7 El coche incendiado

Maitland dominó su excitación y miró la tapa curva del depósito de combustible. Empujó a un lado el maletín y la caja de herramientas y se puso a golpear el centro del depósito con las mandíbulas de la llave. Mientras la pintura saltaba, descascarándose y lastimándole las manos, el metal desnudo destellaba en la oscuridad. El acero, dentro de aquella armazón a prueba de choques, era demasiado resistente para que Maitland pudiera perforarlo. Dejó caer la llave en el terreno fangoso. Un coche se acercaba por el túnel del paso elevado y los faros delanteros describieron una curva en el aire, a unos seis metros por encima de la cabeza de Maitland. Maitland se agachó hasta meter la cabeza y los hombros debajo del parachoques trasero, buscando la espita en el fondo del tanque.

Se preguntó cómo se prendía fuego a un coche; una situación común en un millar de películas de cine y televisión. Sentado contra la carrocería, en la penumbra, procuró recordar en detalle algún episodio. Si abría la espita, la gasolina se volcaría a chorros en el suelo empapado por la lluvia y en pocos minutos se habría evaporado y diluido. Además, Maitland no tenía cerillas. Necesitaba algún tipo de chispa. Miró por encima del hombro la oscura forma del coche, recordando las distintas partes del sistema eléctrico: la bobina de alto voltaje, la batería nueva, el distribuidor, el interruptor de contacto… Aunque el circuito de los faros y las luces traseras no funcionara, el coche vivía con puntos eléctricos.

¡El encendedor de cigarrillos! Maitland se puso torpemente de pie y se arrastró hasta el asiento de delante. Encendió el contacto y probó las luces del tablero, viendo cómo brillaban en la oscuridad. Apretó el encendedor; diez segundos más tarde, le rebotaba contra la palma. El resplandor rojo le calentó las manos lastimadas como un fragmento de sol. Mientras el fuego se desvanecía, Maitland se recostó en el asiento y durmió unos pocos segundos.

—Catherine… Catherine…

Al llamarla en alta voz se obligaba deliberadamente a mantenerse despierto, apoyándose en cualquier sentimiento —hostilidad, culpa o afecto— que el nombre pudiera despertar en él. Con la llave inglesa en la mano, bajó del coche. Apartó el capó con que había recogido el agua, y examinó el motor.

—La bomba de gasolina… bien.

Golpeó con la llave inglesa el cono de vidrio de la bomba. Al quinto golpe, cuando Maitland ya estaba a punto de darse por vencido, el cristal se rompió. Maitland quitó los pedazos, mientras el combustible se derramaba sobre el motor y goteaba en el suelo. Mareado por el olor de la gasolina cruda, se apoyó en el motor, balanceando la cabeza agotado y con alivio. Trató de calmarse. En pocos minutos estaría a salvo, probablemente camino del hospital…

Volvió a trepar al asiento del conductor y encendió el contacto. Las luces del panel de instrumentos, un débil resplandor en la cabina, se reflejaron en las solapas del smoking. Maitland sacó de la guantera el mapa caminero de Londres y lo plegó hasta convertirlo en una mecha de más de medio metro de largo. Satisfecho, hizo girar la llave de encendido y apretó el botón de arranque. Mientras el servomecanismo chirriaba girando en el motor, el coche se sacudió de un lado a otro. Alimentado por la reserva del carburador, el motor tosió como si quisiera volver a la vida. Mientras soltaba el arranque, Maitland ya podía oler el combustible que la bomba iba extrayendo y que desbordaba en el cono de vidrio roto. Oyó como se derramaba en el suelo, debajo del coche. Sostuvo el arranque durante treinta segundos, hasta que la cabina se llenó de gases.

—Cuidado ahora… hay demasiados dispositivos eléctricos… puedes morir carbonizado…

Encendió el contacto y presionó el encendedor, al tiempo que sacaba las piernas fuera del coche. Cuando el encendedor saltó, Maitland lo retiró del tablero, empezó a salirse del asiento y encendió la mecha de papel. Tiró el encendedor y se incorporó, la muleta en la mano izquierda, la mecha encendida por encima de la cabeza.

Cuando estuvo a un par de metros del coche, se tendió sobre la hierba húmeda. El combustible goteaba desde el motor mojado y se extendía en un charco entre las ruedas. Mientras se protegía la cara con un brazo, Maitland arrojó el mapa llameante debajo del coche.

Un violento globo de fuego estalló en la oscuridad, iluminando brevemente el arco de coches en el cementerio de chatarra. El motor ardió chisporreteando; el combustible en llamas le corrió por los costados fulgurantes. Maitland alcanzaba a ver a la luz de las llamas el alto muro de hierbas que rodeaba el cementerio, las hojas que se inclinaban hacia adelante como espectadores ansiosos.

El humo denso y oscuro de la gasolina encendida se elevaba en volutas desde el motor del Jaguar. Los primeros coches ya aminoraban la marcha a la salida del túnel. Dos conductores pasaron juntos por la autopista, observando las llamas. Maitland se enderezó, apoyándose en la muleta, y cojeó hacia ellos. Se cayó dos veces, pero volvió a ponerse de pie.

—¡Deténganse…! ¡Un minuto…! ¡Esperen…!

Un avión cruzó el cielo y las luces de navegación palpitaron entre nubes de lluvia. El piloto estaba descendiendo para aterrizar en el aeropuerto de Londres, y el estrépito de las cuatro enormes turbohélices ahogó el débil sonido de la voz de Maitland. Mientras saltaba de un lado a otro como un espantapájaros animado, vio cómo los coches se alejaban. Las llamas se empequeñecían a medida que se acababa el combustible. Lejos de convertirse en la conflagración sostenida que él había esperado, el motor incendiado parecía ya un fuego de cocina, un brasero doméstico. Desde el pie del terraplén sólo se veía un resplandor brillante, que alumbraba las carrocerías de los otros coches volcados.

Ronco y agotado, Maitland llegó cojeando de prisa al terraplén, y llevado por su propio impulso, consiguió trepar unos pasos. Tambaleándose, volvió a descender en el momento en que un enorme sedán norteamericano aminoraba la marcha hasta casi detenerse, directamente encima de él. El conductor, un joven de pelo rubio y largo hasta los hombros, estaba comiendo un bocadillo y miró a Maitland. Incapaz de seguir gritando, Maitland le hizo un ademán de súplica, el joven movió la mano como devolviéndole el saludo, y tiró el bocadillo y apretó el acelerador, perdiéndose en la oscuridad.

Descorazonado, Maitland se recostó contra el terraplén. Evidentemente, el joven conductor había supuesto que el coche en llamas era parte de alguna fiesta de vagabundos, o un fuego encendido para la comida de la noche. Ni siquiera desde el terraplén podía verse con claridad que se trataba de un coche incendiado.

Eran ya las diez de la noche y las luces de los apartamentos lejanos empezaban a apagarse. Demasiado cansado para moverse, mientras intentaba decidir dónde podría pasar la noche, Maitland inclinó a un costado la cabeza. A unos tres metros estaba el triángulo blanco del bocadillo. Maitland le clavó los ojos, olvidándose del dolor en la pierna herida.

De repente se arrastró hasta el bocadillo. Hacía treinta y seis horas que no comía, y la cabeza le daba vueltas. Miró las dos rebanadas de pan, que la impronta semicircular de los dientes del muchacho mantenía unidas sobre el relleno de pollo con ensalada.

Maitland se apoderó del bocadillo y lo devoró. Entusiasmado con el sabor de la grasa animal, y con la textura húmeda del pan cubierto de mantequilla, no se molestó en quitarle los granos de tierra. Cuando terminó de comérselo, se lamió las últimas gotas de mayonesa de los dedos ennegrecidos, y tanteó la pendiente buscando algún trocito de pollo que pudiera haber caído al suelo.

Luego recogió la muleta y regresó al Jaguar. Las llamas ya se habían apagado; un último resto de humo se elevaba desde el motor en la oscuridad del aire. Lloviznaba en ese momento y las gotas siseaban al golpear la cabeza del cilindro.

La parte delantera del Jaguar había quedado destruida. Maitland subió al asiento de atrás. Bebió ávidamente de la botella de Borgoña y se quedó mirando el tablero de instrumentos chamuscado y los asientos de adelante, carbonizados hasta los muelles.

Pese a no haber conseguido incendiar el coche, Maitland sentía una serena satisfacción por haber encontrado el bocadillo desdeñado, como si hubiera obtenido así una nueva aunque pequeña victoria desde que estaba en la isla. Tarde o temprano, se enfrentaría con la isla en igualdad de condiciones.

Durmió sin sobresaltos hasta el alba.