Rebecka Martinsson repasó varios archivos del ordenador de Örjan Bylund. Estaba sentada en la cama que había en la pequeña habitación con el ordenador en las rodillas. Se había puesto el pijama y cepillado los dientes, aunque sólo eran las siete. La boxeadora investigaba todos los rincones y recodos y, de vez en cuando, volvía hasta donde estaba Rebecka sólo para pisar el teclado del ordenador.
—Oye, tú —le dijo Rebecka apartándola—. Si no haces bien las cosas me chivaré a Sven-Erik.
La estufa de leña calentaba. El fuego había prendido bien y dado que la leña era de abeto, sonaba como si explotara dentro. La boxeadora daba un salto cada vez que pasaba y parecía a la vez asustada y curiosa.
«Vaya monstruo», pensaba Rebecka. A través del regulador de tiro que estaba medio abierto se veía el resplandor del fuego como un ojo rojo.
¿Qué es lo que había estado buscando Örjan Bylund? Cuando Rebecka buscó por Kallis Mining en Google encontró 280000 resultados. Estuvo ojeando las filas de las cookies de Örjan Bylund para ver qué páginas había estado mirando.
Kallis Mining era el principal accionista de la empresa minera Northern Explore AB, que cotizaba en bolsa. En septiembre las acciones habían fluctuado, arriba y abajo como una montaña rusa. Primero la empresa de inversiones canadiense, Quebec Invest, vendió todo lo que tenía. Aquello había creado inquietud y la cotización había ido hacia abajo. Después apareció el informe sobre el resultado positivo de unas prospecciones en las afueras de Svappavaara. Entonces la cotización dio un salto hacia arriba.
«¿Quién gana con la montaña rusa? —pensó—. El que compra cuando la cotización está baja y vende cuando ha subido, naturalmente. Follow the money».
Örjan Bylund había estado consultando un artículo que hablaba del nuevo consejo de administración que se había formado en una junta extraordinaria después de que la empresa canadiense vendiera su cartera. Había entrado una persona de Kiruna.
«Sven Israelsson en la junta directiva de Northern Explore», decía el titular.
Fue interrumpida por el teléfono, que sonaba con su sencilla melodía.
En la pantalla del móvil apareció el número de Måns Wenngren.
El corazón le empezó a latir en el pecho como si estuviera siguiendo un programa de entreno de gimnasia olímpica.
—Hola Martinsson —le dijo con su lenta voz.
—Hola —respondió ella intentando que se le ocurriera algo pero tenía la cabeza sin ideas.
Cuando hubo pensado una eternidad, pudo decir:
—¿Qué tal?
—Bien, muy bien. Estamos en Arlanda, todo el grupo, sacando las tarjetas de embarque.
—Vaya… qué bien.
Él se echó a reír al otro lado de la línea.
—A veces es difícil hablar contigo, Martinsson. Seguro que será divertido aunque la naturaleza se ve mejor en la tele. ¿Vendrás?
—A lo mejor. Es un poco lejos.
Se hizo el silencio. Después Måns dijo:
—Venga, vente. Quiero que subas.
—¿Por qué?
—Porque quiero intentar convencerte para que vuelvas al bufete.
—No volveré.
—Es lo que dices ahora, pero aún no he empezado a convencerte. Hemos reservado una habitación para ti de sábado a domingo. Puedes subir y enseñarnos a esquiar.
Rebecka se echó a reír.
—Seguramente sí que iré —le dijo.
Sintió alivio al notar que no le suponía un esfuerzo ver a la gente del bufete. Vería a Måns. Él quería que subiera. Ella no sabía hacer slalom porque no tenían medios cuando era pequeña y porque ¿quién la podía llevar a las pistas de la ciudad? Pero daba lo mismo.
—Tengo que colgar —dijo Måns—. ¿Lo prometes?
Se lo prometió y él le respondió con una voz cálida:
—Adiós, Martinsson. Nos vemos pronto.
Y ella susurró:
—Adiós.
Rebecka miró de nuevo la pantalla de su ordenador. A nivel internacional, la salida de Quebec Invest de Northern Explore había dado lugar a un pequeño artículo en el diario inglés del sector, Prospecting & Mining; el titular de la noticia decía: «Chicken race». «Lo dejamos demasiado pronto», dijo el presidente de Quebec Invest Inc. en un comentario refiriéndose a que Northern Explore AB, poco tiempo después de que la empresa inversora canadiense vendiera sus acciones, encontró oro y cobre. Añadió que las deficiencias en los análisis de las prospecciones eran demasiado grandes y que como accionistas de Northern Explore había sido difícil hacer un cálculo de probabilidades de hallar cantidades que valiera la pena extraer. El presidente de Quebec Invest calificaba como «improbable» el hecho que entre Kallis Mining y Quebec Invest hubiera más colaboración en el futuro.
«¿Por qué? —pensó Rebecka—. Deberían tener ganas de otra oportunidad, especialmente cuando Kallis Mining demostró que había tenido éxito».
«Y ¿quién era Sven Israelsson, el nuevo miembro del consejo de administración? ¿Por qué Örjan Bylund tenía tantas búsquedas con ese nombre?».
Hizo una búsqueda de Sven Israelsson y encontró unos artículos interesantes. Continuó leyendo.
La boxeadora se concentró en un botón que pendía de un hilo del pijama. Le pegó, dejó que se balanceara, lo cogió de nuevo con las dos patas y lo mordió con sus afilados dientes. Era una peligrosa gata asesina. El botón era la muerte del corderillo.
A las siete y media Rebecka Martinsson llamó al fiscal jefe, Alf Björnfot.
—¿Sabes dónde trabajaba Sven Israelsson antes de que lo eligieran miembro del consejo de administración de Northern Explore? —preguntó.
—No —respondió Alf Björnfot mientras apagaba la televisión. Sólo había estado haciendo zapping en busca de algo soportable.
—Era el jefe de la empresa de prospecciones, Skandinaviska Grundämnesanalys AB, de Kiruna. Hace dos años, esta empresa estuvo a punto de ser comprada por una empresa americana, pero Kallis Mining entró y adquirió la mitad de las acciones con lo que se quedó en Kiruna. Es bastante interesante, teniendo en cuenta que una empresa inversora canadiense, Quebec Invest, vendió todas sus acciones de Northern Explore el pasado año, justo antes de que Northern Explore comunicara que habían encontrado cobre y oro en cantidades importantes en las afueras de Svappavaara.
—Vaya… y la relación con Sven Israelsson es…
—Esto es lo que yo pienso: Sven Israelsson es jefe de la empresa que analiza las pruebas de las prospecciones que Northern Explore hace en las afueras de Svappavaara. Probablemente siente una gran lealtad hacia Kallis Mining, dado que esta empresa convirtiéndose en accionista mayoritaria de SGAV la ha salvado de que la compraran otros. Todos hubieran perdido el trabajo o hubieran tenido que irse a vivir a Estados Unidos. En un artículo que he encontrado, el presidente de Quebec Invest está indignado porque dice que los análisis de las prospecciones eran defectuosos y considera «improbable» que haya una futura colaboración entre Quebec Invest y Kallis Mining. Me pregunto por qué anda indignado.
—¿Te lo preguntas? —replicó Alf Björnfot—. Perdieron un montón de dinero porque vendieron demasiado pronto.
—Sí, sí, pero estos inversores están acostumbrados a correr riesgos y a cometer errores y no se enfadan cuando los llaman los periodistas. Y a Sven Israelsson lo incluyen en el consejo de administración de la empresa filial Northern Explore. Claro que se tarda un tiempo para que le autoricen la explotación y empezar a extraer pero, una vez empiezan, Northern Explore se convierte en una empresa archimillonaria. Sven Israelsson es químico en una pequeña empresa de análisis. ¿Cómo es posible que le hayan dado un puesto en el consejo de administración de Northern Explore? Hay algo que falla. Lo que pienso es lo siguiente: Sven Israelsson tenía todas las posibilidades del mundo de manipular los resultados de las prospecciones. Creo que ayudó a guardar las pruebas que demostraban un resultado positivo. Creo que Sven Israelsson ayudó a Kallis Mining a hacer salir al principal accionista de la empresa. Quizá le enviaron una señal a Quebec Invest de que el resultado iba a ser negativo y entonces Quebec Invest vendió llevado por el pánico y para salvarse de una gran pérdida cuando el mercado reaccionara. Cuando Quebec Invest vendió, las acciones bajaron. Al cabo de poco más de un mes, Northern Explore dejó salir la noticia de que los resultados eran positivos. Quizá fue por eso por lo que Quebec mostraba indignación en la prensa y decía que no veían ninguna posibilidad de una futura colaboración con Kallis Mining. Se sintieron estafados pero no podían demostrar nada. Si alguien de Kallis Mining o Sven Israelsson había comprado acciones antes de que se hicieran oficiales los resultados, es delito por información privilegiada. Creo que a Sven Israelsson le dieron un puesto en el consejo de administración, con todo lo que ello significa en cuanto a remuneración, bonificación y otras prebendas, como agradecimiento por la ayuda prestada. Y además…
Rebecka hizo una pequeña pausa.
—… en noviembre se compró un Audi nuevo. En ese momento las acciones de Northern Explore AB habían subido un 300%, contando desde la cotización anterior a que bajaran.
—Coche nuevo —exclamó Alf Björnfot mientras se levantaba del sofá sujetando el teléfono inalámbrico entre la oreja y el hombro para poder ponerse los zapatos—. Siempre se compran un coche nuevo.
—Ya lo sé.
—Entonces nos vemos dentro de un cuarto de hora —le indicó Alf Björnfot y se puso la chaqueta.
—¿Dónde?
—En casa de Israelsson, naturalmente. ¿Tienes la dirección?
Sven Israelsson vivía en una casa de madera pintada de rojo en la calle Matojärvi. En un montón de nieve unos niños habían empezado a cavar una cueva. Las palas que había esparcidas por el suelo testificaban que el trabajo había sido interrumpido de golpe cuando empezaba el programa infantil Bolibompa y les esperaba la cena.
Sven Israelsson era un hombre de unos cuarenta años. Rebecka se sorprendió. Creía que sería mayor. Tenía un pelo grueso y castaño con bastantes canas. Parecía en buena forma, fibroso, como si nadara o corriera.
Alf Björnfot se presentó a sí mismo y a Rebecka con el nombre y cargo. Fiscal jefe y fiscal de refuerzo era suficiente para asustar a la gente. Sven Israelsson no parecía tener miedo. Más bien era algo que muy rápido apareció en su mirada. Algo parecido a la resignación. Como si esperara que la ley llamara a su puerta. Después se recuperó.
—Adelante —les dijo—. No os quitéis los zapatos si no queréis. Fuera sólo hay nieve limpia.
—Trabajas para Skandinaviska Grundämnesanalys AB —afirmó para empezar Alf Björnfot cuando se sentaron a la mesa de la cocina.
—Cierto.
—De la que Kallis Mining es propietaria al 50%.
—Sí.
—Y el pasado invierno te nombraron miembro del Consejo de Administración de Northern Explore AB, una filial de Kallis Mining.
Sven Israelsson asintió con la cabeza.
—El pasado otoño, Quebec Invest vendió un gran paquete de acciones de Northern Explore. ¿Por qué lo hizo?
—No lo sé. Se enfriarían. No se atreverían a esperar al último resultado de la prospección. Igual pensaron que las acciones caerían como una piedra si el resultado era negativo.
—El presidente de Quebec Invest dijo en una entrevista que era impensable una futura colaboración con Kallis Mining —dijo Rebecka—. ¿Por qué crees que lo dijo?
—No lo sé.
—En noviembre te compraste un Audi nuevo —dijo Alf Björnfot—. ¿De dónde salió el dinero?
—¿Soy sospechoso de haber cometido algún delito? —inquirió Sven Israelsson.
—De momento y formalmente, no —informó Alf Björnfot.
—Hay circunstancias en torno a esta historia que indican un grave delito por información privilegiada o de colaboración en ese delito —informó Rebecka.
Hizo un gesto con el pulgar y el índice como midiendo cinco centímetros y continuó:
—Estoy a esta distancia de saber quién compró acciones en el corto período desde la venta de Quebec hasta que se hicieron oficiales los resultados positivos.
—A menudo, las compras delictivas con ayuda de información privilegiada se hacen en pequeñas cantidades con diversos intermediarios y administradores. Así no lo ven los inspectores de Hacienda en un control rutinario, pero yo voy a hacer un seguimiento de cada una de las ventas durante ese período. Y si te encuentro a ti o a Kallis Mining entre los compradores, te va a caer una buena denuncia.
Sven Israelsson cambió de postura en la silla donde estaba sentado con el gesto de estar buscando algo que decir.
—Es más que eso —añadió Alf Björnfot—. Te tengo que preguntar una cosa. Por favor, no mientas y piensa que este dato lo podemos comprobar por otras fuentes. ¿Se puso en contacto contigo el periodista Örjan Bylund y te hizo preguntas respecto a esta historia?
Sven Israelsson lo pensó un momento.
—Sí —dijo luego.
—¿Qué le dijiste?
—Nada. Que le fuera a preguntar a Kallis Mining.
«Inna Wattrang era la jefa de información de Kallis Mining», pensó Rebecka Martinsson.
—A Örjan Bylund lo asesinaron —informó Alf Björnfot sin rodeos.
—¿Qué cojones dices? —exclamó Sven Israelsson desconfiado—. Murió de un infarto al corazón.
—Lo siento pero no —replicó Alf Björnfot—. Lo mataron cuando empezó a investigar esta historia.
Sven Israelsson palideció y se cogió al borde de la mesa con las dos manos.
—Bueno —continuó Alf Björnfot—. No creo que tuvieras nada que ver con eso, pero ahora te das cuenta de que es un asunto serio. ¿Por qué no nos lo explicas todo? Así verás cómo se alivia esa presión que sientes en el pecho.
Sven Israelsson asintió de nuevo con la cabeza.
—Teníamos un chico en el laboratorio —dijo al cabo de un instante—. Y nos enteramos de que le pasaba información a Quebec Invest.
—¿Cómo os enterasteis? —le inquirió Alf Björnfot.
Sven Israelsson hizo una mueca parecida a una sonrisa.
—Por pura casualidad. Estaba en casa hablando por teléfono con el presidente de Quebec y tenía el móvil en el bolsillo. Se había olvidado de bloquearlo y sin querer llamó al último número marcado, que era el de un compañero y éste oyó lo suficiente para entender de qué iba la conversación.
—¿Y qué hiciste?
—El que oyó la conversación me lo explicó y cuando llegó el momento oportuno dejamos que le pasara información errónea.
—Exactamente ¿qué?
—Era un momento crítico en las prospecciones en las afueras de Svappavaara y parecía que Northern Explore no iba a encontrar nada allí. Habían hecho gran cantidad de mediciones a más de setecientos metros de profundidad y los gastos se dispararon. Luego hicieron prospecciones a casi mil metros y ésa era la última oportunidad en aquella zona. Todo dependía del resultado. Sólo son los grandes los que tienen recursos para esa clase de prospecciones. Dios mío, hay un montón de pequeñas empresas que sólo pueden hacer pruebas desde el aire y después envían patrullas a pie que cavan un poco de tierra para inspeccionar una zona.
—Y entonces encontraron oro.
—Más de cinco gramos por tonelada y eso está muy bien. Además de un dos por ciento de cobre. Pero yo falseé un informe y dijimos que no habíamos encontrado nada y que se podía descartar la posibilidad de realizar extracciones rentables en la zona. Entonces hice que el que filtraba información viera el informe. Quebec Invest vendió sus acciones en Northern Explore AB una hora después.
—¿Qué pasó con el compañero?
—Hablé con él… y después de la conversación presentó la dimisión y eso fue todo.
Alf Björnfot se quedó callado unos segundos mientras pensaba.
—¿Hablaste con alguien de Kallis Mining sobre esto? ¿Sobre la filtración? ¿Sobre lo de pasar información errónea?
Sven Israelsson dudó.
—El periodista Örjan Bylund ha sido asesinado, Inna Wattrang lo mismo —explicó Alf Björnfot—. No podemos descartar que estos hechos tengan algo que ver entre sí. Cuanto antes salga la verdad, mayor es nuestra posibilidad de detener a quien lo hizo.
Alf Björnfot se inclinó hacia atrás, hasta el respaldo de su silla y esperó. El hombre que tenía delante era un hombre con conciencia. Pobre hombre.
—Fuimos Diddi Wattrang y yo quienes ideamos todo esto —contestó Sven Israelsson finalmente.
Los miraba suplicante.
—Él hacía que pareciera correcto. Llamaba traidores a Quebec Invest y decía lo que yo también había pensado muchas veces de los inversores extranjeros. Que no tienen interés en poner en marcha ninguna mina en la zona. Sólo tienen interés en conseguir dinero rápido. Negocian permisos y concesiones, pero no son empresarios. Aunque encuentren grandes cantidades para extraer, no pasa nada. Se venden los derechos unos a otros, pero no hay nadie que quiera poner en marcha nada. O falta dinero, ya que cuesta muchos millones poner en marcha una mina, o falta quién sabe qué. Y todos estos inversores extranjeros no sienten nada por estas tierras. ¿Les preocupan acaso los puestos de trabajo y la gente de aquí?
Sven Israelsson volvió a hacer una mueca parecida a una sonrisa.
—Era como él decía, que Mauri Kallis por lo menos era de aquí y tenía voluntad, dinero y espíritu emprendedor. Con Quebec Invest fuera, la posibilidad de que hubiera una explotación de la mina era cien por cien mayor. Claro que lo he pensado después. Cada día. Pero entonces parecía que era moralmente correcto hacer lo que le hicimos a Quebec Invest, que eran unos canallas. Eran ellos los que tenían un chivato entre nosotros. Jodidas ratas, pensé. Robar a un ladrón. Traicionar a un traidor. Sólo tuvieron lo que se merecían. Y no nos iban a desenmascarar porque entonces se descubrirían ellos mismos.
Sven Israelsson se quedó callado. Rebecka Martinsson y Alf Björnfot lo observaban mientras la sensación de que todo se había acabado le calaba dentro. Lo que estaba esperando tomaba forma ahora en su cabeza. Perder el trabajo. Ser denunciado. Lo que diría la gente.
—Cuando me ofrecieron el puesto en el consejo de administración —dijo secándose las lágrimas que empezaban a abrirse paso—, entonces parecía sólo como una muestra de que Kallis Mining quería invertir aquí arriba. Querían ese arraigo local. Pero cuando recibí el dinero… en un sobre, no en una cuenta… entonces ya no me pareció tan bien. Me compré el coche y cada vez que me sentaba en él…
Interrumpió la frase sacudiendo la cabeza.
«Un hombre con conciencia», pensó Alf Björnfot de nuevo.
—Mira tú qué cosas pasan —le dijo Alf Björnfot a Rebecka cuando dejaron la casa de Sven Israelsson.
—Tenemos que llamar a Sven-Erik Stålnacke y a Anna-Maria y explicárselo —dijo Rebecka—. Que llamen a Diddi Wattrang para interrogarlo respecto a un grave delito de información privilegiada.
—Anna-Maria le ha llamado antes. Diddi Wattrang está en Canadá. Pero la llamaré de todas formas y cuando tengamos los datos sobre la venta de acciones, entonces se le puede pedir ayuda a la policía canadiense para que lo detengan.
—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó Rebecka—. ¿Quieres acompañarme hasta Kurravaara? Le he prometido a mi vecino, Sivving Fjällborg, comprarle unas cosillas y seguro que nos querrá invitar a tomar café. Le gustará que vayas.
Sivving se puso contento con la visita. Le gustaba hablar con gente nueva. Él y el fiscal pronto se pusieron de acuerdo en que no eran familia pero tenían unos cuantos conocidos en común.
—Pues aquí vives bien —dijo Alf Björnfot a la vez que miraba el cuarto de la caldera.
Bella estaba tumbada y triste en su cama mientras veía a los demás sentados a la mesa plegable de Sivving comiendo panecillos de pan seco con mantequilla y queso.
—Sí, aquí abajo todo es muy fácil —dijo Sivving filosófico mientras mojaba su pan en el café—. ¿Qué se necesita? Una cama y una mesa. También tengo una tele pero para lo que hay que ver. Y ropa, tengo dos de todo. ¡No más! Hay gente que se las apaña con menos pero yo no quiero quedarme en casa porque tenga que lavar. Bueno, la verdad, calzoncillos tengo cinco pares y calcetines también.
Rebecka se echó a reír.
—Pero deberías tener menos —le dijo mirando los calcetines rotos y los gastados calzoncillos que estaban tendidos en la cuerda.
—Bah, mujeres —se rió Sivving buscando apoyo en Alf Björnfot con la mirada—. ¿A quién le preocupa lo que llevo debajo? Maj-Lis siempre estaba igual. Preocupada de llevar siempre una muda bonita y limpia. No por mí, sino ¡por si la atropellaban y acababa en el hospital!
—Es verdad —se rió Alf Björnfot—. ¡Imagina si el médico te ve con la muda sucia o los calcetines con agujeros!
—Oye —le dijo Sivving a Rebecka—. Haz el favor de apagar el ordenador. Aquí estamos intentando pasárnoslo bien.
—Ya voy —respondió Rebecka.
Estaba con su ordenador portátil buscando datos sobre la economía de la familia de Diddi Wattrang.
—¿Maj-Lis era tu mujer? —preguntó Alf Björnfot.
—Sí, murió de cáncer hace cinco años.
—Mira esto —dijo Rebecka girando el ordenador hacia Alf Björnfot—. Diddi Wattrang siempre tiene su crédito al mínimo a finales de mes, menos cincuenta, menos cincuenta. Así ha sido durante años. Pero justo después de que Northern Explore AB encontrara oro, su mujer aparece en el registro de vehículos como propietaria de un Hummer.
—Siempre compran coches —exclamó Alf Björnfot.
—Uno de ésos me gustaría tener a mí —dijo Sivving—. ¿Cuánto cuesta? ¿700000?
—Diddi Wattrang ha cometido un delito de información privilegiada pero me pregunto si esto tiene alguna relación con Inna Wattrang.
—Quizá lo descubrió y lo amenazó con denunciarlo —dijo Alf Björnfot.
Se dirigió de nuevo a Sivving.
—Así que tú y tu mujer erais vecinos de la abuela de Rebecka.
—Sí, y Rebecka vivió también allí casi toda su infancia.
—¿Por qué, Rebecka? ¿Murieron tus padres cuando eras pequeña? —preguntó Alf Björnfot sin rodeos.
Sivving se puso de pie de golpe.
—¿Alguien quiere un huevo duro en el pan? Los tengo cocidos en la nevera. Son de esta mañana.
—Mi padre murió justo cuando yo acababa de cumplir ocho años —dijo Rebecka—. Conducía un tractor de esos para andar por el bosque. Era invierno y estaba trabajando cuando el tractor empezó a perder líquido del sistema hidráulico. No se sabe exactamente qué pasó, porque estaba solo. El caso es que se bajó del tractor, miró el tubo y entonces se soltó.
—Joder —exclamó Alf Björnfot—. Aceite hirviendo del hidráulico.
—Humm, la presión es muy alta y todo aquel aceite le cayó encima. Creen que murió en el acto.
Rebecka se encogió de hombros. Un gesto como de que hacía mucho de aquello. De que lo sentía muy lejano.
—Descuidado y torpe —dijo en voz baja—. Pero a veces somos así.
«Aunque él no debería haberlo sido —pensó con la vista puesta en la pantalla del ordenador—. Yo lo necesitaba. Me hubiera tenido que querer tanto que no hubiera podido ser ni descuidado ni torpe».
—Le podía haber pasado a cualquiera —intervino Sivving, que no quería permitirle a Rebecka desacreditar a su padre delante de extraños—. Uno está cansado, se baja de la máquina y hace frío. Aquel día hacía veinticinco grados bajo cero. Y seguramente también estaría estresado. Si la máquina se queda parada no se gana dinero ese día.
—¿Y tu madre? —preguntó Alf Björnfot.
—Se separaron un año antes de que muriera mi padre. Pero yo tenía doce años cuando ella murió. Vivía en Åland. Yo vivía con mi abuela. La atropello un camión.
Es invierno. Rebecka va a cumplir doce años dentro de poco. Ha estado fuera con otros niños saltando desde el tejado de un cobertizo. Directamente a la nieve. Tiene mojada toda la espalda y lleva las botas llenas de nieve. Debe ir a casa a cambiarse.
Su hogar es ahora la casa de su abuela. Al principio, cuando murió su padre, vivía con su madre, pero fue poco más de un año. Su madre solía trabajar lejos. Aquello era muy complicado. La madre dejaba a Rebecka con la abuela, a veces porque tenía que trabajar, a veces porque estaba cansada. Después la iba a buscar y podía estar enfadada. Enfadada con su abuela, aunque era ella la que le había pedido que se hiciera cargo de Rebecka.
Cuando Rebecka sube a casa con la ropa mojada, su madre está sentada junto a la mesa de la cocina. Está de muy buen humor. Tiene las mejillas sonrosadas y se ha teñido el pelo de verdad en la peluquería, no en casa de una amiga, como suele hacer.
Ha conocido a otro hombre, explica. Vive en Åland y quiere que su madre y Rebecka se vayan a vivir con él.
Su madre explica que tiene una casa muy bonita. Y que por allí viven muchos niños. Rebecka va a tener un montón de amigos.
Rebecka siente cómo se le encoge el estómago. La casa de su abuela es una casa muy bonita. Ella quiere vivir allí. No quiere irse a ningún otro sitio.
Mira a su abuela. La abuela no dice nada pero aguanta la mirada de Rebecka con la suya.
—Ni hablar —dice Rebecka.
En cuanto se ha atrevido a decir las palabras que había estado repitiendo en silencio, siente toda la verdad que hay en ellas. No se irá nunca. Nunca a ningún sitio con su madre. Ella vive en Kurravaara y en su madre no puede confiar. Un día es como es hoy, a todo el mundo le parece guapa, lleva ropa bonita y habla con las chicas mayores de la escuela. Una de esas chicas un día suspiró después de ver a su madre y Rebecka oyó que decía: «Una madre así me gustaría tener, una que entienda las cosas».
Pero Rebecka conoce mejor a su madre. Cuando se tumba en la cama sin hacer nada y Rebecka tiene que ir a comprar y se alimenta de bocadillos y no se atreve a hacer nada porque todo lo que haga estará mal hecho.
Su madre intenta por todos los medios convencer a Rebecka. Habla con su voz más zalamera. Intenta abrazarla pero Rebecka se escabulle. La rechaza. Sacude la cabeza todo el tiempo. Ve que su madre mira a su abuela pidiendo que la apoye cuando dice:
—La abuela ya no puede tenerte viviendo siempre aquí y yo soy tu madre.
Pero la abuela no dice nada y Rebecka sabe que está de su parte.
Cuando su madre ya se ha cansado de ser amable, cambia radicalmente.
—Pues no vengas —le grita a Rebecka—. Pasa de mí.
Y le explica lo mucho que ha trabajado desde que su padre murió para que Rebecka pudiera tener chaquetas de invierno nuevas y que ella podría haberse puesto a estudiar si no hubiera tenido aquella responsabilidad.
Rebecka y la abuela siguen calladas.
Siguen calladas mucho tiempo después de que la madre se haya ido de allí. Rebecka hace compañía a su abuela en el establo. Aguanta el rabo de la vaca mientras la abuela la ordeña. Como solía hacer cuando era pequeña. Están en silencio. Pero cuando Mansikka de pronto eructa, no tienen más remedio que echarse a reír.
Después todo continúa casi como siempre.
Su madre se va a vivir a otro sitio. Llegan postales para Rebecka donde le explica lo fantástico que es todo allí, en Åland. Rebecka lee y se le encoge el corazón de ansiedad. No hay ni una sola palabra donde su madre diga que la echa de menos. Ni siquiera que la quiere. Pone que han salido con el barco o que crecen manzanos y perales en el jardín, o que han ido de excursión.
A mitad del verano llega una carta. Vas a tener un hermanito, pone en la carta. La abuela también la lee. Está sentada junto a la mesa de la cocina con las viejas gafas de su padre, que compró en la gasolinera.
—Jesús siunakhoonja Jumala varjelkhoon —dice cuando la ha acabado de leer—. Jesús nos bendiga y Dios nos ampare.
«¿Quién me explicó que había muerto?», pensó Rebecka. «No lo recuerdo. Recuerdo tan poco de aquel otoño. Pero recuerdo ciertas cosas».
Rebecka está tumbada en el sofá cama de la alcoba que hay junto a la cocina. Jussi no está a sus pies porque la abuela y la mujer de Sivving, Maj-Lis, están junto a la mesa de la cocina y Jussi se ha tumbado debajo. Cuando la abuela está en el establo o se ha ido a dormir, Jussi suele tumbarse en la cama de Rebecka.
Maj-Lis y la abuela creen que Rebecka se ha quedado dormida pero no es así. La abuela llora. Llora con un trapo de cocina contra la cara. Rebecka cree que es para amortiguar el ruido y que así ella no se despierte.
Nunca ha oído ni visto llorar a su abuela, ni siquiera cuando murió su padre. El ruido hace que tenga mucho miedo y que se sienta muy mal. Si la abuela llora, el mundo se desmorona.
Maj-Lis está sentada al otro lado y susurra consoladora.
—No creo que fuera un accidente —dice la abuela—. El conductor dice que lo miró y que se le echó encima.
—Tiene que haber sido muy duro perderlos a los dos cuando eras tan pequeña —dice Alf Björnfot.
Sivving sigue todavía junto a la nevera. Aguantando los huevos sin saber qué hacer.
«Cuando pienso en aquellos tiempos me avergüenzo —piensa Rebecka—. Desearía tener las imágenes correctas en la cabeza. Una niña junto a una tumba con lágrimas en la cara y flores sobre el ataúd. Dibujos de mi madre en el cielo o cualquier otra cosa, pero yo me sentía completamente fría».
—Rebecka —la llama su profesora.
¿Cómo se llamaba? ¡Eila!
—Rebecka —dice Eila—. No has hecho los deberes de matemáticas hoy tampoco. ¿Te acuerdas de lo que hablamos ayer? ¿Recuerdas que me prometiste que empezarías a hacer los deberes?
Eila es buena. Tiene el pelo rizado y una bonita sonrisa.
—Lo intento —se excusa Rebecka—, pero empiezo a pensar en que mi madre está muerta y entonces no puedo hacerlos.
Mira hacia el pupitre para que parezca que llora pero no es verdad.
Entonces Eila se queda callada y le pasa la mano por el pelo.
Rebecka se siente satisfecha. No le apetece estudiar matemáticas. Así se salva.
Otra vez: se ha escondido en la leñera de la abuela. El sol pasa a través de las grietas de la pared. Unas delgadas cortinas de polvo parece que se levanten constantemente con la luz.
La hija de Sivving, Lena, y Maj-Lis la están llamando. «¡Rebecka!». No contesta. Quiere que la estén buscando para siempre. Se enfada y se desilusiona cuando dejan de llamarla.
Y aún otra vez: Está jugando junto a la orilla del río. Se imagina que martillea y clavetea en el embarcadero. Está construyendo una balsa. Navega corriente abajo por el río Torne. Sabe que el río desemboca en el mar Báltico. Continúa en la balsa a través del mar hasta la costa de Finlandia. Hasta Åland. Allí desembarca y hace autostop hasta la ciudad de su madre. A la casa bonita de aquel señor. Llama a la puerta. El señor abre. No entiende nada. «¿Dónde está mamá?», pregunta Rebecka. «De paseo», responde el señor. Rebecka echa a correr. Tiene prisa. En el último segundo agarra a su madre, en el instante en que iba a tirarse a la carretera. El camión pasa de largo, casi las roza. ¡Salvada! Rebecka la ha salvado. «Podría haber muerto —dice su madre—. Mi niña».
—No puedo recordar que estuviera triste —dice Rebecka a Alf Björnfot—. Yo vivía con mi abuela. De todas formas, en mi vida ha habido mucha gente buena. Lamentablemente creo que no lo aproveché. Yo notaba que los adultos se apenaban por mí y así me prestaban más atención.
Alf Björnfot parecía tener dudas.
—Pobre niña —dijo—. Tenían motivos para sentir lástima por ti. Y tú merecías que te prestaran más atención.
—¡Qué cosas dices! —exclamó Sivving—. Tú no te aprovechaste. Intenta no pensar así. Además, de eso hace mucho tiempo.