Rebecka Martinsson sale del coche delante del Hotel Riksgränsen. El nerviosismo le patalea el estómago.

«Es igual —se dice a sí misma—. Tengo que hacerlo. No tengo nada que perder, excepto mi orgullo». Y cuando se hace una imagen de su orgullo, ve una cosa desgastada sin ningún valor.

«Adentro», se dice a sí misma.

Por lo visto en el bar están de fiesta. En cuanto entra por la puerta del hotel oye un grupo de música tocando una vieja canción de Pólice.

Se queda en recepción y llama a Maria Taube. Si tiene suerte Maria tendrá algún chico rondándola y ella estará esperando que la llame las veinticuatro horas del día.

Tiene suerte. Maria contesta.

—Soy yo —dice Rebecka.

Le falta el aliento por el nerviosismo pero tampoco de eso se puede preocupar.

—¿Puedes ir a buscar a Måns y pedirle que baje a recepción?

—¿Qué? —pregunta Maria—. ¿Es que estás aquí?

—Sí, estoy aquí. Pero no quiero ver a nadie, sólo a él. Por favor, ve a pedírselo.

—De acuerdo —responde Maria vacilante a la vez que se da cuenta de que se ha perdido algo o que no lo ha entendido—. Voy a buscarlo.

Tarda un par de minutos.

«Ojalá no venga nadie aquí», piensa Rebecka.

Tiene ganas de hacer pipí. Debería haber ido antes al baño. Y mucha sed. ¿Cómo va a poder articular palabra cuando tiene la lengua pegada al paladar?

Se ve a sí misma reflejada en el espejo y entonces descubre, para su horror, que lleva el viejo anorak de su abuela. Tiene aspecto de vivir en el bosque, de hacer cultivo ecológico, de enfrentarse a todo tipo de autoridad y de hacerse cargo de los gatos abandonados.

Está a punto de salir corriendo hacia el coche y desaparecer de allí pero entonces suena el teléfono. Es Maria Taube.

—Va para allí —le dice concisa y cuelga.

Y va.

Rebecka se siente como en un acuario con una morena dentro.

No la saluda con el «¿Qué hay, Martinsson?», o algo así. Es como si se diera cuenta de que ahora va en serio. Está tan guapo. Tiene el mismo aspecto de antes. Casi nunca se le ve llevar téjanos.

Ella toma la iniciativa e intenta olvidarse de su pelo largo que necesita ser cortado y teñido. Intenta olvidar su cicatriz. ¡Y el jodido anorak!

—Vente conmigo —le dice—. He venido para llevarte a mi casa.

Piensa que debería decir algo más pero no tiene fuerzas para articular otras palabras que aquéllas.

Él sonríe pero después se pone serio y antes de que le dé tiempo de decir nada, aparece Malin Norell por detrás de él.

—¿Måns? —lo llama mientras mira a Rebecka—. ¿Qué es lo que pasa?

Él sacude la cabeza con pesar.

Rebecka no sabe por qué mueve la cabeza. Por ella o por la mujer que está a sus espaldas. Entonces él le sonríe y dice:

—Tengo que ir a buscar la chaqueta.

Pero ella no lo piensa dejar escapar. Ni un sólo segundo.

—Coge la mía.

Van en el coche. La nieve cae fuera como un telón blanco. No se ve nada. Rebecka conduce con cuidado. No hablan mucho. Nada, en realidad. Måns estudia las gastadas mangas del anorak que lleva puesto. Seguro que es la chaqueta más fea que ha visto en su vida.

Después mira a Rebecka. Realmente es algo diferente. Completamente loca. Y se echa a reír. No puede aguantarse.

Ella también se ríe. Se ríe hasta que le caen las lágrimas.

Mucho más tarde, cuando descansa sobre su brazo empieza a llorar. Desbordada. Es cuando él le hace una broma y dice:

—Qué bien, ¿no?

Y ella tiene que reírse de nuevo, pero le vuelve el llanto.

Entonces él le coge los cabellos. Se los sujeta mientras se los acaricia y le besa la cicatriz que tiene en el labio.

—Está bien —dice—. Déjalo salir.

Y llora hasta hartarse y él está lleno de buenas intenciones. La va a cuidar. Se volverá con él a Estocolmo y a trabajar de nuevo en el bufete. Todo saldrá bien.

Por la noche se despierta y se queda mirándolo. Duerme de espaldas con la boca abierta.

«Ahora está aquí —piensa—. Voy a intentar no atarlo tan corto que se quiera soltar. Voy a disfrutar con ello».

«Que esté aquí ahora».