—Descanse. Trate de quedarse quieto. Hemos pedido ayuda.
La voz serena tranquilizó a Maitland. Las manos de la joven le refrescaron la cara con un trozo de algodón. Se quedó tendido mientras el agua caliente le ardía en la piel magullada sintiendo que la fiebre le quemaba los huesos.
Cuando la joven le levantó la cabeza, el agua se escurrió por la barba de Maitland. Maitland abrió la boca tumefacta, tratando de atrapar las gotas calientes.
—Le daré algo de beber… Estará sediento.
Mientras lo decía señaló con el codo el jarro de plástico que había sobre un cajón de embalaje, junto a la cama, pero no hizo nada por alcanzárselo. Movió las firmes manos alrededor del cuello de Maitland bajando hasta el pecho. Él ya no tenía puesto el smoking, y la empapada camisa de vestir estaba negra de aceite.
Una lámpara de petróleo que ardía en el suelo junto a la puerta encandiló a Maitland cuando intentó mirar la cara de la joven. Mientras se movía, inquieto, molesto por el dolor de la pierna, la joven le envolvió los hombros con una manta roja.
—Tranquilícese, señor Maitland. Ya hemos pedido socorro. Catherine… ¿es tal vez el nombre de su mujer?
Maitland asintió débilmente. Se sentía aturdido por el alivio de verse a salvo. Cuando ella lo sostuvo con el brazo izquierdo y le acercó el jarro a la boca, Maitland pudo olerle el cuerpo fuerte y cálido, una mezcla de aromas y olores que lo mareó.
Estaba acostado en un cuarto pequeño, de poco más de tres metros por tres, casi totalmente ocupado por la cama metálica de dos plazas. Un tubo de ventilación bloqueado se elevaba desde el centro del techo, pero el cuarto no tenía ventanas. Más allá de la puerta abierta, un tramo de escalones semicirculares conducía al piso de arriba. Un desteñido cartel cinematográfico colgaba de la pared a los pies de la cama, anunciando una comedia musical con Ginger Rogers y Fred Astaire. A ambos lados había imágenes más recientes, tomadas de revistas underground: un póster psicodélico estilo Beardsley, un primer plano granuloso del Che Guevara muerto, un manifiesto del Black Power y una fotografía de Charles Manson durante el juicio, con los ojos mirando con fijeza psicótica por debajo de la calva. Aparte del cajón a un lado de la cama, en la habitación no había otro mueble que una mesa pequeña atestada de botes de cosméticos y frascos de perfume, de lápices para los ojos y arrugados pañuelos de papel. Junto al muro había una elegante maleta de piel. De la tapa abierta colgaban perchas, con una falda y un suéter, y varias prendas interiores.
Maitland intentó rehacerse. La fiebre había empezado a bajarle. Recordó el brutal ataque en el refugio antiaéreo, y cómo lo habían arrastrado afuera, al aire crepuscular, pero el dolor de esos golpes se había desvanecido ante las primeras palabras de la joven. En el contexto de sus padecimientos en la isla, hasta esa habitación lamentable —en algún barrio mísero, próximo a la autopista, imaginó Maitland— le parecía tan elegante y cómoda como una suite del Savoy con vista al Támesis. Cuando la muchacha se sentó sobre el lecho, Maitland le tomó la mano, intentando darle las gracias.
—¿Estamos…? —balbuceó con la boca magullada—. ¿Estamos cerca de la isla? —se dio cuenta de que quizás ella no lo entendería y agregó—: Tuve un accidente con el coche… el Jaguar… me salí de la carretera.
La joven masticaba pensativa un trozo de chicle mientras observaba a Maitland con ojos vivaces.
—Sí, ya lo sabemos. Tiene suerte de estar vivo —le tocó la frente—. ¿Estaba enfermo, antes del choque? Tiene bastante fiebre ¿sabe?
Maitland sacudió la cabeza, disfrutando de la fresca presión de la mano.
—No… empezó después. Ayer, creo. Tengo… la pierna rota.
—Sí, eso pensé. Bueno. Pobre hombre, le daré algo de comer.
Mientras Maitland esperaba, ella buscó en un bolso y sacó una barra de chocolate con leche. Le quitó el papel plateado, separó varias barras, y puso la primera entre los labios de Maitland.
Al tiempo que el chocolate tibio se le disolvía en la boca, Maitland pudo ver por vez primera el rostro de la muchacha. Ella se levantó, se miró en el espejo portátil que colgaba en la pared y se paseó de un lado a otro por la estrecha habitación enarbolando una barra de chocolate. Iluminado desde atrás por la lámpara de petróleo, el pelo rojo le brillaba como un sol desaforado en la habitación sórdida, y unos rayos de luz le atravesaban los rizos caseros que se alzaban sobre la frente alta. Tendría unos veinte años, y era de rostro anguloso y despierto, de mandíbula enérgica. Parecía bonita, en un estilo casi deliberadamente desaliñado. Mientras alimentaba a Maitland con trozos de chocolate blando, en los que ella dejaba impresa la huella del pulgar, se mostraba a la vez brusca y deferente. Quizá le molestaba tener que cuidar allí de ese hombre adinerado, sabiendo que él no tardaría en irse a un ambiente mucho más cómodo. Y sin embargo, algo en el tono de ella, las confiadas modulaciones de la voz, hacía pensar a Maitland que la muchacha provenía de un medio muy distinto. Con los tejanos descoloridos y la chaqueta de fajina, entre los pósteres de Manson y del Black Power, parecía el arquetipo de la marginación; pero a la vez esa impresión quedaba desmentida por el montón de cosméticos que colgaban de la tapa de la maleta, el equipo de señuelos de una prostituta callejera.
Revivido por el agua y el chocolate, Maitland se frotó la boca con una mano. En cualquier momento llegarían los enfermeros y la ambulancia, y lo llevarían a un hospital en Hammersmith.
—¿Llamaste a la ambulancia? Pronto llegarán. Quisiera agradecerte… eeeh…
—Jane… Jane Sheppard. Lo que he hecho no es nada.
—Casi había olvidado lo que es comer. Hay otro número al que quisiera que llamases… la doctora Helen Fairfax. ¿Te molesta?
—No… pero ahora no estoy en el teléfono. Intente relajarse. Parece completamente agotado.
Se sentó en la cama y le exploró con dedos firmes la cadera derecha. Hizo una mueca cuando vio la herida inflamada a través del desgarrón de los pantalones de Maitland.
—Qué feo está esto. Trataré de limpiarlo.
Las manos de ella le recorrieron las caderas y la ingle mientras procuraba aflojarle los pantalones. El chocolate que se le derretía en el estómago mareó a Maitland.
—No importa. Ya me la atenderán en el hospital.
Empezó a contar el accidente a la muchacha, como si necesitase grabar en la mente de algún otro esa aventura de pesadilla antes de que se desvaneciera.
—Estuve tres días atrapado allí… ahora parece difícil de creer. El coche se salió por el terraplén, y creo que al principio yo no estaba herido. Pero no podía salir. ¡Nadie se detenía! Es asombroso… a punto de morirme de hambre en esa isla de tránsito. Me hubiera muerto sin tu ayuda…
Maitland se interrumpió. Jane Sheppard estaba sentada dándole la espalda y apoyaba la cadera contra el codo derecho de él. Las manos expertas luchaban con los pantalones. Ya los había cortado hasta la pretina, pero la banda de goma era demasiado gruesa para el par de tijeras que ella tenía en la mano. Levantó la nalga derecha de Maitland y empezó a cortar el forro del bolsillo.
Maitland la miró mientras ella sacaba del bolsillo las llaves del Jaguar. La muchacha examinó con atención cada una de las tres llaves, y vio los ojos de él. Con una risita, dejó las llaves sobre el cajón de embalar.
—No estaba cómodo… —como para que la explicación fuera convincente, deslizó la mano sobre la nalga de Maitland y masajeó unos segundos la piel magullada.
—¿Conque nadie se detuvo? Me imagino que se sorprendió. Hoy no nos damos cuenta del egoísmo de los demás hasta que somos nosotros los necesitados.
Maitland volvió la cabeza y se encontró con la calma mirada de ella. Estuvo a punto de recoger las llaves, pero se contuvo. La sensación de alivio y euforia había empezado a desvanecerse, y Maitland miró alrededor estableciendo mentalmente la realidad del cuarto. Parte de él seguía aún fuera bajo la lluvia, escuchando el invisible, interminable retumbar de los coches. Por un instante le asustó la idea de que la habitación y la joven pudieran ser parte de algún último delirio.
—Eres muy amable al cuidarme. ¿Has llamado a la ambulancia?
—Ya he pedido auxilio, sí. Ha ido un amigo mío. Todo se arreglará.
—¿Dónde estamos exactamente… cerca de la isla?
—La «isla»… ¿es así como lo llama?
—La isla de tránsito. El terreno baldío que hay debajo de la autopista. ¿Estamos cerca?
—Estamos cerca de la autopista, sí. Completamente a salvo, señor Maitland.
Maitland escuchó el murmullo distante del tránsito. Advirtió que ya no tenía el reloj, pero pensó que era casi medianoche. Una dura experiencia le decía que los últimos coches estaban saliendo del centro de Londres hacia el oeste.
—Parece que se me cayó el reloj. ¿Cómo sabes mi nombre?
—Encontramos algunos documentos en su cartera, cerca del coche. Y de todos modos, usted habla solo todo el tiempo —la joven se detuvo a observarlo con ojo crítico—. Por alguna razón se siente muy enojado consigo mismo, ¿no es así?
Maitland ignoró la pregunta.
—¿Has visto el coche… el Jaguar plateado?
—No… sí, quiero decir. Lo vi. Me confunde, hablando continuamente de la isla. —Con cierto resentimiento, como si recordase a Maitland la deuda que tenía con ella, agregó—: Yo lo traje aquí. Es tremendamente pesado, sabe, aun para un hombre corpulento.
—¿Dónde estamos?… El tránsito…
Alarmado, Maitland intentó sentarse. La muchacha estaba de pie a los pies de la cama, con el pelo rojo inflamado por la lámpara de petróleo. Miraba fijamente a Maitland como una bruja harapienta que por alguna confusión alquímica se hubiera procurado una víctima de tamaño excesivo y ahora no supiera cómo explotar las posibilidades del cadáver.
Inquieto ante la calma mirada de ella, Maitland echó un vistazo a la habitación. En un rincón, sosteniendo un recipiente metálico lleno de ropa interior húmeda, había tres latas circulares del tamaño de carretes cinematográficos.
Por detrás de la cabeza de la joven, como cuernos que se proyectasen desde la pared, se veían las paletas de algún artefacto de ventilación. Maitland levantó la vista hacia el conducto del techo y después miró el anuncio de Astaire y Rogers.
Jane Sheppard le habló en voz baja.
—Adelante, ¿qué pasa? Es evidente que quiere darse cuenta de algo.
—El cine… —Maitland señaló el techo—. Claro, es el sótano del cine en ruinas. —Débilmente, bajó la mano sobre la almohada que olía a rancio—. Dios mío, ¡todavía estoy en la isla…!
—¡Deje de hablar de la isla! Puede irse en el momento en que quiera, yo no lo retengo. Tal vez no le baste, pero he hecho lo que he podido. Si no hubiera sido por mí, ¡ya no estaría ahí quejándose!
Maitland se llevó una mano a la cara transpirada.
—Oh, por Dios… Mira… necesito un médico.
—Ya llamaremos a un médico. Ahora tiene que descansar. Se ha pasado días enteros sobreexcitándose, deliberadamente, creo yo.
—Jane, te daré algún dinero. Ayúdame a subir al camino y a detener un coche. ¿Cuánto dinero quieres?
Jane dejó de pasearse por la habitación. Echó a Maitland una mirada de astucia.
—¿Es que tiene dinero?
Él asintió, fatigado. Parecía que comunicar la más simple de las informaciones fuera poner a prueba a esa muchacha, inteligente pero taimada. Era obvio que sospechaba de todo.
—Sí… estoy en buena situación; soy socio principal en una firma de arquitectos. Se te pagará lo que pidas, sin hacer preguntas. Ahora dime, ¿has pedido ayuda?
Jane ignoró la pregunta.
—¿Tiene dinero aquí… unas cinco libras, digamos?
—En mi billetera… que está en el coche, en el portaequipajes. Tengo unas treinta libras. Te daré diez.
—En el portaequipajes… —Jane lo pensó y con un rápido movimiento de la mano, se apoderó de las llaves—. Será mejor que las busque.
Demasiado cansado para moverse, Maitland miraba el póster de Charles Manson. Sentía que perdía otra vez el deseo de sobrevivir. Necesitaba dormir en la cama tibia que olía a perfume barato, en esa habitación ciega, hundida en el suelo. Muy por encima, podía oír la hierba que susurraba en el viento nocturno.
Unas botas pesadas bajaron estrepitosamente las escaleras, pero apenas si lo despertaron. Jane se adelantó con aire agresivo. El visitante se quedó del otro lado de la puerta, iluminado por la lámpara de petróleo; una mano cubierta de cicatrices le protegía los ojos pequeños. Oyéndolo jadear, luego del esfuerzo de llevar el cuerpo macizo escaleras abajo, Maitland reconoció la respiración ronca y trabajosa del hombre que lo había atacado en el refugio.
El hombre tenía unos cincuenta años y era sin duda un deficiente mental, de frente angosta y ensombrecida por una vida entera de incertidumbre. La cara fruncida tenía la expresión de un niño intrigado, como si la inteligencia limitada con que había nacido no se hubiera desarrollado más allá de la adolescencia. Todas las tensiones de una vida difícil se habían combinado para producir ese débil mental ya maduro, golpeado por una raza de adultos indiferentes y hostiles, pero que todavía se aferraba a una fe inocente en un mundo simple.
Los rebordes de unas cicatrices plateadas le cruzaban las mejillas y las cejas, uniéndose casi sobre el puente deprimido de la nariz, un cartílago amorfo que necesitaba una constante atención. El hombre se frotó la nariz con una mano y examinó la flema a la luz de la lámpara. Aunque torpe, el cuerpo conservaba aún cierta fuerza y un porte vagamente atlético. El hombre se mecía de un lado a otro sobre unos pies demasiado pequeños, con la gracia de un acróbata o de un boxeador en decadencia. Se tocaba continuamente la cara, como un boxeador que quisiera quitarse el dolor de un golpe contundente.
—Bueno, Proctor, ¿los encontraste? —le preguntó Jane.
El hombre sacudió la cabeza. Se apoyaba ya en un pie ya en otro, como un niño demasiado entretenido que se resiste a ir al retrete.
—Cerrado con llave —anunció con voz áspera—. Demasiado fuerte para Proctor.
—Me sorprende… pensé que podías romper cualquier cosa. Volveremos mañana, con luz natural.
—Sí, Proctor los encontrará mañana.
Por encima del hombro de Jane, el hombre observaba a Maitland, y ella dio un paso atrás.
—Proctor, está casi dormido. No lo despiertes o nos encontraremos con un cadáver en las manos.
—No, señorita Jane.
Proctor se adelantó con una exagerada cautela. Maitland volvió la cabeza y vio que el hombre se había puesto la chaqueta de smoking, demasiado pequeña para él.
También Jane había visto el smoking.
—¿Para qué demonios te has puesto eso? —le preguntó con tono cortante—. ¿Es que vas a una fiesta, o sólo te has vestido para cenar?
Proctor reaccionó con una risita y se echó a sí mismo una mirada, no del todo falta de dignidad.
—A una fiesta. Sí… ¡Proctor y la señorita Jane!
—Bendito sea Dios… Está bien, quítatelo.
Proctor la miró con incredulidad, y en el rostro deforme asomó una mueca de súplica y resentimiento. Se aferró a las puntas de las solapas como si temiera que se le volaran.
—¡Proctor! ¿Quieres que te vean? ¡Con semejante disfraz, te descubrirán a un kilómetro de distancia!
Proctor se demoraba en la puerta; aceptaba la lógica del razonamiento, pero se resistía a separarse del smoking.
—De noche sólo —contemporizó—. De noche nadie verá la chaqueta de Proctor.
—Está bien… sólo de noche. Pero no dejes que se te suba a la cabeza. —Jane señaló a Maitland, que yacía adormilado sobre la almohada húmeda—. Voy a salir, de modo que te tocará vigilarlo. Pero déjalo en paz. No lo fastidies ni lo golpees. Y no quiero que estés en el cuarto… Siéntate arriba, en los escalones.
Proctor asintió dócilmente. Como un conspirador ansioso, retrocedió de espaldas y subió ruidosamente la escalera. Maitland despertó y reconoció las botas cuyas huellas había visto en el terraplén. Trató de incorporarse, temiendo que lo dejaran solo con ese anormal residente de la isla. Ahora se imaginaba que el vagabundo había trepado por la cuesta barrosa para instalar otra vez los caballetes de madera y ocultar todos los rastros del accidente.
Mientras el hombre mascullaba algo, ella se sentó sobre la cama, junto a Maitland. Un humo dulce y eufórico llenaba la habitación, suspendido en largas espirales alrededor del rostro de ella. Con inesperada ternura, Jane tomó entre sus manos la cabeza de Maitland.
Durante cinco minutos estuvo consolándolo, acunándole la cabeza y murmurando con voz tranquilizadora.
—Te pondrás bien, amor. Trata de dormir, que te sentirás mejor cuando despiertes. Yo te cuidaré, mi querido. Tienes sueño, ¿verdad, bebé mío? Pobrecito, necesitas tanto dormir… Duerme, mi bebé, mi niñito pequeño…
Cuando ella se marchó, Maitland cayó en un sueño febril, consciente de que el vagabundo de smoking lo vigilaba desde la puerta. Durante toda la noche, Proctor revoloteó alrededor, rozando con dedos torpes el cuerpo de Maitland, como si buscara algún talismán oculto. De cuando en cuando, Maitland sentía en la boca el olor a vino rancio, y al despertarse veía la cara desfigurada de Proctor, que lo miraba. A la luz de la lámpara de petróleo, el rostro cubierto de cicatrices parecía tallado en piedra.
Pocas horas antes del alba, Jane Sheppard regresó. Maitland oyó que llamaba desde lejos, mientras atravesaba la isla. Entró y le dijo a Proctor que se fuera. El hombre desapareció en silencio entre las hierbas susurrantes.
Los tacones altos golpearon en los escalones. Cuando ella se acercó a la cama, miró a Maitland como si no lo reconociese.
—Dios… ¿todavía estás aquí? Pensé que te irías. Qué noche maldita.
Cantando entre dientes, sacudió primero una pierna y luego la otra y dejó caer los zapatos de tacones de estilete. Maitland se preguntaba a dónde habría ido. Parecía la caricatura de una puta de pueblo durante los años cuarenta: una falda abierta que dejaba ver los muslos y la parte alta de las medias, los pechos agresivos bajo una blusa brillante.
Jane fue tambaleándose al otro lado de la cama y se desvistió, metiendo las ropas en la maleta. Cuando estuvo desnuda, se deslizó debajo de la manta deshilachada. Levantó los ojos hacia el cartel de Rogers y Astaire y tomó la mano de Maitland, en parte para tranquilizarlo, en parte buscando compañía. Durante el resto de la noche y en la madrugada, el afiebrado Maitland no dejó de sentir el contacto del fuerte cuerpo de la joven.