5 La cerca de alambre

Tratando de dominarse, como un fatigado sargento instructor, Maitland descendió torpemente del portaequipajes del Jaguar. Sin prestar atención al dolor que sentía en el muslo, se apoyó lo mejor que pudo contra el coche, sacudiendo la muleta en el aire y tratando de llamar al conductor desaparecido. Sobrio ahora, se miró con repugnancia la pierna herida y las ropas desgarradas, furioso consigo mismo por haber cedido un momento a una histeria adolescente. El accidente no sólo le había destrozado el coche; parecía que además le había soltado las amarras del cerebro.

Maitland apoyó la axila derecha en la muleta de metal. Se dio cuenta de que sólo podía llevar a cabo las actividades físicas más simples. La figura mugrienta y lisiada, cuyo reflejo deformado centelleaba en la tapa del portaequipajes, era un resumen exacto de la situación: un hombre poco práctico y sin recursos abandonado entre calzadas de cemento.

Y además, de escasos recursos psicológicos, reflexionó Maitland. En estos días uno necesitaba llevar en el cerebro un equipo de emergencia completo, y haber aprendido cómo sobrevivir a los desastres, reales o imaginarios.

—Llave inglesa, llave de tuercas, berbiquí…

Metódicamente, Maitland registró la caja de herramientas, hablando consigo mismo en voz alta, como si estuviera burlándose de un recluta incompetente, descargando mal humor.

Cuando se guardó las herramientas en los bolsillos de la chaqueta, enderezó el bastón y se encaminó hacia el paso elevado, sin prestar atención a los coches que circulaban por la autopista. Eran poco más de las nueve y el tránsito había mermado. La cálida luz del sol extraía ya de la hierba esa débil bruma amarillenta que la tarde anterior se había extendido sobre la isla y que no dejaba ver los muros de alrededor.

Mientras avanzaba tambaleándose, Maitland recordó que esa mañana Catherine tenía que ir a retirar su coche nuevo de la distribuidora japonesa. Y Helen Fairfax estaría ocupada en la clínica pediátrica… Lo irónico era que ninguna de ellas intentaría telefonearle, ya que las dos darían por sentado que Maitland se había quedado a pasar la noche con la otra. En cuanto a la gente de la oficina, nadie se alarmaría demasiado, pues supondrían que estaba enfermo o que estaría de viaje. Maitland les había enseñado a que aceptaran sin hacer preguntas sus idas y venidas. Había volado varias veces a los Estados Unidos y deliberadamente no les había dicho nada hasta que estuvo de vuelta. Aunque no apareciese durante toda una semana, su secretaria no se preocuparía tanto como para telefonear a Catherine o a Helen.

Trabajosamente, moviéndose con dificultad por el terreno desparejo, Maitland fue cojeando hasta la cerca de alambre. Debajo y entre la hierba podían verse los perfiles de viejos cimientos, las plantas de casas eduardianas construidas en terrazas. Pasó junto a la entrada de un refugio antiaéreo, resto de la segunda guerra mundial, sepultado a medias en la tierra y la grava con que habían rellenado los terraplenes de la autopista.

Cuando llegó a la cerca bajo el paso elevado, Maitland se sentía rendido. Apoyó la muleta contra los alambres y se sentó sobre la tierra negra. Sacó de los bolsillos las llaves y las pinzas. Las herramientas de metal le habían pesado en los hombros y le habían golpeado el pecho y el abdomen, magullados.

A la sombra del paso elevado no crecía una brizna de hierba. El aceite de los tambores rotos y abandonados que se amontonaban al otro lado de la valla ennegrecía la tierra húmeda. Los cien metros de alambre eran el muro de contención de montones de neumáticos y de latas vacías, de muebles de oficina desvencijados, de sacos de cemento endurecidos. Moldes de construcción, fardos de alambre oxidado y trozos de chatarra se amontonaban hasta una altura tal que Maitland no creyó que pudiera internarse en esa selva de desperdicios, aun cuando consiguiera atravesar la cerca.

Aún sentado, se volvió para observar la cerca de alambre. Muy por encima de él, casi junto al transparente cielo de abril, se extendía el cemento del paso elevado, reverberando débilmente bajo la presión de las columnas de coches. Maitland sujetó las pinzas con ambas manos y trabajó empeñosamente en uno de los eslabones, mordiendo el alambre de acero con los dientes de las pinzas. A la débil luz, advirtió que sólo había hecho una pequeña incisión. Se estremeció bajo el aire frío. Arrastrando las llaves por el suelo, se desplazó unos metros hasta el poste de acero próximo. Allí, los extremos de la malla de alambre estaban asegurados al poste por medio de un reborde de acero, sujeto a una chapa de refuerzo con tuercas de cierre automático.

Maitland ajustó la llave inglesa y se empeñó en sacar una de las tuercas. Estaba ya demasiado débil para sostenerla con firmeza, y más aún para conseguir que girara. Alzó los ojos hacia la alta valla de alambre: diez años antes, diez días antes quizá, hubiera sido capaz de escalarla con las manos desnudas.

Dejó caer la llave inglesa y con la otra rascó el suelo húmedo. Aunque brillante de aceite, la tierra oscura era tan impenetrable como un cuero empapado. Para abrir una zanja por debajo de la valla sería necesario excavar por lo menos un metro cúbico de tierra pedregosa, abrirse paso con esfuerzo a través de una pila de neumáticos de camión de más de tres metros de altura… y cada neumático pesaba cincuenta kilos.

El aire oscuro le dolía en los pulmones. Maitland se estremeció bajo la ropa húmeda y se puso otra vez las herramientas en los bolsillos. Cuando volvió a salir a la luz del sol, las hierbas altas se mecieron alrededor de sus piernas como si intentaran darle algo de calor. La mirada vacilante de Maitland observó los terraplenes lejanos. Ya hacía casi veinticuatro horas que no comía, y junto con las primeras e inequívocas punzadas de hambre, enmascaradas hasta ese momento por el impacto del accidente, sintió que la cabeza le daba vueltas. Con un esfuerzo, clavó la vista en el techo del Jaguar. El coche apenas si se veía por encima de la hierba, que parecía haber crecido unos cuantos centímetros durante el frustrado viaje hasta la cerca de alambre.

Tratando de reanimarse partió a través de la isla, hacia el perímetro sur. Cada diez pasos se detenía para abrirse camino entre las ortigas a golpes de muleta. Llegó a un muro bajo y subió un tramo de escalera que se elevaba en el aire, desde los restos de un sendero de jardín. Esas ruinas eran lo único que quedaba de una casa de estuco victoriana, demolida unos años antes.

La superficie de la isla era muy accidentada. El manto de hierba, que lo cubría todo, subía y bajaba como el oleaje de un mar embravecido. Un valle ancho descendía por el espinazo central de la isla, marcando el contorno de lo que había sido una calle de suburbio. A ambos lados, la hierba trepaba por rebordes y parapetos desgastados y se derramaba sobre los terrenos desiertos.

Maitland atravesó el valle central y trepó por la pendiente del lado sur, escurriéndose entre dos pequeños saúcos que luchaban contra la invasión de las ortigas. La muleta golpeó contra un objeto metálico que había en el suelo, una placa de hierro asegurada a una lápida volcada: estaba en un cementerio abandonado. A un lado había una pila de lápidas viejas. Una serie de zanjas superficiales señalaba la hilera de tumbas, y Maitland dio por supuesto que habrían trasladado los restos a algún osario.

Por encima de él se elevaba el alto terraplén del camino de acceso. La valla de contención ocultaba el tránsito, que pasaba a casi diez metros de altura. El zumbido de los motores se confundía con los ruidos distantes y matinales de la ciudad.

Maitland se balanceó a lo largo del terraplén. El suelo estaba atestado de paquetes de cigarrillos, colillas de cigarros, envoltorios de confitería, preservativos usados y cajas de cerillas vacías. A cincuenta metros, el bloque de cemento de una señal caminera sobresalía del terraplén.

Maitland apuró el paso, cojeando en la tierra blanda. Como había pensado, junto al bloque de cemento corría un canal angosto. Libre de suciedad y desechos gracias a la lluvia, bordeaba la pared de cemento y desembocaba en una alcantarilla. Detrás de la rejilla de hierro forjado, el desagüe se hundía dentro del terraplén para volver a salir a unos treinta metros.

Maitland golpeó la rejilla con la punta de la muleta y aceptó sin comentarios que no podría desarmar la pesada estructura metálica. Se quedó mirando los barrotes, y por alguna razón se preguntó si estarían bastante separados como para que él pudiera meter las manos. Luego se volvió y se alejó cojeando por entre las basuras, removiendo con la muleta los paquetes de cigarrillos.

Mientras avanzaba con la cabeza gacha, estalló de pronto en una furia desapasionada y distante e interpeló a los invisibles vehículos que circulaban arriba.

—¡Paren, por Dios, ya es suficiente…!

No hubo respuesta y siguió caminando, más tranquilo. La brisa le arremolinaba envolturas de caramelos alrededor de la pierna lastimada. Mientras atravesaba la isla de cemento, la hierba ondulaba y se mecía detrás, moviéndose en olas interminables, en corredores que se abrían y volvían a cerrarse como para admitir a una criatura grande y alerta en aquella reserva verde.