Por la mañana, Jane Sheppard se había ido. Cuando Maitland despertó, la habitación del sótano estaba en silencio. Un rayo de sol que se colaba por la estrecha escalera iluminaba la cama desvencijada. La cara de Guevara y la de Charles Manson colgaban de las paredes, presidiendo la escena como custodios de una pesadilla.
Maitland estiró la mano y tanteó la huella del cuerpo de la joven. Sin moverse de la cama, observó la habitación, deteniéndose en la maleta abierta. Los vestidos llamativos, los cosméticos sobre la mesa de juego. Jane había vuelto a acomodarlo todo antes de irse.
La fiebre le había bajado. Maitland recogió la taza de plástico del cajón, se incorporó apoyándose en un codo, y bebió el agua tibia. Luego apartó las mantas para examinarse la pierna. Por algún caprichoso proceso terapéutico, la articulación de la cadera parecía bloqueada, pero la hinchazón y el dolor habían disminuido. Por primera vez pudo tocarse el cuerpo magullado.
Sentado silenciosamente en el borde del lecho, se quedó mirando el póster de Astaire y Rogers, intentando recordar si había visto alguna vez la película, retrocediendo mentalmente a la adolescencia. Durante varios años sucesivos se había devorado casi todos los productos de Hollywood, sentado a solas en las salas vacías de enormes cines suburbanos. Se masajeó el cuerpo dolorido y descubrió que se parecía cada vez más al del joven que fuera antes, la combinación de hambre y fiebre le había hecho perder por lo menos cinco kilos. La robusta musculatura del pecho y las piernas había quedado reducida a la mitad.
Maitland apoyó en el suelo la pierna lastimada y escuchó los ruidos del tránsito en la autopista. La certidumbre de que no tardaría en escapar lo reanimó. Hacía casi cuatro días que vivía aislado en ese triángulo de terreno baldío. Sabía que había comenzado a olvidarse de su mujer y de su hijo, de Helen Fairfax y de los socios. Todos habían retrocedido hacia esa tenue luz que le iluminaba el fondo de la mente, reemplazados por la urgencia de tener abrigo, comida, por la preocupación de la pierna lastimada, y sobre todo por la necesidad de dominar ese terreno que se extendía alrededor. El horizonte real se le había reducido a una distancia poco mayor de tres metros. Saldría de la isla en menos de una hora —aun de mala gana, la muchacha y Proctor lo ayudarían a subir por el terraplén—, pero la perspectiva lo obsesionaba como si estuviese persiguiéndola desde hacía mucho tiempo.
—Condenada pierna…
Dentro del cajón había un hornillo portátil y una olla sin lavar. Maitland rascó la costra de arroz seco y se metió ávidamente los granos endurecidos en la boca magullada. Una espesa barba le cubría el rostro; se miró la enlodada camisa de vestir, los pantalones ennegrecidos y desgarrados desde la rodilla derecha hasta la pretina. Y sin embargo, esa colección de harapos parecía cada vez menos una vestimenta excéntrica.
Apoyándose en la pared, Maitland recorrió la habitación. El póster de Guevara se le rompió en las manos y se meció colgado de una punta. Maitland llegó a la puerta, se volvió apoyándose en la pierna buena, y se sentó en la tapa de un barril de cincuenta galones que servía como depósito de agua.
Una docena de escalones lo separaban de la brillante luz del sol. Maitland observó la inclinación de la luz y dedujo que eran alrededor de las once y media. Por la autopista circulaba el escaso tránsito de las mañanas del domingo; tal vez en media hora alguna familia despreocupada que salía a dar un paseo en coche se quedaría atónita al ver a un hombre barbudo con un harapiento traje de noche que avanzaba a tropezones por el camino frente a ellos. La resaca más larga del mundo.
Maitland subió por los escalones hacia la luz del sol. Cuando llegó arriba, levantó cautelosamente la cabeza, atisbando entre la hierba y las ortigas a la entrada de la escalera.
A unos seis metros, en una pequeña hondonada bordeada de ortigas y maleza, Proctor llevaba a cabo una serie de pruebas gimnásticas. Mientras soplaba con esfuerzo por la boca, erguido, descalzo y con los pies juntos, contraía los hombros vigorosos y levantaba los brazos hacia adelante. Sobre el pisoteado suelo de este patio de recreo privado había una cuerda de saltar; ahí estaban también las botas con punteras de acero. El hombre estaba vestido con la malla harapienta que Maitland había visto en el refugio antiaéreo, colgada del respaldo de una silla. Las franjas plateadas dejaban ver los hombros poderosos, la cicatriz lívida que le corría como la huella de un relámpago desde detrás de la oreja derecha hasta el hombro, resto de algún tremendo acto de violencia.
Después de prepararse con un elaborado ritual de resoplidos y jadeos, como la puesta en marcha de un viejo motor de gasolina, Proctor adelantó un pie y dio un salto mortal. El cuerpo poderoso giró en el aire y cayó pesadamente al suelo, manteniéndose apenas en equilibrio, con las piernas dobladas y los brazos meciéndose a los costados. Encantado con este triunfo, Proctor pataleó alegremente con los pies desnudos.
Maitland esperó mientras Proctor se preparaba para la próxima hazaña. Por los cuidadosos movimientos previos, los repetidos paseos y la forma en que se enfrentaba con el aire, era obvio que la nueva proeza acrobática era para él la verdadera prueba. Proctor se concentró. Despejó el suelo, apartando a puntapiés las piedras sueltas, como un gran animal que busca un terreno más cómodo. Cuando por fin volvió a elevarse en el aire, intentando un salto mortal hacia atrás, Maitland sabía ya que fracasaría, y bajó la cabeza en el momento en que el vagabundo caía al suelo despatarrado sobre sus propias botas.
Aturdido, Proctor quedó tendido de espaldas. Se incorporó lentamente, mirándose con abatimiento el cuerpo desmañado. Pareció que iba a prepararse para intentarlo de nuevo, pero de pronto desistió y se limpió la tierra de los brazos rasguñados. Tenía una cortadura en la muñeca derecha. Se chupó la herida y trató de sostenerse sobre las manos, pero cayó torpemente de rodillas. Era evidente que la coordinación muscular le fallaba, y que el primer salto mortal le había salido bien por casualidad. Aun saltar a la cuerda era demasiado para él; en pocos segundos, tenía la cuerda enredada alrededor del cuello.
Sin embargo, tal como podía ver Maitland, el vagabundo no se desalentaba. Se lamió la herida de la muñeca y siguió jadeando alegremente, más que satisfecho con sus progresos. Perturbado por lo que estaba viendo, Maitland empezó a alejarse.
Al oír a Maitland que se movía detrás de la taquilla, Proctor se volvió con aire de desconfianza. Antes de que Maitland pudiera llegar a la escalera, el hombre ya había desaparecido, escurriéndose entre las hierbas altas como un animal asustado.
Detrás de él, entre las ortigas, Maitland advirtió un débil movimiento, y esperó, convencido de que Proctor estaba observándolo y de que lo atraparía para arrojarlo escalones abajo. Maitland escuchó el ruido del tránsito mientras pensaba en esa vena de violencia que Proctor no se molestaba en ocultar, una arraigada hostilidad hacia el mundo de los inteligentes, del que con tanto gusto se vengaría.
Maitland descendió por la escalera y desde abajo alzó los ojos hacia el cielo y la hierba ondulante. Entró y volvió a pasearse por el cuarto. Cuando los ojos se le acostumbraron a la luz escasa, miró los pósteres underground, la cama sucia y la maleta de piel, rebosante de prendas baratas. ¿Quiénes eran estos dos habitantes de la isla? ¿Qué tensa alianza había entre el viejo acróbata circense y esa mujer joven y despierta? Ella parecía una marginada típica, escapada de una familia acomodada, con la cabeza abarrotada de ideales descabellados, fugitiva de la policía por alguna cuestión de drogas o tal vez en libertad condicional.
Maitland oyó la voz de ella que llamaba a través de la hierba y la respuesta de Proctor, de un hosco tono inocentón. Maitland volvió a la cama y se acostó cubriéndose con la manta en el momento en que Jane bajaba por la escalera y entraba en el cuarto.
En una mano traía una bolsa de supermercado, repleta de comestibles. Venía vestida con los tejanos y la chaqueta de fajina. Por una vez, pensó Maitland al ver el barro que le cubría los zapatos, el camuflaje no era sólo el último grito de la moda juvenil. Era probable que Jane conociese alguna senda privada que subía por el terraplén y atravesaba el camino de acceso. La joven espió a Maitland con ojos penetrantes, y una sola mirada le bastó para enterarse de todo. Tenía la cabellera roja cepillada hacia atrás, muy tirante contra la cabeza, como una laboriosa muchacha campesina, dejándole al descubierto la frente alta y huesuda.
—¿Cómo estás? Me imagino que no muy fuerte. De todas maneras, dormiste bien.
Maitland gesticuló débilmente. Algo le advertía que no mostrara que se había recuperado.
—Me siento un poco mejor.
—Ya veo que has andado paseándote por ahí —observó ella, sin ironía, y enderezó el póster de Guevara, volviendo a pinchar el borde roto—. Tan mal no has de estar. Y de paso, aquí no encontrarás nada.
Apoyó la mano fuerte sobre la frente de Maitland y la mantuvo allí un rato; después sacó rápidamente el hornillo y lo puso al sol al pie de la escalera.
—Se te ha ido la fiebre. Anoche nos tuviste preocupados. Eres el tipo de hombre que siempre tiene que ponerse a prueba. ¿No crees que te estrellaste a propósito en esta isla de tránsito? —Maitland la observaba pacientemente y ella continuó—: No estoy bromeando; créeme, sobre la autodestrucción me lo sé todo. Antes de morir, mi madre se hinchó de barbitúricos hasta que se puso azul.
Encendió el calentador y echó tres huevos en la olla.
—Tendrás hambre… te compré algunas cosas en el supermercado.
Maitland se enderezó.
—¿Qué día es?
—Domingo… pero por aquí las tiendas hindúes están abiertas. Se explotan a ellos mismos todos los días y explotan a los otros más que cualquier propietario blanco. Pero eso es algo que tú conoces bien.
—¿Qué cosa?
—Lo de la explotación. Eres un hombre de negocios, y eres rico, ¿no? Eso fue lo que dijiste anoche.
—Jane, no seas ingenua… no soy ni rico ni hombre de negocios. Soy arquitecto.
Maitland hizo una pausa; entendía claramente cómo ella estaba reduciendo la relación de ambos al nivel de una riña doméstica intrascendente. Y sin embargo, había allí algo que no era del todo deliberado.
—¿Ya pediste ayuda? —preguntó con firmeza.
Jane no hizo caso de la pregunta y dispuso la modesta comida. Las tazas y platos de cartón de brillantes colores y el mantel de papel que tendió con cuidado sobre el cajón hacían que aquello pareciese una fiesta infantil de té en miniatura.
—No… no tuve tiempo. Pensé que antes necesitabas comer.
—En realidad, me estoy muriendo de hambre —Maitland tomó el paquete de tostadas que ella le alcanzaba—. Pero tengo que ir al hospital, para que me vean la pierna. Y está mi despacho, y mi mujer… Se preguntarán qué ha sido de mí.
—Pero piensan que estás en viaje de negocios —replicó rápidamente Jane—. Tal vez no te echen nada de menos.
Maitland ignoró el comentario.
—Me dijiste que anoche habías llamado a la policía.
Jane se rió de Maitland encorvado al borde de la cama, la ropa hecha andrajos, mientras las manos ennegrecidas abrían el paquete de tostadas.
—A la policía no… aquí no queremos mucho a la policía. No Proctor, por lo menos… Tiene recuerdos bastante desdichados. Siempre lo han tratado mal. ¿Sabes que un sargento de Notting Hill Station le orinó encima? Esas cosas no se olvidan.
Jane se quedó esperando una respuesta. El olor sulfuroso de los huevos cascados mareó a Maitland. Ella le puso un huevo humeante en el plato de papel, inclinándose el tiempo suficiente como para que Maitland le registrara el peso y el volumen del pecho izquierdo.
—Mira, anoche no estabas bien. No podríamos haberte movido. Con esa pierna terrible, y la fiebre, estabas completamente agotado, y delirabas hablando con tu mujer. ¿Te imaginas, nosotros trepando a los tropezones, en la oscuridad, tratando de hacerte subir por esa pendiente? Sólo quise mantenerte con vida.
Maitland rompió el huevo hervido. La cáscara caliente le irritaba las cortaduras que tenía en los dedos. La muchacha se acuclilló a los pies de él, sacudiendo la cabellera roja. La forma rebuscada con que ella se servía de su propio cuerpo confundía a Maitland.
—Después me ayudarás a salir de aquí —le dijo—. Entiendo que no quieras acudir a la policía. Si Proctor…
—Exactamente. Le tiene terror a la policía, y haría cualquier cosa por evitar que vengan aquí. En realidad nunca ha hecho nada, pero este lugar es todo lo que tiene. Cuando construyeron la autopista, lo dejaron aquí encerrado… nunca sale, imagínate. Es asombroso que haya sobrevivido.
Maitland se metió en la boca los pedazos goteantes de huevo.
—Estuvo a punto de matarme —comentó, mientras se lamía los dedos.
—Pensó que querías quitarle su guarida. Por suerte llegué a tiempo. Tiene mucha fuerza, a los dieciséis o diecisiete años trabajaba como trapecista en algún circo de mala muerte, antes de que hubiera leyes sobre accidentes de trabajo. Se cayó de la cuerda y se dañó el cerebro. Y lo echaron, sin más ni más. A los deficientes mentales y a los retardados los tratan de un modo espantoso… A menos que estén dispuestos a encerrarse en una institución, nadie los protege.
Maitland asintió, concentrándose en la comida.
—¿Cuánto hace que vives en este viejo cine?
—En realidad, yo no vivo aquí —respondió Jane, con un gesto de orgullo—. Estoy parando en casa de unos… amigos, cerca de Harrow Road. De pequeña tenía mi propio estudio, y no me gusta verme rodeada de gente… Quizá tú me entiendas.
—Jane… —Maitland carraspeó. Las tostadas duras y el calor del huevo le habían abierto en la boca una docena de llagas. Las encías, los labios, el velo del paladar, todo le dolía luego del desacostumbrado bocado. Miró con incertidumbre a la joven, dándose cuenta de hasta qué punto dependía de ella. A setenta metros el tránsito pasaba por la autopista, llevando a gente a almorzar en familia. Por algún motivo, estar sentado junto a un hornillo en esa habitación destartalada le recordó los primeros meses de matrimonio con Catherine, y la formalidad de las comidas de entonces. Aunque Catherine había amueblado ella misma el apartamento, prácticamente sin consultar a Maitland, él había sentido esa misma dependencia, esa misma satisfacción, rodeado de muebles extraños. Aun la casa en que vivían ahora había sido diseñada para evitar los riesgos de un exceso de familiaridad.
Se dio cuenta de que Jane tenía razón al decir que le había salvado la vida, y de repente se sintió en deuda con ella. Estaba intrigado por esa mezcla de ternura y agresión, por cómo ella pasaba de una forma de expresión franca y directa a otra taimada y tortuosa. Cada vez con más frecuencia, se encontraba mirando el cuerpo de Jane, irritado ante su propia reacción sexual y la manera descuidada con que ella sacaba partido de sí misma.
—Jane, quiero que llames a Proctor ahora. Tú y él podéis llevarme hasta lo alto del terraplén y dejarme allí. Me las arreglaré para detener a alguien.
—Por supuesto. —Jane lo miró a los ojos concediéndole una breve sonrisa. Con una mano se acariciaba el cabello de la nuca—. Proctor no te ayudará, pero yo lo intentaré… eres terriblemente pesado, a pesar del ayuno. Demasiados almuerzos a cuenta de gastos, y no hablemos de la evasión de impuestos. Aun así, se supone que comer en exceso te da cierta seguridad emocional…
—¡Jane! —Exasperado, Maitland golpeó con el puño ennegrecido sobre el cajón de embalar, desparramando por el suelo los platos de papel—. No llamaré a la policía. No os denunciaré, ni a ti ni a Proctor. Os estoy agradecido… si no me hubierais encontrado, probablemente me habría muerto allí. Nadie lo descubrirá.
Jane se encogió de hombros, perdido ya el interés en lo que decía Maitland.
—Alguien vendrá…
—¡No! A nadie le importa un rábano lo que pase aquí. En los tres últimos días lo he comprobado más de cien veces.
—¿Tu coche vale mucho dinero?
—No… No tiene remedio. Lo incendié.
—Ya lo sé. Eso lo vimos. ¿Por qué no lo dejas?
—La gente del seguro querrá verlo. —Maitland la miró con atención—. ¿Visteis el fuego? Santo Dios, ¿por qué no me ayudasteis entonces?
—No sabíamos quién eras. ¿Cuánto te costó el coche?
Maitland contemplaba el rostro franco y aniñado de expresión corrupta e ingenua a la vez.
—¿De eso se trata? ¿Por eso me retienes? Le apoyó una mano en el hombro y la sostuvo allí cuando ella intentó apartársela—. Jane, escúchame. Si quieres dinero, te lo daré. Dime cuánto.
Ella respondió con una pregunta indiferente, como una cajera aburrida:
—¿Tienes dinero?
—Sí, en el banco. Pero en el coche está mi billetera, con treinta libras. Tú tienes las llaves; ve a buscarla antes de que lo haga Proctor. Yo diría que eres de pies ligeros.
Sin hacer caso de la hostilidad de Maitland, Jane rebuscó en el bolso. Al fin sacó la billetera manchada de aceite y la arrojó sobre la cama.
—Ahí está todo… cuéntalo. ¡Vamos! ¡Cuéntalo!
Maitland abrió la billetera y echó un vistazo al montón de billetes húmedos. Se calmó y empezó otra vez.
—Jane, yo puedo ayudarte. ¿Qué quieres?
—De ti, nada. —Jane había encontrado un trozo de chicle y lo mascaba con una furia agresiva—. Quien necesita que lo ayuden eres tú. Te fastidiaba sentirte solo. Seamos realistas, no eres verdaderamente desdichado con tu mujer. Te gusta esa actitud distante.
Maitland esperó a que terminara.
—Está bien, tal vez tengas razón. Ahora ayúdame a salir de aquí.
Jane se irguió delante de él, cerrándole el camino hacia la puerta, mirándolo con furia.
—¡Siempre suponiendo cosas! Nadie te debe nada, ¡de modo que basta de quiero, quiero, quiero! Si estrellaste el coche fue porque conducías demasiado rápido, y ahora te quejas como un niño. No te encontramos hasta anoche…
Maitland evitó la mirada feroz, y apoyándose en la pared fue hacia la puerta. Esa muchacha trastornada necesitaba alguien con quien enojarse; el viejo acróbata parecía demasiado simplón, pero él, muerto de hambre y con una pierna rota, era un blanco perfecto. La primera muestra de gratitud había bastado para ponerla en marcha…
Cuando Maitland llegaba a la puerta, ella se adelantó y le tomó el brazo. Como una instructora de danza que guía a un principiante inexperto, lo llevó hacia la escalera.
Maitland salió a la brillante luz del sol. La hierba crecida se movía alrededor, saludándolo como un perro cariñoso. Reanimada por la lluvia de primavera, tenía ya más de un metro de alto y le llegaba al pecho a Maitland, que se apoyaba débilmente en la muchacha. La autopista del paso elevado atravesaba el aire a cien metros hacia el este, y Maitland distinguió el bloque de cemento donde había garabateado los mensajes. La isla le parecía ahora más grande y escabrosa, un laberinto de valles y pendientes. La vegetación era agreste y exuberante como si la isla estuviera retrocediendo en el tiempo hacia un período anterior y de mayor violencia.
—Los mensajes que escribí… ¿los borraste tú?
—Los borró Proctor. Nunca aprendió a leer ni a escribir. Por eso odia las palabras.
—¿Y los caballetes de madera? —Maitland no se sentía resentido, ni con Proctor ni con ella.
—Los enderezó muy poco después del accidente, cuando aún estabas aturdido en el coche.
Jane lo sostenía apoyándose en el hombro de Maitland, y apretándole una mano contra el vientre. El aroma del cuerpo tibio de ella contrastaba con el olor de la hierba y de los gases de los automóviles. Maitland se sentó sobre un neumático de camión que había en el suelo y se quedó mirando la alta muralla del terraplén de la autopista. El césped recién sembrado ya crecía más tupido en la superficie. Pronto ocultaría cualquier rastro del accidente, los profundos surcos dejados por los neumáticos del coche, las marcas confusas de sus primeros esfuerzos por trepar al terraplén. Durante un instante Maitland deploró tener que abandonar la isla. Le habría gustado conservarla para siempre, y poder traer a Catherine y a los amigos a que vieran este lugar de ordalías.
—Jane…
La muchacha se había ido. A unos veinte metros, la cabeza y los hombros le asomaban por encima de la hierba, mientras se alejaba hacia los refugios antiaéreos.