jane… —Maitland sacó la billetera manchada de aceite—. ¿Quieres el dinero? Podrías usarlo para marcharte de aquí.

Le tendió la billetera, de pronto preocupado por la joven.

—No quiero marcharme. ¿Para qué? —Jane volvió la cabeza con un gesto de orgullo y miró con desconfianza a Maitland.

—Jane, hablemos en serio. No puedes quedarte aquí para siempre… ¿Dónde está tu familia? Estuviste casada, ¿verdad? —Maitland señaló la maleta y añadió con franqueza—: Estuve mirando tus fotografías. Tu marido… ¿qué sucedió?

—Ocúpate-de-tus-propios-malditos-asuntos —dijo Jane en un tono firme y bajo, los dedos extendidos y tensos como varillas—. Dios todopoderoso, vine aquí huyendo de toda esa moralina. —Se paseó torpemente por la habitación como buscando escapar del acosamiento de Maitland—. La gente nunca es tan feliz como cuando se pone a inventar vicios nuevos.

—Jane, digamos que yo te prometo quinientas libras… ¿me ayudarías a salir de aquí?

Ella lo miró con desconfianza.

—¿Por qué tanto? Eso es mucho dinero.

—Porque quiero que nos vayamos los dos. Creo que tenemos que ayudarnos. Te daré quinientas libras… lo digo en serio.

—Quinientas libras… —Jane parecía estar estudiando la oferta, contando mentalmente los billetes, uno por uno. De pronto se volvió hacia Maitland gesticulando con la bolsa de papel donde guardaba los enseres de fumar—. ¿Tienes idea de los meses de alquiler que podría pagar una familia sin techo?

—Jane… tú eres parte de una familia sin techo. Ese hijo tuyo…

Maitland desistió. Fatigado, se recostó mientras Jane desplegaba su equipo. Durante un momento ella permaneció sentada al borde de la cama, el cuerpo flojo, sin hacer caso de la mano que Maitland le había apoyado en el brazo. Miraba sin ver la pared descascarada. Preparó mecánicamente un par de cigarrillos y guardó otra vez el equipo en la bolsa de papel. Sacudió la caja de cerillas como para reanimarse y encendió el primer cigarrillo. Inhaló profundamente el humo dulzón y durante unos segundos lo retuvo en los pulmones. Satisfecha, se tendió junto a Maitland, apartándolo con el codo. Echó sobre los dos la chaqueta de fajina, mientras esbozaba una sonrisa incierta, los ojos fijos en el cartel de Astaire y Rogers.

Maitland sintió que se le iba la cabeza por efecto del humo. El cuerpo firme de la muchacha se apretó contra él y la cama se hundió en el centro. El brazo de Jane se levantó y cayó. Se llevó el cigarrillo a los labios y se lo ofreció a Maitland.

Mientras intentaba mantenerse alerta, pues temía dormirse, Maitland se quedó mirando la luz fugitiva que descendía por la escalera. Con el aire frío del atardecer, le volvía la fiebre.

La chica le sonrió y le tomó una mano. La cara de mandíbulas firmes yacía sobre la almohada como la de un niño en un dosel de pelo rojo. Dejó salir el humo por la boca y con un ademán lo abanicó hacia Maitland.

—¿Te gusta…? Sabes, podrías haber escapado, si hubieras querido.

—¿Cómo?

—Al comienzo mismo… —Jane volvió a inhalar el humo—. Si lo hubieras intentado de veras.

—¿Intentado? —Maitland recordó con una mueca sus penurias bajo la lluvia. Se frotó el pecho, cubierto sólo por la sucia camisa de vestir—. Hace frío aquí dentro.

La muchacha extendió el brazo por encima de él.

—Podrías haberte ido —repitió—. Proctor no se da cuenta, pero le facilitaste las cosas. ¿Sabes que los dos pensamos que ya habías estado aquí antes?

A través del humo, se quedó mirando a Maitland y le acarició el cuello de la camisa manchada de aceite. Él la observaba, sin hablar. El tono de Jane no tenía nada de burla ni de hostilidad, pero a la vez parecía que ella estuviera poniendo a prueba la relación que la unía a Maitland, explorando por mediación de él alguna fisura de su propio pasado. Con ojo infalible para los defectos ajenos, había comprendido que él aceptaría este papel.

¿Sería cierto que él mismo se había confinado en la isla? Recordó cómo se había negado a atravesar el túnel hasta el teléfono de emergencia, obstinándose en que algún conductor se detuviera a recogerlo en la carretera atestada, la cólera con que había reaccionado… De niño se había quedado en aquella bañera vacía, clamando con el mismo resentimiento.

Decidido a seguirle el juego, le dijo a la muchacha:

—Jane, tienes la obligación moral de salir de aquí… Quedándote en la isla, no haces otra cosa que castigarte.

—Vaya sermón… no te entiendo. —Los ojos le brillaban en el rostro absorto y eufórico—. De todas maneras es más sencillo que reconciliarse con alguien. Nunca he servido para enmendar entuertos… Me gustaba seguir días y días dándome cuerda. Llegas a sentir verdadero odio…

Se fumó lo que quedaba del cigarrillo, y apoyó la mano en el vientre de Maitland. Luego volvió la cabeza para besarlo en la boca.

—¿No me dirás que puse el dedo en la llaga? —preguntó.

—Tal vez sí. —Maitland intentó pasarle el brazo por la cintura, pero la fiebre le subía en oleadas por el cuerpo—. Estos cuatro días han sido verdaderamente insólitos… como visitar un manicomio y verte a ti mismo sentado en un banco.

Se apartó de Jane, y creyó notar que ella se desvestía. Mientras fumaba el segundo cigarrillo, Jane se miró el vientre y los pechos en el espejo de mano. Después se puso una falda corta, de color rojo sangre, y una blusa brillante sin mangas. Maitland ya estaba dormido cuando ella apagó la lámpara y salió del cuarto, los tacones puntiagudos repiqueteando en las escaleras.

Horas más tarde, en mitad de la noche, Maitland la oyó regresar. Los ruidos del tránsito se habían extinguido, y mientras Jane discutía con Proctor, la voz aguda se elevó claramente por encima del susurro de la hierba. Parecía que el vagabundo estuviera protestando, por algo que ella había olvidado traerle. Cuando Jane entró en el cuarto, volvió a encender la lámpara y clavó en Maitland unos ojos turbios por el alcohol. El pelo enmarañado le llameaba en la luz vivida como un sol enloquecido.

Jane se afanó estrepitosamente con latas y cacerolas, la mirada perdida. Maitland la observaba con inquietud. El comportamiento de la muchacha parecía una advertencia. Quizás ella era una perturbada mental, una fugitiva de alguna institución de Broadmoor. ¿Sería Jane, y no la madre, quien había estado recluida en el sanatorio de la foto? Demasiado débil para protegerse, Maitland oyó el ruido de los cosméticos que caían de la mesita de juego. Mientras se tambaleaba yendo de un lado a otro, las manos de Jane desgarraron un póster, arrancando la cara de Manson. Cuando le acercó una taza y le sostuvo la cabeza febril, Maitland bebió agradecido.

Jadeando, sofocado por la parafina diluida que ella acababa de servirle, Maitland se incorporó bruscamente. Vomitó en las manos de ella y quedó tendido de través, sacudido por las arcadas. Procuró mantener alejada a la muchacha que ahora se le acercaba con un vaso de leche, riéndose de él.

Por detrás de ella, Proctor irrumpió en el cuarto. Las solapas brillantes del smoking resplandecían como espejos bajo la luz deslumbrante. Empujó a Jane a un lado, se inclinó sobre Maitland y le quitó la parafina de la cara. Jane gritó y les arrojó la chaqueta de fajina sucia de vómito, mientras Proctor llevaba a Maitland escaleras arriba y lo tendía sobre la hierba húmeda de la medianoche.