La luz de la mañana atravesaba el tablero de instrumentos del coche, colándose entre las bobinas de alambre ennegrecido. Alrededor de las ventanillas tiznadas por el humo, las hierbas altas se mecían en el aire cálido. En esos primeros minutos después de despertar, Maitland se quedó recostado contra el asiento trasero, mirando a través de los cristales sucios hacia el terraplén de la autopista. Se frotó las costras de barro, pegadas a las solapas del smoking. Eran las ocho y diez. Le sorprendió el silencio completo del paisaje, la ausencia inquietante de ese rugido implacable de los vehículos que lo había despertado la mañana anterior. Era como si algún técnico perezoso, el responsable de mantener la ilusión de que estaba abandonado en esa isla, se hubiera olvidado de conectar el sonido.
Maitland movió el cuerpo entumecido. La pierna hinchada yacía junto a él como si perteneciera a un compañero parcialmente invisible. Por contraste, el resto del cuerpo se le había encogido durante la noche. Los huesos de los hombros y el torso sobresalían bajo la piel magullada, como si trataran de librarse del envoltorio de músculos. Maitland se pasó las uñas destrozadas por la barba que empezaba a cubrirle la cara. Ya estaba pensando en el bocadillo de pollo que había comido antes de dormir. Tenía aún en los dientes el sabor graso y untuoso de la carne y la mahonesa.
Maitland se inclinó por encima del asiento delantero y miró los resortes que se asomaban a través del cuero carbonizado. Aunque físicamente mucho más débil, sentía la cabeza despejada. Sabía que aparte de lo que decidiera para escapar de la isla, tenía que evitar agotarse. Recordó la hostilidad que había sentido hacia su propio cuerpo, y la premeditación con que había abusado de sí mismo para mantenerse en pie. De ahora en adelante trataría de relajarse, de tener mayor confianza en sus propios recursos. Quizá le llevara varias horas elaborar un plan de fuga; tal vez incluso un día.
Las necesidades básicas de Maitland —algunas de las cuales podía atender— eran agua, comida, abrigo, y cualquier cosa que sirviera para llamar la atención. Nunca podría escapar de la isla sin ayuda; los terraplenes eran demasiados empinados, y aun cuando alcanzase de algún modo la cima, en el momento de encaramarse a la balaustrada estaría poco menos que inconsciente. Y si atravesaba el camino en esas condiciones, no era difícil que lo matara un camión.
Maitland empujó la puerta y recogió la muleta. Este pequeño esfuerzo bastó para marearlo. Se echó en el asiento mientras las hojas de hierba aplastadas se enderezaban como resortes, tocándole las piernas dentro del Jaguar. La elástica resistencia de esas hierbas silvestres eran un modelo de comportamiento y supervivencia.
Maitland vomitó contra la puerta, observando las burbujas de mucosidad plateada que caían sobre la alfombra. Se incorporó trabajosamente con ayuda de la muleta y se apoyó en el coche, sin saber si podría estar mucho tiempo de pie. El smoking embadurnado de lodo, que ahora le caía demasiado holgado sobre los hombros consumidos, se sacudía en torno de él bajo la brisa.
Maitland avanzó cojeando e inspeccionó los daños del Jaguar. Alrededor había unos círculos de hierba que se habían quemado y dejaban al descubierto la tierra calcinada. El fuego había destruido los cables de la batería y del motor, atravesando el tablero de instrumentos hasta el asiento de delante.
—Maldito silencio… —murmuró Maitland entre dientes. No había coches ni autocares en las autopistas. Los balcones de los bloques de apartamentos estaban desiertos a la luz del sol.
¿Dónde diablos se habían ido todos? Dios… alguna especie de psicosis. Nerviosamente, Maitland giró sobre la muleta. Se alejó cojeando por la tierra calcinada, como esperando encontrar algún habitante de ese paisaje abandonado. ¿Habría estallado una guerra mundial durante la noche? Quizá habían descubierto el origen de alguna enfermedad en algún sitio del centro de Londres. De noche, mientras él dormía en el coche incendiado, un inmenso éxodo silencioso lo había dejado solo en la ciudad desierta.
A trescientos metros hacia el oeste del vértice de la isla, más allá del empalme de la autopista y el camino de acceso, apareció una figura solitaria. Un anciano se acercaba a la isla por el carril del este, montado en una motocicleta pequeña. El refugio central lo ocultaba en parte, pero a la luz brillante del sol Maitland alcanzaba a verle claramente el pelo blanco y largo, que el viento le echaba hacia atrás sobre los hombros.
Mientras observaba al viejo que venía en la máquina silenciosa, Maitland tuvo de pronto un ataque de pánico que le borró toda sensación de hambre y agotamiento. Alguna lógica de pesadilla lo convenció de que ese viejo venía a buscarlo, tal vez no inmediatamente, sino por algún tortuoso recorrido, a través del laberinto de autopistas, y de que por último llegaría para convocar a Maitland al lugar donde se había producido el accidente. Además, Maitland estaba convencido de que la máquina no era en realidad una motocicleta pequeña, sino algún horrendo instrumento de tortura que el viejo llevaba consigo en un viaje interminable alrededor del mundo, y contra cuyas ruedas con cadenas el cuerpo ya maltrecho de Maitland sería sometido a los suplicios de una ordalía despiadada.
Maitland se sacudió tratando de reanimarse, y se paseó sin rumbo por el cementerio de chatarra, vacilando y tambaleándose en el círculo del fuego extinguido. La cabeza blanca del hombre era todavía visible en la carretera del este, los ojos fijos en la curva desierta que se abría ante él. La luz del sol le iluminaba la ropa miserable y la máquina arcaica.
Maitland se acuclilló entre la hierba, agradeciendo que la espesura lo ocultara a los ojos del hombre cada vez más próximo. Miró el reloj y observó la fecha mientras un transporte de coches vacío emergía del túnel del paso elevado, entre los rugidos del motor diesel.
Veinticuatro de abril…
¡Sábado! Ya había comenzado el fin de semana. Se había estrellado el jueves por la tarde, y había pasado dos noches en la isla. Era sábado de mañana, y eso explicaba el silencio y la ausencia de tránsito.
Aliviado, Maitland regresó trabajosamente al Jaguar. Bebió un poco de agua para calmarse. El viejo y la motocicleta habían desaparecido, perdiéndose en alguna parte más allá del paso elevado. Maitland se masajeó los brazos y el pecho. ¿Se habría imaginado esa figura solitaria, quizá el espectro conjurado de alguna culpa infantil?
Miró alrededor escudriñando con cuidado los terraplenes, por si alguien había tirado un resto de comida durante la noche. Periódicos arrugados, etiquetas brillantes de envoltorios de confitería… De alguna manera tenía que encontrar algo para comer. Las cuatro botellas de Borgoña le permitirían mantenerse en pie en caso de emergencia, y en alguna parte de la isla tenía que haber bayas comestibles, tal vez un huerto olvidado con un plantel de patatas silvestres.
Miró el bloque de cemento que sostenía las señales del camino tributario. El cemento bañado por la lluvia brillaba a la luz del sol como una cartelera vacía. Un mensaje escrito con letras de un metro de altura sería legible para cualquier conductor…
Maitland echó a andar alrededor del coche. Necesitaba algún tipo de material para escribir, o al menos una herramienta lo bastante afilada, capaz de raspar el cemento; y después metería barro en las raspaduras para hacerlas visibles.
El compartimiento del motor hedía a goma y aceite quemados. Maitland miró los cables ennegrecidos que colgaban del distribuidor. Arrancó uno a uno los cables de las bujías y se llenó los bolsillos con trozos de goma quemada.
Media hora más tarde había atravesado la isla y estaba sentado junto al declive de cemento, con las piernas extendidas hacia adelante, como postes envueltos en harapos. El esfuerzo por abrirse paso a través de las malezas había agotado pronto a Maitland. En algunos lugares del valle central, la vegetación le llegaba al hombro. Maitland había caído varias veces sobre las paredes de piedra y las hileras de ladrillos ocultos bajo la hierba, pero se levantaba y se obstinaba en seguir adelante. Ahora no hacía caso de las ortigas que le irritaban las piernas a través de los pantalones desgarrados; aceptaba esa quemante picazón así como había aceptado su propia fatiga. Descubría entretanto que podía concentrarse en cualquier tarea; la dolorosa decisión de atravesar un grupo de ortigas, un paso dificultoso sobre una piedra inestable. De algún modo, ese acto de concentración le mostraba que era capaz de dominar la isla.
De los bolsillos del smoking sacó los cables eléctricos quemados. Como si se tratara de un juego infantil, Maitland dispuso los trozos de goma quemada en dos hileras delante de él.
Estaba demasiado cansado para mantenerse en pie, pero el brazo alcanzaba más de un metro del suelo. Con cuidado, en temblorosas letras de medio metro de altura, fue escribiendo el mensaje.
SOCORRO CONDUCTOR HERIDO
LLAMEN POLICÍA
Apoyándose contra el cemento frío, Maitland observó las letras. Como un artista callejero, medio muerto, pero vestido con las ropas desechadas de un rico, se acomodó el smoking húmedo sobre los hombros flacos. Pero pronto volvió los ojos ávidos hacia los paquetes de cigarrillos, los periódicos arrugados, y los desechos abandonados al pie del terraplén.
A tres metros de Maitland había un bulto de periódicos grasientos que alguien habría arrojado durante la noche desde el camino lateral. Por entre las páginas arrugadas se escurría un poco de aceite de cocina. Maitland trato de rehacerse y se arrastró hasta el periódico. Con la punta de la muleta, acercó el montón de papel. Mareado por el olor de pescado frito que emanaba todavía de las ilustraciones pegajosas, desgarró con torpeza el periódico. El conductor, probablemente, habría comprado la comida en uno de los bares nocturnos que se agrupaban en un pequeño campamento junto a la entrada sur del cruce elevado del oeste.
No quedaba nada de pescado, pero —tal como se lo había imaginado Maitland por la forma del paquete— aún había unas veinte patatas fritas.
Mientras Maitland devoraba esos palillos grasientos, tomándolos con dedos ennegrecidos, la primera lluvia del día empezó a azotar el polvo alrededor. Con una risita silenciosa, Maitland apretó el papel y se lo metió en el bolsillo del smoking. Se puso de pie y se alejó entre la hierba. Los caminos que rodeaban la isla estaban otra vez desiertos. Arrastradas por un vivo viento del noroeste, una flota de nubes oscuras desfilaba sobre él. Sólo en ese paisaje de cemento, Maitland siguió andando, torpe como un niño, hacia el refugio del coche. Se volvió rápidamente a mirar las letras que había escrito sobre el terraplén; pero eran apenas visibles por encima del pasto.
La lluvia lo alcanzó antes de que hubiera llegado al valle central, y lo obligó a detenerse y aferrarse a la muleta. Se miró las manos, que se movían como un semáforo insensato mientras la lluvia le corría sobre ellas. Sabía que no sólo estaba agotado, sino que además actuaba de una manera un tanto excéntrica, como si hubiera olvidado quién era él. Parecía como si algunas partes de la mente se le estuvieran desprendiendo del centro de la conciencia.
Se detuvo, buscando algún abrigo. La hierba se sacudía y se arremolinaba, como si algunas zonas de ese páramo estuvieran hablando entre ellas. Maitland dejó que la lluvia le azotase la cara, volviendo la cabeza para recibir las gotas en la boca. Cercado por ráfagas de lluvia, estuvo tentado de quedarse allí para siempre, y sólo de mala gana se obligó a seguir adelante.
Extraviado, Maitland fue a dar al interior de un recinto del tamaño de una habitación, circundado por las ortigas que crecían en las paredes en ruinas. De pie en ese jardín pedregoso, como en el centro muerto de un laberinto, procuró orientarse. Las pesadas nubes de lluvia colgaban en densos cortinados entre él y la autopista. Las costras de barro que tenía en el smoking se disolvieron y le bajaron en corrientes por los pantalones harapientos, dejando al descubierto el muslo derecho ensangrentado. Confundido un momento, Maitland se estrujó las muñecas y los codos, intentando identificarse.
—¡Maitland…! —gritó en voz alta—. ¡Robert Maitland…!
Se apoyó en la muleta de metal, y salió cojeando del jardín. A unos seis metros a la izquierda, más allá del túmulo de planchas de hierro galvanizado, vio la ruinosa entrada de un sótano. Vomitó bajo la lluvia implacable, se apartó la flema de la boca y cojeó por el suelo de piedra. Algunos escalones gastados descendían hasta el portal, donde una entrada angosta conducía a un dintel torcido al aire libre.
Maitland arrastró las chapas de hierro galvanizado hacia los escalones. Las dispuso con cuidado entre el dintel y el escalón más alto hasta construir un techo burdo en declive que desviaba la lluvia. Arrojó la muleta escalones abajo y se acomodó bajo el techo de este nuevo refugio.
Sentado en los escalones mientras la lluvia tamborileaba sobre el techo de metal, Maitland se quitó el smoking y lo exprimió con las manos magulladas. El agua fangosa se le escurría por entre los dedos, como si estuviera lavando el equipo de fútbol de un niño. Extendió la chaqueta sobre los escalones y se masajeó los hombros, intentando calentarse con la presión de las manos. Podía sentir cómo le volvía la fiebre, alimentada por la herida inflamada de la cadera. Sin embargo, el pequeño éxito de haber construido al menos ese precario refugio, lo había reanimado, dando nuevo impulso al empeño de sobrevivir. Sabía bien que esta voluntad de sobrevivir, de dominar la isla y aprovechar sus escasos recursos, era ahora un objetivo más importante que el de escapar.
Maitland escuchó cómo la lluvia golpeaba sobre el hierro galvanizado. Recordó la casa que los padres de él habían alquilado en La Camargue, el último verano que habían estado juntos. Las lluvias del delta habían arreciado sobre el techo del garaje, bajo las ventanas del dormitorio donde él había pasado casi todas las vacaciones, recluido y feliz. No era coincidencia que cuando viajara por primera vez con Helen Fairfax al sur de Francia, hubieran ido directamente a La Grande Motte, el balneario futurista próximo a la costa. Helen había aborrecido en silencio la arquitectura rígida y despojada, de estilizadas superficies de cemento, impaciente ante el humor alborozado de Maitland. En aquel momento, él se había descubierto deseando que Catherine estuviera con él; a Catherine le habrían gustado esos hoteles y esas casas de apartamentos que parecían zigurats, y los amplios parques vacíos diseñados muchos años antes de que algún turista estacionara allí el coche, como una ciudad abandonada antes de haber existido.
A través de la puerta abierta, Maitland observó los charcos de agua que cubrían el sótano invadido por las malezas, en el que se había desmoronado la planta baja. Antes había habido allí una pequeña imprenta, y en el suelo se veían unas pocas planchas de cobre. Maitland levantó una de las planchas y examinó las borrosas figuras de un hombre de traje oscuro y una mujer canosa. Mientras escuchaba la lluvia, recordó el divorcio de sus padres; las incertidumbres de aquella época, cuando él tenía ocho años, parecían reproducidas en la imagen en negativo de la plancha, en los tonos invertidos de ese hombre y esa mujer desconocidos.
Una hora más tarde, cuando la lluvia amainó, Maitland volvió a salir del refugio. Firmemente apoyado en la muleta, volvió cojeando al terraplén del lado sur. La fiebre continuaba subiendo y miró con despreocupación los carriles desiertos de la autopista.
Cuando llegó al terraplén y buscó el mensaje que había trazado en el costado blanco del bloque de cemento, descubrió que todas las letras estaban borradas.