Cuando el tres de diciembre Inna y Mauri llegan a Kampala y abandonan el aire acondicionado del avión, el calor y la humedad les explota en la cara como un airbag. El sudor les cae a chorretones por el cuerpo. El taxi no tiene aire acondicionado y los asientos son de piel sintética, por lo que enseguida están con la espalda y el culo empapados tratando de sentarse sólo en una nalga para evitar el contacto. El taxista se da aire con un abanico grande y canta sin pudor las canciones que la radio va emitiendo de manera incesante. El tráfico es caótico; de vez en cuando se quedan parados y el taxista asoma medio cuerpo por la ventanilla y empieza a discutir con otros taxistas o a gritarles y hacerles gestos a los niños que aparecen misteriosamente de la nada para vender esto y lo otro o simplemente mostrar una mano abierta. «Miss», dicen llamando con ojos lastimeros a la ventanilla de Inna. Ella y Mauri permanecen sentados allí detrás con los cristales subidos como en una urna de vidrio y sudando como animales.
Mauri está enfadado porque se suponía que los iban a ir a recoger en el aeropuerto, pero allí no había nadie, así que han tenido que coger un taxi. La última vez que estuvo en Kampala vio los parques verdes y hermosos y los montes que rodean la ciudad. Ahora no ve más que marabúes que se juntan en bandadas sobre los tejados con sus asquerosas papadas de color rojo.
En el palacio del gobierno el aire acondicionado está en marcha. Está puesto a veintidós grados e Inna y Mauri empiezan a tener frío por la ropa empapada de sudor. Una secretaria los guía por dentro del edificio y tan pronto han subido la ancha escalera de mármol con alfombra roja y barandilla de ébano, la ministra de Comercio acude a su encuentro. Es una mujer de unos sesenta años con caderas anchas y fuertes. Lleva un traje de color azul oscuro y el pelo planchado y recogido en un moño a lo Grace Kelly. Sus zapatos de tacón negros están desgastados y los dedos presionan el cuero por dentro. Riendo y hablando les estrecha la mano derecha abrazándolos con la izquierda. De camino a su despacho les pregunta cómo ha ido el viaje y qué tiempo hace en Suecia, y cuando llegan les invita a sentarse y les sirve té frío.
Junta las manos de golpe y pregunta horrorizada qué le ha pasado a Inna.
—Girl, you look like someone who’s tried to cross Luwum street during rush-hour.
Inna le suelta la historia de cómo fue asaltada por una pandilla de chavales en Humlegården.
—Te lo juro —dijo en forma de conclusión—, el más pequeño no tendría más de once.
«Los detalles son lo que hacen más creíble la mentira», piensa Mauri. Inna sabe mentir con una facilidad digna de admiración.
—¿Hacia dónde va el mundo? —se pregunta la ministra de Comercio mientras sirve más té.
Hay un segundo de silencio. Todos están pensando en lo mismo, pero nadie hace ningún comentario. Que una banda de críos asalte a una mujer y le dé una paliza para robarle el monedero es una misa de domingo comparado con los problemas en Uganda. En la parte norte del país, las fuerzas militares y el LRA infunden terror en la población civil: ejecuciones, torturas y violaciones son parte del día a día. Y el LRA recluta regularmente y por la fuerza a niños para convertirlos en soldados. Llegan por la noche, apuntan a los padres a la cabeza, obligan a los niños a matar a la familia vecina or your mother will die y luego se los llevan. No hay que preocuparse porque vayan a huir. ¿Adónde irían?
Por miedo a que los rapten, cada noche unos 20000 niños caminan hasta la ciudad de Gulu para dormir cerca de iglesias, hospitales y estaciones de autobús, para luego, por la mañana, volver a casa otra vez.
Pero Kampala es una ciudad bien organizada en la que puedes ir a una cafetería o dedicarte al comercio. Nadie quiere saber nada de los problemas que hay en el norte. Así que ni Inna ni Mauri ni la ministra de Comercio dicen una sola palabra más sobre niños y violencia.
Prefieren pasar al tema que les concierne y por el cual se han reunido hoy. También es un campo minado. Todos están deseando llegar a un acuerdo, pero ninguno quiere aceptar las condiciones del otro.
Kallis Mining ha cerrado su explotación minera en Kilembe. Cinco meses antes, tres ingenieros de mina belgas fueron asesinados cuando la guerrilla hema atacó un autobús que iba de camino a Gulu. Ahora la infraestructura se está desmoronando por completo. Kallis Mining construyó, junto con otras dos compañías mineras, una carretera que va desde el noroeste de Uganda hasta Kampala. Hace tres años estaba nueva pero ahora tiene tramos que son prácticamente intransitables. Distintas unidades milicianas la han minado, bloqueado y hecho saltar por los aires. Cuando cae la noche pueden montar barreras y entonces puede pasar cualquier cosa. Son niños de once años drogados, embotados y con armas en las manos. Y, un poco más allá, sus hermanos de armas con más experiencia.
—No construí la mina para que cayera en manos de las guerrillas —dice Mauri.
Las fuerzas de seguridad que había colocado alrededor de la zona hace tiempo que salieron por piernas y desde entonces están explotando ilegalmente la mina. No está claro quién manda allí, utiliza el material que la compañía no logró sacar a tiempo y destroza la maquinaria. Mauri ha oído rumores que son grupos que están aliados con las tropas del gobierno, es decir, es más que probable que sea Museveni quien le esté robando.
—Es un problema de la nación entera —asegura la ministra de Comercio—. Pero ¿qué podemos hacer? Nuestro ejército… no puede estar en todas partes al mismo tiempo. Estamos intentando proteger las escuelas y los hospitales.
«Una mierda —piensa Mauri—. Cuando no me están robando a mí, las tropas del gobierno están en plena labor de tomar el control y saquear minas en el noreste del Congo y transportar el oro hasta la frontera».
Evidentemente, la versión oficial es que todo el oro que venden en el extranjero ha sido extraído en Uganda, en minas propiedad del Estado, pero todo el mundo sabe cuál es la realidad.
—Vais a tener problemas para atraer a inversores extranjeros —dice Mauri—. Se echarán atrás si no podéis asegurar el orden en la región norte.
—Estamos muy interesados en los inversores extranjeros. Pero ¿qué podemos hacer? Le hemos ofrecido comprar su mina…
—¡Por una miseria!
—Por lo que usted pagó en su momento.
—¡Y después he invertido más de diez millones de dólares en infraestructura y equipamiento!
—Pero ¡ahora no tiene valor para nadie! Tampoco para nosotros. ¡Esa región significa muchos problemas!
—¡Sí, lo tengo muy claro! Y usted no parece darse cuenta de que sólo hay una manera de alejarse del problema: proteger a los inversores. ¡Se harían ricos!
—¿Nosotros? ¿Cómo?
—Infraestructura. Escuelas. Viviendas sociales. Oportunidades de trabajo. Recaudaciones fiscales.
—¿De verdad? Durante los tres años que usted estuvo a cargo de la actividad la compañía no registró ninguna ganancia, así que no hubo ninguna recaudación fiscal.
—¡Ya discutimos sobre eso en su día! Al principio hay que invertir. Está claro que no se puede contar con beneficios durante los cinco primeros años.
—Y nosotros no sacamos nada. Usted se lo queda todo. Y ahora que tiene problemas acude a nosotros y quiere ayuda militar para proteger su actividad. Y yo digo: permita que el Estado se haga copropietario de la compañía. Me sería más fácil proporcionar medios para proteger una compañía de la que nosotros también fuéramos propietarios.
Mauri asiente con la cabeza y da la sensación de estar reflexionando.
—En ese caso, quizá podríamos recibir ayuda con otras dificultades que hemos tenido. De repente nuestra concesión referente a los vertidos dejó de ser válida y, hacia el final, tuvimos muchos problemas con el sindicato. Quizá el presidente podría cumplir su compromiso respecto a nuestro antiguo convenio. Cuando adquirimos la mina prometió construir una central junto al Nilo Alberto.
—Considere mi oferta.
—Que es…
—El Estado compra el cincuenta por ciento de las acciones de Kilembe Gold.
—¿Remuneración?
—Oh, seguro que llegamos a un acuerdo. Ahora mismo el presidente está apostando por asistencia sanitaria y campañas sobre el sida. Somos un ejemplo para los países vecinos. Podríamos ceder ganancias futuras hasta que el pago esté finiquitado.
La ministra de Comercio habla con ligereza, como si fueran viejos amigos.
A pesar de la perspicacia a la hora de elegir las palabras, el tono de Mauri oscila, como de costumbre, entre inexpresivo y amable.
Inna siempre suele aligerar el ambiente, pero no encuentra fuerzas para hacerlo del todo. Bajo sus voces amables y livianas le llega un restallido de disparos.
Mauri e Inna se toman unos cuantos whiskys en el bar del hotel. Por encima de sus cabezas tienen un ventilador en el techo y de fondo un pianista realmente malo. Demasiados empleados y muy pocos clientes. Los que hay son occidentales, conscientes de que los precios triplican los del resto de bares de la ciudad, pero se dicen a sí mismos que les da lo mismo. De todos modos, no deja de ser una ínfima fracción de lo que se paga en casa.
Al mismo tiempo sienten ira por la sensación de ser engañados constantemente. Siempre toca pagar demasiado, sólo por ser blanco. Es un trapicheo eterno con los precios, si se tienen fuerzas. Y aun así siempre sales estafado.
Sólo te das cuenta parcialmente de lo mucho que te irrita que uno de los camareros coquetee con una de las chicas del bar. ¿Quién es el que está aquí para divertirse? ¿Ellos o los clientes? ¿Quién paga y quién cobra?
Mauri bebe para salir de la espiral y dejar de darle vueltas a todo. Por su cuerpo corre un agua turbia, algo escamosa y negra, que sube a la superficie todo el tiempo. No quiere reconocerlo, quiere tranquilizarse y quiere dormir y pensar en todo esto mañana.
Si Inna no hubiera sido apaleada justo entonces, quizá todo hubiera salido diferente. Quizá habrían hablado sobre el tema y ella le habría ayudado a tomarse aquello un poco más a la ligera. A lo mejor incluso habría conseguido hacerle reír al decirle: «Así son las cosas, viento a favor y en contra».
Pero Inna no se siente con fuerzas. Bebe para amortiguar el incesante dolor de la cara y se pregunta si se le infectará la herida del labio o del ojo, porque todavía no se han curado y podrían convertirse en heridas tropicales.
Tras este suceso se calma un poco. Ya no vuelve a ser exactamente la misma. Se verá que hay otras razones.
Mauri se despierta por la noche por culpa de los torbellinos, los sedimentos negros que se han desbordado.
El aire acondicionado se ha estropeado. Le abre las ventanas a la oscuridad de la noche, pero no hay frescor ninguno, sólo el chirrido perseverante de los grillos y el juego de las ranas bombina.
¿Cómo se lo podría explicar a alguien? ¿Cómo lo iba a entender alguien?
Cuando Inna llega corriendo seguida de su secretaria y orgullosa le muestra la portada de Business Week, y él ve su propia cara, no siente la alegría que experimentan las dos mujeres. ¿Orgullo? Nada más lejos. Se siente cada vez más empalado por la vergüenza.
Es el chapero de todos. Lo mismo podría ser un trofeo andante en una cárcel de máxima seguridad.
Cuando la Confederación Sueca de Organizaciones Empresariales le invita a dar una conferencia y cobra treinta mil coronas por cada participante y se llena el local, entonces no es más que la puta de todos ellos.
Lo muestran como prueba de que todo el mundo tiene las mismas posibilidades. Todo el mundo lo puede conseguir, todo el mundo puede llegar a lo más alto siempre que quiera. Sólo hay que mirar a Mauri Kallis.
Gracias a Mauri, todos los chavales y las chavalas de los barrios periféricos de Tensta y Botkyrkan, todos los vagos del interior de Norrland tendrán que acarrear con sus propias decisiones. Retiradles el subsidio, que el trabajo valga lo suyo. Estimulad a la gente para que sea como Mauri Kallis.
Y le dan palmaditas en la espalda y le estrechan la mano pero él nunca llega a ser uno de ellos. Ellos tienen apellido, familia y dinero antiguo.
Mauri es y será un advenedizo sin estilo ninguno.
Recuerda la vez que conoció a la madre de Ebba. Lo habían invitado a su propiedad. Naturalmente aquello era tremendamente impresionante hasta el día que pudo ver las cuentas y entendió que dejaban hacer cursillos allí no porque aquello tuviera un valor cultural que pertenecía a todo el mundo, como había dicho su madre en una entrevista en la revista Gods & Gårdar, sino simplemente para tener ingresos y poder conservar el lugar.
De todas formas, el primer día Mauri acudió con un ramo de flores y una caja de bombones sencillos, marca Aladdin. Vestía traje a pesar del calor del verano, ya que era a mediados de julio. No sabía qué se había de poner para a ir a casa de alguien que era propietario de un lugar como aquél. Era como un palacio.
La madre le sonrió cuando él le entregó las flores y la caja de Aladdin. Una sonrisa indulgente y algo divertida. Los bombones baratos los sacaron para el café y se quedaron allí, en su caja, medio derretidos. Nadie cogió ni uno solo. La madre tenía el jardín lleno de rosas y otras flores y dentro de la casa, en grandes jarrones, había magníficos centros florales. No tenía ni idea de adonde había ido a parar su pequeño ramo. Seguro que directamente al contenedor de compost.
Él y Ebba fueron andando hasta los antiguos baños para saludar al padre de ella. El banderín de la casa estaba a la vista. Una señal de que papá estaba bañándose y entonces no se le podía molestar. Pero, como era la primera vez que el novio de Ebba iba a visitarlos, su padre había dejado dicho que fueran hasta allí. El calor había hecho que Mauri se quitara la americana y la llevaba colgada del brazo. Llevaba desabrochado el último botón de la camisa y la corbata doblada en el bolsillo. Los demás llevaban ropa de verano de colores claros que parecía descuidada pero cara a la vez.
El padre de Ebba estaba sentado en una tumbona en el embarcadero. Se levantó y los saludó afectuosamente cuando llegaron. Estaba completamente desnudo y ni un ápice importunado. El pequeño pene le colgaba lacio allí abajo.
Era Mauri el equivocado.
«Bueno —piensa Mauri en estos momentos bajo la calurosa noche africana mientras la suma de las ofensas y humillaciones se abren paso a su alrededor—. Fue la última vez que el padre de Ebba apareció desnudo ante él. Cuando después fue corriendo con sus viejos amigos a que Mauri invirtiera su dinero, llevaba traje y lo invitó a comer al conocido restaurante Riche».
Recuerda la primera vez que sobrevoló el norte de Uganda.
Era una pequeña Cessna y lo acompañaban Inna y Diddi. Mauri había iniciado negociaciones con el gobierno de Uganda para comprar la mina de Kilembe.
Cuando subieron a la avioneta habían intercambiado miradas. Saltaba a la vista que el piloto iba drogado.
—Algunos ya están volando —dijo Inna en voz alta.
De todas formas nadie entendía el sueco.
Se rieron y entraron. Se aferraron a su imprudencia. Ante la muerte, nos reímos.
Así que, al principio del viaje, Mauri luchó contra su miedo pero después quedó completamente hechizado. Un espeso y verde bosque tropical vestía las arqueadas líneas de las montañas y en los valles, entre las montañas, serpenteaban ríos de agua dulce. En esos ríos nadaban cocodrilos de color verde resplandeciente. Las montañas estaban llenas de una fértil tierra roja y amarilla que podía dar de comer a todos.
Fue una experiencia espiritual. Mauri se sentía como un príncipe que extendía los brazos y volaba sobre su reino.
El ruido de los motores de la avioneta lo protegían de la conversación con sus amigos. Le llovía por dentro, le fluía, era una sensación de ser uno con todo aquello.
¿Quién iba a ser él en Canadá?
Para no hablar de Kiruna.
La gran empresa LKAB siempre sería la protagonista allí arriba. Incluso, aunque él empezara a extraer y pusiera en marcha una mina, apenas podría vender nada. La infraestructura era un sector muy limitado. El transporte del mineral estaba copado por LKAB. Ni siquiera lo que pudieran vender podrían transportarlo fuera. Tendría que quedarse allí esperando con la gorra en la mano mientras lo ninguneaban.
Pero aquí se iba a hacer rico. De verdad. El que entrara primero ganaría una fortuna. Y construirían ciudades, carreteras, ferrocarril y centrales de energía.
Después les dijo a Diddi y a Inna:
—En realidad la mina sólo es un agujero en el suelo embarrado. No tienen equipos ni azadas, extraen a mano y, sin embargo, encuentran lo suficiente. Ahí abajo hay una riqueza increíble.
—Y un montón de problemas —había replicado Diddi.
—Claro que sí —respondió Mauri—. Pero si no hubiera problemas estaría aquí todo el mundo. Quiero ser el primero. Congo es un país demasiado loco, pero ¡aquí! Por lo menos Uganda ha firmado acuerdos internacionales que protegen a los inversores extranjeros, MIGA, OPIC…
—Esperemos que quieran proteger el dinero de ayuda que les mandan.
—Quieren explotar la minería de verdad. Están sentados sobre un tesoro pero les falta capacidad para extraer. Hace cinco años, la guerrilla hema hizo saltar por los aires con dinamita justo esta mina. Había unos cuantos geólogos que lo desaconsejaron pero nadie los tuvo en cuenta. Así que allí abajo murieron más de cien personas como ratas.
—Habrá problemas —insistió Diddi desconfiado.
—Naturalmente —le respondió Mauri—. Cuento con ello. Es asunto nuestro.
—Eres mi amo —dijo Inna—, y opino que debes comprarla.
Inna duerme y entonces no le duele la cara que le han roto. Mauri está junto a la ventana de la habitación del hotel escuchando las ranas bombina en la noche ugandesa.
«Gerhart Sneyers ha tenido razón todo el tiempo», piensa.
«No tienen capacidad propia para extraer sus recursos naturales», dice Sneyers dentro de la cabeza de Mauri, como si todos los países africanos fueran iguales. «Pero tampoco soportan que lo hagamos nosotros porque entonces consideran que los recursos naturales en su país no son propiedad suya. No se puede razonar con ellos».
Llegado a ese punto Mauri sintió náuseas con la charla de Sneyers. Le había parecido que estaba cargada de prejuicios y pensaba que Sneyers había olvidado por completo la historia del colonialismo de África. Además, Sneyers no se privaba de utilizar palabras como «negratas» y consideraba que los países aquellos eran «subnormales».
Ya en julio, cuando mataron a los ingenieros belgas, Mauri comprendió que los problemas en Uganda no eran pasajeros. Aparcó el proyecto de Kilembe, se llevó a casa los trabajadores europeos e instruyó a doscientas personas, hombres y mujeres del lugar, para que vigilaran la zona de la mina. Un mes más tarde le notificaron que habían abandonado la mina a su destino.
Para conseguir más inversores, Kallis Mining había prometido un beneficio mínimo garantizado con el proyecto. Empezaron a llamar de inmediato exigiendo los pagos prometidos.
Tras la reunión de mayo en Miami, Sneyers le dio un número de cuenta y le dijo que ingresara de allí dinero para futuras inversiones.
—Que no se pueda hacer un seguimiento —le dijo.
En julio Mauri había empezado a meter dinero en aquella cuenta. Unas cuantas ventas aisladas. Si no por otra cosa, podía necesitar el dinero para pagar futuras exigencias por parte de los inversores de Kilembe. No podía ponerse a vender llevado del pánico para conseguir capital, porque eso podría dañar la reputación del grupo Kallis en el mercado y todos agudizarían el oído. También ha pagado las fuerzas armadas que se crearon alrededor de Kadaga, al norte del país. Kadaga ha asegurado las zonas en torno a Kilembe y otras minas. Pero Gerhart Sneyers le ha dicho a Mauri Kallis que ésa no es la solución a largo plazo. Kadaga puede poner paz en las minas pero no en la infraestructura. Es decir, es imposible transportar nada desde las minas de manera segura. Además, la extracción en estos momentos sería ilegal si la hiciera Mauri Kallis. Los permisos necesarios por parte de las autoridades habían dejado de tener validez.
La reunión de hoy con la ministra de Comercio de Uganda decide finalmente la cuestión. Si Mauri ha dudado antes, ahora ya no. Ha intentado ser honesto en un país más que corrupto pero ahora se acabó lo de ser tan inocente.
Gerhart Sneyers tiene razón. Museveni is a dead end.
Además, Museveni es un dictador y un opresor. Deberían hacerle un consejo de guerra. Quitarlo de en medio parece que sea más y más un derecho moral.
Mauri piensa defender su propiedad. Y no piensa inclinarse ante nadie.