13 La señal de fuego

—¡Jane! Vuelve aquí… ¡Jane!

La voz de Maitland, poco más que un débil rezongo, se perdió entre la hierba susurrante, Maitland se levantó y echó a andar tras Jane, saltando sobre la pierna izquierda. Sofocado de furia, se apoyó contra la taquilla cerrada. Mientras se calmaba, se frotó el estómago, sintiendo el borde duro de las costillas. Por lo menos, la muchacha le había dado algo de comer.

A unos cinco metros, sobre el techo de un cobertizo en ruinas, vio un caño de metal herrumbrado, con un extremo torcido como una tosca empuñadura: ¡La muleta! Maitland atravesó penosamente el terreno pedregoso, arrastrando la pierna herida. Ayudándose con los largos brazos, consiguió encaramarse sobre la destrozada mampostería del cobertizo. Estiró el brazo y alcanzó el tubo de escape.

Sin soltarlo, se sentó para recuperar el aliento. Saludó con la muleta a los coches que pasaban, contento de volver a tocar las bruñidas placas de óxido, auxiliares conocidas de la supervivencia. Ese pedazo de metal arruinado era la más importante de sus herramientas… y la más importante de sus armas, reflexionó, al pensar en Proctor. El vagabundo no había aparecido aún, pero Maitland vigilaba las matas de hierba y de ortigas, convencido de que estaba al acecho en alguna parte, entre la maleza.

Más confiado ahora, descendió del techo del cobertizo. Se apoyó sobre la muleta y volvió a enderezarse. Los pantalones le colgaban en jirones de la cintura, pero él se sentía fuerte y decidido. Cuando se apretó el cráneo sintió unos aguijonazos de dolor en las suturas debilitadas. La conmoción y la fiebre se habían desvanecido, dejándole sólo una jaqueca leve y continua.

Maitland miró hacia los terraplenes. Se sentía ya bastante fuerte como para trepar por las pendientes de tierra, pero Proctor estaría vigilándolo, esperando a que Maitland intentara algún movimiento. Otro enfrentamiento físico con el acróbata lo retendría allí durante días. De alguna manera, necesitaba que la chica lo ayudara; sólo ella tenía alguna autoridad sobre Proctor.

Maitland regresó al cine en ruinas; abriéndose paso entre la hierba, llegó a las escaleras y bajó al cuarto subterráneo sosteniéndose con una mano la pierna lastimada.

Se sentó en la cama a la media luz y rompió las galletas con las manos. Ese alimento para niños le lastimaba la boca, y Maitland masticó cuidadosamente los trozos puntiagudos y dulces de bizcocho. Ayudándose con la muleta, consiguió acercar la maleta de la muchacha y revisó los vestidos y la ropa interior, pensando que no era imposible que ella guardara algún arma pequeña.

En el fondo de la maleta, entre el montón de tubos de maquillaje, horquillas y pañuelos de papel usados, encontró un paquete de fotos desteñidas. Curioso por conocer el mundo de Jane, Maitland las extendió sobre la cama. Una mostraba a una adolescente de rostro enérgico —Jane, sin duda—, de pie, en actitud protectora junto a una mujer madura, y lánguida de mirada vidriosa, sobre el césped descuidado de un pequeño sanatorio. En otra, se la veía visitando un parque de atracciones, del brazo de un hombre corpulento, veinte años mayor que ella. Maitland supuso que sería el padre, pero una fotografía de bodas mostraba a Jane de pie en una iglesia junto al mismo hombre, luciendo orgullosamente un embarazo mientras la madre revoloteaba por el fondo como un espectro enloquecido.

En la serie aparecía un segundo hombre, un cincuentón elegante con un traje viejo, pero de buen corte, que posaba junto a un Bentley blanco a la entrada de un caserón Victoriano. El padre, decidió Maitland, o tal vez otro amante maduro. ¿Qué habría sucedido con el niño?

Maitland juntó las fotografías y las puso otra vez en la maleta. De una caja de pañuelos sacó una bolsa de papel. La bolsa guardaba el equipo de un fumador de hachís, trozos de papel de aluminio quemado, filtros de cigarrillos y tabaco suelto, un pedazo de hachís, papel de cigarrillos, un aparato para liarlos, y una caja de cerillas.

Maitland guardó la bolsa de papel y sopesó en la mano la caja de cerillas. Miró rápidamente alrededor del cuarto. Del cajón de embalar sacó el hornillo y lo sacudió, haciéndolo girar a la media luz, mientras escuchaba el blando ruido del líquido.

Diez minutos más tarde, Maitland volvía cojeando al cobertizo en ruinas. La manta roja le colgaba de un hombro, y en la mano libre llevaba el hornillo. Trepó otra vez al techo y se sentó sobre la leve pendiente de las tejas, poniendo a un lado la manta y el hornillo. Luego de comprobar que ni Proctor ni la muchacha andaban cerca, ató una punta de la manta a la muleta y empapó el otro extremo en la parafina del hornillo. El tránsito intermitente de la tarde de domingo corría a lo largo de la autopista. Maitland aguardó con la caja de cerillas en la mano, expectante. Se aproximaba una hilera de coches, detrás del autocar de una línea aérea y de un camión cisterna que emergía del túnel del paso elevado.

Maitland encendió dos cerillas y prendió fuego a la manta. La parafina caliente se inflamó con un leve ronroneo, mientras las llamas lamían la tela raída. Un humo negro se elevó en el aire. Maitland se enderezó, en equilibrio sobre una pierna, y empezó a hacer señas con la manta ardiendo. Una oleada de humo acre lo sofocó y volvió a sentarse; se levantó de nuevo y agitó otra vez la manta.

Tal como esperaba, Proctor y la muchacha no tardaron en aparecer en escena. El vagabundo avanzaba en cuclillas, como una bestia cautelosa, entreabriendo la hierba con las manos cruzadas de cicatrices. Los ojos astutos pero estúpidos miraban como si Maitland fuese un animal caído en una trampa, listo para ser estaqueado y desollado. Jane Sheppard, en cambio se acercaba tranquilamente por el terreno desparejo, como si el intento de evasión de Maitland no tuviese para ella ningún interés.

—¡Ya me imaginé que aparecerían los dos! —gritó Maitland—. ¿Eh, Proctor?

Se bajó del techo del cobertizo y sacudió la manta ardiendo en la cara de Proctor, que empezó a gruñir y maldecir. Maitland se arrojó contra él, asfixiándose con el humo, apoyó una rodilla en el suelo y levantó el hornillo. Mientras Proctor manoteaba, arrancando a la manta un trozo chamuscado, Maitland dejó caer el hornillo y pasó la manta por el líquido.

Gateando, Proctor describió un cauteloso círculo alrededor de Maitland. La muchacha llegó al cobertizo separando la hierba con las manos, se sacudió el humo lejos de la cara, y le gritó a Proctor:

—¡Apágalo! ¡Olvídate de él! ¡Van a ver el humo!

La manta chamuscada se desprendió del extremo de la muleta. Maitland recogió el bulto de jirones humeantes, pero Proctor dio un salto y se lo arrebató. Pisoteó el fuego y la tierra alrededor cubriendo las hilachas ardientes.

Maitland se apoyó débilmente en la muleta. Hizo señas a los coches que pasaban, pero nadie se había detenido ni había visto el breve episodio. Se volvió encarando a Proctor. El vagabundo recogió del suelo un trozo de ladrillo y dio vueltas alrededor de Maitland, como un boxeador. Maitland se precipitó hacia adelante y alcanzó a golpearle el hombro con la muleta. La sangre le latía ahora en las suturas del cráneo, pero el acierto del golpe lo alborozó. El pie izquierdo le resbaló sobre las lajas rotas del cobertizo, pero se enderezó y azotó el aire con la muleta.

Acurrucado, con los hombros por debajo de las caderas, Proctor eludió el golpe encogiendo el cuello toruno. La cara, blanca como una calabaza reseca, no tenía ninguna expresión mientras los ojos estudiaban los brazos y piernas de Maitland.

—¡Basta…!

Sujetándose el pelo rojo en la nuca, como un ama de casa aburrida que interrumpe una riña callejera, Jane Sheppard se aproximó a Maitland. Aferró el tubo de metal e intentó que él lo bajase.

—Cielo santo —clavó en Maitland unos severos ojos infantiles—… ¿No estás yendo demasiado lejos?

Maitland miró de soslayo el escaso tránsito que pasaba por detrás de él. Proctor esperaba en cuclillas junto a una mata de ortigas, con el medio ladrillo en la mano. No se arriesgarían a matarlo allí, al aire libre. Tres vagabundos que están quemando una manta vieja no llaman la atención, pero una pelea sangrienta podría interesar a algún policía fuera de servicio.

—Proctor —dijo Maitland, señalando a Jane con la muleta—. Ella tiene las llaves, ¿sabes? Las llaves de mi coche.

—¿Qué? —Jane echó a Maitland una mirada colérica—. ¿De qué llaves estás hablando?

—Proctor… —El vagabundo lo observaba—. Las llaves del portaequipajes de mi coche, donde estaba la billetera.

—Qué disparate. —Jane se volvió para marcharse—. Vámonos.

—No pudiste abrir el portaequipajes, ¿verdad, Proctor? —Maitland se adelantó esgrimiendo la muleta de metal como una lanza. Los ojos de Proctor iban de uno a otro—. En mi billetera había treinta libras.

—Proctor, ¡no le hagas caso! Está loco. Llamará a la policía. —Confundida y furiosa, Jane levantó un ladrillo y se lo ofreció a Proctor.

—Me registrasteis anoche, Proctor —dijo Maitland en voz baja. Estaba apenas a un par de metros del vagabundo, bien al alcance de una posible embestida toruna—. Y sabes muy bien que no he regresado al coche… No dejaste de vigilarme.

Mientras Jane esperaba con impaciencia a que Proctor atacara, Maitland sacó la billetera del bolsillo, y desplegó un grasiento abanico de billetes delante de la cara de Proctor.

—¿Quién me dio esto, Proctor? ¿Quién lo sacó del coche? Anda, toma uno…

El vagabundo observaba hipnotizado los billetes de una libra. Se volvió hacia Jane, que había recogido más piedras y lo miraba con una expresión de confusa hostilidad.

—Nunca nadie te dio nada, ¿eh, Proctor? —preguntó Maitland—. Vamos, tómalo.

Mientras la mano del vagabundo se cerraba tímidamente sobre el billete húmedo, Maitland exhausto, se apoyó en la muleta.

Observándose con cautela, los tres regresaron al cine. La muchacha tomó del brazo a Maitland y lo ayudó a andar por la hierba, mientras mascullaba colérica entre dientes. Proctor los seguía, llevando la manta chamuscada y el hornillo de parafina, sin ninguna expresión en el rostro arrugado. Mientras bajaba por la escalera, Maitland vio que Proctor se acurrucaba como un animal nervioso, preguntándose si no tendría que mostrar que él era el amo de la isla.