Durante el caluroso mediodía, Maitland durmió dentro del coche. A su lado, sobre el asiento trasero, estaban el bidón de agua y una botella nueva de Borgoña. Se despertó a las dos de la tarde, cuando el conductor de un camión de basuras que cruzaba el paso elevado abrió y cerró los frenos neumáticos en una serie de ásperas detonaciones. Aunque el esfuerzo de andar por la isla le había vuelto a inflamar la pierna, Maitland sentía la cabeza despejada. Unas penetrantes punzadas de hambre le subían desde el vientre a la garganta como una mano de acero, pero se quedó inmóvil en el asiento de atrás. Mientras descansaba en las primeras horas de la tarde, pasó revista a la situación.
Se daba cuenta, ante todo, que la presunción que él se había repetido varias veces desde que llegara a la isla —que tarde o temprano un automovilista o un policía vería el coche accidentado, y que el rescate llegaría tan inevitable como si hubiera chocado en la plataforma central de una autopista suburbana— era completamente falsa, y parte de todo ese sistema de cómodas expectativas que él llevaba siempre consigo. Dada la topografía peculiar de la isla, el manto de hierbas altas y ásperas malezas, y la colección de vehículos arruinados, no había ninguna seguridad de que alguien llegara a verlo. Sumando a esto las circunstancias de su vida profesional y privada, esta última dividida —lo que en un momento había parecido tan conveniente— entre su mujer y la doctora Helen Fairfax, podía pasar por lo menos una semana antes que alguien empezara a inquietarse y llamara a la policía. Y aun así, hasta al más sagaz de los detectives, si se proponía reconstruir el camino de Maitland desde la oficina, le sería difícil descubrir el coche, oculto en ese mar de hierbas.
Maitland se aflojó los pantalones y se examinó el muslo lesionado. La articulación se le había endurecido, y el extenso magullón, lo mismo que los vasos sanguíneos dañados, brillaban a través de la capa de aceite y suciedad.
Con cuidado, a causa de la boca lastimada, se bebió el resto de agua viscosa. Escudriñó los edificios de oficinas, visibles entre la bruma que pendía sobre el centro de Londres. La conferencia a la que tenía que haber asistido estaría recomenzando ahora, después de la pausa del almuerzo… ¿Tendría alguno de los delegados la menor idea de lo que podía haberle ocurrido? Incluso si ahora lo rescatasen, pasarían por lo menos varios días, y posiblemente semanas, hasta que pudiera volver al trabajo. Pensó en la serie de compromisos pendientes, en las reuniones canceladas, en el comité del que formaba parte. Como un toque de alarma o reproche, sintió que la pierna empezaba a latirle.
—Bueno… veamos qué tenemos…
Maitland se incorporó dominando la creciente necesidad de dormir. Cojeó otra vez hasta la parte trasera del Jaguar. Alcanzaba a oír el ruido de los coches que pasaban por la autopista, pero no les hizo caso sabiendo que si intentaba llamarles la atención no conseguiría más que cansarse.
Levantó la tapa del portaequipajes y abrió el maletín. El aroma penetrante de la loción impregnó el aire. Se quitó los zapatos de charol y el smoking. El maletín era casi literalmente una cápsula de tiempo; a partir de esas texturas y esos aromas podía reconstruir sin dificultad un mundo pasado.
Retiró la hoja de la maquinilla de afeitar, y cortó en tiras la toalla azul. Empapó una de las tiras en la loción. La colonia acre le escoció la mano lastimada en docenas de minúsculos cortes y raspaduras. Maitland se limpió la tierra y el aceite que se le habían pegoteado sobre la herida arriñonada que le llegaba desde la muñeca hasta la base del pulgar. Se vendó la mano con las tiras de toalla, echó llave al portaequipajes, y se alejó cojeando por la hierba entre los coches abandonados.
Cinco vehículos, restos de accidentes abandonados allí como chatarra, yacían en un semicírculo alrededor del Jaguar. La hierba crecía entre las fisuras del metal herrumbrado, invadiendo el compartimiento vacío del motor de un taxi. Guardabarros abollados, una pila de neumáticos viejos, la cubierta de un capó, asomaban entre las ortigas. Maitland avanzó mirando de cuando en cuando el terraplén, mientras pensaba en cómo podría construir una rampa.
La lluvia le golpeó el costado del cuello y Maitland volvió precipitadamente al Jaguar. Un nubarrón oscuro ocultaba el sol. En el centro de Londres llovía ya con fuerza, y mientras Maitland entraba en el coche, el chaparrón se descargó sobre la isla. Las rachas de aire y lluvia achataban la hierba arremolinada. El agua azotaba los coches de la autopista y los faros destellaban en la líquida oscuridad.
Maitland se recostó en el asiento trasero mientras observaba cómo la lluvia tamborileaba contra el cristal de la ventanilla. Contempló pasivamente la tormenta pensando que al menos contaba con el mínimo refugio del coche estropeado. La lluvia saltaba sobre la tapa del motor y entraba por el parabrisas abierto, rociándole la cara.
—¡Vamos!
Golpeándose deliberadamente la pierna herida, Maitland abrió la puerta del coche. La lluvia oscura le azotó la cabeza y le empapó la ropa hecha jirones mientras él sacaba fuera la pierna y forcejeaba con la muleta, que se le cayó dos veces al suelo. Mientras atravesaba a tumbos el cementerio de chatarra, los torbellinos de lluvia le acribillaron la delgada tela de la chaqueta y los pantalones. Maitland volvió la cabeza y recibió la lluvia en la boca abierta.
Tropezó con la pila de neumáticos y cayó de rodillas. Recogió el capó que había visto antes y se puso trabajosamente de pie. Sin hacer caso de la lluvia que le punzaba la piel y le empapaba el vendaje de la mano derecha, arrastró el capó hasta el Jaguar, lo levantó por encima del motor y lo empujó hasta meterlo de arriba hacia abajo en el parabrisas abierto.
Retrocedió mientras el agua se escurría por el metal grasiento sobre el tablero del Jaguar. Apoyado en la muleta, Maitland abrió la boca como si se gritara a él mismo, un loco eufórico bajo la lluvia implacable. Las ropas empapadas le colgaban como un animal muerto. Se metió dentro del coche y se inclinó por encima del asiento de delante, sosteniendo el bidón mientras encauzaba la trémula corriente de agua que descendía por la tapa invertida del motor. La lluvia mermó cuando había poco más de un cuarto litro de agua burbujeante en el bidón, pero volvió a arreciar cinco minutos después.
Cuando terminó la tormenta, treinta minutos más tarde, Maitland había conseguido llenar el bidón. Durante todo ese tiempo, doblado hacia adelante, con la ropa empapada, con las manos magulladas que le temblaban por encima del asiento delantero, había estado hablando solo en voz alta, dándose cuenta a medias de que en esos monólogos introducía a Catherine y a Helen Fairfax, a veces imitando sus voces, permitiendo que lo acusaran de incompetente. Para mantenerse despierto, estiraba la pierna herida, identificando de algún modo el dolor con la imagen mental que tenía de las dos mujeres.
—Bueno… casi lleno, no te cortes la boca con este condenado plástico. No está mal… un litro de agua, suficiente para un día o dos. Pero Catherine no se impresionaría… Lo vería todo como una especie de chiste exagerado. «Querido, sabes que siempre conduces demasiado rápido…». En realidad me gustaría verla a ella aquí, ¿cuánto sería capaz de aguantar…? Un experimento interesante. Pero un minuto, Maitland… por ella se detendrían. Antes de treinta segundos habría en la autopista una cadena de coches detenidos, parachoques contra parachoques, desde aquí hasta el camino del oeste. ¿De qué demonios estoy hablando? ¿Por qué las culpas, Maitland? Ya deja de llover… Tengo que irme de la isla antes de que el cansancio termine conmigo. Me duele la cabeza, tal vez tenga una conmoción… hace frío aquí, maldita pierna…
Cuando el sol volvió a salir y los rayos de luz barrieron la hierba descuidada como los dientes de un peine invisible, Maitland tiritaba dentro del traje empapado. Bebió frugalmente del bidón. El agua de lluvia era fresca pero insípida, y Maitland se preguntó si alguna mínima lesión cerebral no le habría embotado el sentido del gusto. Sentía que estaba quedándose sin fuerzas. Perdido el interés por el agua que había recogido con tanto trabajo, salió del coche y abrió el portaequipajes.
Se quitó la chaqueta y la camisa y dejó caer los jirones empapados en el charco de agua fangosa donde tenía metidos los pies. Habían pasado poco más de veinticuatro horas desde el accidente, pero en la piel de los brazos y el pecho le había florecido un jardín de contusiones, marcas y cardenales de colores vivos. Maitland se puso la camisa limpia y se abotonó el smoking, volviéndose el cuello hacia arriba. Arrojó la billetera al interior del portaequipajes, y le echó llave.
Aun a la luz del sol, se sentía helado. Intentando entrar en calor, empujó el corcho dentro de la botella y bebió un sorbo de Borgoña. Durante la hora siguiente cojeó entre el cementerio de coches y el terraplén, acarreando todos los neumáticos y guardabarros que pudo encontrar. Alrededor de los coches, la tierra no tardó en convertirse en un cenagal en el que Maitland resbalaba como un espantapájaros vestido con una chaqueta de smoking embarrada.
Las últimas luces del día caían alrededor sobre la hierba, y los tallos se erguían aún más en el aire. Maitland sintió que ese crecimiento exuberante tenía el propósito deliberado de sofocarlo. Incrustó los neumáticos en la pendiente del terraplén, excavando trabajosamente la tierra con la muleta. Lavado por la lluvia, el suelo se desmoronaba alrededor de él en blandos aludes. Los guardabarros se hundían bajo el agua. Cuando empezaron a oírse los primeros ruidos del tránsito de la tarde, Maitland consiguió trepar hasta la mitad del terraplén, arrastrando detrás la pierna herida como un compañero moribundo en la pared de una montaña.
El tránsito retumbaba encima de él, a no más de seis metros; un bullicio incesante de bocinas y motores. De vez en cuando la alta mole del autocar de una línea aérea pasaba rápidamente, con los pasajeros visibles detrás de las ventanillas. Maitland los saludaba con un ademán, hincado en el lodo resbaladizo.
Estaba a tres metros de la cima del terraplén, demasiado agotado para seguir adelante, cuando vio que habían vuelto a colocar la empalizada de caballetes de madera y la habían reforzado. Encima, a unos pocos pasos, en la playa invertida por donde se podía salir de la isla, se veía la huella de una bota con punta de acero; la luz cada vez más tenue permitía distinguir las marcas de los clavos. Maitland contó otras cinco pisadas. ¿El personal de mantenimiento de la autopista habría reemplazado los caballetes rotos? Los obreros habían bajado por la pendiente, al parecer en busca de algún peatón o conductor herido, mientras él vagabundeaba por el extremo opuesto de la isla.
El sol se puso detrás de los edificios de White City. Maitland decidió desistir por el momento y se arrastró de vuelta al coche. Mientras trepaba al asiento de atrás, advirtió la aparición de los primeros signos de fiebre. Con los hombros encorvados bajo el smoking manchado de barro, echó mano a la botella de vino, esperando entrar en calor. El tránsito continuaba en el crepúsculo, y los faros delanteros destellaban bajo las señales luminosas. La sirena de un coche policial aulló entre la penumbra. Maitland esperó que se detuviera, y que los hombres descendieran por el terraplén con una camilla. El paso elevado de cemento y el cruce de autopistas en que se encontraba varado le parecían ahora enormes y amenazadores. Las señales rotaban allá arriba, señalándole destinos disparatados, los nombres de Catherine, de la madre y el hijo de él.
Hacia las nueve, el brote de fiebre se le había pasado. Mientras el ruido del tránsito iba disminuyendo, Maitland se reanimó con unos tragos de vino. Se inclinó por encima del asiento de delante y observó atentamente el tablero de instrumentos salpicado por la lluvia, concentrando todo lo que le quedaba de energía y de inteligencia. De alguna manera, todavía podía ingeniárselas para escapar de la isla. Hacia el oeste, a menos de un kilómetro, brillaban las luces de los apartamentos donde centenares de familias estaban terminando de cenar. Cualquiera de ellos vería claramente una hoguera o una llamarada.
Maitland observó el arco fulgurante que describió una colilla arrojada al terraplén desde un coche que pasaba. En ese momento, se dio cuenta de que estaba literalmente sentado sobre un material de señales suficiente para iluminar la isla entera.