Los invitados a la cena de Mauri Kallis llegaron sobre las ocho del viernes. Los coches con las ventanas tintadas rodaron por la avenida hacia la casa solariega. La gente del jefe de seguridad, Mikael Wiik, los recibía junto a la verja de entrada.

Arriba, en la casa, los invitados eran recibidos por Ebba, la mujer de Mauri Kallis, y por Ulrika Wattrang. Eran Gerhart Sneyers, propietario de minas y de petroleras, además de presidente del African Mining Trust; Heinrick Kock, presidente de Gems and Mineral Ltd.; Paul Lasker y Viktor Innitzer, los dos propietarios de minas en el norte de Uganda, además del antiguo general Helmuth Stieff. Gerhart Sneyers había oído lo de Inna Wattrang y les manifestó sus condolencias.

—Es la obra de un loco —dijo Mauri Kallis—. Todavía parece irreal. Era una leal colaboradora y buena amiga de la familia.

Mientras otros se estrechaban la mano, Mauri aprovechó para preguntarle a Ulrika:

—¿Vendrá Diddi a la cena?

—No lo sé —respondió Ulrika mientras le ofrecía una bebida a Viktor Innitzer—. La verdad es que no lo sé.

«No soy un drogadicto». Esto se lo repetía Diddi Wattrang a sí mismo cada vez más a menudo el último medio año. Los drogadictos se inyectan y él no era un drogadicto.

El lunes, Mikael Wiik lo había dejado en la plaza Stureplan y desde entonces empezó una carrera que duró hasta el viernes, cuando llegó a casa en taxi. Se había despertado en la oscuridad y tenía el pelo mojado de sudor. Fue cuando logró encender la lámpara que había junto a la cama cuando se dio cuenta de que estaba en casa, en Regla. Los últimos días y noches pasados estaban tras él como imágenes de recuerdos fragmentarios. Instantáneas de fotomatón sin orden ni concierto. Una chica que ríe a carcajadas en un bar. Unos tipos con los que se ha puesto a hablar y lo acompañan a una fiesta. Su cara en el espejo de un lavabo, Inna en su cabeza en ese mismo momento. Él se queda allí dentro y moja un trozo de papel higiénico, pone las anfetaminas, forma una pelota de papel y se la traga. El local es como un almacén con una pista de baile de la que sale algo parecido al vapor. Cientos de manos en el aire. Se despierta en la sala de estar del piso que tiene la empresa para pernoctar en Estocolmo. En el sofá hay cuatro personas. No los había visto nunca antes. No sabe quiénes son.

Después tuvo que conseguir un taxi. Cree recordar que Ulrika lo ayudó a salir del coche y que ella lloraba. Pero puede haber sido en otra ocasión.

No era un drogadicto, pero el que lo viera ahora buscando en el botiquín podría creerlo sin problemas. Tiró por el suelo el paracetamol, las tiritas, los termómetros, las gotas para la nariz y mil otras cosas en busca de Benzo. Buscó por todos sus cajones, detrás de un escritorio abajo en el sótano, pero esta vez Ulrika había conseguido encontrarlo todo.

Tiene que haber algo. A falta de Benzo, coca, hierba. Nunca le habían gustado mucho los alucinógenos, pero en estos momentos podía muy bien fumar algo o ponerse unas gotas de lo que fuera. Algo que pusiera fin a aquello negro que se retorcía y serpenteaba en su interior.

Abajo, en la nevera de la cocina, encontró una botella de jarabe para la tos. Dio unos cuantos tragos largos. Detrás de él había alguien. La niñera.

—¿Dónde está Ulrika? —inquirió.

La chica respondió sin poder apartar la vista de la botella de jarabe en su mano.

La cena. Dios mío. La cena de Mauri.

—Di la verdad, ¿qué te parece Mauri Kallis? —le preguntó.

Y cuando ella no respondió, exclamó él con una voz excesivamente explícita:

—¡Quiero decir, de verdad!

Le estaba apretando el hombro como para extraerle una respuesta.

—Suéltame —le dijo con una voz sorprendentemente decidida—. Suéltame. Me estás asustando y eso no me gusta.

—Perdóname —se excusó él entonces—. Perdóname, perdóname. Voy a… No puedo…

No podía respirar. Sentía como si se le hubiera encogido la garganta, era como respirar por una caña.

Se le cayó la botella de jarabe al suelo y se rompió. Desesperado, se aflojó la corbata.

La niñera se soltó mientras él se dejaba caer en una silla de la cocina, intentando recuperar el aliento.

¿Miedo? ¿Era eso lo que había dicho? No sabe nada. Nada en absoluto de lo que es tener miedo.

Recordó cuando le explicó a Mauri lo de Quebec Invest. Que Sven Israelsson le había explicado que tenían un informador en SGAB.

—El informador pasa los datos de los resultados de las pruebas con antelación —le había dicho a Mauri.

Mauri palideció y luego se puso furioso. Se veía claramente, aunque no dijo nada.

«Todo es personal —pensó Diddi—. Mauri presume de ser uno de esos tipos it’s just business, pero cerca de la superficie le engaña esa sensación de inferioridad que hace que todo se convierta en humillación».

Mauri había dicho que le podían dar la vuelta a aquello para que estuviera a su favor. Si las prospecciones daban un resultado positivo le dejarían saber al informador datos erróneos y comprarían acciones cuando Quebec Invest vendiera y la cotización hubiera bajado.

Diddi se haría cargo de ello y el nombre de Mauri se mantendría fuera.

Era seguro de cojones, había dicho Mauri. ¿Quién se iba a chivar? Quebec Invest no.

Diddi había dudado. Si era seguro de cojones, ¿por qué él y no Mauri tenía que hacerse cargo de ello?

Entonces Mauri le sonrió.

—Porque tú eres mucho mejor que yo convenciendo a la gente —le argumentó—. Tenemos que conseguir que Sven Israelsson esté con nosotros.

Después habló de la cantidad de dinero que le correspondería a Diddi. Medio millón, por lo menos. Directamente al bolsillo.

Aquello decidió el asunto. Diddi necesitaba dinero.

Inna se había enfrentado a él hacía dos semanas. Fue la última vez que la vio en Regla. Estaban sentados en un banco en la parte sur del jardín de la casa de ella, recostados contra la pared. Adormilados con el sol de la primavera.

—Fue Mauri ¿verdad? —le había preguntado—. El que arregló lo de Quebec Invest.

—No te pongas a escarbar en eso —le había respondido Diddi.

—Estoy investigándolo —había insistido Inna—. Creo que él y Sneyers apoyan a Kadaga. Creo que van a intentar derrocar a Museveni. O hacer que lo asesinen.

—Hazlo por mí, Inna. No escarbes en eso —le repitió.

Mauri Kallis y sus invitados fueron a estirar las piernas antes de tomar el postre. Viktor Innitzer le preguntó al general Helmuth Stieff sobre las perspectivas de Kadaga de mantener el control en el distrito de las minas al norte de Uganda.

—El presidente no lo puede permitir —respondió el general—. Son recursos importantes para el país y considera a Kadaga como un enemigo personal. En cuanto las elecciones hayan pasado, enviará allí más tropas. Me refiero también a los otros grupos guerrilleros. Sólo se han retirado de momento.

—Y nosotros, por nuestra parte —añadió Gerhard Sneyers—, necesitamos una situación más tranquila en el país para poder realizar nuestra actividad. Necesitamos suministro de energía y una infraestructura que funcione. Museveni no nos volverá a dejar entrar, sería inocente creer lo contrario. Nadie ha podido hacer nada allí desde hace meses. ¿Durante cuánto tiempo podréis seguir convenciendo a vuestros posibles inversores de que es algo pasajero? ¿Qué es care and maintenance durante un período? Los problemas del norte de Uganda no se solucionarán porque nosotros esperemos. Museveni está loco. Mete en la cárcel a sus opositores políticos y si consiguiera el control de las minas, no creáis que nos las va a devolver a nosotros. Asegurará que están abandonadas y por eso vuelven a ser propiedad del Estado. La ONU y el Banco Mundial no moverán ni un dedo.

Heinrich Kock se puso blanco. Tenía accionistas detrás del cogote, igual que Mauri. Además, tenía tanto capital propio metido en Gems and Minerals Ltd., que si perdieran la mina sería su ruina.

Mañana discutirían abiertamente las alternativas que había. Gerhart Sneyers había declarado de forma expresa que ellos no eran diplomáticos, confiaban los unos en los otros y hablaban con sinceridad. Por ejemplo, se podía discutir quién podría suceder al presidente en caso de un inesperado fallecimiento y qué posibilidades se tenían en unas elecciones futuras si el presidente actual no se presentara como candidato.

Mauri observaba a Heinrick Kock, Paul Lasker y a Viktor Innitzer. Estaban admirados formando un círculo alrededor de Gerhart Sneyers. Escolares alrededor del más chulo.

Mauri Kallis no confiaba en Sneyers. De lo que se trataba era de guardarse las espaldas. Kock e Innitzer, en especial, estaban sentados en las rodillas de Sneyers. Mauri no pensaba hacer lo mismo.

Fue una decisión bien tomada lo de dirigirse a Mikael Wiik cuando surgió la historia con el periodista Örjan Bylund. Mikael Wiik había demostrado ser el hombre que Mauri esperaba que fuera cuando lo contrató.

Entonces fue cuando Diddi se volvió loco y se convirtió en una amenaza.

Diddi Wattrang va de un lado a otro en el despacho de Mauri. Es el nueve de diciembre. Mauri e Inna acaban de llegar de Kampala. Mauri es diferente al hombre que salió de viaje. Después de la reunión con la ministra de Comercio se puso furioso pero ahora está completamente tranquilo.

Sentado en el borde del escritorio, casi le sonríe a Diddi.

—¿Lo entiendes? —dice Diddi—. Ese Örjan Bylund ha hecho preguntas sobre Kallis Mining y los negocios con Quebec Invest. Estoy listo.

Se aprieta el puño cerrado contra el diafragma. Parece como si le doliera.

Mauri lo intenta calmar.

—Nadie puede demostrar nada. Quebec Invest no puede chivarse porque es tan culpable como nosotros. Estarían acabados si sale a la luz. Y lo saben. Sven Israelsson, lo mismo. Además, el amo le ha dado un buen hueso. Tienes que tranquilizarte. Ahora quédate sentado y quieto en el barco.

—No me digas que me tranquilice —le corta Diddi.

Mauri levanta las cejas sorprendido. Un ataque de ira de Diddi. No lo había visto desde aquella vez cuando fue a su habitación de estudiante porque quería dinero. Cuando aquella española lo había abandonado. Por Dios, hacía una eternidad.

—No creas que voy a asumir la culpa si la historia sale a la luz —gruñe Diddi—. Te señalaré a ti, puedes estar seguro.

—Pues vale —le responde Mauri Kallis frío como el hielo—. Pero ahora quiero que te vayas.

Cuando Diddi ha cerrado la puerta de golpe tras de sí Mauri se queda pensando un momento. Diddi lo ha asustado un poco pero no piensa dejarse llevar por el pánico. Sabe que él actúa de forma racional y sopesada.

Lo último que necesita en estos momentos es un periodista indagando en los negocios de la empresa. Si busca un poco hacia atrás, encontrará a Mauri Kallis entre los que compraron acciones de Northern Explore tras la salida de Quebec Invest y las vendió después del informe que decía que se había encontrado oro. Si alguien investiga los pagos de unos cuantos negocios dentro del círculo de la empresa y ve que van a un banco de Andorra, entonces estarían cerca del peligro. Si se ponen en contacto con un tratante de armas que explica que los pagos por las armas a Kadaga se han hecho desde Andorra…

Así que Mauri Kallis habla con su jefe de seguridad y le dice:

—Tengo un problema y necesitaría un hombre discreto con tu capacidad que se pueda hacer cargo de la solución.

Mikael Wiik asiente con la cabeza. No dice nada y hace un gesto de aprobación. Al día siguiente le da un número de teléfono a Mauri.

—Es un solucionador de problemas —le dice escueto—. Dile que te ha dado el número un buen amigo.

En la nota no hay nombres. Sólo un número. El prefijo es de Holanda.

Mauri se siente como en una película mala cuando al día siguiente marca aquel número. Una mujer responde con un Hello. Mauri escucha tenso aquella voz, la entonación, busca sonidos de fondo. Tiene un poco de acento, cree. Un poco cascada, también. Una mujer checa, fumadora, de unos cuarenta años.

—Este número me lo ha dado un amigo —le explica—. Un buen amigo.

—La consulta cuesta dos mil euros —dice la mujer—. Después recibirá una oferta.

Mauri no negocia el precio.

Mikael Wiik permitió que los chicos de seguridad comieran por turnos. No había nada que señalar en cuanto a los preparativos en torno a la reunión. Los chicos suecos, que había seleccionado él mismo, lo admiraban. Lo envidiaban por el trabajo en casa de Mauri Kallis. Aquello era una perita en dulce. También le parecía notar una deferencia entre los chicos de Sneyers. Más respeto.

—Nice place —dijo uno de ellos haciendo un gesto con la cabeza que incluía toda la propiedad.

—Mejor que la medalla al mérito del ministro de defensa francés —añadió el otro.

Así que lo sabían. Era de allí de donde venía el respeto que demostraban. También era una señal de que Gerhart Sneyers controlaba tanto a Kallis como a su gente.

Y tenían razón. Era mejor trabajar para Kallis que en el Grupo Especial de Protección.

—Allí abajo era duro, ¿no? Tienen que pasar muchas cosas para que los franceses le den una medalla a un extranjero.

—Pero si fue al jefe al que le dieron la medalla —se escabulló Mikael Wiik.

No quería hablar de aquello. Su novia a veces lo despertaba por la noche y lo sacudía. «Estás gritando —le solía decir—. Vas a despertar a los vecinos».

Y tenía que levantarse. Empapado en sudor.

Los recuerdos le atormentaban. Aprovechaban cuando dormía. No habían palidecido en absoluto con el paso del tiempo. Más bien al contrario. El sonido era cada vez más claro, los colores y los olores más definidos.

Había un sonido que lo podía volver loco. El sonido de una mosca, por ejemplo. A veces podía dedicar una tarde entera a darles caza para sacarlas de la cabaña de verano de su novia. Él, en verano, prefería quedarse en la ciudad.

Nubes de moscas. Es Congo-Kinshasa. Un pueblo cerca de Bunia. El grupo de Mikael Wiik ha llegado tarde. La gente del pueblo está descuartizada delante de sus casas. Cuerpos sin ropa. Niños con los vientres reventados. Tres miembros del grupo atacante están sentados y apoyados contra la pared de una casa. No se han ido con los suyos y están totalmente aturdidos por las drogas. No parece que sean conscientes de lo que se les acusa. No les molesta el cargado olor a muerte o las nubes de gordas moscas zumbando sobre los cuerpos.

El superior de Mikael Wiik intenta en diferentes idiomas, inglés, alemán, francés. «Levantaos. ¿Quiénes sois?». Siguen apoyados contra la pared, los ojos en una neblina. Al final, uno de ellos coge el arma que estaba en el suelo, a su lado. Quizá tiene doce años, coge su arma y en ese momento le disparan allí donde está.

Después disparan a sus dos compañeros. Los entierran. Informan que todos los hombres de la guerrilla habían huido cuando llegaron al lugar.

A veces caía la lluvia contra los cristales de las ventanas. Si empezaba a llover por la noche cuando dormía, era lo peor. Entonces empezaba a soñar con la estación de lluvias.

Llueve a cántaros durante semanas. El agua baja por las montañas y arrastra el barro. Las pendientes quedan erosionadas. Las carreteras se convierten en ríos de color rojo.

Mikael Wiik y sus compañeros hacen broma porque no se atreven a quitarse las botas ya que los dedos gordos igual se quedan dentro. Cada rozadura es una herida tropical. La piel se ablanda, se pone blanca y se cae a cachos.

El GPS y la radio dejan de funcionar. El equipo no está hecho para esta clase de lluvia. No se puede proteger de ella.

Trabajan bajo el mando de la OTAN. Tienen que proteger una carretera y se han quedado atrapados en un puente. Pero ¿dónde cojones están los franceses? En el grupo sólo son diez y esperan apoyo. Los franceses van a hacer la protección desde la otra parte pero quién está allí ahora no se sabe. Antes, ese mismo día, han visto a tres hombres en traje de camuflaje que desaparecen en la jungla.

Una desagradable sensación de que a su alrededor hay un grupo de guerrilleros se hace cada vez más patente.

Mikael Wiik sacó un paquete de cigarrillos e invitó a los muchachos de Sneyers.

Aquella vez todo se acabó abriendo fuego. No sabe a cuántos mató él. Sólo recuerda el miedo cuando la munición se estaba acabando. La vieja historia que había oído de lo que hacía aquella gente con sus enemigos, eso es lo que lo hacía despertarse por las noches. Fue después de aquello que les dieron la medalla.

Se convirtió en una extraña manera de vivir. Cuando entre operación y operación estaban en la ciudad, iba al bar con sus compañeros. Se sabía que se bebía demasiado, pero nunca antes habían tenido tanta realidad que manejar. La niñas negras, sólo niñas, intentaban acercarse diciendo «mister, mister». Se las podía follar por prácticamente nada pero primero querían beber tranquilos con sus amigos. Así que se las ahuyentaba como si fueran perros y le decían al camarero que había detrás de la barra que se irían a otro lado si no podían relajarse. Entonces el empleado las echaba fuera.

Si querías, siempre había las que esperaban en la calle. Aunque la lluvia cayera a cántaros, se quedaban allí apoyadas contra la pared de la casa. Sólo había que llevárselas al hotel.

En uno de los bares se encontró con un comandante jubilado de la Bundeswehr. Tenía unos cincuenta años y era propietario de una empresa que ofrecía protección a personas y propiedades. Mikael Wiik lo conocía.

—Cuando te canses de arrastrarte por el barro —le había dicho el comandante al entregarle una tarjeta de visita con sólo un número de teléfono. Nada más.

Mikael Wiik sonrió y sacudió la cabeza.

—Cógela —insistió el comandante—. No se sabe en un futuro. Sólo son operaciones aisladas y cortas. Bien pagado. Y mucho más fácil que lo que hicisteis hace una semana.

Mikael Wiik se metió la tarjeta en el bolsillo para acabar con la discusión.

—Pero no estará sancionado por la ONU —había preguntado.

El comandante se echó a reír cortésmente para demostrar que no se lo tomaba a mal. Le dio una palmada en la espalda a Mikael y se fue de allí.

Tres años más tarde, cuando Mauri Kallis fue a ver a Mikael Wiik diciendo que tenía un problema que quería solucionar de una vez por todas, Mikael se puso en contacto con el comandante alemán y le dijo que tenía un amigo que quería utilizar sus servicios. El comandante le dio un número de teléfono al que Mauri podía llamar.

Fue una sensación extraña comprobar que aquel mundo todavía existía. Disturbios, guerrilleros, drogas, malaria, críos con los ojos vacíos. Seguía ocurriendo pero ahora sin él.

«Me retiré a tiempo —piensa Mikael Wiik—. Hay otros que ya no pueden vivir otro tipo de vida. Pero yo tengo novia, una mujer de verdad con un trabajo de verdad. Además, tengo un piso y un buen trabajo, y vivo el día a día tranquilamente».

Si no le hubiera dado el número de teléfono a Kallis, lo hubiera sacado de cualquier otro sitio. «¿Y qué sé yo para qué lo quiere? Probablemente no lo utilice nunca. Se lo di a principios de diciembre, mucho antes de que mataran a Inna. Y ella… no pudo ser un profesional quien diera cuenta de ella. Todo… tan revuelto».

Mauri Kallis ingresa 50000 euros en una cuenta en Nassau, Bahamas. No recibe notificación ninguna, ni de que se ha recibido el ingreso ni de que el trabajo se ha realizado según lo requerido. Nada. Ha dicho que quiere que borren el disco duro de Örjan Bylund, pero cómo lo han hecho no lo sabe.

Una semana después de haber hecho el ingreso, encuentra una noticia en el periódico NSD que dice que el periodista Örjan Bylund ha muerto. Parece como si hubiera sido de enfermedad.

«Ha sido muy fácil y ahora hay que seguir», pensó Mauri Kallis sonriendo cuando su mujer brindó con Gerhart Sneyers.

Con Inna no fue fácil. Durante la última semana había reflexionado más de cien veces sobre las alternativas que había y cada vez llegaba a la conclusión de que no había ninguna. Había sido el paso necesario.

Es jueves, trece de marzo. Dentro de un día Inna Wattrang estará muerta. Mauri está en casa de Diddi. Éste está en la cama, arriba, en el dormitorio.

Ulrika fue a casa de Mauri y Ebba. Lloraba, no llevaba ropa de abrigo, sólo una chaqueta de punto. Llevaba al niño en brazos envuelto en una manta, como una refugiada.

—Tienes que hablar con él. No lo puedo despertar —le dijo Ulrika a Mauri.

Mauri no quería ir. Tras lo de Quebec Invest y de que Diddi le explicara lo del periodista Örjan Bylund, no se relacionaban. Y menos si estaban solos. No. Desde que se han convertido en partners in crime, utilizan toda su habilidad para evitarse el uno al otro. La culpabilidad compartida no los ha unido, todo lo contrario.

Pero allí está, en el dormitorio de Diddi y de Ulrika, observando a Diddi que duerme. No hace ningún intento de despertarlo. ¿Por qué iba a hacerlo? Diddi se ha encogido en posición fetal.

A Mauri le invade una chirriante irritación cuando lo ve.

Mira el reloj y piensa cuánto tiempo tiene que seguir allí hasta que se pueda ir. ¿Cuánto tiempo le hubiera costado despertarlo? No demasiado, seguro.

Y justo entonces, cuando se vuelve para irse, suena el teléfono.

Creyendo que es Ulrika la que llama para preguntar cómo le va, coge el auricular y contesta.

Pero no es Ulrika. Es Inna.

—¿Qué haces ahí? —pregunta.

No se da cuenta de lo diferente que está. Es después, cuando lo piensa. Se pone tan contento de oír su voz.

—Hola —la saluda—. ¿Dónde estás?

—¿Quién eres? —pregunta con su extraña voz.

Ahora lo nota. Que es otra Inna. Quizá ya lo sepa.

—¿Qué quieres decir? —pregunta, aunque no quiere saberlo.

—¡Ya lo sabes!

Inna inspira profundamente en el auricular y después lo suelta.

—Hace un tiempo, un periodista, Örjan Bylund, hizo unas preguntas sobre la salida de Quebec Invest de Northern Explore AB y unas cuantas cosas más. Murió muy poco después.

—Vaya.

—¡No me vengas con ésas! Primero creí que había sido Diddi, pero no tiene la capacidad suficiente. Sólo ganas de dinero para dejarse utilizar. ¿No es cierto? Te he estado investigando, Mauri. Era más fácil para mí que para el periodista, ya que yo estoy dentro. Has vaciado de dinero las empresas del grupo, grandes cantidades. Gran parte de los conceptos por los que las empresas realizan los pagos es aire. El dinero desaparece en una cuenta secreta en Andorra. ¿Y sabes una cosa? Más o menos a la vez que empezaste a vaciar de dinero las empresas del grupo, se movilizaba el general Kadaga. Unos grupos de salteadores de caminos se le unieron porque, de pronto, allí había abastecimiento. La lealtad sólo se siente hacia el que paga. En noticias que nadie lee fuera de África Central, se dice que las armas entran de contrabando a través de las fronteras para esos grupos. ¡En avión! ¿De dónde sacan el dinero? Y tienen el control en la zona minera de Kilembe. Tú les has pagado, Mauri. Has pagado a Kadaga y a los guerrilleros que se le han unido. De esa manera protegerán tu mina para que no la saqueen y la destrocen. ¿Quién eres?

—No sé qué te ha dado…

—¿Sabes que más hice? Me vi con Gerhart Sneyers en la Indian Metal Conference, en Bombay. Tomamos unas copas por la noche y le pregunté: «Vaya, así que tú y Mauri estaréis pronto de nuevo con los plátanos en Uganda». ¿Sabes qué me dijo?

—No —responde Mauri.

Se había sentado en la cama al lado del durmiente Diddi. Toda la situación era irreal.

«Esto no está ocurriendo», le grita alguien por dentro.

—Dijo… ¡nada! Dijo: «¿Qué es lo que Mauri te ha dicho?». La verdad es que me entró miedo. Y por primera vez no se puso pesado con lo de que Museveni era un nuevo Mobutu, un nuevo Mugabe. La verdad es que no dijo ni una sola palabra de Uganda. Te voy a decir lo que yo pienso. Pienso que tú y Sneyers proveéis a Kadaga de dinero y armas y creo que pensáis deshaceros de Museveni. ¿Tengo razón? Si me mientes te juro que le voy a explicar todo lo que sé a algún medio de comunicación hambriento, para que sepan la verdad.

El miedo muerde a Mauri como si fuera un animal.

Traga saliva y respira hondo.

—Es la propiedad de la empresa —dice—. La protejo. Tú, que eres abogada, ¿has oído hablar de actuar en legítima defensa?

—¿Has oído tú hablar de niños soldados? Les das a esos putos perturbados dinero para drogas y armas. Esa gente que protege tu propiedad porque les pagas secuestran niños y les cortan el cuello a los padres.

—Si la guerra civil no se acaba nunca en el norte —intenta explicar Mauri—, si los disturbios siguen como hasta ahora, nunca habrá tranquilidad entre la población. Generación tras generación los niños serán soldados. Pero ahora, justo ahora, hay una posibilidad de que eso se acabe. El presidente no recibe ayuda. El Banco Mundial la ha congelado. Está debilitado. El ejército no tiene dinero y se ha dispersado. El hermano de Museveni está ocupado saqueando minas en Congo. Con otro gobierno quizá los niños de mañana puedan ser campesinos o mineros.

Inna se queda callada un rato. Ya no parece enojada. Quizá dolorida. Es como una pareja, tras todas las tormentas, por fin deciden tomar caminos diferentes. Entonces empiezan a pensar en todo lo que han pasado juntos y todo no ha sido malo.

—¿Te acuerdas del pastor Kindu? —pregunta.

Mauri recuerda. Era el pastor de una población minera cerca de Kilembe. Cuando el gobierno empezó con los hostigamientos, una de las primeras cosas que hizo fue dejar de recoger la basura. Dijeron que había huelga pero eran los militares los que amenazaban a los que llevaban los camiones de la basura. Al cabo de sólo unas semanas, la población estaba como bajo una capa de una peste agridulce a basura podrida. Empezaron los problemas con las ratas. Mauri, Diddi e Inna fueron allí. No se dieron cuenta de que aquello era sólo el principio.

—Tú y el pastor organizasteis un grupo de camiones y sacasteis la basura de la ciudad —dijo Mauri. A su voz le acompaña una triste sonrisa—. Volviste haciendo peste. Diddi y yo te pusimos contra la pared de una casa y te limpiamos con agua limpia y una manguera. Las mujeres de la limpieza estaban en la ventana que daba al jardín, riéndose.

—Está muerto. Esos hombres a los que tú pagas lo asesinaron. Después prendieron fuego a su cuerpo y lo arrastraron con un coche.

—Sí, pero eso ¡ha estado ocurriendo todo el tiempo! No seas tan inocente.

—¡Oh, Mauri!, de verdad que… te respetaba.

Él lo intenta. Hasta el último momento intenta salvarla.

—Ven a casa —le pide—. Así podremos hablar.

—¿A casa? ¿Eso es Regla? No pienso volver allí en la vida. ¿Es que no lo entiendes?

—¿Qué piensas hacer?

—No sé. No sé quién eres. El periodista, Örjan Bylund…

—Sí, pero ¿no creerás que yo tengo algo que ver con eso?

—Mientes —dice cansada—. Y ya te he dicho que no mientas.

Oye un claro clic cuando ella corta la comunicación. Parecía como si… parecía como una cabina de las antiguas. ¿Dónde cojones estaba?

Tiene que pensar con claridad. Esto puede acabar mal, muy mal. Si la verdad sale a la luz, entonces…

En la cabeza se le aparecen una serie de imágenes. Cómo se convierte en persona non grata en Occidente. Ningún inversor quiere ser relacionado con él. Aún peores imágenes: investigaciones con la Interpol involucrada. Él mismo ante el Tribunal Internacional por crimen contra la humanidad.

No vale la pena arrepentirse de los pasos que se han dado anteriormente. La cuestión es qué es lo que se tiene que hacer ahora.

¿Dónde cojones estaba? ¿Una cabina telefónica?

Cuando piensa en la conversación, recuerda que realmente había un ruido de fondo…

¡Perros! Un coro de perros aullando, cantando, ladrando. Perros de tiro. Una traílla de perros justo antes de salir.

Y entonces sabe exactamente dónde se encuentra. Ha ido a la casa que la empresa tiene en Abisko.

Cuelga el teléfono con cuidado. No quiere despertar a Diddi. Después coge el auricular otra vez y lo limpia con la sábana de la cama de Diddi.

Ester empujó la cazuela vacía de macarrones y la dejó debajo de la cama. Que se quedara allí. Se puso la ropa oscura que llevó en el entierro de su madre, un polo y un par de zapatos Lindex.

Su tía hubiera querido que llevara falda pero no tuvo ganas de insistir. Ester estaba más callada de lo normal y no era sólo por tristeza. Rabia también. Su tía había intentado explicárselo:

—No quería que te lo dijéramos porque ella quería que pintaras para la exposición. Que no te preocuparas. La verdad es que nos prohibió decírtelo.

Así que no le dijeron nada. Hasta que fue completamente necesario.

Es la inauguración de la exposición de Ester. Hay mucha gente bebiendo vino caliente y comiendo galletas de jengibre. Ester no entiende cómo pueden ver las pinturas pero quizá ésa sea la intención. Dos periódicos la entrevistan y le hacen fotos.

Gunilla Petrini la lleva a que salude a gente importante. Ester lleva vestido y se siente rara. Cuando aparece su tía en el local, se pone contenta.

—Es increíble —le susurra su tía impresionada mirando a su alrededor.

Después hace gestos de desagrado por el vino caliente cuando descubre que es sin alcohol.

—¿Has hablado con mi madre? —le pregunta Ester.

En la cara de su tía se produce un cambio. Una duda o quizá es que aparta la mirada que hace que Ester pregunte:

—¿Qué? ¿Qué pasa?

Quiere que su tía responda: «Nada».

Pero su tía le dice:

—Tenemos que hablar.

Se van hacia un rincón de la sala que está llena de gente que se besa en la mejilla y se estrecha la mano mientras observan un poco los cuadros de Ester. El tono de voz empieza a ser bastante alto y hace calor. El receptor de Ester sólo puede entender parte de lo que dice su tía.

—Ya habrás notado que se le empiezan a caer las cosas… que no puede aguantar el pincel… te dejaba pintar el fondo… no quería que lo supieras ahora con la exposición y todo… es una enfermedad de los músculos… al final los pulmones… ya no podrá respirar.

Ester quiere preguntar por qué, por qué nadie le ha dicho nada. ¡La exposición! ¿Cómo pueden pensar que ella se preocupa por aquella maldita exposición?

Su madre muere el día después de Navidad.

Ester le ha dicho adiós. Ella y su tía han limpiado como locas la casa de Rensjön y han estado yendo al hospital de Kiruna. Ester intenta encontrar a su eatnážan detrás de aquella máscara rígida que tiene por cara, la que le ha dado la enfermedad. Los músculos debajo de la piel han dejado de funcionar.

Su madre puede hablar pero es un balbuceo y se cansa enseguida. Quiere saber cómo ha ido la inauguración.

—No entiende nada —resopla la tía.

Han hecho varias reseñas de la exposición. No han sido buenas. Bajo el título de: «Joven, joven, joven», un crítico ha explicado que Ester Kallis ciertamente es hábil para su edad, pero no tiene nada que decir. Se siente completamente indiferente ante todos aquellos pequeños cuadros de la naturaleza.

Es lo que dicen todos. Ester Kallis es una niña. ¿Qué propósito tenía la exposición? Uno de los críticos cuestiona tanto al dueño de la galería como a Gunilla Petrini. Escribe que Ester Kallis no es la joven genio que desean que sea y, lamentablemente, Ester es la que tiene que pagar el precio de sus ansias por llamar la atención.

Gunilla Petrini llama a Ester el mismo día que sale la primera reseña.

—No te preocupes —le dice—. Sólo que salga una reseña ya es bueno. Muchos ni siquiera consiguen eso. Pero ya hablaremos de ello en otro momento. Cuida de tu madre ahora. Salúdala de mi parte.

—¿Qué me dices a esto? —le dice su tía que va a citar en voz alta una reseña—. Aquí dice que Ester Kallis ha «crecido entre lapones». ¿Qué quieren decir con esto? Más o menos como con Mowgli, crecido entre lobos pero no se puede convertir en lobo porque es una cuestión de raza.

Su madre mira a Ester con su extraña cara inexpresiva. Se esfuerza en encontrar las palabras.

—Está bien —dice con agudeza—. Que no tengas un nombre lapón, que no tengas aspecto de lapón. ¿Lo entiendes? Si se hubieran dado cuenta de que eras lapona, nadie se hubiera atrevido a hablar mal de ti. Tus cuadros hubieran sido…

—… buenos para ser de una moza lapona —añade su tía.

Pero su madre quiere expresarlo mejor que eso:

—… expresión de nuestra exótica cultura, no auténtico arte. No serías nunca famosa en las mismas condiciones. Quizá se tenga un poco de ventaja, al principio. Un poco de atención gratuita. Pero después no llegas más…

—… que hasta Luleå —dice su tía buscando en el bolso el paquete de cigarrillos. Va a salir al balcón a fumarse uno.

—Quizá les parece que no pueden juzgar bien nuestro arte. Quizá es por eso por lo que opinan lo mismo de los que son mediocres como de los mejores. Y es bueno para los mediocres, pero tú…

—… tienes que competir con los mejores —acaba la frase su tía.

—Para mí fue una jaula. No hubo nadie que considerara que lo que yo hacía podía ser interesante para nadie más que para los turistas y para otros lapones.

Observa a Ester. Ésta no puede descifrar su mirada.

—Hay mucho de nuestra abuela dentro de ti —dice.

—Ya lo sé —replica su tía—. Igual que áhkku. Siempre lo has dicho.

Por detrás, Ester oye que la tía rompe a llorar.

—Muchas veces, en casa, en Rensjön —dice su madre—, recuerdo que te miraba. Cómo te movías. Tus maneras con los animales. Pensaba: Dios mío, así lo hacía mi abuelita. Pero tú nunca la conociste.

Ester no sabe qué responder. En sus primeros recuerdos siempre había dos mujeres presentes en la cocina. Y la otra no era su tía, eso sí que lo sabía. Su tía no llevaba el gorro lapón ni tampoco un vestido floreado con botones delante y mandil.

Luego muere su madre. Bueno, no inmediatamente tras la conversación, pero una semana después ya ha pasado todo. Su padre y Antte la llevan a casa. Una vez muerta, es sólo de ellos. La madre de Antte y la mujer de su padre. Ester no puede estar en el reparto de gananciales. La tía tampoco.

Después del café del funeral, su padre y la tía se enzarzan en una disputa. Ester oye a través de la puerta de la cocina de la casa parroquial.

—La casa es demasiado grande para el chico y para mí —dice su padre—. ¿Y qué voy a hacer con el taller?

Le explica que lo va a vender todo. Los renos también. Tiene un amigo que tiene una serie de cabañas en las afueras de Narvik. Su padre y Antte pueden comprar parte de la sociedad y también trabajar a jornada completa.

—¿Y Ester? ¿Adónde se va a ir?

—Ella tiene sus cosas —se defiende el padre—. Puede ir a esa escuela de arte. ¿Qué puedo hacer yo? ¡No me voy a ir a vivir a Estocolmo con ella! Tampoco voy a quedarme con todo esto por ella, ¿no? Yo no era mayor que ella cuando me las tuve que apañar solo.

Por la noche, en la casa de Rensjön, cuando miran la televisión la tía, el padre, Antte y Ester, su padre saca la cartera, quita la goma que la envuelve y saca veinte billetes de quinientas coronas que le da a Ester.

—Mira en el taller si hay algo que quieras llevarte —le dice.

Enrolla los billetes de Ester y les pone la goma alrededor.

—Joder —exclama su tía levantándose con tanta furia que las tazas de café suenan sobre los platos. La mitad de aquello era de ella—. ¡Diez mil! ¿Te parece que es la cantidad que se merece Ester?

El padre responde con el silencio.

Su tía sale corriendo hacia la cocina y abre los grifos del todo para fregar. Ester, su padre y Antte oyen a través del ruido del agua que cae que llora a lágrima viva.

Ester mira a Antte. Tiene la cara blanca como el papel, azul a la luz del televisor. Ella intenta comportarse. No quiere saber. Se alza hacia el techo a la luz del televisor como a través de agua azul y desde allí mira a Antte y a su padre. Es el mismo televisor pero en otra sala de estar y con otros muebles.

Es un piso pequeño. Están medio sentados en un sofá y miran la televisión con poco interés. Antte tiene unos años más y se ha puesto bastante gordo. Su padre tiene un rasgo de amargura alrededor de la boca. Ester ve que a su padre le gustaría conocer a otra mujer. Que había más posibilidades si trabajaba en una zona de cabañas en las afueras de Narvik.

«No hay otra mujer —piensa Ester—. Tampoco hay cabañas».

Cuando Ester aterriza está en la cocina. Su tía ha dejado de llorar y está fumando debajo del extractor. Habla de lo que va a ser de Ester y que está muy enfadada con su padre. También habla de su nuevo novio.

—Jan-Åke me ha pedido que me vaya con él a España. En invierno juega a golf. Le voy a preguntar si te puedes venir con nosotros antes de que empiece el colegio. El piso no es que sea muy grande pero ya lo arreglaremos de alguna manera.

—No hace falta —dice Ester.

Su tía se siente aliviada. Probablemente el amor entre ella y Jan-Åke no es de los que pueden aguantar a una adolescente.

—¿Seguro? Puedo preguntárselo.

Ester le dice que seguro. Pero su tía le insiste un rato más, así que Ester se ve obligada a mentir y decirle que tiene amigos en Estocolmo, compañeros de clase, a los que puede ir a ver.

Al final su tía parece satisfecha.

—Te llamaré —le dice.

Expele el humo y mira hacia afuera, la oscuridad del invierno.

—La última vez que estoy en esta casa —se lamenta—. Es difícil aceptarlo. ¿Has mirado en el taller lo que te quieres llevar y eso?

Ester sacude la cabeza. Al día siguiente su tía le hace la maleta. Está llena de tubos de colores y pinceles y papel de calidad. Hasta arcilla, que pesa una barbaridad.

Ester y su tía se despiden en la estación central. Su tía tiene un billete y quiere celebrar el fin de año con su nuevo novio, como se llame. Ester ya lo ha olvidado.

Ester arrastra su maleta, pesada como el plomo, hasta la habitación en la calle Jungfru. El piso está en silencio y vacío. Los trabajadores tienen vacaciones durante las fiestas. Faltan más de tres semanas para que empiece la escuela otra vez. No conoce a nadie. No va a encontrarse con nadie hasta entonces.

Se sienta en una silla. Todavía no ha llorado por su madre pero siente que no es éste un buen momento. Está sola completamente y tampoco se atreve.

Se queda sentada allí en la oscuridad. No sabe cuánto tiempo.

«Justo ahora, no —se dice a sí misma—. Otro día. Quizá mañana. Mañana es Nochevieja».

Pasa una semana. A veces, Ester se despierta y fuera hay luz. A veces, se despierta y está oscuro. A veces, se levanta y pone a calentar agua para el té. Se queda de pie mirando el cazo cuando empieza a hervir. A veces, no se acuerda de apartar el cazo del fuego y se queda allí mirando cómo se evapora todo. Entonces tiene que empezar de nuevo y poner más agua en el recipiente.

Una mañana se despierta y se siente mareada. Entonces se da cuenta de que hace tiempo que no come.

Va hasta el Seven-Eleven. Es desagradable salir. Parece como si la gente la mirara, pero no tiene más remedio. Los troncos de los árboles están negros por la humedad. La gravilla está mojada en las aceras, con cacas de perro deshecha y basura. El cielo está pesado y se siente cerca. Es imposible imaginar que por encima, allá arriba, está el sol. Que la capa de nubes es como un paisaje de nieve un día a final del invierno.

Dentro de la tienda siente el olor dulce de pan recién hecho y salchichas asadas. Se le contrae el estómago tan fuerte que le duele. Se vuelve a sentir mareada y se coge al canto de una estantería pero es de plástico para poner las etiquetas de los productos y los precios y se cae al suelo con el plástico en la mano.

Otro cliente, un hombre que estaba junto a las neveras, deja rápidamente la cesta en el suelo y va hacia ella.

—¿Qué te ha pasado, hija? —pregunta.

Es mayor que su madre y su padre, pero no viejo. Tiene los ojos temerosos y lleva un gorro azul de lana. Por un momento casi está en sus brazos cuando la ayuda a ponerse de pie.

—Ven aquí. Siéntate. ¿Quieres algo?

Asiente con la cabeza y él le va a buscar café y un bollo recién hecho.

—Uy, uy, uy —le dice riendo cuando ve que se lo come todo con voracidad y se toma el café a grandes tragos aunque está muy caliente.

Se da cuenta de que tiene que pagar lo que ha tomado pero no sabe si lleva dinero consigo. ¿Cómo pudo salir de casa sin pensar en ello? Busca en los bolsillos de la chaqueta y allí está el dinero que le dio su padre. Un rollo con veinte billetes de quinientas y una goma alrededor.

Lo saca.

—Dioses —exclama el hombre—. Yo te invito al café y al bollo pero utiliza eso poco a poco. —Él coge un billete del rollo y se lo pone en la mano. El rollo con el resto del dinero se lo mete en el bolsillo de la chaqueta de ella y, con cuidado, lo cierra con la cremallera, como si fuera una niña pequeña. Después mira el reloj.

—¿Te puedes apañar tú sola? —le pregunta.

Ester asiente con la cabeza. El hombre se va y Ester compra quince bollos y café para llevarse a la habitación de la calle Jungfru.

Al día siguiente vuelve al Seven-Eleven a la misma hora y compra más bollos. Pero el hombre no está allí. Al día siguiente tampoco está. Y tampoco al otro día. Ella vuelve y lo espera otro día, después deja de ir a aquel lugar.

Continúa durmiendo durante el día. Es duro cuando está despierta. Piensa en su madre. En que ya no es de nadie ni de ningún sitio. Se pregunta si la casa de Rensjön aún está vacía.

Su tía la llama un día al móvil.

—¿Qué tal?

—Bien —responde Ester—. Y tú, ¿cómo estás?

En el mismo momento que pregunta, sabe que su tía aprovecha para llorar cuando Jan-Åke está jugando al golf.

«Es todo tan raro —piensa Ester—. Todos los que penamos por ella. ¿Cómo estamos tan solos con nuestra pena?».

—Bueno —dice su tía—. Lars-Tomas naturalmente no ha llamado.

No. Su padre no ha llamado. Ester se pregunta si su padre y Antte pueden hablar entre sí. No. A Antte le han hecho callar las frases de su padre: «Se tiene que mirar hacia adelante» y «Ya se arreglarán las cosas de alguna manera».

Una mañana se despierta y, cuando pasa por el recibidor para ir hacia la cocina a poner el agua para el té, se encuentra con un operario. Lleva unos pantalones azules de trabajo y una gruesa chaqueta de forro polar.

—¡Uy! —exclama él—. Qué susto. Sólo he venido a buscar unas cuantas cosas. Cuánta nieve ha caído.

Ester lo mira sorprendida. ¿Ha nevado?

—Por lo menos hay un metro —informa él—. Mira por la ventana y lo verás. Íbamos a continuar aquí hoy pero no se puede llegar hasta aquí.

Ester mira a través de la ventana. Es otro mundo.

Nieve. Tiene que haber nevado toda la noche. Más que eso. No ha notado nada. Los coches de la calle parecen pequeñas colinas nevadas. En la calle hay una nieve muy profunda y las farolas llevan gruesos gorros blancos de invierno.

Sale tambaleante a aquello blanco. Una madre camina con dificultad por en medio de la calle mientras arrastra a su hijo sentado en un pequeño trineo de plástico. Un hombre que lleva un bonito abrigo largo y negro va esquiando también por en medio de la calle. Ester tiene que sonreír de cómo consigue llevar el palo del esquí y el maletín en la misma mano. Él le devuelve la sonrisa. Toda la gente con la que se encuentra sonríe. Sacuden la cabeza en un gesto de sorpresa por la de nieve que ha caído. Todos parecen tomárselo con mucha calma. La ciudad está en silencio. Los coches no pueden circular.

Los árboles están llenos de pajaritos. Ahora, sin coches, Ester puede oírlos. Hasta entonces sólo había grajillas, palomas, urracas y cuervos.

Hay mucha nieve nueva, la que en lapón llaman vahea. Suelta, fría, ligera hasta el fondo. No con aquel chapoteante fluido de agua debajo.

Vuelve a casa al cabo de una hora con la cabeza llena de imágenes de la nieve. La pena ha dado un paso hacia atrás.

Necesitaría una tela. Grande de verdad y kilos de color blanco.

En el piso, entre el comedor y la antigua habitación de servicio, los operarios han tirado un tabique. Está allí, en el suelo, casi entero. Ester lo observa. Es una pared vieja. Las paredes viejas llevan un lienzo tensado.

En el recibidor hay unos cuantos sacos de yeso, lo sabe seguro.

Es como si se estuviera quemando. Le entra algo parecido a una obsesión por hacer cosas. Busca un cubo de plástico y dentro pone un saco de yeso. Es pesado y Ester suda.

Cuela el yeso entre los dedos y lo mueve con todo el brazo. El color blanco le llega hasta el codo.

Pero si el cuerpo tiene fiebre, la cabeza está llena de nieve fría como el hielo. La luz es grisácea y pobre de color. Quizá se pueda ver alguna que otra rama de abedul a la derecha, abajo, en la esquina. En el centro del dibujo hay un reno hembra y su cría. Han dormido donde suelen hacerlo y durante la noche la nieve los ha cubierto. La nieve nueva y profunda aísla del frío.

Ester pone cuidadosamente el yeso sobre la gran pared. Lo embadurna con las manos. Trabaja por etapas porque el motivo es muy grande. Cuando el yeso se quema, pero antes de que acabe de arder, se vuelve cremoso. Entonces se puede pintar encima. Dibuja directamente con los dedos. Utiliza algo de desechos y polvo de la obra para darle estructura en la esquina. Arranca trozos del empapelado a tiras y forma ramas de árbol en el fondo.

Tarda varios días en acabar el cuadro. Ester trabaja duro. Cuando el yeso se ha quemado, revuelve todo el piso en busca de colores básicos. Los pintores han dado una base de color al techo del dormitorio y la pintura está todavía allí. Es perfecta. Cuando haya dado la base, podrá poner pigmento sin que el yeso se rompa. Va a buscar los colores de su madre en la maleta, pinta en varias capas, las primeras delgadas, delgadas, mucha trementina y poco pigmento del tubo. Nada de óleo, no tiene que brillar. Opaco, frío, azul. Y la sombra donde han dormido los animales: amarillo, marrón, umbra. Se tiene que ver que están a gusto juntos allí, debajo de la nieve.

Pone capas más gruesas con color y menos trementina. Ahora tiene que esperar a que se seque. Se queda dormida con la ropa puesta, se despierta y pone más capas de color. Parece como si el cuadro la despertara cuando está listo para una nueva capa. Da vueltas a su alrededor, come lo que encuentra en la despensa. Bebe té. Siente que no puede salir a la calle porque fuera el tiempo ha cambiado y es suave. Todo se ha deshecho. No puede verlo. Vive en un mundo de nieve en su gran cuadro blanco.

Pero un día no es el cuadro que la despierta, sino la asistenta social, Gunilla Petrini.

El curso ha empezado. El director de la Escuela de Arte Lovén ha llamado a Gunilla y le ha preguntado por Ester. Gunilla Petrini ha llamado a su tía. Ésta también ha llamado a Ester pero el móvil de Ester está descargado. Su tía y Gunilla se han inquietado muchísimo. Gunilla Petrini ha llamado a sus amigos, los que le han dejado una habitación a Ester. Los amigos le han dado a Gunilla el nombre del constructor que está renovando el piso. Ha ido hasta allí y le ha abierto el piso. Ahora está en el quicio de la puerta mientras Gunilla Petrini, aliviada, se sienta en el borde de la cama de Ester.

Dios mío, qué preocupados estaban. Creía que le había pasado algo.

Ester sigue tumbada en la cama. No se levanta. En cuanto Gunilla Petrini la despierta, vuelve el mundo de verdad. No quiere levantarse. No puede estar de pie y llorar a su madre.

—Creía que estabas con tu familia —dice Gunilla Petrini—. ¿Qué has estado haciendo aquí?

—He pintado —responde Ester.

Y cuando lo dice sabe que ha sido su último cuadro. No va a pintar nunca más.

Gunilla Petrini quiere verlo, así que Ester se levanta y va hacia el comedor. El constructor también las acompaña.

Ester mira el cuadro y piensa aliviada que ha quedado listo. No lo sabía pero ahora lo ve.

Gunilla Petrini primero no dice nada. Se pasea alrededor del enorme cuadro que está tumbado en el suelo. El reno y su cría debajo de la nieve. Después se vuelve hacia Ester con la mirada escrutadora, interrogante, extraña.

—Un retrato de ti y de tu madre —dice.

Ester prefiere no responder. Va con cuidado para no mirar el cuadro.

—Bonito —dice el constructor con sinceridad—. Un poco grande, quizá.

Mira inseguro la puerta y después la ventana y sacude la cabeza preocupado.

—Voy a sacarlo —dice Gunilla Petrini con voz de conquistador del mundo—. Lo voy a sacar en una pieza. Tendréis que tirar paredes si es necesario.

«¿Adónde voy yo?», piensa Ester.

La sensación de que no va a volver a pintar desciende sobre ella como una pesada ancla.

No pintar. No volver a la escuela.