La tierra se escurría alrededor como un río aluvial y tibio. En mitad del ascenso, Maitland descubrió que se hundía hasta las rodillas en la pendiente resbaladiza. Los brotes que asomaban a la superficie no habían consolidado aún la capa de tierra suelta, destinada sólo a sostener los terrones de césped. Maitland trató de avanzar buscando dónde apoyarse, usando la cartera como pala. El esfuerzo por trepar el terraplén casi lo había agotado, pero se obligó a seguir.
Al sentir un sabor a sangre en la boca, se detuvo y se sentó. Acuclillado en la cuesta polvorienta, sacó el pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la lengua y los labios. La mancha roja parecía la estampa de una boca temblorosa, como un beso ilícito. Maitland se tanteó la piel dolorida en la sien y el pómulo derechos. El magullón iba desde la oreja hasta un lado de la nariz. Al oprimirse la fosa nasal con un dedo pudo sentir las encías lastimadas, y un colmillo flojo.
Mientras esperaba a recuperar el aliento, escuchó el ruido del tránsito que pasaba por encima. El zumbido de los motores retumbaba incesantemente en el túnel del paso elevado. En el otro extremo de la isla, el camino de acceso estaba atestado ahora, y Maitland sacudió el impermeable hacia los coches que pasaban. Pero los conductores sólo miraban las señales altas y el empalme con la autopista.
Los bloques de edificios de oficinas se elevaban a lo lejos en el aire de la tarde. Escudriñando el cálido resplandor que cubría Marylebone, Maitland casi alcanzaba a identificar su propio edificio. En alguna parte, detrás de los cristales y los cortinados del piso decimoséptimo, la secretaria estaba pasando a máquina los asuntos que se tratarían la semana próxima en las reuniones de la comisión de finanzas. Jamás podría ocurrírsele que su jefe estaba en cuclillas en este terraplén de la autopista con la boca ensangrentada.
Maitland sintió de pronto que le temblaban los hombros, un estremecimiento rápido que le llegó al diafragma. Al fin consiguió dominar el espasmo. Se tragó la flema que le cerraba la garganta y observó el Jaguar, pensando otra vez en el choque. Había sido una estupidez no hacer caso del límite de velocidad. Deseaba estar con Catherine y no veía el momento de descansar en la casa fresca y convencional, de habitaciones espaciosas y blancas. Después de pasar tres días con Helen Fairfax, en el apartamento cálido y cómodo de esa doctora razonable, se había sentido casi sofocado.
Maitland se levantó y subió de costado por la ladera. A tres metros por encima de él estaba el borde de la autopista y la empalizada de caballetes de madera. Arrojó la cartera pendiente arriba, y apoyado en los pies y los antebrazos, como un cangrejo, trepó por la tierra suelta, alcanzó con ambas manos el borde de cemento, y se encaramó a la carretera.
Agotado por la escalada, Maitland se sentó vacilante en un caballete, y se frotó las manos contra los pantalones para quitarse la tierra. La cartera y el impermeable yacían a sus pies, en sucio montón, como el equipaje de un vagabundo. El sudor le empapaba la camisa y el forro de la chaqueta. La sangre le llenaba la boca, pero él volvía a tragársela una y otra vez.
Se incorporó y se volvió para enfrentar el tránsito. Tres líneas de vehículos avanzaban velozmente hacia él. Salieron del túnel, debajo del paso elevado, y aceleraron en la curva. Había empezado ya la hora de los atascamientos. Magnificado por el techo y las paredes del paso elevado el ruido reverberaba alrededor de Maitland, desde el cemento de la autopista, ahogando sus primeros gritos. De vez en cuando había entre los coches una distancia de unos quince metros, pero ya en los primeros minutos en que Maitland estuvo allí de pie, haciendo señas con la cartera y el impermeable, los centenares de vehículos que llevaban a casa a los presurosos conductores empezaron a aproximarse entre ellos, hasta avanzar con los parachoques casi unidos.
Maitland dejó caer la cartera y se quedó mirando el tránsito que pasaba rugiendo ante él. Los caballetes rojos eran una línea desordenada, derribada por coches apresurados. Ya más bajo en el cielo, el sol fuerte daba directamente en los ojos de los conductores que salían del paso elevado y tomaban la curva rápida a mano derecha.
Maitland se miró un momento. Tenía la chaqueta y los pantalones manchados de sudor, barro y grasa: pocos conductores, aun cuando lo vieran, estarían dispuestos a invitarlo a subir. Además, en ese lugar les sería casi imposible aminorar la marcha y detenerse. La presión del tránsito que venía detrás, liberado finalmente de los prolongados embotellamientos que a esas horas bloqueaban siempre el cruce del oeste, los obligaba implacablemente a seguir adelante.
Buscando una posición que fuera más visible. Maitland se desplazó de costado por el estrecho borde del camino. A lo largo de todo el carril no había ninguna senda o refugio de emergencia, y los coches pasaban a cien kilómetros por hora a no más de un metro de Maitland. Sin dejar de cargar con el impermeable y la cartera, Maitland avanzó junto a la hilera de caballetes, apartándolos uno a uno. Al mismo tiempo sacudía el sombrero en el aire contaminado por el humo de los escapes, gritando por encima del hombro, en medio del ruido de los motores:
—¡Emergencia…! ¡Alto…! ¡Paren…!
Dos caballetes que un camión había derribado al pasar le cerraban el paso. Las hileras de tránsito corrían bajo las señales desviándose hacia el cruce. Las luces traseras parpadeaban y la luz del sol fulguraba en los parabrisas como lanzas eléctricas.
Una bocina vociferó detrás de Maitland que en ese momento esquivaba los caballetes. Un coche le pasó a toda velocidad a escasos centímetros de la cadera derecha, mientras un pasajero furioso bajaba la ventanilla. Maitland dio un paso atrás y en el carril más lejano vio la carrocería blanca de un coche policial. Avanzaba a unos ochenta kilómetros por hora, a un metro detrás del parachoques de otro vehículo, pero el conductor miró a Maitland por encima del hombro.
—¡Deténgase…! ¡Policía…!
Maitland sacudió al mismo tiempo el sombrero y la cartera, pero la ola de tránsito ya se había llevado el coche. Mientras intentaba seguirlo a pie, Maitland estuvo a punto de ser golpeado por el guardabarros de un taxi. Luego una limusina negra se precipitó sobre él desde la salida del túnel, y el chófer uniformado sólo lo vio en el último momento.
Al darse cuenta de que lo aplastarían contra los caballetes, Maitland se alejó. Un coche le había golpeado la mano derecha y un fragmento del parabrisas o el borde del espejo lateral le habían desgarrado la piel. Se la envolvió en el pañuelo manchado de sangre.
A trescientos metros, más allá de la entrada este del paso elevado, había una cabina telefónica de emergencia, pero Maitland sabía que si intentaba atravesar el túnel lo matarían. Retrocedió de costado por el borde de la autopista y se detuvo en el sitio donde el Jaguar se había salido del camino. Se puso el impermeable, se lo abotonó pulcramente, y enderezándose el sombrero hizo señas a los vehículos que pasaban.
Todavía seguía allí cuando empezó a anochecer. Los faros desfilaban uno tras otro y los haces de luz le cruzaban la cara. Las bocinas bramaban y las luces de cola se apagaban y se encendían en tanto se alejaban hacia el empalme. Mientras seguía de pie, vacilante, junto al camino, haciendo débiles señas con la mano, a Maitland le pareció que todos los vehículos de Londres habían pasado y vuelto a pasar junto a él una docena de veces, y que los conductores y pasajeros lo habían ignorado con deliberación, en una vasta conspiración espontánea. Se daba clara cuenta de que nadie se detendría a ayudarlo, por lo menos hasta las ocho, cuando hubiera pasado la peor hora. Entonces, si tenía suerte, tal vez podría llamar la atención de algún conductor solitario.
Maitland levantó su reloj para mirarlo a la luz de los faros fugaces. Eran las ocho menos cuarto. Ya hacía tiempo que su hijo habría llegado solo a casa. Catherine habría salido, o tal vez estuviera preparando la cena para ella sola, dando por supuesto que él había decidido quedarse en Londres con Helen Fairfax.
Al pensar en Helen, con el oftalmoscopio en el bolsillo de la bata blanca, observando con aire crítico los ojos de algún pequeño paciente, Maitland volvió a mirarse la herida de la mano. Ahora se sentía más cansado y alterado que en ningún otro momento desde el choque. Pese al humo caliente de alrededor, se estremeció, irritado; sentía que unos cuchillos invisibles le estaban raspando el sistema nervioso, sacándole los nervios de las vainas. La camisa se le pegaba al pecho como un delantal mojado. Al mismo tiempo, empezaba a dominarlo una fría euforia. Pensó que la sensación de mareo era un primer síntoma de envenenamiento por monóxido de carbono. Continuó haciendo señas a los coches que corrían en la oscuridad, paseándose de un lado a otro como un borracho.
Un camión con acoplado que transportaba combustible se le acercó peligrosamente por el carril externo, un bulto amarillo que casi llenaba el túnel bajo el paso elevado. Mientras tomaba trabajosamente la curva, el conductor vio a Maitland que se tambaleaba entre las luces delanteras. Los frenos de aire silbaron y se bloquearon. Maitland se apartó con indiferencia, se quitó el sombrero y lo arrojó bajo las ruedas pesadas. Después, riendo entre dientes, observó cómo el camión desaparecía.
—¡Eh…! —gesticuló con la cartera en la mano—. Mi sombrero… ¡Se lleva mi sombrero…!
Un estrépito de bocinas resonó alrededor. Un taxi estuvo a punto de detenerse y le rozó las piernas. Mientras volvía a arrancar, el conductor le echó una mirada furiosa y se llevó la mano a la frente. Maitland lo saludó con un ademán galante, dándose cuenta de que se sentía demasiado cansado. No le quedaba otra esperanza que tratar de parecer un loco de atar y que la gente se detuviera simplemente para impedir que les dañara los coches. Se miró en el dorso de los dedos la sangre que le salía de la boca, pero en seguida apartó la mano bruscamente y observó otra vez el tránsito. Al alzar los ojos hacia el laberinto de calzadas de cemento iluminadas en el aire nocturno, comprendió hasta qué punto despreciaba a todos esos conductores y sus vehículos.
—¡Paren…!
Amenazó con el puño manchado de sangre a una anciana, que lo observaba con desconfianza por encima del volante.
—¡Sí, usted…! ¡Ya puede irse! ¡Váyase con su maldito coche! No… ¡pare!
De una patada arrojó un caballete al camino y se echó a reír cuando un camión que pasaba lo golpeó y volvió a echarlo contra él, lastimándole una rodilla. Derribó otro caballete.
Alzó la voz hasta que fue un aullido ronco que cubría los ruidos del tránsito, un amargo grito primal.
—¡Catherine…! ¡Catherine…!
Gritó el nombre de ella a los coches, con una cólera fría, chillando como un niño a la luz de los faros. Volvió a arrojarse a la calzada, bloqueando el carril exterior y sacudiendo la cartera como un inspector de carreras de coches que hubiera perdido el juicio. Para sorpresa de Maitland el tránsito reaccionó, haciéndose menos denso. Por primera vez se abrió una brecha en la corriente de vehículos y Maitland alcanzó a ver a través del túnel el cruce elevado del oeste.
Del otro lado del camino estaba el refugio central, una estrecha isla de un metro veinte de ancho, con una senda para trabajos de mantenimiento entre las barreras protectoras. Maitland se apoyó contra un caballete, tratando de dominarse. Advertía que una parte de él mismo disfrutaba entregándose a esta rabieta, y con un esfuerzo se recuperó. Si conseguía atravesar el camino, entonces podría retroceder hasta el cruce elevado del oeste y encontrar un teléfono de emergencia.
Se enderezó fastidiado por haber perdido el tiempo. Mientras se le despejaba la cabeza, esperó a que apareciera un hueco en la corriente de tránsito. Una docena de coches avanzó en procesión, seguida por un segundo grupo, con el autocar de una línea aérea en la retaguardia. Una grúa que arrastraba un coche averiado pasó luego rugiendo junto a Maitland, mientras él retrocedía en la oscuridad, observando el pestañeo de los faros en los accesos del túnel.
El camino estaba despejado, y lo único que se acercaba ahora era un camión de dos pisos, un transporte de coches. El conductor le hizo señas como si se ofreciera a recogerlo, pero Maitland no le prestó atención, esperando con impaciencia que la larga sección trasera del transporte acabara de pasar. El camino estaba despejado hasta que apareciera el próximo grupo de luces. Maitland aferró la cartera y echó a correr.
Estaba en el medio del camino cuando oyó el alarido de un bocinazo de advertencia. Por encima del hombro vio la carrocería baja de un coche deportivo blanco, casi invisible detrás de los faros apagados. Maitland se detuvo y volvió atrás, pero el coche patinaba ya hacia él mientras el joven conductor luchaba en vano con el volante. Maitland sintió que el coche daba un salto y se le venía encima. Antes de que pudiera gritar, el vehículo se había estrellado contra un caballete que Maitland había pateado al camino. El armazón de pino voló hacia él y Maitland sintió cómo le levantaba las piernas y lo arrojaba de espaldas a través del aire oscuro.