El tránsito retumbaba sobre la cabeza de Maitland. Una colilla arrojada en la hierba humeaba a un metro delante de él. Maitland observó cómo el humo se enredaba entre las brumas altas, que se inclinaban bajo el sol del atardecer, meciéndose como si lo animaran a que se levantase. Se sentó, procurando despejarse la cabeza. La fiebre le había empapado todo el cuerpo y la piel le ardía bajo la barba.
El tránsito se movía por todos los lados de la isla. Serenándose, Maitland miró los coches distantes. Se puso trabajosamente de pie, colgándose de la muleta como una res del gancho de un carnicero. Muy por encima de él, la superficie iluminada de la señal de tránsito brillaba como una espada ardiente contra el cielo oscuro.
En el bolsillo del smoking, Maitland encontró un último trozo de goma y garabateó sobre el cemento que empezaba a secarse:
CATHERINE SOCORRO DEMASIADO RÁPIDO
Las letras subían y bajaban por la pendiente. Maitland se concentró en la ortografía, pero diez minutos más tarde, cuando regresó tras un intento infructuoso de llegar al Jaguar, ya no se veían, como si un examinador insatisfecho las hubiera borrado.
MADRE NO DUELE POLICÍA
Esperó entre las hierbas altas junto al terraplén, pero se le cerraron los ojos. Cuando los abrió, el mensaje había desaparecido.
Maitland desistió, incapaz de descifrar su propia escritura. La hierba oscilaba tranquilizándolo, llamando a ese espantapájaros estragado por la fiebre. Los tallos giraban alrededor abriéndose en una docena de sendas que lo conducirían a una arboleda paradisíaca. Maitland sabía sin embargo que no podría sobrevivir a esa noche a menos que volviera al abrigo del Jaguar. Fue hacia el cementerio de automóviles, pero a los pocos minutos se dejó llevar pasivamente por la hierba que tejía alrededor dibujos en espiral.
Sorprendiéndolo, la hierba lo guió pendiente arriba por el terreno más escarpado y dificultoso, sobre el techo del mayor de los refugios antiaéreos. Maitland avanzó con trabajo, escuchando la hierba que bullía alrededor. Un reborde de piedra señalaba la pared oeste del refugio; Maitland se detuvo allí. El techo curvo descendía a los lados hasta desaparecer en los matorrales que brotaban del fondo de la fosa.
Ahora la hierba estaba callada, como esperando a que Maitland hiciera algún movimiento significativo. Mientras se preguntaba por qué se habría encaramado al refugio, Maitland avistó el taxi volcado en el cementerio. Con un último esfuerzo, se volvió para llegar al Jaguar. Antes de alcanzar a sujetarse, resbaló en el techo mojado por la lluvia. Cayó pesadamente y se deslizó por el declive curvo hasta las ortigas y las hierbas, zambulléndose en ellas como un buceador que desaparece en las honduras de una caverna submarina.
Sumergido en esta espesura verde, Maitland se quedó un rato tendido en una hamaca de ortigas aplastadas. La hierba densa y el follaje de un saúco enano dejaban pasar apenas unos pocos rayos del sol del atardecer; y Maitland casi podía pensar que descansaba en el fondo de un mar calmo y pacífico, de una quietud pelágica. Ese silencio, y el olor orgánico y estimulante de la putrefacción vegetal le aliviaron la fiebre.
Una criatura pequeña y de patas puntiagudas le corrió por la pierna izquierda, clavando las garras en la tela gastada de los pantalones. Rápida y escurridiza, le subió por el muslo hasta la entrepierna. Maitland la miró a la luz débil y reconoció el largo hocico y los ojos nerviosos de una rata parda atraída por el olor de la sangre en la cadera lastimada. El animal tenía una herida abierta que le desfiguraba la cabeza, dejando el cráneo al descubierto, como si acabara de evadirse de una trampa.
—¡Fuera…! ¡Aaaj…!
Maitland saltó hacia adelante, aferrando la muleta de metal que colgaba encima de él, entre las ramas del saúco. Golpeó furiosamente el follaje, azotando las paredes de la celda verde.
La rata se había ido. Maitland metió la pierna izquierda entre las ramas hasta apoyarla en el suelo y salió a la moribunda luz del atardecer. Estaba de pie en un corredor hundido al pie de la pared oeste del refugio. Allí habían recortado la vegetación, que descendía en una pendiente escarpada hasta la puerta del refugio.
—¡Herramientas…!
Maitland, excitado, enderezó torpemente la muleta y se arrastró por el corredor, olvidado de la fiebre y de la pierna herida. Cuando llegó a la puerta, se enjugó el sudor que le empapaba la cara. La puerta estaba cerrada con un candado cromado y una cadena. Maitland golpeó la cadena con la muleta hasta que la arrancó de las monturas.
Abrió la puerta de un puntapié y entró cojeando en el refugio. Lo saludó un olor dulzón, pero no desagradable, como si estuviera metiéndose en el cubil de alguna bestia grande y mansa. A la luz crepuscular descubrió que el refugio era el tugurio abandonado de un vagabundo. Una hilera de cobertores descoloridos pendía del techo y cubría el suelo y las paredes. No había otra cama que una pila de mantas, y los únicos muebles eran una mesa y una silla de madera. Del respaldo de la silla colgaba un raído traje de malla, la desteñida vestimenta de algún acróbata de circo de antes de la guerra.
Maitland se recostó contra la pared curva y decidió que pasaría la noche en esa cueva abandonada. Sobre la mesa de madera había varios objetos metálicos, dispuestos en círculo como ornamentos de un altar. Todos habían sido arrancados de algún automóvil: un espejo lateral, tiras de marcos cromados, trozos de faros delanteros.
—¿Jaguar…?
Maitland reconoció el emblema, similar al de su propio coche.
Mientras lo levantaba para examinarlo, no advirtió que una figura ancha y maciza estaba observándolo desde el vano de la puerta, con la cabeza baja como la de un toro entre unos hombros que se balanceaban.
Antes de que Maitland llegara a levantar el emblema para observarlo a la luz, un puñetazo se lo había arrancado de las manos. En seguida le arrebataron la muleta, que voló fuera del refugio. Unas manos poderosas le sujetaron los brazos y lo alzaron en vilo, arrojándolo de espaldas por la puerta. En los segundos posteriores a la caída, Maitland sólo vio la figura jadeante y toruna que lo arrastraba cuesta arriba hacia los últimos destellos del sol. Los faros del tránsito se movían a lo lejos con una calma casi onírica mientras el rostro del hombre le echaba en la cara bocanadas de aire caliente que olían a vino rancio. Golpeando a Maitland con los puños, el hombre lo hizo rodar de un lado a otro sobre la tierra húmeda, gruñendo entre dientes, como si intentara desentrañar algún secreto oculto en el cuerpo lastimado de Maitland.
Mientras perdía el conocimiento, Maitland alcanzó a vislumbrar una última vez el tránsito de la autopista. Por entre los brazos amenazantes del hombre, vio a una joven pelirroja, que vestía una chaquetilla militar con estampado de camuflaje y que corría hacia ellos enarbolando la muleta metálica.