Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke se marcharon de Regla. Por el retrovisor la inspectora jefe vio a Mikael Wiik abrirle la verja a la Chevrolet de los cristales tintados.
—¿Quiénes eran esos tipos? —preguntó.
Antes de terminar la frase ya lo había comprendido. Las botas, el saludo como de compañeros entre Mikael Wiik y el conductor.
—Personal de seguridad —le dijo a Sven-Erik—. Me pregunto qué tendrán en marcha.
—Igual ellos también tienen reuniones de importancia —dijo Sven-Erik—. Pero a diferencia de los políticos suecos, éstos llevan guardaespaldas.
El teléfono de Anna-Maria Mella empezó a sonar y Sven-Erik tuvo que coger el volante mientras ella lo buscaba en el bolsillo. Era Tommy Rantakyrö.
—Aquí el departamento de telefonía —dijo con voz quejumbrosa.
Anna-Maria se rió.
—El pago ese que se hizo a la cuenta de Inna Wattrang —continuó—. El que se hizo desde la oficina de SEB de la calle Hantverkar. Hay un tipo que ha llamado un montón de veces a Inna Wattrang a su número privado desde una dirección cercana.
—Mándame un mensaje con la dirección, si eres tan amable, que Sven-Erik se estresa si hablo por teléfono, anoto direcciones y conduzco al mismo tiempo.
Le sonrió burlona a su compañero.
—Enseguida —dijo Tommy Rantakyrö—. Las manos al volante.
Anna-Maria Mella le pasó el teléfono a Sven-Erik y medio minuto más tarde llegó el nombre y la dirección.
—«Malte Gabrielsson, Norr Mälarstrand, 34».
—Vamos directamente —dijo Anna-Maria—. Total, no tenemos nada mejor que hacer.
Una hora y diez minutos más tarde estaban esperando delante del portal de Norr Mälarstrand, 34. Aprovecharon para entrar cuando una mujer salió con un perro.
Sven-Erik buscó el nombre de Malte Gabrielsson en el tablón informativo donde había una relación de los vecinos de la finca. Anna-Maria miró a su alrededor. A un lado estaba el portal y al otro el jardín interior.
—Mira —dijo señalando el patio con la barbilla.
Sven-Erik echó un vistazo, pero no entendía lo que le quería decir.
—Tienen recogida de papel allí fuera. Ven.
Anna-Maria salió al jardín y empezó a revolver las bolsas de papel.
—Bingo —dijo al cabo de unos minutos levantando una revista de golf con el nombre de Malte Gabrielsson en la etiqueta de destinatario—. Esta bolsa es de Malte Gabrielsson.
Siguió hurgando entre los papeles y al cabo de un rato le pasó un sobre a Sven-Erik. En la parte de atrás alguien había anotado en bolígrafo una lista de la compra.
—«Leche, mostaza, créme fraiche, menta…» —leyó Sven-Erik.
—No, fíjate en la letra, es la misma. La del aviso de ingreso: «No por tu silencio».
Malte Gabrielsson vivía en la tercera planta. Llamaron al timbre y al cabo de un rato la puerta se entreabrió. Un hombre que rondaba los sesenta se los quedó mirando por encima de la cadena de seguridad. Iba en bata.
—¿Malte Gabrielsson? —preguntó Anna-Maria.
—¿Sí?
—Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke, de la policía de Kiruna. Nos gustaría hacerte unas preguntas sobre Inna Wattrang.
—Perdona, ¿cómo habéis podido entrar? Hay código de entrada.
—¿Podemos pasar?
—¿Soy sospechoso de algo?
—En absoluto, solo queremos…
—Oye, mira, estoy tremendamente resfriado y… bueno, estoy abatido, simplemente. Si tenéis preguntas tendrá que ser más adelante.
—No tardaremos mucho —empezó Anna-Maria, pero antes de terminar la frase Malte Gabrielsson ya les había cerrado la puerta en las narices.
Anna-Maria apoyó la frente contra el marco.
—Dame fuerzas —dijo—. Empiezo a estar hasta el moño de que esta gente me trate como a una de sus chicas polacas de la limpieza.
Se puso a aporrear la puerta como enloquecida.
—¡Abre, cojones! —rugió.
Empujó la tapita de la rendija para el correo y gritó hacia el interior del piso.
—Estamos investigando un caso de asesinato. Yo de ti hablaría con nosotros ahora. Voy a mandar a mis compañeros de uniforme a tu trabajo para que te interroguen. Llamaré a las puertas de todos tus vecinos y les preguntaré sobre ti. Sé que le pagaste doscientas mil a Inna Wattrang antes de que muriera. Lo puedo demostrar. La letra del aviso del ingreso es tuya. No me voy a rendir.
La puerta volvió a abrirse y Malte Gabrielsson quitó la cadenita.
—Entrad —dijo echando una ojeada al rellano.
De repente era la amabilidad personificada. Allí en bata, se hizo cargo de sus abrigos en el recibidor como si nunca se hubiera negado a cooperar.
—¿Queréis tomar algo? —les preguntó cuando se sentaron en el salón—. No he podido bajar a comprar por el resfriado, pero ¿un té o un café, quizás?
Los sofás eran blancos, la alfombra blanca y las paredes blancas. Unos cuadros grandes de pintura abstracta y algunos objetos de arte hacían juego con el color. Era un piso muy luminoso, de techos altos y ventanas grandes. No había nada que no armonizase con el resto. En la placa que había fuera, junto a la puerta, sólo aparecía su nombre. Se deducía que vivía solo en aquel apartamento.
—No, gracias, está bien así —dijo Anna-Maria Mella.
Después fue directa al grano.
—«No por tu silencio», ¿qué dinero era ése?
Malte Gabrielsson sacó un pañuelo de tela del bolsillo de la bata, lo tenía doblado varias veces, y se secó la destrozada nariz con toquecitos suaves. Anna-Maria sintió un escalofrío con la idea de coger ese pañuelo lleno de mocos y echarlo a la lavadora.
—Era un regalo, nada más —aseguró.
—Venga, hombre —dijo Anna-Maria con amabilidad—. Ya te he dicho que no me pienso dar por vencida.
—Vale, de acuerdo —reflexionó—. Supongo que tarde o temprano saldrá a la luz. Nos estuvimos viendo durante un tiempo, Inna y yo. Y después tuvimos una bronca y le di una bofetada o dos.
—¡Ah!
De pronto, con su bata, Malte Gabrielsson parecía triste, afligido y vulnerable.
—Creo que fue porque yo sabía que se había cansado. Me iba a dejar de todos modos. Yo no lo podía soportar y me permití… perder el control, o como se le pueda llamar. Así me podía engañar a mí mismo diciéndome que era por eso. Pero ella me habría dejado de todos modos. Lo sabía, lo sentía. He pensado mucho en ello después.
—¿Por qué le diste el dinero?
—Un pronto, me imagino. Le dejé un mensaje en el contestador. Le dije: «No es por tu silencio. Soy un cerdo. Si quieres ir a la policía, hazlo. Cómprate algo hermoso. Un cuadro o una joya. Gracias por todo este tiempo, Inna». Me apetecía que fuera así, ser yo el cerdo. Y que fuera yo quien hubiera terminado con la relación por haberle puesto la mano encima.
—Doscientas mil es bastante dinero por una bofetada o dos —apuntó Anna-Maria.
—Es maltrato de todas formas. Soy abogado. Si me hubiera denunciado me habrían echado del colegio.
De repente se quedó mirando a Anna-Maria y dijo con severidad:
—Yo no la maté.
—Tú la conocías. ¿Hay alguien que de verdad quisiera verla muerta?
—No sé.
—¿Qué relación tenía con su hermano?
—No hablaba mucho de él. Me daba la sensación de que estaba un poco harta. Creo que estaba cansada de cubrirle las espaldas por sus errores. ¿Por qué no le preguntáis a él sobre su relación con ella?
—Me encantaría, pero está de viaje de negocios en Canadá.
—Vaya, así que Mauri y Diddi están en Canadá.
Malte Gabrielsson se toqueteó de nuevo los orificios de la nariz.
—Por lo que veo no han guardado luto por mucho tiempo.
—Mauri Kallis no está en Canadá, solo Diddi Wattrang —corrigió Anna-Maria.
Malte Gabrielsson interrumpió su gesto de secarse.
—¿Sólo Diddi? ¡Ni de broma!
—¿Qué quieres decir?
—Según me contó Inna, hace tiempo que Mauri dejó de mandar a Diddi solo a encargarse de sus asuntos. No tiene criterio. Tomó una serie de decisiones de lo más estúpidas, quick and dirty. Qué va, si viaja es con Inna, bueno, con ella ya no, pero antes, o con Mauri. Nunca solo. Siempre queda en ridículo. Además, no creo que Mauri se fíe de él.
Cuando estaban en la calle otra vez Sven-Erik suspiró:
—Pobre gente.
—¿Te da lástima ese tipo? —exclamó Anna-Maria—. ¡Vamos, hombre!
—Es una persona que está realmente sola. Abogado y ganará todo el dinero que quieras, pero cuando se pone enfermo no tiene quien le haga la compra. Y el piso, ¿eso era un hogar? Debería hacerse con un gato.
—¿Para meterlo en la lavadora o qué? Un puto maltratador que se compadece de sí mismo porque ella lo iba a dejar de todos modos. Y una bofetada o dos, sí, sí, lo que yo te diga. Pero bueno. Oye, ¿comemos algo?
Inna Wattrang cruza la verja con el coche y empieza a subir hacia la Heredad Regla. Es dos de diciembre. Aparca delante de la antigua lavandería, donde ahora vive ella, y se prepara para bajar del coche. No es tan fácil.
Ha conducido desde Estocolmo y ahora que ha llegado se queda de golpe sin fuerza en los brazos. Apenas le quedan fuerzas para sacar la llave del contacto.
¡Qué pudiera llegar a casa! Dios, ha conducido en la oscuridad siguiendo las luces rojas de los demás vehículos. Tiene un ojo morado y no lo puede abrir por la inflamación, y ha tenido que conducir con la cabeza reclinada porque de lo contrario le volvía a sangrar la nariz.
Tantea en busca del cierre del cinturón para soltarse, pero se da cuenta de que ni siquiera se lo ha llegado a poner. Tampoco se ha enterado del tintineo de recordatorio.
Se le ha paralizado el cuerpo. Cuando abre la puerta para bajarse del coche siente un dolor punzante e intenso por encima del pecho, y cuando respira fuerte le viene una segunda oleada de dolor. Le ha roto las costillas.
Casi le entran ganas de reírse de una situación tan lastimosa. Bajarse del vehículo se convierte en una ardua proeza. Con una mano se apoya en la puerta, no se puede erguir, se queda doblada y respira con inspiraciones cortas y por tandas por las costillas rotas. Remueve dentro del bolso en busca de las llaves y cruza los dedos para que no le empiece a sangrar de nuevo la nariz. Le gusta mucho este bolso de Louis Vuitton.
Coño con las llaves. No ve nada. Se dirige hacia la farola negra de hierro forjado que hay junto al hastial. Y entonces, justo cuando está bien visible en el haz de luz, oye voces. Son Ebba y Ulrika, las esposas de Mauri y Diddi. A veces cogen el barco para cruzar hasta Hedlandet y pasar un rato con otras esposas. Hacen catas de vinos, cenas de mujeres y buenos momentos sin niños. Cuando vuelven con el barco suelen cruzar luego por el jardín de Inna, es el camino más corto. Las oye reír y charlar.
«Ellas también han tenido una noche de provecho», piensa Inna con media sonrisa.
Por un momento piensa en esconderse como pueda, pero la verían retirarse como Quasimodo hasta desaparecer en las sombras.
Ulrika es la primera en verla.
—Inna —grita, suena un tanto interrogante, algo así como ¿qué le pasa a Inna, está borracha o qué? ¿Por qué está doblada hacia delante de una manera tan extraña?
Después oye a Ebba.
—¿Inna? ¡Inna!
Sus pasos se aceleran sobre la gravilla.
Un montón de preguntas. Es como estar encerrada en un armario con un enjambre de abejas.
Les miente, claro. Se le da bastante bien, pero ahora está demasiado cansada y magullada.
Les explica una historia de que la ha asaltado un grupo de chavales en Humlegården… sí, le han cogido el monedero… No, Ulrika y Ebba no pueden llamar a la policía… ¿Por qué? ¡Porque no, cojones!
—Sólo necesito echarme —intenta hacerles comprender—. ¿Alguna de vosotras me puede sacar las putas llaves de este puto bolso?
Soltaba tacos por no derramar lágrimas.
—Puede ser peligroso tumbarse —dice Ulrika mientras Ebba busca en el bolso las llaves de la casa de Inna. ¿Te han dado alguna patada? Podrías tener una hemorragia interna. Al menos deberíamos llamar a un médico.
Inna suspira por dentro. Si hubiese tenido una pistola les habría pegado un tiro para que la dejaran en paz.
—¡No tengo ninguna hemorragia interna! —resopla.
Ebba ha encontrado la llave. Abre la puerta y enciende la luz del recibidor.
—Y aquí está tu monedero —dice sacándolo del bolso con una extraña expresión en la cara. Con la luz del recibidor pueden ver de verdad lo maltrecha que está Inna. No saben qué creer.
Inna esboza una sonrisa como puede.
—Gracias. De verdad que sois… una monada las dos…
Joder, suena como si fueran dos ositos de peluche, no consigue acertar el tono de voz, lo único que quiere es que se vayan.
—… podemos hablar de esto mañana, ahora quiero quedarme sola… gracias. Por favor, no les digáis nada a Diddi ni a Mauri, ya hablaremos mañana.
Les cierra la puerta a pesar de sus caritas de corzo estupefacto.
Se quita los zapatos sacudiendo los pies y sube la escalera por tramos. Remueve el armarito de las medicinas, toma Xanor formando un cuenco con la mano para coger un poco de agua del grifo y tragárselo; después Imovane, pero no se los traga enteros, sino que los chupa con paciencia para quitarles la película protectora y que así le hagan efecto más rápido.
Se pregunta si se ve capaz de bajar a la cocina a por una botella de whisky.
Se sienta en el borde de la cama y se desploma hacia atrás. Siente el sabor amargo del Imovane cuando lo engulle. Lo nota afilado. Ahora ya está todo bien.
La puerta de entrada se abre y se cierra abajo en el recibidor. Unos pasos rápidos en la escalera y la voz de Diddi:
—Solo soy yo.
Es su saludo permanente. Siempre abre la puerta y entra con las mismas palabras. Desde que se casó aquello hace que Inna se sienta como una concubina con residencia propia.
—¿Quién? —es lo único que le pregunta cuando la ve. La sangre en la camisa, la nariz hinchada, el labio partido, el ojo inflamado.
—Ha sido Malte —responde—. Se ha puesto un poco… ha perdido un poco el control.
Le dedica una sonrisa lo más traviesa que puede. Reírse, ni de broma con esas costillas, que todavía le duelen a pesar de las pastillas.
—Si te parece que yo tengo mal aspecto deberías ver su alfombra blanca del dormitorio —bromea.
Diddi intenta sonreír de vuelta.
«Dios, qué aburrido se ha vuelto», siente Inna. Le gustaría vomitarle encima.
—¿Es muy grave? —pregunta él.
—Empiezo a estar mejor.
—¿Quieres que te cuidemos un poco? —dice Diddi—. ¿Quieres algo en especial?
—Hielo, mañana voy a tener un aspecto de mierda. Y una raya.
Diddi prepara lo que le pide. También le pone un whisky y ella se empieza a sentir bastante bien teniendo en cuenta las circunstancias. Ya no se muere del dolor y el whisky le está calentando el cuerpo y la está relajando, mientras que la cocaína le mantiene la cabeza despejada.
Diddi le desabrocha los botones de la camisa y se la quita con cuidado. Empapa una toalla con agua caliente y le limpia la sangre de la cara y del pelo.
Inna se sujeta un paño de cocina con hielo contra el ojo y va soltando frases de Rocky Balboa.
—I can’t see nothing, you got to open my eye… cut me, Mick… you stop this fight and I’ll kill you…
Diddi se sienta entre sus rodillas y desliza las manos por debajo de su falda. Le desabrocha los ligueros y le besa el interior de las rodillas al mismo tiempo que le quita las medias.
Sus dedos avanzan con una caricia hacia el interior de sus muslos. Le tiemblan de deseo. Debajo de las bragas está pringada de semen de otro hombre. Le resulta de lo más sexy.
Suelen reírse de sus novios, él y Mauri. Siempre encuentra a los hombres más inverosímiles. ¿De dónde los saca? Él y Mauri se lo preguntan a menudo.
Pon a Inna en un islote pelado en medio del mar y seguro que aparecerá un velero con un tipo con peluca y vestido y deseos oscuros que Inna sabrá satisfacer.
A veces ella les cuenta cosas para divertirles. Como el año pasado, cuando les mandó un mensaje desde un hotel de lujo de Buenos Aires. «Llevo una semana sin salir de la habitación del hotel», ponía.
Cuando volvió a casa, Mauri y Diddi la estaban esperando como dos labradores a la expectativa de que les lanzara un hueso. «¡Cuenta, cuenta!».
Inna se pegó un buen hartón de reír.
El amigo en cuestión era un controlador de barcos.
—Va por las grandes ciudades portuarias del mundo —les explicó—. Se aloja en hoteles de lujo con vistas al puerto y se queda allí una semana anotando barcos. Podéis cerrar la boca mientras hablo.
Mauri y Diddi la obedecieron.
—También filma —continuó—. Y cuando su hija se casó, el año pasado, pasó un vídeo de barcos que entraban y salían de diferentes puertos del mundo. Veinte minutos. A los invitados parece que no les entusiasmó.
Hizo un gesto dubitativo con la mano para ilustrar el interés de los comensales.
—¿Tú qué hacías? —le preguntó Mauri—. Mientras él controlaba los barcos.
—Bueno —respondió—. Leí un montón de libros. Él quería, más que nada, que me estuviera allí escuchando mientras me hablaba. Pero preguntadme sobre buques cisterna, ya veréis. Me lo sé todo.
Se rieron. Diddi pensó con cariño que ésa era su hermana. Para ella todo estaba bien. Iba encontrando a sus extraños compañeros de juego, los amaba, los encontraba interesantes, les ayudaba a cumplir sus sueños. Y a veces era tan inofensivo como con aquél.
Lo cierto era que, a sus ojos, todo era inofensivo.
«Siempre hemos jugado a juegos inocentes —piensa ahora Diddi y tantea con los dedos el sexo de Inna—. Todo está bien siempre y cuando no se le haga daño a alguien que no quiere».
Echa en falta aquella sensación en la que vivía antes. La sensación de que la vida es efímera como el éter. Cada segundo existe únicamente en ese momento y después ya habrá desaparecido. La sensación de ser un niño de ojos grandes ante todas las cosas.
La pierde con Ulrika y el bebé. No acaba de entender cómo de pronto se hubo casado.
Quiere que Inna le haga recuperar la frivolidad y el desenfado. Quiere desplazarse ingrávido por la vida como en el mar. Llegas a una playa, paseas un rato por ella, te encuentras una concha hermosa, se te cae, te vuelve a arrastrar la marea. Así, justo así es como tiene que ser la vida.
—Para —dice Inna irritada apartándole la mano.
Pero Diddi no la quiere escuchar.
—Te quiero —murmura con los labios rozándole la rodilla—. Eres deliciosa.
—No quiero —dice—. Para.
Y cuando ve que no para le dice:
—Piensa en Ulrika y el principito.
Diddi para en seco. Se aparta un poco en el suelo y coloca las manos sobre las rodillas como si fueran piezas de cerámica, cada una en un pedestal. Espera a que ella le dé sosiego, que vierta aceite sobre las olas.
Pero lo único que hace es rebuscar la cajetilla de tabaco y se enciende un cigarrillo.
Diddi se mosquea, se siente despreciado y ofendido, le entran ganas de herirla.
—¿Qué te pasa? —le pregunta añadiendo a la voz el mensaje de que se ha vuelto una mojigata.
Él siempre ha querido a sus mujeres, y a unos pocos hombres, de manera delicada. Nunca ha entendido eso de la violencia y la mano dura. Pero nunca ha tenido la sensación de tenerlo que defender. Las veces que la compañía del momento se lo ha pedido, él siempre se ha negado amablemente pero deseándoles todo el placer del mundo. Incluso se quedó mirando en una ocasión, por pura cortesía. Y quizá porque estaba demasiado cansado para irse en mitad de la noche.
Pero Inna. Ella lo ha hecho casi todo y mírala ahora. Así que, ¿qué le pasa?
Eso es lo que le pregunta.
—¿Qué ocurre? ¿Qué pasa, que sólo los más pervertidos te ponen últimamente? ¿Necesitas que te apaleen como a una puta de mierda?
—Para ya —responde con un tono algo cansado y suplicante en la voz.
Pero Diddi está casi desesperado. Siente que la está perdiendo de verdad, o que quizá ya la ha perdido. Inna ha desaparecido en un mundo habitado por viejos malolientes con deseos extraños. Le vienen imágenes a la cabeza de pisos carcomidos en barrios ricos de las capitales de Europa, en los que el aire quieto contiene un ligero olor a sedimentación y suciedad en las tuberías de los grandes cuartos de baño. Apartamentos en los que las cortinas llenas de polvo le impiden siempre el paso a la luz del sol.
—¿Qué te pasa con los hombres viejos y asquerosos? —le pregunta impregnando la voz intencionadamente de desprecio.
—Para ya.
—Recuerdo cuando tenías doce años y…
—¡Para! ¡Para, para!
Inna se incorpora. Las drogas ya se han ocupado del dolor del cuerpo. Cae de rodillas delante de él, le agarra la barbilla entre los dedos y lo contempla compasiva. Le acaricia el pelo y lo consuela mientras con voz suave dice lo más terrible:
—Lo has perdido. Ya no eres un niño. Y es tan triste. Mujer, hijo, casa, cenas de pareja, invitaciones a la casa de campo… Te pega de verdad. Y se te está cayendo el pelo. Este flequillo desgreñado y largo es realmente patético. Dentro de poco te lo tendrás que peinar para taparte la calva. Por eso ahora necesitas dinero constantemente. ¿No te das cuenta tú solo? Antes lo tenías todo gratis, compañía, coca. Y ahora lo tienes que comprar.
Se pone de pie y le da una calada al cigarrillo.
—¿De dónde sacas el dinero? ¿Cuánto te gastas? ¿Ochenta mil al mes? Sé que le robaste dinero a la empresa, cuando Quebec Invest vendió y bajó el valor de Northern Explore. Sé que fuiste tú el que lo arregló. Un periodista del NSD me llamó y me hizo un montón de preguntas. Mauri se volvería loco si se enterara. ¡Loco!
Diddi está a punto de ponerse a llorar. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Cuándo cambió de forma lo suyo con Inna?
Tiene ganas de salir corriendo y dejarla allí, pero al mismo tiempo es lo último que quiere. Tiene la sensación de que si se va ahora no podrá volver nunca más.
Siempre han sido infieles, él e Inna. Bueno, no infieles, pero nunca han dejado que nadie supusiera un peso para ellos. Las personas van y vienen en la vida. Te abres de par en par y al final, tarde o temprano, te acabas yendo. Pero Diddi siempre ha sentido que él e Inna son la excepción, el uno para el otro. Mientras su madre había sido un bastidor de papel siempre ocupada pensando en el dinero y la posición social, Inna ha sido la carne, la sangre, la vida.
Él no es la excepción para Inna. Se ha desprendido de ella y ella lo ha permitido.
—Vete —le dice con su voz amable, esa voz que es para cualquiera.
Es tan sumamente tierna y amable.
—Ya hablaremos de esto mañana.
Diddi niega con su cabeza rubia de modo que el flequillo lacio se agita sobre la frente. Mañana no hablarán de ello, todo está dicho y queda atrás.
Sigue negando con la cabeza mientras baja por las escaleras y cuando cruza el patio, y al atravesar la oscuridad de su jardín hasta llegar junto a su esposa y su hijito.
En la puerta se topa con Ulrika.
—¿Cómo se encuentra? —pregunta.
El principito está durmiendo y Ulrika se acurruca en el pecho de su marido, que se obliga a sí mismo a rodearla con los brazos. Por encima de su cabeza se cruza con su propia cara en el espejo dorado del recibidor.
No reconoce a la persona que lo está mirando. La piel es como una máscara que se ha soltado de sus puntos de sujeción.
Y resulta que Inna conoce la historia con Quebec Invest, eso es malo, muy malo. ¿Qué era lo que había dicho? Que un periodista del NSD le había estado preguntando.
Inna está tumbada en la cama con una toalla empapada encima de la nariz, que le había empezado a sangrar otra vez. Oye la puerta del recibidor que se vuelve a abrir y a cerrar. Ahora oye la voz de Mauri:
—¿Hola?
Inna suspira por dentro. No tiene fuerzas para explicar nada, ni para prohibirles que llamen a la policía y a un médico.
Mauri por lo menos llama. Primero golpea la puerta de entrada y luego en el marco mientras grita un saludo para que se oiga en el piso de arriba. Casi llama también en la barandilla de la escalera mientras avisa de que va a subir. Y llama con cuidado a la puerta abierta del dormitorio antes de entrar.
Le mira la cara hinchada, los labios rotos, el brazo amoratado y le dice:
—¿Crees que podrás maquillarte todo eso? Mañana me tienes que acompañar a Kampala a una reunión con la ministra de Comercio.
Inna no puede contener una risotada. Está de lo más encantada de que Mauri se haga el duro y como que pasa de todo.