Ester Kallis estaba sentada en su habitación, en la buhardilla de Regla. Estaba en el suelo con los brazos alrededor de las rodillas, dándose impulso.
Tenía que bajar a la cocina a buscar la cazuela de macarrones de la nevera.
Pero es complicado. Aquello estaba lleno de gente haciendo cosas, dentro de la casa y fuera también. Había personal de servicio contratado y un cocinero que hacía la comida. En el jardín había hombres con equipo de comunicación y armados. Hacía un momento que había oído al jefe de seguridad, Mikael Wiik, hablar con ellos cuando estaban justo debajo de su ventana medio abierta.
—Cuando lleguen, quiero vigilantes armados junto a la verja. No porque se necesite, simplemente para que los invitados del cliente se sientan tranquilos. ¿Entendido? Esta gente suele viajar por zonas problemáticas, pero también aquí, en Alemania, en Bélgica, en Estados Unidos, están acostumbrados a ver a mucha gente de seguridad a su alrededor. Así que, cuando vengan, quiero dos hombres junto a la verja y dos aquí arriba junto a la casa. Y cuando estén dentro, tomaremos posiciones.
Tenía que bajar a buscar la cazuela de los macarrones. No había que pensar más.
Ester bajó por la escalera que subía al desván, pasó por delante de la puerta del dormitorio de Mauri y continuó hacia abajo por la ancha escalera de roble que llevaba hasta el recibidor.
Lo cruzó por encima de la gran alfombra persa, paseó su propia imagen delante del pesado espejo del 1700 sin mirarse y entró en la cocina.
Ebba Kallis estaba allí hablando de vinos con el cocinero contratado, a la vez que daba instrucciones a los camareros. Ulrika Wattrang estaba junto al banco de trabajo de mármol y arreglaba unas flores en un florero gigantesco. Las dos mujeres parecían arrancadas de una revista con sus sencillos trajes de cena bajo el delantal.
Ebba estaba de espaldas cuando Ester entró en la cocina. Ulrika la vio por encima del hombro de Ebba y le hizo a ésta una señal arqueando las cejas un par de veces. Ebba se volvió.
—Oh, hola, Ester —dijo en un tono amable acompañado de una sonrisa totalmente incómoda—. No he puesto servicio para ti porque he pensado que quizá no querrías sentarte con nosotros. Ya sabes, sólo se habla de negocios… aburridísimo. Ulrika y yo no tenemos más remedio.
Ulrika puso los ojos en blanco para demostrar a Ester lo pesado que era estar obligada a asistir.
—Sólo bajaba a buscar mis macarrones —dijo Ester bajito y con la mirada en el suelo.
—Oh, pero naturalmente hay muchas cosas para comer —exclamó Ebba—. Te mandaremos un menú de tres platos en una bandeja.
—Dios, qué agradable —dijo Ulrika—. ¿No podéis hacérmelo a mí también? Y así me voy a ver una película y me como todas estas cosas tan ricas.
Se echaron a reír un poco avergonzadas.
—Sólo quiero los macarrones —respondió Ester obstinada.
Abrió la puerta de la nevera y sacó una gran cazuela con macarrones fríos. Muchos hidratos de carbono.
Entonces Ester miró a Ulrika. Se vio obligada. Estaba allí cuando Ester cerró la nevera y se dio la vuelta. Ulrika estaba blanca como el papel, con un agujero rojo en medio de la cara.
Oyó una voz. De Ebba o de Ulrika.
—¿Cómo estás? ¿No te sientes bien?
Claro que se sentía bien. Sólo tenía que subir la escalera de vuelta a su habitación en la buhardilla.
Subió la escalera. Un instante después estaba sentada en su cama. Comía macarrones con la mano directamente de la cazuela, ya que no había cogido el tenedor. Cuando cerró los ojos vio a Diddi durmiendo profundamente en la cama del matrimonio Wattrang. Con la ropa puesta, aunque Ulrika le había sacado los zapatos ayer por la noche cuando llegó a casa. Vio al jefe de seguridad, Mikael Wiik, repartir a sus hombres por la zona. No esperaba que surgieran problemas, quería que los invitados vieran la vigilancia y se sintieran seguros. Vio a Mauri ir de un lado para otro en su despacho, nervioso ante aquella cena. Vio que el lobo había bajado del árbol.
Abrió los ojos y observó su óleo del lago Torneträsk.
«La abandoné —pensó—. Me fui a Estocolmo».
Ester va en tren a Estocolmo. Su tía la espera en la estación. Parece un cromo o un cartel de película. Lleva su estirado y negro pelo de lapona ondulado y con laca, con un peinado a lo Rita Hayworth. Sus labios son rojos y lleva una falda estrecha. El perfume es dulce y pesado.
Ester va a una entrevista en la escuela de arte. Lleva anorak y zapatillas de gimnasia.
En la Escuela de Arte Idun Lovén han revisado sus pruebas de acceso. Es buena, pero demasiado joven, en realidad. Por eso la junta directiva quiere hablar con ella.
—Recuerda que tienes que hablar —le ordena su tía—. No te quedes allí callada. Por lo menos contesta cuando te pregunten. ¡Prométemelo!
Ester lo promete desde un estado de aturdimiento. Hay tanto a su alrededor: el aullido chirriante del metro cuando entra en las estaciones, textos por todas partes, publicidad. Intenta leer y ver lo que quieren vender, pero no le da tiempo, los tacones de su tía son baquetas que mantienen su ritmo rápido a través de un montón de gente que a Ester tampoco le da tiempo de mirar.
Los que la van a entrevistar son tres hombres y dos mujeres. Todos son de mediana edad hacia arriba. Su tía debe esperar fuera, en un pasillo. Invitan a Ester a entrar en una sala de conferencias. En las paredes cuelgan grandes cuadros. Las pruebas de acceso de Ester están apoyadas contra la pared.
—Nos gustaría hablar un poco contigo de tus cuadros —dice amablemente una de las mujeres.
Es la directora. Le han estrechado la mano y le han explicado quiénes son y cómo se llaman, pero Ester no lo recuerda. Sólo se acuerda que aquella mujer que habla ahora ha dicho que es la directora.
Sólo hay un óleo. Se llama Solsticio de verano y representa el lago Torneträsk y una familia que va a subir al barco que está en la playa. Hay sol de medianoche y nubes de mosquitos. Un chico y su padre ya están sentados en el barco. La madre medio arrastra a una niña que quiere quedarse en tierra. La niña llora. Sobre la cara, tiene la sombra de un pájaro que pasa volando. Al fondo se ve la montaña, todavía con manchas de nieve. Ester ha pintado el agua de color negro. El brillo del agua está aumentado. Si sólo se les mira a ellos, se tiene la sensación de que el mar está más cerca del observador que la familia. Aunque en la composición de la imagen, la familia está en primer término. Quedó bien aquello de los espejados aumentados. Hacen que el agua parezca amenazadora y grande. Y debajo de la superficie aparece algo blanco pero también puede ser el espejo de una nube.
—No estás acostumbrada a pintar al óleo —dijo uno de los caballeros.
Ester niega con la cabeza porque es verdad.
—Es una imagen interesante —dice amablemente la directora—. ¿Por qué no quiere la niña subir al barco?
Ester tarda en dar una respuesta.
—¿Tiene miedo al agua?
Ester asiente con la cabeza. ¿Por qué tiene que explicarlo? Entonces se estropeará todo. La sombra blanca que está en el agua es el caballo del arroyo que se despierta la noche del solsticio de verano. Cuando Ester era pequeña, leyó algo del caballo del arroyo en un libro sueco de la biblioteca de la escuela. En el dibujo, va nadando por allí abajo deseando que un niño caiga en el agua para llevárselo hasta el fondo y comérselo. La niña sabe que es ella. La sombra del pájaro sobre su cara es un arrendajo funesto, un pájaro de mal agüero. Los padres sólo ven la nube en el cielo. Al niño del barco le han prometido que llevará el timón y quiere irse.
Sacan otros cuadros. Es Nasti, el lemming, en su jaula. Dibujos a lápiz de su casa en Rensjön, de dentro y de fuera de la casa.
Preguntan una cosa y otra. No sabe qué es lo que quieren que les diga. ¿Y qué puede decir? Si tienen los dibujos delante de las narices, sólo tienen que mirarlos. Se niega a dar explicaciones, por eso responde con monosílabos y sin ganas.
Su tía y su madre están sentadas en su cabeza discutiendo intensamente.
Su madre: «Es natural que no se hable de los dibujos. Uno no sabe bien de dónde salen. Y quizá igual tampoco quiera saberlo».
Su tía: «Pues te diré una cosa. A veces una se tiene que esforzar un poco. Di algo, Ester, porque quieres entrar en esta escuela, ¿no? Dentro de poco se van a creer que eres subnormal o algo así».
Todos miran aquellos perros haciendo caca. Era la asistenta social, Gunilla Petrini, quien eligió los dibujos que Ester iba a enviar. Y a ella le gustaron los perros.
Ése es Musta, seguro, que arrogante echa nieve sobre sus excrementos con las patas de atrás.
El pointer del vecino, Herkules, es un perro de caza rígido y bastante militar. De pecho ancho y nariz ganchuda. Pero cuando quiere hacer caca, por alguna razón, siempre se busca una pequeña planta de pino. Necesita hacer caca con el agujero del culo pegado a un árbol. Ester está contenta de la manera como ha captado su expresión, satisfacción y esfuerzo en un solo trazo, allí donde está con el lomo encorvado sobre el pequeño pino.
También miran un cuadro de un dibujo que hizo una vez desde Kiruna. Es una mujer que lleva un pekinés atado a una correa. Sólo se le ven las pantorrillas por detrás y son bastante gruesas. Calza zapato cerrado con tacón alto. El pekinés está agachado en posición de cagar pero parece que el ama se ha cansado de esperar y tira de él para seguir el paseo. También se le ve a él por detrás, todavía agachado para cagar y dejando unas huellas en el suelo con las patas de atrás como de que es arrastrado.
Ahora le pregunta algo. Dentro de su cabeza su tía la empuja impaciente.
Pero Ester cierra la boca. ¿Qué puede decir? ¿Qué le interesan las cacas?
Su tía quiere saber cómo ha ido. ¿Cómo lo puede saber Ester? A ella no le ha gustado todo aquello del hablar. Pero lo intentó. Como con los dibujos de Nasti. Entiende que querían darle más importancia a los dibujos. Su encarcelamiento. Su pequeño cuerpo. Las palabras del padre le salieron de dentro: «Son tan sensibles —dijo—. Sobreviven en las montañas pero cuando les afecta algo como los bacilos de un resfriado…». En ese momento todos se la quedaron mirando expectantes.
En estos momentos se siente como una idiota. Piensa que habla demasiado. Aunque a ellos les parezca que apenas ha dicho nada, eso lo entiende.
«Se ha ido todo a la mierda —siente por dentro—. No me admitirán».
Ester Kallis puso la cazuela vacía al lado de la cama. Tenía que quedarse esperando. No estaba segura qué.
«Ya se verá. Es como una trampa. Ocurre y ya está».
No debía encender la luz de su habitación. No podían descubrirla.
Abajo tenían la cena. Como un rebaño de renos pastando. Ignoraban que la manada de lobos se acercaba cubriendo las vías de escape.
Fuera, la noche estaba oscura como el carbón. No había luna. Si cerraba los ojos o los abría no había casi ninguna diferencia. Hasta la habitación llegaba un poco de luz de la farola que había fuera, en la pared.
Los muertos se acercaban. ¿O era ella la que se acercaba? Notó unos cuantos. Parientes por parte de madre que nunca había conocido.
Inna también. No tan lejos como podía uno creer. Quizá estaba inquieta por su hermano. Pero no se podía hacer nada. Ester tenía que pensar en su propio hermano.
No hacía tanto tiempo que Inna estaba allí sentada, en la habitación de Ester. La hinchazón de su cara empezaba a bajar. Los morados habían cambiado de color, de rojo y azul a verde y amarillo.
—¿Por qué no sacas la paleta y me pintas? —le había preguntado—. Ahora que tengo tantos colores.
Últimamente estaba cambiada. Se quedaba en casa los fines de semana. No estaba tan contenta como antes. A veces, subía a estar un rato con Ester.
—No sé —le había respondido—. Es que estoy muy cansada de todo. Cansada y desanimada.
A Ester le gustaba estar así. Desanimada.
«¿Por qué se ha de estar siempre contenta?», le hubiera querido preguntar a Inna.
Aquella gente. Contentos y felices y muchos conocidos. Eso era lo más importante.
Pero aun así. Inna sólo se exigía a sí misma. No a Ester.
En ese sentido, Inna era como su madre.
«Me dejaban ser como era —pensó—. Mi madre le prometió al profesor de la escuela que me diría que mejorara. Intentaría enseñarme matemáticas y a escribir».
«Es que es tan callada —decían los profesores—. No tiene amigos».
«Como si eso fuera una enfermedad».
«Pero mi madre me dejaba tranquila. Me dejaba que dibujara. Nunca me preguntaba si tenía amigos que quisiera traer a casa. Estar sola era una cosa natural».
En la escuela de arte no fue lo mismo. Allí se tenía que aparentar que no se estaba sola. Para que los demás no tuvieran que molestarse ni sentir remordimientos de conciencia.
Ester empieza en la Escuela de Arte Lovén, de Estocolmo. Gunilla Petrini tiene un conocido que tiene un piso que se ha de renovar en la calle Jungfru en el barrio de Östermalm. Por eso los propietarios pasan el invierno en Bretaña. A la pequeña Ester le dejan una habitación, no importa. Los operarios llegan pronto por la mañana y cuando Ester vuelve de la escuela ya se han ido hasta el día siguiente.
Ester está acostumbrada a la soledad. No tenía amigos en la escuela. Sus quince años de vida los ha vivido en un rincón sentada consigo misma los días que iban de excursión, comiéndose su bocadillo. Pronto dejó de esperar que alguien se sentara a su lado en el autobús.
Si bien es cierto que es por su culpa. No tiene costumbre de ponerse en contacto con nadie, porque está convencida de que la rechazarán si lo intenta. Cuando hacen pausas, Ester está sola. No inicia ninguna conversación. Los demás alumnos notan la diferencia de edad y se excusan con que Ester seguro que tiene compañeros de su edad con los que sale en su tiempo libre. Ester se despierta sola. Se viste y desayuna sola. Cuando sale, a veces se encuentra con los hombres del mono azul de trabajo que están renovando el piso. Saludan con la cabeza o le dicen hola, pero hay una distancia de muchos kilómetros entre ellos.
Estar aislada en la escuela no la hace sufrir. Pinta modelos a contrapposto y aprende al observar a sus compañeros mayores. Cuando los demás salen a tomar el aire, ella suele quedarse en el estudio y se pasea para mirar. Intenta descubrir cómo uno ha hecho aquellas líneas con tanta facilidad o cómo otro ha encontrado los colores adecuados.
Cuando no tiene que ir a clase de pintura de modelos, sale a pasear. Y es fácil estar sola en Estocolmo. No hay nadie que pueda ver que no está con el grupo. No es como en Kiruna, donde todos saben quién es. Aquí mucha gente pasea camino de diferentes lugares. Es una liberación ser uno entre la multitud.
En Östermalm hay mujeres mayores ¡qué llevan sombrero! Todavía son más divertidas que los perros. Los sábados por la mañana Ester persigue a las señoras con el bloc de dibujo. Las dibuja con líneas rápidas, sus frágiles cuerpos, sus medias gruesas de nylon y sus bonitos abrigos. Cuando oscurece desaparecen de las calles como conejos miedosos.
Ester se va a casa y come leche ácida y bocadillos. Después vuelve a salir. Las tardes de otoño todavía son cálidas y negras como el terciopelo. Pasea por los puentes de la ciudad.
Una noche está en el puente de Väster mirando un parque de caravanas que hay abajo. Durante una semana va a mirar a una familia que vive allí. El padre está sentado en una silla de cámping fumando. Entre las caravanas hay ropa tendida. Los niños juegan a pelota. Se llaman unos a otros en un idioma extranjero.
Ester empieza a pensar que los echa de menos. Aquella familia allí abajo a los que ni siquiera conoce. Podría cuidar de los niños. Doblar la ropa seca. Acompañarlos por Europa.
Llama a casa pero la conversación no es fluida. Antte le pregunta cómo le va en Estocolmo. Nota por la voz que ya es una extraña. Le gustaría explicarle que Estocolmo no está tan mal. Que el otoño es bonito aquí con los árboles de hoja caduca como amables gigantes contra un cielo despejado y azul. Las hojas amarillas, grandes como la mano de Ester, caen como copos sobre las calles con un crujido seco. Y que hay una pequeña floristería cerca de donde vive donde puede quedarse de pie mirando. Pero sabe que él no quiere oírlo.
Su madre parece que siempre esté ocupada. A Ester no se le ocurre nada de que hablar, así que siente como si su madre estuviera todo el tiempo a punto de colgar.
Y llega el invierno. Viento y lluvia en Estocolmo. A las señoras no se las ve mucho. Ester pinta una serie de paisajes. Montañas y rocas. Diferentes estaciones del año y luz. La asistenta social, Gunilla Petrini, se lleva algunos a casa y se los enseña a los amigos.
—Son muy solitarios —dice alguien del grupo.
Gunilla Petrini está de acuerdo por fuerza.
—Sus dibujos son diferentes y no le da miedo la desolación. Realmente está a gusto con el concepto de la nimiedad del hombre comparado con el mundo y la naturaleza, ¿verdad? Ella es así también como persona.
Enseña unos cuadros y se dan cuenta de lo magnífica dibujante que es. ¿Cuántos artistas lo son actualmente? Ester está como sacada de la máquina del tiempo. Les parece ver los espejados del agua de Gustaf Fjaestad y los bosques en invierno de Bror Lindh. A partir de ahí entran de nuevo en lo de la desolación de la pintura de la naturaleza.
—No tiene ningún problema en estar sola —les explica el marido de Gunilla Petrini.
—Es una buena cualidad para un artista —dice alguien.
Explican su vida. Lo de la enferma mental que tiene un hijo con otro paciente. Un indio. Lo de la niña con aspecto indio que crece en una familia lapona.
Un hombre mayor del grupo examina los cuadros, se sube y se baja las gafas a lo largo del tabique nasal. Es el propietario de una galería en el barrio de Söder y es conocido por su rapidez en comprar artistas antes de que salten a la fama. Tiene varios Ola Billgren y compró a Karin Mamma Andersson bastante pronto. Tiene un Gerhard Richter absurdamente grande en su casa. Gunilla Petrini lo ha invitado esta noche con segundas intenciones. Le llena la copa.
—Es interesante la línea de sus montañas —dice—. Siempre hay una rendija, una grieta, una depresión o una separación en el paisaje. ¿Lo veis? Aquí y aquí.
—Un mundo allí detrás —dice alguien.
—Narnia, quizás —dice alguien en broma.
Y queda decidido. Ester tendrá su propia exposición en la galería. Gunilla Petrini quiere dar saltos de alegría. Aquello va a llamar la atención. La edad de Ester, su vida.