Rebecka está tumbada sobre la nieve delante de la casa de su abuela en Kurravaara. Lleva puesto el viejo anorak de su abuela pero está abierto. Es bueno pasar frío, alivia por dentro. El cielo está negro y claro. La luna sobre ella está amarilla, como enferma. Como una cara hinchada con la piel llena de baches. Rebecka ha leído en alguna parte que el polvo de la luna apesta, que huele a pólvora vieja.
«¿Cómo se puede sentir algo así por otra persona? —piensa—. ¿Cómo puede una sentir que quiere morir porque el otro no te quiere? Si sólo es una persona».
—Te voy a decir una cosa —le dice a su Dios—. No quiero quejarme de todo, pero dentro de poco no voy a querer seguir. No hay nadie que me ame y, por lo que parece, es difícil de soportar. En el peor de los casos, viviré sesenta años más. ¿Qué va a ser de mí si estoy sola durante sesenta años? Ya viste que me rehíce un poco. Trabajo. Me levanto por las mañanas. Me gustan las gachas de avena con confitura de arándanos. Pero ahora no sé si quiero seguir con todo eso.
En ese momento oye el ruido de unas patas pisando la nieve. Al instante está Bella a su lado, corriendo a su alrededor, por encima, le pisa el estómago y le hace daño, le da un golpecillo con el hocico, controla que esté bien.
Después se pone a ladrar. Naturalmente le está pasando el informe al amo. Rebecka intenta ponerse de pie rápidamente pero Sivving ya la ha visto. Va deprisa hacia ella.
Bella ha seguido su camino. Se da una vuelta rápida por el viejo prado levantando la nieve recién caída.
—Rebecka —la llama sin conseguir esconder la intranquilidad que siente en la voz—. ¿Qué haces?
Abre la boca para mentir. Para hacer una broma y decir que miraba las estrellas. Pero no le sale nada.
La cara no tiene fuerzas para recomponerse. El cuerpo no intenta disimular. Sacude la cabeza.
Él quiere que todo vuelva a estar bien. Claro que entiende que Sivving se intranquilice por ella. ¿Con quién va a hablar si no, ahora que Maj-Lis ya no está?
No puede más. No quiere ver ese deseo en él de que esté contenta, de que todo esté bien, de que sea feliz.
«No tengo fuerzas para ser feliz», quiere decir. «Apenas tengo fuerzas para ser infeliz. Mantenerme de pie es mi gran proyecto».
Sivving está a punto de preguntarle si quiere ir a dar un paseo con él o ir a tomar café a su casa. Dentro de unos segundos lo dirá. Y ella tendrá que responderle que no, porque no puede. Él dejará caer la cabeza y así lo habrá hecho infeliz a él también.
—Tengo que irme —le dice—. Tengo que ir a casa de una mujer en Lombolo a llevarle una citación.
Es una mentira tan extraordinariamente rebuscada y mala que casi tiene una experiencia extracorpórea. Otra Rebecka se pone a su lado y le dice:
«¿De dónde cojones has sacado eso?».
Pero Sivving parece que lo acepta. No tiene ni idea de lo que, en realidad, hace en el trabajo.
—Bueno —dice simplemente.
—Oye —dice—. Tengo una gatita arriba, en casa. ¿Verdad que la podrías cuidar?
—Claro que sí, pero ¿es que vas a estar fuera mucho tiempo? —se interesa Sivving.
Y cuando ella se dirige hacia el coche, le grita:
—¿No te cambias de chaqueta?
Sale a la carretera que va hacia Kiruna y se da cuenta de que no ha pensado adonde se dirige. Porque ya lo sabe. Va a ir hasta Riksgränsen.
—¿Qué es esto? —pregunta Anna-Maria Mella.
Sven-Erik Stålnacke va en el lado del copiloto y escruta con la mirada las primeras verjas de la Heredad Regla. A la luz de los focos del Passat de alquiler, ve un Hummer aparcado delante de ellos, justo al otro lado de la verja.
—¿Son los seguratas o qué? —pregunta él. Se paran delante de la verja. Anna-Maria pone el punto muerto y sale del coche con el motor en marcha.
—¡Hola! —grita.
Sven-Erik Stålnacke también sale del coche.
—Dios mío —exclama Anna-Maria—. ¡Jesús bendito!
Allí hay dos cuerpos boca abajo. Revuelve debajo de su chaqueta en busca de su arma.
—¿Qué cojones ha pasado aquí? —pregunta.
Da un paso rápido para salir del haz de luz de su coche.
—Apártate de la luz —le indica a Sven-Erik—. Y apaga el motor.
—No —le replica Sven-Erik—. Entra en el coche y nos vamos de aquí a llamar para que envíen refuerzos.
—Vale, ve tú —le responde Anna-Maria—. Yo voy a echar un vistazo.
La verja exterior bloquea sólo el camino. Son las dos verjas interiores en la avenida las que están encastadas en un muro. Anna-Maria pasa por detrás del poste de la verja pero se para un poco apartada de los cuerpos. No quiere llegar hasta ellos mientras estén a la luz de su coche.
—Retrocede —le ordena a Sven-Erik—. Sólo quiero echar un vistazo.
—Siéntate en el coche —le gruñe Sven-Erik—. Voy a llamar para que envíen refuerzos.
Y ahí empieza la pelea. De pronto están allí discutiendo como una pareja de viejos.
—Sólo será un vistazo. Vete de aquí o apaga el jodido motor —bufa Anna-Maria.
—Hay unas normas. ¡Siéntate en el coche! —le ordena Sven-Erik.
Qué poco profesionales, pensarán tiempo después. Hubieran podido dispararse el uno al otro. Siempre que hablan de la reacción extraña que se puede tener en situaciones difíciles, su pensamiento volverá a este momento.
Al final Anna-Maria se pone directamente ante el haz de luz. Con su Sig Sauer en una mano, toca con la otra un lado del cuello de los dos que están tumbados en el suelo. No hay pulso.
Agachada, da unos pasos hacia el Hummer y mira dentro. Una sillita. Un niño. Un niño pequeño muerto. Le han disparado en la carita.
Sven-Erik ve que se apoya contra la ventanilla con la mano que tiene libre. Tiene la cara pálida como la ceniza a la luz de los focos del Passat. Lo mira directamente a los ojos con una mirada tan llena de desconcierto que a él se le encoge el corazón.
«¿Qué?», pregunta.
Pero en ese mismo momento se da cuenta de que no ha emitido ningún sonido.
Ella se inclina hacia delante. Todo su cuerpo se contrae como en una dolorosa convulsión. Y lo mira. Acusadora. Es como si algo fuera culpa suya.
Al instante siguiente ya no está. Como un zorro se ha apartado del haz de luz del Passat y él no sabe adónde ha ido. Está tan oscuro allí fuera. Las gruesas nubes de la noche no dejan entrar la luz de la luna.
Sven-Erik se mete en el coche para apagar el motor. Todo se queda en silencio y oscuro.
De nuevo de pie, oye unos pasos que corren hacia la casa.
—¡Anna-Maria, cojones! —le grita.
Pero no se atreve a gritar muy alto.
Está a punto de ir corriendo detrás de ella pero entonces reflexiona.
Llama para que envíen refuerzos. Jodida tía. La conversación dura dos minutos. Pasa un miedo de muerte cuando habla por teléfono. Miedo a que alguien lo oiga. Alguien que venga a dispararle en la cabeza. Se agacha junto al coche durante la conversación. Intenta escuchar. Intenta ver algo en la oscuridad. Le quita el seguro a su arma.
Cuando acaba, sale corriendo detrás de Anna-Maria. Mira dentro del Hummer para ver qué es lo que la ha hecho reaccionar así, pero está demasiado oscuro sin los focos del Passat. No ve nada.
Se pone al lado del camino para subir hacia la casa. Corre en silencio sobre el césped. Si su propia respiración no sonara como un fuelle, igual podría oír algo. Tiene tanto miedo que se siente enfermo. Pero ¿qué cojones puede hacer? ¿Dónde está Anna-Maria?
Ester ve algo en el espejo. Se parece a ella misma. Por lo que la ciencia ha conseguido saber, no hay nada en nosotros que perdure. El hombre es una mezcla de cuerdas vibrantes. Y el aire a nuestro alrededor también es una mezcla de cuerdas vibrantes. Es curioso que no atravesemos muros diariamente y fundamos nuestras existencias.
Se ha entregado, aunque no sabe a qué. Es a un nivel más profundo que su entendimiento. A cada paso el acuerdo queda firmado. Se fue a vivir al desván de Mauri. Ha entrenado su cuerpo. Se ha cargado de hidratos de carbono. Ahora la cabeza debe acompañar a los pies y no al revés.
La cabeza descansará cuando los pies corran por la escalera que va al sótano.
A la vez, cinco hombres avanzan hacia la casa de Regla. Todos llevan ropa negra. El jefe del grupo es el que Ester ha llamado Lobo en su mente. Él y otros tres van armados con metralletas. El último es un tirador de precisión.
Éste se tumba sobre el césped con el jefe de seguridad, Mikael Wiik, en el punto de mira. No necesitaría estar tumbado porque el objetivo está completamente quieto.
Mikael Wiik está de pie en la escalera de la casa y escucha lo que pasa en el camino. Diddi y su mujer han cogido el coche y se van de Regla. Probablemente Diddi se ha peleado con Mauri. Justo esta puta noche, pero Diddi últimamente es imprevisible.
Ha oído cómo se paraba el coche allí abajo junto a la verja exterior y después cómo se paraba el motor. Se pregunta por qué no han continuado. Seguramente están en el coche y tienen la pelea del siglo.
«Yo hago mi trabajo —piensa Mikael Wiik—. Y ése no es mi trabajo».
«No me mezclo —piensa—. Y no estoy involucrado».
«Tampoco en lo de Inna. Yo le di a Mauri aquel número de teléfono. Pero en lo que ocurrió después, realmente no estoy implicado».
Había mirado el cuerpo de Inna en el tanatorio de Kiruna. Era una herida burda.
Intenta convencerse a sí mismo de que aquello no lo podía haber hecho un profesional. Ella murió por otro motivo. No tenía nada que ver con Mauri Kallis.
Respira hondo. La primavera se nota como una negra arteria en el aire de la noche. El aire es cálido y trae consigo aromas de verde. Este verano se comprará un barco. Se llevará a su novia por el archipiélago.
Después ya no piensa más. Cuando cae hacia delante y se da contra la escalera de piedra, ya está muerto.
El tirador de precisión cambia de posición. Da la vuelta hasta el otro lado de la casa. Los ventanales del comedor son grandes. Mira lo que hay dentro. Sólo un vigilante contra la pared del comedor. Los demás invitados son sitting ducks. Informa de que hay vía libre a través de su pinganillo.
Ester Kallis corta la luz desde los contadores. Con unos rápidos movimientos, desenrosca los plomos de las tres fases de entrada. Tira los plomos debajo de un estante que hay cerca. Oye cómo van rodando por el suelo y se quedan quietos. La oscuridad es compacta.
Respira hondo. Los pies conocen el camino de subida por la escalera. No necesita ver. Corren a lo largo de una senda oscura.
Y mientras los pies siguen la senda oscura, ella vive en otro mundo. Se le podría llamar recuerdo, pero ocurre ahora. De nuevo. Ocurre ahora tanto como entonces.
Está en la falda de una montaña con su eatnážan. Es el final de la primavera. Sólo quedan unas cuantas manchas de nieve. En el aire se ven constantes bandadas de pájaros piando. El sol les calienta la espalda. Se han desabrochado las chaquetas.
Miran hacia abajo y ven un arroyo. Ya tiene varios metros de ancho de agua de deshielo. Es muy rápido. Un reno hembra se mete en el agua y nada hasta la otra orilla. Una vez en tierra, se pone a llamar a su cría. La llama una y otra vez y al final la cría se atreve a meterse en el agua. Pero la corriente es demasiado fuerte y la cría no tiene fuerzas para nadar hasta el otro lado. Ester y su madre ven cómo se la lleva la corriente. Entonces el reno hembra se vuelve a meter en el agua y alcanza nadando a su cría. Nada a su alrededor, hace fuerza con su cuerpo contra la corriente y así pueden nadar los dos juntos. La corriente es fuerte y la cabeza de la madre se mantiene justo por encima de la superficie del agua, como un grito de socorro. Cuando llegan a la orilla se pone de lado aguantando la corriente para que la cría pueda ponerse a salvo en tierra. Al final consiguen estar los dos al otro lado.
Ester y su madre se quedan mirándolos. Están tan satisfechas del valor del reno. De su fuerte sentimiento hacia su cría. Y también de la confianza de la cría que, a pesar del miedo que le tenía a la corriente, se ha tirado al agua. No hablan cuando vuelven andando a la cabaña que hay para los pastores de renos.
Ester va detrás de su madre. Intenta dar pasos largos para pisar exactamente en el mismo sitio que ha pisado su madre.
Mauri Kallis pregunta a sus invitados qué van a tomar con el café. Gerhart Sneyers quiere un coñac, Heinrich Kock y Paul Lasker lo mismo. Viktor Innitzer tomará un Calvados y el general Helmuth Stieff se decide por un buen Malta.
Mauri Kallis le dice a su mujer que se quede sentada y se hace cargo personalmente de servir las bebidas a los invitados.
—Voy a cambiar las velas —dice Ebba llevándose el candelabro a la cocina, algo irritada porque el personal contratado no ha estado atento y las velas casi están consumidas.
En el comedor hay un vigilante. Trabaja para Gerhart Sneyers. Cuando Mauri Kallis se levanta y pasa por delante de él, se da cuenta de lo discreto que es este hombre. La verdad es que Mauri no ha notado que ha estado allí durante toda la cena.
Por eso es casi cómico cuando el vigilante cae llevándose consigo hasta el suelo un tapiz del siglo XV. A Mauri le da tiempo de pensar en un chico que se desmayó en la procesión de Lucía cuando iba a tercero. En ese momento el ruido de cristales rotos le alcanza el inconsciente. A partir de ahí, aparecen dos hombres en el quicio de la puerta y el ridículo sonido de una metralleta, como si se estuvieran haciendo palomitas de maíz.
Y se apagan todas las luces. En la oscuridad se oye el desesperado grito de dolor de Paul Lasker. Y otra persona que también grita histérica y después se calla de golpe. La lluvia de balas se interrumpe y tras unos segundos aparece la luz de una linterna que busca por la sala a los que se agachan, gritan, se arrastran, intentando esconderse y escapar de aquello.
El general Helmuth Stieff ha cogido el arma del vigilante muerto y dispara a la luz. Alguien cae en el suelo y la linterna se apaga.
Está todo completamente a oscuras. Mauri se da cuenta de que está tumbado en el suelo y cuando intenta levantarse no puede. Tiene la mano mojada y la camisa también.
«Me han disparado en el estómago», piensa. Pero después se da cuenta de que se le ha caído el whisky. Como no puede ver nada, los sonidos son altos. Son las mujeres que gritan de miedo en la cocina y de nuevo el ruido de las palomitas. Luego se hace el silencio. Mauri piensa «Ebba» y después su único pensamiento es salir de allí. Salir de allí.
Oye cómo los intrusos intentan restablecer la corriente desde los contadores del recibidor pero no pasa nada. Toda Regla está a oscuras.
Paul Lasker grita sin parar. Debajo de la mesa algunos de los caballeros chocan entre sí. Es cuestión de segundos antes de que los otros vuelvan al comedor.
A Mauri le han disparado en la cadera pero se puede arrastrar con ayuda de las manos. El comedor y el salón están uno detrás de otro y, dado que el mueble bar es un anexo en madera de la chimenea del salón, sabe que se encuentra cerca de la puerta del salón. Se arrastra siguiendo el zócalo. Aquí se hubiera tomado su café y su licor. Después de unos dos metros más sus fuerzas se han acabado.
Entonces alguien, con cuidado, le pone una mano sobre la espalda. Oye que Ester le susurra al oído:
—Cállate, si quieres vivir.
El general sigue resistiendo en el comedor. Desde la puerta del recibidor entra una salva a ciegas. Ahora hay alguien en la puerta por la parte del recibidor que sujeta una linterna mientras otro dispara. Paul Lasker se queda callado. El general dispara, pero poco. No le queda mucha munición. Dentro de nada podrán entrar y acabar con todos.
Ester hace que Mauri se siente en un duro sofá del siglo XVIII. En el informe de la investigación se dirá que allí dejó una mancha de sangre y se especulará sobre el escenario probable. Ester se agacha delante de él y se lo pone al hombro, como hacen los bomberos.
«Levanto —piensa—. Uno, dos y tres».
No pesa demasiado. El salón está en fila con la biblioteca, la biblioteca a su vez está en fila con una habitación todavía por arreglar, que está llena de cosas. Allí hay una puerta que lleva al jardín. La abre y sale a grandes zancadas a la oscuridad.
Se sabe el camino. Ha corrido por allí varias veces, por el pequeño trozo de bosque hasta el viejo embarcadero, con los ojos tapados. Los árboles le han arañado la cara pero ahora se sabe la senda oscura. Sólo le hace falta poder atravesar el patio y el tramo de césped que llega hasta los árboles.
El jefe del grupo alumbra con una linterna a los hombres del comedor. El haz de luz va de una cara a otra. El general Helmuth Stieff está muerto y también Paul Lasker.
Heinrick Kock está medio tumbado contra la pared. Su mano es una garra sin vida sobre una mancha roja que crece sobre el pecho de su blanca camisa. Mira aterrorizado al hombre con la cara pintada de negro que tiene la linterna en la mano izquierda. Su respiración es corta, con rápidos jadeos.
El jefe del grupo se saca su Glock y le dispara entre los ojos. Así los otros dos supervivientes hablarán más. Oye que Viktor Innitzer grita horrorizado.
Parece como si Innitzer no estuviera herido físicamente. Está sentado junto a la pared con los brazos apretados contra el pecho.
Gerhart Sneyers está a su lado debajo de la mesa.
El jefe del grupo hace un gesto con la cabeza y uno de los hombres agarra a Sneyers de los pies y lo arrastra hasta él. Allí se queda tumbado de lado, con las rodillas un poco dobladas y las manos entre los muslos. El sudor le corre por la piel de la frente. Perlas que le caen sobre la cara. Le tiembla todo el cuerpo como de frío.
—Tu nombre —le pide el jefe del grupo en inglés. Después se pasa al alemán.
—Ihr Name. ¿Y quiénes son los demás?
—Rot op —responde Sneyers. Cuando abre la boca para pronunciar las palabras, le sale sangre.
El jefe se inclina hacia abajo y también le dispara. Después se vuelve hacia Viktor Innitzer.
—Please, don’t kill me —suplica Innitzer.
—Who are you? ¿Y quiénes son los demás?
Innitzer le dice quién es él y los nombres de los demás a medida que la luz de la linterna cae sobre sus caras muertas. El jefe del grupo tiene en la mano una pequeña grabadora e Innitzer habla lo más claro que puede, mirando angustiado hacia arriba, hacia el cabecilla.
—¿Hay alguien de la reunión que falte? —pregunta el jefe.
—No sé… no sé… Si deja de deslumbrarme con la linterna… yo… ¡Kallis! ¡Mauri Kallis!
—¿Nadie más?
—No.
—¿Y dónde está Kallis?
—¡Estaba justo ahí!
Viktor Innitzer señala a la oscuridad en dirección al mueble bar.
El jefe alumbra hacia el mueble bar y después hacia la puerta que hay al lado. Dirige la pistola hacia la cabeza de Innitzer. Ya no le hace falta y aprieta el gatillo. Después les hace una señal a los otros y entran corriendo en el salón.
Buscan metódicamente por todo el salón con ayuda de las linternas. Parece un baile ensayado: se mueven espalda contra espalda, dando una y otra vuelta mientras avanzan, con la luz de las linternas apuntando en diferentes direcciones.
Necesitarían mejor luz, especialmente si Kallis ha tenido tiempo de salir fuera. Esperan que esté herido.
—Ve a buscar el Hummer —dice el jefe del grupo a su pinganillo—. Puede ir por terreno cubierto de bosque.
Anna-Maria Mella acaba de ver muerto al hijo de Diddi Wattrang en el Hummer de la familia. Va corriendo hacia Regla. Aunque, en realidad, no corre, porque fuera está todo completamente oscuro. Va dando saltos y levanta los pies mucho para no tropezar con nada. No tiene ganas de caerse con un arma sin seguro en la mano.
«¿Qué es lo que ha pasado aquí?», piensa.
La luz de fuera está apagada. La casa, arriba en la colina, descansa en una oscuridad compacta.
Cuando está un poco más cerca, ve la luz de una linterna. Alguien alumbra el camino y corre hacia allí a toda velocidad. Anna-Maria se desplaza rápidamente hacia la derecha y cae en la cuneta. Se saca la chaqueta, que está llena de reflectante, y la tira al suelo con el forro hacia arriba. No le da tiempo de correr más que hasta allí, porque, si no, la persona que está arriba la oiría. Se encoge en la cuneta. La hierba del año pasado está aplastada y no ofrece protección ninguna, pero crece un poco de maleza y hay ramas. Si la persona no dirige la linterna hacia donde está ella, se puede salvar.
El agua abajo en la cuneta tiene un palmo de profundidad. Enseguida nota que se le está metiendo en los zapatos y a través del tejano. Remueve el barro con la mano que tiene libre y se mancha de suciedad la cara todo lo que puede para que no se vea blanca con la luz de la linterna. Tiene que mirar hacia arriba, estar dispuesta a disparar si la persona la ve y le apunta con un arma. Coge la pistola con las dos manos, después se queda completamente quieta y en silencio. El corazón le late como una campana.
¿Amigo o enemigo? No tiene ni idea. ¿Es alguno de los hombres de seguridad de Kallis? ¿Es el que acaba de dispararle a Diddi Wattrang y a su familia?
No lo sabe. Se va corriendo hacia la verja, hacia el coche con el niño muerto en el asiento delantero. ¡Hacia Sven-Erik!
Se pone de pie y deja la chaqueta en la cuneta. Sube hasta el camino. Tiene completamente mojadas las rodillas y los pies.
Corre por el césped que está al lado, detrás del hombre que va camino del Hummer. Si saca el arma contra Sven-Erik… Ella sabe lo que tiene que hacer. En ese caso, le meterá una bala en la espalda.
El hombre llega hasta el Hummer. Se sienta en el coche y lo pone en marcha. Los focos se encienden y, de pronto, toda la zona aparece bañada de una fría luz. Dios mío, ¿pueden dos focos dar tanta luz?
No se ve a Sven-Erik.
El hombre da marcha atrás. Ella se da cuenta de que no piensa perder tiempo en dar la vuelta, sino que irá marcha atrás hacia la casa.
Anna-Maria se vuelve a tirar en la cuneta. Se tumba boca abajo cuando el coche pasa. Se levanta y se queda agachada para mirarlo. Está muy ocupado mirando hacia atrás así que no puede mirar hacia donde está ella. ¡Vaya conductor! Va marcha atrás a máxima velocidad, dirección arriba por la avenida hacia la casa. Joder, qué deprisa va. Pero se mantiene en la calzada con mucha seguridad.
Después recuerda que va sentado al lado de la sillita con el niño al que le han disparado en la cabeza. Es un pensamiento tan repugnante y repulsivo. ¿Qué clase de gente es ésa?
—Sven-Erik —grita bajito—. ¡Sven-Erik!
Pero no oye respuesta ninguna.
Sven-Erik acaba de pedir refuerzos.
Va andando al lado de la calzada donde hay hierba bastante alta. Qué difícil es no ver nada pero en el cuerpo tiene todos los años de experiencia. Muchas veces ha tenido que andar rodeado de una oscuridad negra como el carbón y esta vez ni siquiera lleva mochila a la espalda.
De pronto su cuerpo siente que alguien avanza por la carretera pesadamente, con las piernas algo separadas. Nota, más que ve, la calzada a su lado y los tilos de la avenida al otro.
Cuando el hombre de la linterna viene corriendo, no se tira a la cuneta, sino que se esconde detrás de un tilo hasta que ha pasado.
Sin saberlo, Anna-Maria y Sven-Erik se cruzan. Pero cada uno corre por el lado opuesto de la calzada. Anna-Maria corre detrás del hombre de la linterna. Sven-Erik hacia el otro lado, hacia la casa. Hay poco más de cuatro metros entre ellos, pero no se ven. Tampoco oyen sus propios pasos, su propia respiración.
Está en el jardín. Ester lleva bien agarrado a Mauri del brazo y de la pierna. Va como un yugo sobre los hombros de ella. Cuando da la vuelta por el ala norte, ve la luz de unas linternas a través del ventanal del salón. No están lejos pero ella está ahora al abrigo de la oscuridad. Tiene que moverse en silencio. Cruza el patio evitando la gravilla.
Pasará a través del manzanar y luego hasta el cerrado bosque. A través del bosque hasta el viejo embarcadero. Setecientos metros de terreno difícil y con el peso de otra persona. En cuanto llegue a la linde de los árboles podrá ir más despacio.
Cuando casi ha llegado al manzanar, oye el Hummer que sube hasta el jardín. Lo ve venir como un animal de ojos rojos. Tarda un segundo en comprender que son las luces traseras. Sube marcha atrás por la avenida.
Se encuentra en el haz de luz. De pronto se iluminan los troncos huesudos de los manzanos y da unos rápidos pasos para salir de allí. Sólo hacia adelante. De vuelta a su senda oscura. Hacia el bosque.
El conductor del Hummer les comunica a sus compañeros a través de su pinganillo que tiene a la vista dos personas que huyen. Pasa el coche por las plantas y por el césped, hacia el manzanar.
Antes tiene que parar porque hay un gran desnivel y no puede saltar desde la terraza de piedra o se quedaría allí clavado.
Da marcha atrás poco más de un metro, maniobra, va un poco hacia adelante, utiliza el coche como foco, busca metódicamente en la zona, les dice a los compañeros que se den prisa. Dos le indican que están en camino. Los otros dos han ido a buscar a los demás de la casa. Acaban de dispararle a la niñera, que había encendido velas en la sala de estar y estaba buscando algo que leer ahora que la televisión no funcionaba.
Anna-Maria tiene el corazón en un puño. El Hummer ha ido a través del jardín y se ha parado en el borde de un manzanar. A la luz de los focos ve a una persona llevar a otra sobre los hombros, moviéndose en dirección hacia el bosque. Los ve un segundo, después desaparecen del haz de luz. El Hummer gira hábil y parece que los busca con las luces largas. A su lado aparecen dos personas vestidas de negro, se paran un segundo y siguen hacia la arboleda.
Anna-Maria se agacha e intenta no hacer ruido al respirar. No está ni a veinte metros de ellos.
«No pueden oírme con el ruido del motor», piensa.
Todo ocurre de repente: la persona de la arboleda está en medio de la luz otra vez y uno de los hombres de al lado del coche envía una ráfaga de metralleta. El otro levanta un fusil hasta el hombro pero no le da tiempo de disparar porque la persona desaparece de nuevo en la oscuridad. El Hummer da marcha atrás, se gira y se queda allí un segundo.
El hombre de la metralleta vuela sobre la terraza como una pantera y va detrás de aquellos desgraciados que intentan huir allí abajo. El tirador de precisión está junto al coche. Dispuesto a disparar puesto en pie.
Anna-Maria intenta ver algo pero sólo hay troncos que extienden sus ramas negras de invierno a la luz fantasmal de los focos del coche.
Lo cierto es que no piensa. No le da tiempo de tomar ninguna decisión.
Sin embargo, en su interior sabe que a los individuos que huyen allí abajo les dispararán si ella no hace nada. Y que en el coche que gira a un lado y a otro, buscando con su asesina luz como una máquina con vida propia, en ese coche hay un niño muerto.
Hay una furia desesperada en sus pasos cuando corre hacia el coche con su arma desenfundada. Los pies se hunden en la tierra. Es como en una pesadilla cuando corres y corres y nunca llegas al final.
Pero ella llega, en realidad tarda apenas unos segundos.
No la han descubierto. Su concentrada atención está dirigida hacia otra parte. Dispara al tirador de precisión en la espalda. Cae hacia delante. Dos rápidos pasos más y dispara al conductor en la cabeza, a través de la ventanilla.
El coche se para pero la luz sigue fluyendo. No piensa en que puede haber más, no hay miedo. Corre por el haz de luz hacia la terraza, hacia la arboleda. Entre los árboles. Sigue al hombre de la metralleta que persigue a quien lleva a un hombre a cuestas.
Le quedan siete balas. Eso es todo.
Sven-Erik Stålnacke se agacha en la oscuridad cuando el Hummer sube marcha atrás hasta la casa. Ve cómo sigue hacia la terraza y se para delante del manzanar, va hacia atrás y hacia adelante, hacia atrás y hacia adelante. No ve a la persona que tiene el valor de atravesar el manzanar con otra en la espalda, pero ve al hombre con la metralleta que disparara contra algo y después corre por la terraza.
Ve al tirador de precisión dispuesto a disparar buscando al lado del Hummer. Mira el reloj y se pregunta cuánto tiempo tardarán en llegar los compañeros.
Apenas le da tiempo a entender lo que ve cuando oye el disparo y el tirador de precisión cae hacia delante y después alguien dispara al conductor. No entiende que es Anna-Maria hasta que la ve correr hacia el manzanar a la luz del coche.
Sven-Erik se pone de pie. No se atreve a llamarla.
«Dios mío, está totalmente expuesta con esa luz. Completamente loca». Se pone furioso.
Con esa sensación ve que el tirador de precisión se pone de pie. El miedo actúa como un electroshock en Sven-Erik. ¡Si ella le ha disparado! Después entiende que el hombre debe llevar chaleco antibalas.
Y allí corre Anna-Maria como una diana viva en medio de la luz.
Sven-Erik se pone en marcha. Para su edad y peso se mueve muy silencioso y rápido. Y cuando el tirador levanta su arma contra Anna-Maria, Sven-Erik se para y levanta la suya. No ha podido acercarse más.
«Se puede», se convence a sí mismo.
Coge el arma con las dos manos, respira hondo, siente que todo él tiembla de miedo, esfuerzo y tensión. Aguanta la respiración cuando aprieta el gatillo.
Una bala de la ametralladora le da a Ester. Nota cómo la bala se introduce en el hombro. Es una descarga y parece una quemadura. No toca el hueso. No toca ninguna vena importante. Atraviesa sus tejidos girando.
Son sólo unos cuantos vasos capilares que se han roto y se contraen con el impacto. Pasará un rato antes de que empiecen a sangrar. La bala pasa por el brazo y se queda justo debajo de la piel, al otro lado. Como un callo. No habrá agujero de salida.
Se desangrará con aquella lesión. Uno tiene que cuidarse de las pequeñas heridas y de los amigos pobres. Pero aún tardará un rato. Tiene que llevar a Mauri un trozo más.
«Me llamo Ester Kallis. Éste no es mi destino. Es mi elección. Llevo a Mauri a cuestas y dentro de muy poco estaremos en el bosque. Quedan cuatrocientos metros».
«Está completamente callado pero no estoy preocupada. Sé que vivirá. Cargo con él y es aquel niño que vi la primera vez a quien llevo a mis espaldas. El niño de dos años que estaba encima de la espalda de un hombre adulto que montaba a mi madre. Su pequeña y pálida espalda allí en la oscuridad. A ese niño lo llevo yo a cuestas».
«El dolor del brazo me pincha. Está enrojecido. El color es caput montuum y rubia tinctoria en la oscuridad en la que vamos avanzando. Pero no voy a pensar en el brazo. Dibujo una imagen en la cabeza mientras las piernas nos llevan hacia delante, por la senda que conocen de antes».
«Dibujo Rensjön».
«Hago un dibujo sencillo a lápiz de mi madre sentada fuera de la casa preparando pieles. Quita rascando los pelos de la piel que ha estado en agua hasta que los folículos se han podrido».
«Mi madre en la cocina con las manos en el agua de fregar y el pensamiento lejos, de caminata».
«Dibujo a Musta, que, valiente como siempre, divide a la manada como con un cuchillo, corre entre sus patas y a los retrasados los pellizca a escondidas».
«Me dibujo a mí misma. Por la tarde, cuando por fin salgo del taxi que me trae de la escuela a casa, en Rensjön, y el viento me muerde las mejillas y corro desde la carretera hasta la casa. En verano cuando estoy en la playa y dibujo y hasta que se hace de noche no me doy cuenta de lo que me han picado los mosquitos. Lloro y me rasco y mi madre me pone Salubrin por todo el cuerpo, contra las picaduras».
«También tengo imágenes de Mauri. Es por el contacto corporal. Yo lo sé».
«Está en un despacho en otro país. Por el miedo a los hombres que nos persiguen, a los que han enviado a estos hombres, tendrá que vivir escondido el resto de su vida».
«Tiene las manos manchadas por la edad. El sol calienta mucho. No hay aire acondicionado, sólo un ventilador. En el jardín algunas gallinas picotean el polvo rojo. Un delgado gato va deprisa sobre el césped seco».
«Hay una mujer joven. Su piel es negra y suave. Cuando se despierta por la noche, le canta salmos con una voz baja y oscura. Lo tranquiliza. A veces canta canciones infantiles en su propio idioma. Ella y Mauri tienen una niña».
«La niña».
«También la llevo a cuestas. Aún es muy pequeña. No sabe que no está bien abrir y cerrar las puertas de la casa sin tocarlas».
«Veo una comisaría en Suecia. Veo carpetas, unas encima de otras. Contienen todo lo que se sabe de la muerte de Inna Wattrang y los demás muertos de Regla. Pero nadie será juzgado por ello. No se podrá nunca detener a los culpables. Veo a una mujer de mediana edad, con gafas que le cuelgan de un cordón del cuello. Sólo le queda un año para jubilarse. Piensa en ello cuando carga todas las carpetas sobre el caso de los asesinatos en un carro que después baja al archivo».
«Dentro de poco estaremos en el embarcadero».
«Tengo que pararme un momento. La mente se me obnubila por espacio de unos segundos».
«Continúo aunque de pronto me siento muy mareada».
«Me está saliendo bastante sangre de la parte de atrás del brazo. Está pegajoso, caliente, desagradable».
«Esto es pesado. Los pasos se hunden. Tengo frío y miedo de caerme. Es como caminar por la nieve».
«Otro paso, pienso. Igual que mi madre decía cuando yo estaba muerta de cansancio en la montaña y me quejaba. “Venga, Ester. Otro paso más.”».
Ebba Kallis se sorprende a sí misma. En la cocina hay una ventana que está entreabierta. Hacía mucho calor cuando el cocinero que habían contratado estaba preparando la cena. Al quedarse a oscuras y oír los disparos, no le da tiempo de pensar en nada. Sale por la ventana de la cocina. Dentro gritan todos presas del pánico. Al cabo de un rato todo queda en silencio.
Entonces ella ya está fuera de la casa, sobre el césped. Se levanta y corre lejos hasta que llega al muro que hay cerca del jardín. Después lo sigue hacia abajo, hasta la playa. Palpando llega hasta el viejo embarcadero. No puede ir deprisa con los zapatos de tacón. Tiene frío con el vestido fino que lleva, pero no llora. Piensa en los niños que están en casa de sus padres y continúa.
Se sube a la lancha y palpa a ver si puede encontrar una linterna para buscar la llave y poner el motor en marcha. Si no, tendrá que remar. Justo cuando su mano encuentra la linterna, oye unos pasos que se acercan al embarcadero, muy cerca.
Oye una voz que dice algo como «Ebba», o «Ebba, él…». O algo así.
—¿Ester? —dice con cuidado levantándose en la lancha para ver el borde del embarcadero. Aunque no puede ver nada en la oscuridad.
Cuando no recibe respuesta ninguna, piensa «qué cojones», y enciende la linterna.
Ester. Con Mauri a cuestas. No parece ni reaccionar a la linterna y cae rendida al suelo.
Ebba se sube al embarcadero. Ilumina a los dos desvanecidos con la linterna.
—Dios mío —dice—. ¿Qué voy a hacer con vosotros?
Ester la coge del vestido de seda.
—Corre —le susurra.
Entonces Ebba ve la luz de una linterna entre los árboles.
Es cuestión de vida o muerte.
Coge a Mauri de la chaqueta y lo arrastra por el embarcadero. Dunc, dunc, dunc, se oye cuando los talones de los zapatos de él pasan por las maderas.
Lo tira a la lancha. Aterriza con un golpe, es como un estruendo a los oídos de Ebba. Espera que no haya caído de cara. La luz de la linterna se dirige hacia ella. De Ester hay que olvidarse. Ebba suelta la amarra y salta al agua. Nada al lado de la lancha, la empuja. Al final están tan lejos que va sola. Ebba es fuerte gracias a la equitación pero necesita mucho esfuerzo para subirse a bordo.
Coge los remos. Los pone en las sujeciones. Dios, qué ruido hacen. Piensa todo el tiempo: nos van a disparar.
Después rema. Está lejos de tierra. Está en buena forma y mantiene fría la cabeza. Sabe exactamente adonde llevar a Mauri. No es tan tonta como para no entender que esto tiene que arreglarse fuera del hospital y de la policía. Hasta que él mismo diga qué quiere hacer.
Y el hombre de la linterna que va camino del embarcadero no llega a tiempo. En su pinganillo recibe la orden de que el trabajo se interrumpe. A dos miembros del grupo les han disparado y los tres que quedan se van de la Heredad Regla. Antes de que llegue la policía, han desaparecido.
Está nevando. Ester anda por la nieve con mucho esfuerzo. Dentro de poco no podrá más. De pronto ve algo allí delante. Es alguien que va hacia ella a través del viento cargado de nieve, se para antes de llegar.
Llama a su madre: «Eatnážan», grita, pero el viento engulle su voz y la hace desaparecer.
Cae al suelo. La nieve le cae encima. En un instante está cubierta por una capa pesada y blanca. Y, al quedarse allí tumbada, siente un jadeo contra su cara.
Un reno. Un reno domesticado que la empuja levemente, le sopla en la cara.
Allí delante está su madre y otra mujer. Ester las ve a través de la nieve que pasa llevada por el viento, y sabe que la esperan a ella. Sabe que la otra mujer es la abuela de eatnážan. Su áhkku.
Se levanta y se tumba sobre el lomo del reno. Va como si fuera un bulto. Ahora oye un ladrido conocido. Es Musta que corre alrededor de las dos mujeres allí delante. El ladrido exigente de Musta que quiere irse de allí. Ester tiene miedo de que se vayan sin ella. De que desaparezcan.
—Corre —le dice al reno castrado—. Corre. —Con la mano se agarra bien a sus gruesas crines.
Y entonces echa a andar hacia delante.
Enseguida les darán alcance.
Anna-Maria Mella descubre, de pronto, que va a tientas por un bosque oscuro y silencioso. Ha dejado de correr hace rato. Se da cuenta de que no tiene ni idea de cuánto tiempo ha estado dando vueltas y también de que no va a encontrar a nadie allí. Tiene la profunda sensación de que ya todo ha pasado.
«Sven-Erik —piensa—. Tengo que volver».
Pero no encuentra el camino. No tiene del todo claro dónde se encuentra. Se hunde junto al tronco de un árbol.
«Tengo que esperar —piensa—. Dentro de poco amanecerá».
Le invade la imagen del niño muerto e intenta apartarla de su cabeza.
Echa de menos a su hijo Gustav. Lo quiere coger y sentir su cálido cuerpo.
«Él vive —se dice a sí misma—. Están en casa. Si hubiera llevado puesta la chaqueta podría haber llamado a Robert porque el teléfono está en el bolsillo interior. Pero la chaqueta se ha quedado en la cuneta».
Se rodea el cuerpo con los brazos y se aprieta los hombros con las manos para no echarse a llorar. Y mientras está allí sentada apretándose los hombros más y más, se queda dormida. Está agotada.
Cuando despierta, al cabo de un rato, nota que empieza a amanecer. Se levanta rígida y echa a andar hacia la casa.
Arriba, en el jardín, hay tres coches de la policía y una furgoneta que pertenece a operaciones especiales. Los agentes han rodeado la zona y se han ido hacia el bosque.
Anna-Maria va andando hacia la casa con ramas en el pelo y barro en la cara. Todo lo que siente cuando sus compañeros levantan sus armas hacia ella es lo cansada que está. Levanta las manos y ellos le quitan la pistola.
—¿Sven-Erik? —pregunta—. ¿Sven-Erik Stålnacke?
Un policía le sujeta el brazo suavemente, de manera que pueda agarrarla más fuerte si se tropieza o se cae.
El compañero parece confuso. Parece que tiene la edad de Sven-Erik pero es más alto.
—Está bien, pero no puedes hablar con él ahora —le informa—. Lo siento.
Lo entiende. De verdad. Ella ha disparado a dos personas y Dios sabe qué más ha ocurrido allí. Naturalmente tienen que investigarla a ella pero tiene que poder ver a Sven-Erik. Quizá más por ella que por otra cosa. Necesita ver a alguien por quien sienta afecto. Alguien que la quiera. Sólo pretende que la vea y haga un pequeño gesto con la cabeza, una señal de que todo va a arreglarse.
—Venga, ya —pide Anna-Maria—. Esto no ha sido una excursión. Sólo quiero saber que está bien.
El policía suspira y se rinde. ¿Cómo va a poder negarse?
—Pues ven por aquí. Pero recuerda, nada de intercambio de información de lo que ha pasado aquí está noche.
Sven-Erik está apoyado en uno de los coches celulares. Cuando ve a Anna-Maria vuelve la cabeza.
—Sven-Erik —lo llama.
Entonces se vuelve hacia ella.
Nunca antes lo ha visto tan furioso.
—Tú y tus jodidas maneras —le grita—. ¡Vete al infierno, Mella! Teníamos que esperar refuerzos. Yo…
Aprieta los puños y los sacude de ira y frustración.
—Voy a presentar mi dimisión —le grita él.
Justo cuando lo ha dicho, Anna-Maria ve cómo los compañeros que están junto al Hummer iluminan al hombre del fusil, el tirador de precisión. Está en el suelo y le han disparado en la cabeza.
«Pero si yo le disparé en la espalda», piensa Anna-Maria.
—Vaya —le responde ausente a Sven-Erik.
Entonces es cuando Sven-Erik se sienta sobre el capó del coche y se echa a llorar. Piensa en la gata. La boxeadora.
Piensa en Airi Bylund.
Piensa que si Airi no hubiera cortado la cuerda con la que se había suicidado su marido y no hubiera hecho mentir al médico respecto al motivo del fallecimiento, a Örjan Bylund le hubieran hecho la autopsia y hubieran puesto en marcha una investigación sobre su muerte y, en ese caso, nada de esto hubiera sucedido. Y no hubiera tenido que matar a nadie.
Se pregunta también si podrá soportar el hecho de amar a Airi. No lo sabe.
Y llora con todo su corazón.