Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke están sentados en el Hotel Vanadis hablando. La habitación está tradicionalmente decorada con moqueta y colcha floreada de material sintético.
—Mañana vamos a hablar con los padres de Inna Wattrang —dice Anna-Maria—. Y lo intentamos de nuevo con Diddi Wattrang. Me pregunto qué es lo que ocurrió en la cabaña de Abisko. Hay tantas cosas raras. Por ejemplo, ¿por qué llevaba ropa interior tan atractiva debajo de la ropa para entrenar?
Inna Wattrang rebusca en su maleta. Es el catorce de marzo. Ayer habló por teléfono con Mauri pero ahora no le apetece pensar en ello.
Dentro de dos horas y cinco minutos estará muerta.
«Hay otros trabajos», piensa.
También piensa en Diddi. Tiene que conseguir dar con él. Hablará con Ulrika.
«Voy a cerrar los ojos», piensa.
Se va a tomar un mes libre. Empezará la semana que viene y ahora irá a entrenar. En la maleta ha metido ropa de deporte, cuando repasa el equipaje, se da cuenta de que ha olvidado la ropa interior deportiva. Es igual. Entrenará con la que lleva puesta y después ya la lavará.
Se pone los zapatos para correr.
Sigue las huellas de las motonieve sobre el lago Torneträsk. La gente está fuera de sus cabañas pescando en el hielo o están sentados sobre pieles de reno en sus motonieve con la cara hacia el sol. El sol calienta y ella suda pero se siente fuerte. La desilusión que le ha producido Mauri se le está pasando.
«¡Qué bonito! —piensa—. La verdad es que hay vida fuera de Kallis Mining».
Las montañas al otro lado del agua lucen de color de rosa con el sol de la tarde. Sobre los despeñaderos y las faldas escarpadas, hay nubes azules. Alguna que otra nubecilla se ha quedado atrapada en las cimas y parece que lleven gorritos de lana.
«Todo se arreglará», piensa.
Cuando vuelve, se está poniendo el sol. Parece casi como si tuviera un agujero y sus brillantes entrañas cayeran en el cielo contra el horizonte. Está tan ocupada mirando el sol que no descubre al hombre que está delante de la cabaña hasta llegar al patio.
De pronto está allí. Lleva puesta una gabardina delgada y clara.
—Excuse me —dice y explica que su coche se ha quedado parado en la carretera y que el teléfono no tiene cobertura.
¿Le podría dejar el suyo?
Sabe que miente. Se da cuenta inmediatamente y también de que es peligroso.
Es ese bronceado tan profundo y la gabardina demasiado delgada. Es esa mueca que quiere parecer una sonrisa debajo de los inexpresivos ojos. Y que se acerque a ella sin parar mientras habla.
No le da tiempo de hacer nada. Él ve que ella tiene la llave en la mano. Ha llegado a su altura. No ha acabado de hablar. Todo ocurre muy deprisa.
El hombre se llama Morgan Douglas. En el pasaporte que lleva en el bolsillo interior pone John McNamara.
Morgan Douglas se despertó la madrugada del catorce de marzo porque sonó su teléfono móvil. Le despertó la señal del móvil, el ruido del interruptor de la lámpara de la cama, el conocido sonido por el suelo cuando las cucarachas huyen de la luz, la chica a su lado que murmuraba algo inaudible, se ponía el brazo sobre los ojos y volvía a dormirse y, también, la voz del teléfono que él reconocía.
La mujer lo saludó muy cortésmente y le pidió disculpas por molestarle a unas horas tan intempestivas. Dentro de poco pasaría a su encargo.
—Es un trabajo que se tiene que hacer ahora. En el norte de Suecia.
Se pone tan jodidamente contento al oír su voz, que tiene que esforzarse para hablar despacio cuando responde, para no parecer desesperado. Hace tiempo que va mal de dinero porque sólo ha tenido pequeños encargos como cobrar deudas y cosas así. Pero ese tipo de trabajo lo puede hacer cualquier negrata porque no se paga bien. Ahora sí hay dinero. Podrá vivir bien un tiempo y mudarse a otro sitio mejor.
—El pago habitual en su cuenta tras haber realizado el trabajo. Mapa, información, foto y un adelanto de cinco mil euros para el viaje están en el Coffee House de Schiphol. Pregunte por Johanna y salúdela de…
—No —replica—. Lo quiero ya en el aeropuerto de N’Djili. ¿Cómo voy a saber que no se trata de un engaño?
Se queda callada. Da lo mismo. Que se crea que es un paranoico. La verdad es que no tiene dinero para el billete de Kimbasa a Ámsterdam, pero eso no piensa reconocerlo.
—No hay problema, sir —responde ella al cabo de unos segundos—. Lo arreglaremos según sus deseos.
Acaba la conversación y saluda de parte del coronel. Le gusta. Ella le habla con respeto. Esa gente se da cuenta de lo que significa haber sido paracaidista en el ejército británico. Hay tanta gente que no entiende una mierda porque nunca han estado allí.
Morgan Douglas se viste y se afeita. En el espejo del baño crecen las manchas del tiempo. Dentro de poco no podrá verse la cara. El grifo tose, las tuberías hacen ruido y al principio el agua es de color marrón. Una mañana, cuando entró a mear, había una rata enorme que se dio la vuelta y se lo quedó mirando. Se agachó, se introdujo sin prisas debajo de la bañera y desapareció.
Cuando esté listo, despertará a la chica que todavía está durmiendo.
—You have to leave —dice.
Ella se sienta medio dormida en el borde de la cama. Él coge su ropa del suelo y se la tira. Mientras se viste, ella dice:
—My little brother. He must go to doctor. Sick. Very sick.
Miente, seguro, pero él no dice nada. Le da dos dólares.
—You have a little something for me, yes? —le dice ella mirando la silla donde él dejó ayer la pipa de cristal. Él ya la ha envuelto en una tela y se la ha metido debajo de la ropa interior. Ha puesto lo que necesita en los bolsillos de la gabardina y debajo de la ropa. Tiene que dejar la maleta, si no el tipo de la recepción le armará un jaleo de cojones por la habitación y lo acusará de querer marcharse sin pagar, que es justo lo que piensa hacer. Éste es un sitio de mierda y ni siquiera han limpiado la habitación en las semanas que ha estado aquí. Así que puede olvidarse de pagar.
—No, no tengo nada —le responde y la empuja fuera de la habitación.
La manda callar cuando bajan la escalera. El portero está durmiendo detrás del mostrador, probablemente tenga otro trabajo durante el día. El vigilante de noche tampoco está a la vista, seguro que está durmiendo en alguna otra parte.
El fluorescente emite un zumbido y parpadea con su fría luz.
—I stay here —susurra la chica—. Until tomorrow. It’s no safe on the street, you know.
Señala un sillón en el triste vestíbulo. Está tan gastado que los muelles asoman a través de la tela.
Morgan Douglas se encoge de hombros. Si el tío de la recepción se despierta antes que ella, le quitará el dinero, pero ése no es su problema.
Coge un taxi hasta el aeropuerto. Al cabo de dos horas ve a un hombre que parece un funcionario de la embajada. No hay mucha gente en la sala de espera. El hombre del traje va directamente hacia él y le pregunta si no tienen un amigo en común.
Morgan Douglas responde como debe y el hombre del traje le da un sobre tamaño A4, se da la vuelta y se va de allí de inmediato.
Morgan Douglas abre el sobre. Toda la información está allí, y el adelanto en dólares, no en euros. Mejor. Falta una hora y media para que salga su avión y es un largo viaje.
Le da tiempo de hacer algunas compras. Sólo para relajarse antes del viaje y así aguantarlo. Entre una cosa y otra, va a estar en marcha tres días seguidos. Lo necesita para hacer el trabajo.
Se sienta en un taxi otra vez y se dirige hacia un barrio periférico. Todavía es de noche cuando llega hasta su camello. No le da tiempo de decir «no hay crédito» porque Morgan Douglas le alarga unos cuantos billetes de dólar sin doblar a través de la ranura de la puerta.
Cuando amanece y el aire se dobla como vidrio caliente, Morgan Douglas ya está sentado en el avión que lo llevará a Ámsterdam. Speedballing. Nada de locuras. Felicidad tranquila. Se siente tan estupendamente.
En Ámsterdam compra dos botellas de Smirnoff y se bebe una en el avión a Estocolmo. Cuando todos se levantan, lo hace él también.
Después está en alguna otra parte. Mucha gente va de un lado a otro. Alguien lo coge del brazo.
—Mr. John McNamara? Mr. John McNamara?
Es una azafata.
—Boarding time, sir. The plane to Kiruna is ready for take-off.
Una hora y media más tarde está en un lavabo mojándose la nuca con agua fría. Ahora tiene que estar bien despierto. Se siente tan jodidamente mal. Sí, está en el aeropuerto de Kiruna. Alquila un coche y se dice a sí mismo: «E10 hacia el norte». Va a arreglar ese puto asunto bien rápido. Necesitaría algo para estar en forma, para volver a ser el de antes.
Morgan Douglas ve a Inna Wattrang. Tiene frío en los pies. Ha estado esperando una eternidad. Se empieza a poner nervioso. Se le ha metido en la cabeza que el coche no se va a poner en marcha cuando tenga que volver. Pero ya está aquí. Es como en la foto. Poco más de uno setenta, entre sesenta y setenta kilos. No hay problema. Tiene la llave de la casa en la mano.
Sigue hablando y gesticula para que no se note tanto que los pasos que da hacia ella son rápidos y largos.
En un instante está a su lado. Da otro paso más para quedarse a su espalda y a la vez le pone el brazo izquierdo alrededor de la garganta. La levanta lo justo hasta que el dolor la hace ponerse de puntillas.
Siente como si la nuca se le fuera a romper si pierde el contacto con el suelo, así que cae hacia atrás, hacia él, de manera que la mitad de su cuerpo queda sobre la cadera de él.
Ahora va hacia la puerta. Ella se da cuenta de que ni siquiera se tropieza con ella. Con su fría mano, abre la cerradura de la puerta. Ella ni ha notado que le ha quitado la llave.
Reconoce que la puede manejar a su antojo. «Éste no es un loco. Éste no es un violador. Es un profesional», piensa.
Mira a su alrededor en el recibidor y cuando empieza a dirigirse hacia la cocina, con ella todavía bien sujeta, se resbala un poco. La nieve debajo de sus zapatos ha formado una capa de hielo, pero recupera el equilibrio y la sienta en una silla. Se pone detrás y ella nota que la presión alrededor de su cuello se hace más fuerte a la vez que oye el ruido de un trozo de cinta cuando se separa del rollo.
Todo va increíblemente deprisa. Le sujeta con cinta las muñecas en los apoyabrazos de la silla y las piernas en las patas. No la corta, deja pasar la cinta de una mano a la otra, la baja hasta los pies con un trozo largo y deja el rollo en el suelo cuando ha acabado.
Se pone delante de ella.
—Please —ruega ella—. Do you want money? I have…
No alcanza a decir más que eso. Él le da un golpe en la nariz. Es como abrir un grifo. La sangre mana caliente sobre la cara y baja por la garganta. Ella traga y traga.
—Cuando te pregunte, respondes. Si no, cierras el pico. ¿Lo entiendes? Y si no lo consigues, te pondré cinta en la boca y así tendrás que respirar por esa nariz sangrante.
Ella asiente con la cabeza y vuelve a tragar. Siente el corazón latir entre las orejas.
Morgan Douglas vuelve a mirar a su alrededor. Debería haberla matado directamente si el trabajo no incluyera saber si le ha explicado algo a alguien… ¿Cómo se llamaba? Era un nombre alemán, cree. Lo tiene en el sobre.
Tiene que asustarla para que hable. Es más fácil asustar a las mujeres si se les enseñan fotos de sus hijos, pero no hay fotos en el sobre. De todas formas ya la asustará, ya. Eso debería ir rápido.
Revuelve los cajones de la cocina en busca de un cuchillo pero no encuentra ninguno.
Sale al recibidor. Sobre una cómoda hay una lámpara. La desenchufa y arranca el cable. Aprovecha para mirar en el sobre el nombre por quien debía preguntar. «Gerhart Sneyers», ponía. Y «Uganda».
Arrastra la silla con ella encima hasta dejarla junto a un enchufe.
Inna abre los ojos como platos cuando él, con ayuda de los dientes, rompe el cable, quita el plástico, separa los dos hilos de cobre y pone uno alrededor de uno de sus tobillos.
Él lleva zapato plano. Cuando se agacha se le levanta un poco la pernera del pantalón. Inna ve las marcas de su tobillo.
—Tengo coca de la buena en el bolso —le dice deprisa.
Se interrumpe.
—¿Dónde está tu bolso?
—En el recibidor.
Lleva el bolso hasta el baño. Es una antigua costumbre. Ha estado en cientos de lavabos y ha cogido de todo. Cuando vivía en Londres, su ciudad, asustaba a las chicas diciendo que era un policía de incógnito, las arrinconaba contra una pared cuando venían de ver a su camello, les cogía la droga y les preguntaba según el patrón habitual: «¿Viste algún arma allí dentro?». «¿Cuántos son?». Aparentaba ser amable, las soltaba con un «¿Por qué te haces esto a ti misma? Busca ayuda». Después se iba derecho al lavabo más cercano y se metía toda la mierda que encontraba.
Ahora revuelve el bolso Prada de Inna Wattrang como un oso hormiguero en un termitero. Se guarda el móvil, también es una antigua costumbre. Coge todo lo que sea fácil vender. Después encuentra tres papelinas. El corazón le palpita de alivio y alegría. Nieve pura. Forma dos rayas en el espejo de mano de ella y se lo mete todo, no hay que guardar. Sólo tarda dos segundos en sentir el subidón.
Está delante del espejo y se siente tranquilo y con la cabeza completamente despejada.
Vuelve a la cocina. Allí está ella intentado liberar las manos sujetas con la cinta. Naturalmente, es imposible. ¿Quién se cree que es? ¿Un aficionado? Enchufa el cable pero justo cuando le va a preguntar si le ha explicado algo a alguien, resbala. Es la nieve de debajo de sus zapatos y de los de ella que se ha deshecho. El agua ha hecho que el suelo esté resbaladizo.
Cae de culo cuan largo es. Las piernas al aire. Le da tiempo de pensar en el agua y en el cable enchufado y colea como un pez cuando intenta ponerse de pie, muerto de miedo de electrocutarse.
Inna Wattrang se echa a reír. En realidad, quizá llore pero lo que le sale de dentro parece una risa histérica. Se ríe sin parar y las lágrimas le caen por la cara.
Aquello es demasiado cómico cuando él de pronto resbala como si alguien le hubiera quitado la alfombra de debajo de los pies. Y los movimientos para ponerse de nuevo en pie. Es un número cómico de los peores. Impagable de verdad. Ella se ríe. Está histérica. Es agradable ponerse histérica. Se sale del miedo y entra en la locura. Dentro de la risa loca.
Él tiene miedo y por eso le coge un cabreo mayúsculo. Se pone de pie otra vez y se siente como un idiota. Y ella se está riendo. En su cabeza sólo hay una idea: la va a hacer callar. Coge el hilo suelto del cable y se lo pone en el cuello. La corriente le recorre todo el cuerpo hasta el tobillo. La risa se acaba inmediatamente. Su cabeza se echa hacia adelante, los dedos se separan, él aguanta, aguanta, la hace callar. Y cuando le aparta el cable, la cabeza de ella sigue yendo de adelante hacia atrás, una y otra vez. Las manos se cierran y se abren, se abren y se cierran. Y vomita sobre su propio jersey.
—Vale ya —le ordena él, porque aún no le ha dado tiempo de preguntarle lo de Sneyers.
Se cae la silla y él se aparta. Los ojos le dan vueltas, sus mandíbulas muerden una y otra vez y al cabo de unos segundos, antes de que él se dé cuenta, se rompe a mordiscos su propia lengua.
—Vale ya —le grita dándole una patada en el vientre allí tirada donde está.
Pero ella no para y entonces él comprende que es el momento de acabar con aquello. En el informe dirá que ella no se lo había explicado a nadie.
En la sala de estar, junto al hogar, allí hay un colgador con un pincho de barbacoa. Corre a buscarlo. Cuando vuelve, ella todavía está tumbada de espaldas, convulsionándose sujeta a la silla con la cinta. Le clava el pincho a través del corazón.
Muere al instante. A pesar de ello, sus músculos siguen contrayéndose.
Mira a su alrededor y le invade una sensación turbia de que aquello no ha salido demasiado bien. Las instrucciones eran que debería parecer un crimen fortuito. Sin sospechas de que conocía al que lo había perpetrado. No debería ser encontrada en la casa.
Aquello es desfavorable pero de ninguna manera una catástrofe. La cocina no está demasiado desordenada y el resto de la casa no se ha tocado. Esto lo arregla él. Mira el reloj. Aún tiene mucho tiempo. Dentro de poco fuera se hará de noche. Mira a través de la ventana. Ve un perro suelto por allí. Ya ha visto unos cuantos. Si la deja fuera, en alguna parte, alguien la encontrará. En ese caso, la policía se puede poner en marcha antes de que despegue el avión. Seguro que encuentra una solución… Abajo, en el hielo, hay unas cabañas sobre trineos. Sólo tiene que llevarla hasta alguna de ellas cuando se haga de noche. Cuando la encuentren él ya estará muy lejos de allí.
Ya ha dejado de moverse.
Ahora descubre dónde estaban los cuchillos. Están colgados de una lista magnética junto a los fogones. Bien. Así podrá cortar la cinta con la que está sujeta.
Cuando se hace oscuro, Morgan Douglas baja a Inna Wattrang hasta una cabaña sobre el hielo. Las huellas de las motonieve son duras y es cómodo caminar por ellas. La cabaña es fácil de abrir. La pone dentro sobre una litera. En el bolsillo lleva una linterna que encontró en el armario de la limpieza. La cubre con un edredón. Cuando la luz le da en el hombro, ve que tiene una mancha roja en la clara gabardina. Se la quita y al levantar la trampilla que hay en el suelo, ve que hay un agujero sobre el hielo. Sólo se ha formado una fina capa que él puede romper. Mete la gabardina en el agujero. Se irá flotando por debajo del hielo.
Cuando vuelve a la casa, la limpia. Silba cuando friega el suelo de la cocina. Mete su ordenador, la cinta arrugada que ha utilizado, el trapo del suelo y el pincho de la barbacoa en una bolsa de plástico que se lleva con él en el coche.
En el camino de Abisko a Kiruna, se para en el arcén. Sale del coche. Ha empezado a hacer viento. Frío de verdad. Se adentra un paso en el bosque para tirar la bolsa con el ordenador y lo demás. Inmediatamente se hunde en la profunda nieve. Se hunde casi hasta la cintura. Tira la bolsa en el bosque. La nieve la tapará. Probablemente nadie la encuentre nunca.
El teléfono de ella, que tiene en el bolsillo, también lo tira. ¿En qué estaba pensado cuando se lo guardó?
Después tiene muchas dificultades en salir de la cuneta. Se arrastra hacia el coche y consigue quitarse un poco la nieve de encima.
El trabajo está hecho. Éste es un país de mierda donde hace un frío tremendo.