4 El depósito de agua

Cuando despertó era pleno día. La hierba rozaba la ventanilla junto a la cabeza de Maitland: y las hojas bailaban un minué apremiante, como si hubieran pasado mucho tiempo tratando de despertarlo. Un panel de tibia luz solar le atravesaba el cuerpo. Sin poder moverse durante varios segundos, Maitland restregó el sucio cristal del reloj. Eran las ocho y veinticinco de la mañana y él yacía despatarrado y rígido sobre el asiento trasero. No alcanzaba a ver los terraplenes de la autopista, pero un tamborileo continuo, tan amenazante y en cierto modo, sin embargo, tan tranquilizador como la banda sonora de una pesadilla familiar, le recordó dónde estaba.

Era la hora matinal de mayor tránsito, y millares de vehículos volvían en torrentes al centro de Londres. Las bocinas sonaban por encima del rugido de los motores diesel y del estampido incesante de los coches que atravesaban el túnel del paso elevado.

Maitland sostenía la botella de vino bajo el brazo derecho, con el cuello roto casi clavado en el codo. Se sentó y recordó el efecto anestésico del vino, y en seguida, como un recuerdo humillante escondido en el fondo de la mente, el fugaz arrebato de autocompasión.

Bajó la cabeza examinándose el cuerpo y apenas si pudo reconocer la desastrada figura sentada en el asiento de atrás. Tenía la chaqueta y los pantalones manchados de aceite y sangre. La grasa del motor le cubría la herida de la mano derecha donde lo había golpeado uno de los coches. La cadera y el muslo derechos se le habían hinchado como una sola contusión, y ahora le parecía que la cabeza del fémur se había soldado dentro de la concavidad pélvica. Maitland se inclinó por encima del asiento. Magullones y cardenales le cubrían el cuerpo como las clavijas de un instrumento de percusión excesivamente tenso.

—Maitland, esto nadie te lo va a creer… —Las palabras, pronunciadas en alta voz como señal de autoidentificación, sólo sirvieron para hacerle notar lo lastimada que tenía la boca. Se masajeó las encías doloridas, sonriendo con un humor fatigado, y se miró en el espejo retrovisor. Un magullón lívido le atravesaba el lado derecho de la cara, como la mitad de un exagerado bigote de manubrio.

Ya era hora de que saliera de allí… Echó una mirada al terraplén de la autopista. Los techos de los autocares de las líneas aéreas y de los camiones de caja alta se deslizaban por el carril que iba hacia el este. Los que llevaban al oeste estaban casi desiertos. Una camioneta de reparto y dos coches particulares pasaron rápidamente hacia los suburbios. Una vez que hubiera conseguido trepar el terraplén, no pasaría mucho tiempo sin que algún conductor se detuviese.

—Encontrar una cabina telefónica… llamar al hospital de Hammersmith… a Catherine y a mi despacho… —Mientras preparaba esta lista mentalmente, Maitland abrió la portezuela y salió a la luz del sol. Tuvo que sostenerse con ambas manos la pierna derecha, como si fuera un trozo suelto de carne, y la puso en el suelo. Luego se reclinó vacilante contra la puerta, agotado por ese esfuerzo mínimo. Profundas puntadas de dolor le nacían en la cadera y le atravesaban las ingles y las nalgas. Si se ponía de pie y se quedaba quieto, apenas alcanzaba a sostenerse sobre la pierna herida. Se apoyó en el coche, aferrándose al borde acanalado del techo, y observó la corriente de tránsito. Los conductores habían bajado los parasoles para protegerse los ojos de la luz natural. Ninguno de ellos advertiría la astrosa figura de Maitland, de pie entre los coches abandonados.

El aire frío le golpeaba el pecho. Pese a la débil luz del sol, se sentía cansado y entumecido. Había sobrevivido al impacto y a los golpes en la autopista sólo porque era un hombre robusto de cuerpo macizo. Un coche deportivo robado, los faros delanteros sin encender, conduciendo sin licencia… se podía apostar diez contra uno a que el joven conductor no denunciaría que había atropellado a Maitland.

Levantó la pierna herida y la puso entre las hierbas. Pensó en el vino que tenía en el portaequipajes del Jaguar, pero comprendió que el Borgoña se le subiría directamente a la cabeza. Olvídate del vino, se dijo. Déjate caer entre la hierba y nadie podrá encontrarte. Te quedarás ahí tendido y morirás.

Con los brazos extendidos, consiguió saltar hacia adelante, sin usar la pierna herida y aferrándose a la hierba alta para mantenerse en equilibrio.

—Maitland, esto te va a llevar todo el día…

Dio el segundo paso. Jadeando, observó el autocar de una línea aérea que iba hacia el oeste. Ni uno solo de los pasajeros miró hacia la isla. Maitland se rehizo y dio tres pasos más, casi hasta alcanzar la carrocería azul de un coche de turismo que yacía de costado. Mientras tendía una mano hacia el metal herrumbroso, se golpeó la pierna herida contra una rueda abandonada. La rodilla izquierda se le dobló haciéndolo caer entre las hierbas largas.

Tendido e inmóvil entre la espesura húmeda, se quedó esperando a recuperar el aliento y se enjugó con la hierba la boca magullada. Todavía estaba a unos seis metros del terraplén… y aun si llegaba hasta allí, jamás podría trepar por esa pendiente, empinada y de tierra suelta.

Se sentó, ayudándose con las manos y aferrándose a la hierba. El eje enmohecido del turismo se levantaba en el aire, por encima de él. Al coche ya le habían quitado los neumáticos y el motor, y el tubo de escape colgaba casi suelto del carburador. Maitland se estiró y sacudió el tubo con las manos. Lo desprendió del soporte y tironeó del caño oxidado de dos metros, que se extendía detrás del eje. Los brazos fuertes lo doblaron por un extremo, transformándolo en un tosco mango de bastón.

—¡Bueno…! Ahora ya podemos ir a alguna parte…

Maitland sentía que volvía a tener confianza. Se apoyó en la improvisada muleta y echó a andar, tanteando el terreno con la pierna herida.

Llegó al pie del terraplén e hizo señas con un brazo, gritando a los pocos coches que corrían por los carriles del oeste. Ninguno de los conductores podía verlo, y menos aún oír aquellos secos graznidos, de modo que no insistió, ahorrando fuerzas. Intentó trepar por el terraplén, pero a los pocos pasos se desplomó sobre la pendiente fangosa.

Deliberadamente volvió la espalda a la ruta y por primera vez se puso a inspeccionar la isla.

—Maitland, viejo, estás aquí varado como Crusoe. Si no te cuidas, te quedarás en esta isla para siempre…

No había dicho otra cosa que la verdad. Ese terreno abandonado en la conjunción de las tres autopistas era literalmente una isla desierta. Furioso consigo mismo, Maitland levantó la muleta para golpear aquella tierra absurda.

Cojeando, fue hacia el coche. Veinte metros al oeste del depósito de chatarra, trepó por una ligera pendiente. Allí se detuvo a examinar el perímetro de la isla, en busca de una escalera de servicio o un túnel de acceso. Por debajo del paso elevado, la cerca de malla de alambre se alzaba como una pantalla interrumpida desde un terraplén de cemento hasta el otro. La pendiente que subía hacia el camino de acceso tenía cerca de diez metros de altura y era aún más empinada que el terraplén de la autopista. Donde se encontraban los dos caminos, en el vértice del oeste, las pendientes de tierra se convertían en murallas verticales de cemento.

Maitland se dio vuelta y regresó al coche, deteniéndose cada diez metros a abrirse paso con la muleta entre las matas de hierba. Cuando llegó al Jaguar abrió el portaequipajes y contó metódicamente las cinco botellas de Borgoña, alzándolas una a una, como si esa potente bebida fuera un último punto de contacto con la realidad.

Estiró el brazo hacia la pesada llave inglesa. Vamos, Maitland, se dijo, es un poco temprano para beber, aunque el bar esté abierto. Pero espera un minuto. Piensa, necesitas agua.

Mientras el sol de la mañana se hacía más fuerte y empezaba a calentarlo, volvió a recordar que tenía el estómago vacío y que luego de unos pocos tragos caería en un sopor de borracho. En alguna parte entre esos coches tenía que haber agua.

El radiador. Maitland cerró de un golpe la tapa del portaequipajes, recogió la muleta y avanzó balanceándose hasta la parte delantera del coche. Se metió debajo del parachoques, tanteando con las manos magulladas entre los frenos y las ballestas, buscando el borde del radiador. Encontró la espita y la forzó, ahuecando las manos para recibir el líquido.

¡Glicol! Escupió el fluido amargo y se quedó mirando la mancha verde en la palma de la mano. El sabor áspero del agua enmohecida le irritaba la garganta.

En seguida advirtió que los reflejos se le aceleraban. Se inclinó sobre el asiento y soltó el cierre del capó. Se incorporó lentamente, levantó la tapa, y hurgó en el motor hasta encontrar el depósito de agua de los limpiaparabrisas. Con un extremo de la muleta retorció el armazón de metal y quitó los alambres del recipiente de plástico.

Estaba casi lleno, y contenía casi medio litro de agua clara. Mientras saboreaba el líquido fresco, Maitland se recostó contra el coche, saludando con la muleta a los vehículos que pasaban por la autopista. Aunque no se trataba de una hazaña, haber encontrado agua le había devuelto la confianza y el ánimo. Durante esas primeras horas en la isla se había apresurado demasiado a suponer que recibiría ayuda inmediata, que hasta un gesto tan leve como saludar con la mano a uno de los coches bastaría para que en seguida lo rescatasen.

Se bebió la mitad del agua, refrescándose cuidadosamente la boca dolorida. Sentía ahora un agradable mareo; el agua le había excitado los nervios y las arterias como una descarga eléctrica. Cojeando alrededor del coche, palmeó el techo con un buen humor casi infantil. Consiguió subirse al portaequipajes y se sentó allí a mirar la cerca de alambre, al otro lado de la superficie accidentada de la isla. En el equipo del Jaguar tenía herramientas más que suficientes para abrir un agujero en la cerca.

Maitland rió en silencio y se recostó contra la ventanilla de atrás. Por alguna razón sentía una súbita, abrumadora sensación de alivio. Alzó el bidón y sacudió el líquido transparente. Ahora estaba seguro de que podría escapar. Pese a sus heridas y a los daños del coche, el temor de tener que quedarse para siempre en la isla le parecía casi paranoico.

Todavía seguía riéndose algunos minutos más tarde, cuando un coche abierto aminoró la marcha en el carril del oeste. El conductor, un militar con uniforme de los Estados Unidos, miró sonriendo a Maitland, a quien sin duda tomaba por un vagabundo que disfrutaba del primer trago del día, y le hizo un ademán con el pulgar, ofreciéndose a llevarlo. Antes de que Maitland reaccionase y se diera cuenta de que era el primer automovilista que parecía dispuesto a recogerlo, el conductor lo había saludado cortésmente con la mano y había vuelto a acelerar.