—Ayúdame —le dijo Diddi a la niñera.

Estaba sentado junto a la mesa de la cocina consternado mirando cómo ella recogía la botella rota de jarabe, tiraba los trozos al cubo de la basura y limpiaba el suelo con papel de cocina.

Supuso que a los ojos de ella era sólo un viejo y se equivocaba del todo pero ¿cómo podía hacérselo entender?

—Sería mejor que subieras a tumbarte otra vez.

Sacudió la cabeza. La sacudía porque empezaba a oír voces dentro. No eran voces imaginarias, nada de fantasías, sino recuerdos. El recuerdo de su propia voz, aguda y ansiosa. Jadeante y ofendida. Y el recuerdo de una voz suave pero decidida, de una mujer africana. La ministra de Comercio de Uganda.

Odiaba a Mauri. Odiaba a aquel mierdecilla petulante. Sabía que Mauri había hecho asesinar a Inna. Lo supo de inmediato. Pero ¿qué podía hacer? No lo podía demostrar. Y aunque pudiera meter entre rejas a Mauri por delito económico, él mismo estaba de lo más involucrado. Ya se había encargado Mauri de que así fuera. Además, Diddi tenía una familia en la que pensar.

Estaba atado de pies y manos. Ésa fue la sensación más fuerte que sintió a la muerte de Inna. La pena de perderla, sí, pero la sensación de pánico de no poderse liberar era más fuerte. El buque Estonia hundiéndose bajo la superficie. Todas las salidas bloqueadas, el mundo zozobra y el agua entra a raudales.

Todos habían estado de fiesta tres días seguidos. Él estuvo yendo de un bar a otro, de una gente a otra, de una fiesta a otra. El conocimiento pegado a los talones. El conocimiento de que Inna estaba muerta.

Empezó a recordar cada vez más aquellos días.

«No me puedo vengar —le dijo a Inna ya muerta. Aunque hubiera pensado mil maneras de matar y de hacer sufrir a Mauri, siempre llegaba a la conclusión de que no podría hacerlo nunca—. Si sólo soy una piltrafa —le había dicho a ella».

Pero ahora estaba pensando en algo en especial. Empezó con la voz de la ministra de Comercio de Uganda.

Él quería llegar hasta Mauri y había hecho una locura. Muy peligrosa.

Había llamado a la ministra de Comercio de Uganda. Tuvo que ser ayer, ¿no?

No fue difícil que le pasaran la llamada. El nombre de la empresa Kallis Mining era una llave que funcionaba. Y Diddi le explicó que Mauri estaba financiando el rearme de Kadaga.

No le había creído.

—Es una afirmación extravagante —había dicho—. Kallis Mining goza de nuestra más absoluta confianza. Tenemos buenas relaciones con los distintos inversores del país.

Recordó que su propia voz se volvió aguda. Indignado porque ella no le creía. Deseoso de que lo tomara en serio, empezó a hablar de más y le contó todo lo que sabía.

—Quieren dar un golpe de Estado o hacer que asesinen al presidente Museveni. Hacen ingresos en una cuenta secreta. El dinero se paga desde allí. I know this for a fact. He killed my sister. He’s capable of anything.

—¿Golpe de Estado? ¿Quiénes quieren dar un golpe de Estado? Todo esto son tonterías.

—Yo sé quiénes son. ¡Gerhart Sneyers! Él, Kallis y otros. Van a tener una reunión para discutir los problemas del norte de Uganda.

—¿Quiénes además de Sneyers? No me creo ni una sola palabra de lo que dices. ¿Dónde iba a tener lugar esa reunión? ¿En qué país? ¿En qué ciudad? No haces más que inventar embustes para manchar el nombre de Kallis Mining. ¿Cómo quieres que te tome en serio? ¿Y cuándo? ¿Cuándo iba a tener lugar esa supuesta reunión?

Diddi Wattrang presionó las puntas de los dedos sobre sus ojos cerrados. La niñera lo cogió con cuidado del brazo.

—¿Te ayudo a subir arriba? —preguntó.

Impaciente apartó el brazo.

«Dios mío —pensó—. ¿Le expliqué que la reunión iba a hacerse aquí? ¿Dije que iba a ser esta noche? ¿Qué le expliqué?».

La ministra de Comercio de Uganda, Mrs. Florence Kwesiga, el presidente Museveni y el general Joseph Muinde están en una reunión de urgencia.

La ministra de Comercio ha informado de la conversación con Diddi Wattrang.

Está sirviendo té con mucha leche y azúcar de una fina jarra de porcelana. El presidente levanta la mano en un gesto de rechazo. El general Muinde toma otra taza. A ella le divierte ver sus delicadas tacitas en aquellas manos tan grandes. No consigue meter el dedo índice en el asa de la taza, sino que la deja en la palma de la mano.

—¿Qué impresión le dio Wattrang? —pregunta el presidente.

—Que estaba desesperado y turbado —responde Mrs. Kwesiga.

—¿Loco?

—No, loco no.

—Dos cosas he podido confirmar —dice el general Muinde—. Una: la hermana de Mr. Wattrang ha sido asesinada. Ha salido en la prensa sueca. Dos: el avión de Gerhart Sneyers tiene permiso para aterrizar en Schipol y Arlanda mañana.

—Faltan menos de veinticuatro horas —informa Mrs. Kwesiga—. ¿Qué podemos hacer?

—Vamos a hacer lo que es absolutamente necesario —dice el presidente—. No sabemos quién más está en esto, aparte de Sneyers y Kallis. Ésta será quizá nuestra única oportunidad. Para defenderse a veces se tiene que hacer la guerra en territorio enemigo. Si algo hemos aprendido de los israelíes es eso. O de los americanos.

—Para ellos rigen otras reglas —replica Mrs. Kwesiga.

—No esta vez.

—Le di a entender a Mr. Wattrang que no le creía —informa Mrs. Kwesiga al general—. Incluso me eché a reír. Él notó que no me lo tomaba en serio, así que es imposible que espere que vayamos a reaccionar de alguna manera. Pensé que si se arrepiente y le explica a alguien que se ha puesto en contacto con nosotros, ellos no cambiarán sus planes si les dice que no le creí.

—Hiciste muy bien —reconoce el general Muinde—. Muy bien.

Pone con cuidado la taza en su sitio y continúa:

—Menos de veinticuatro horas. No es mucho tiempo. Será un equipo de cinco personas. No mis propios hombres. Si hubiera complicaciones es mejor así. Tenemos armas en la embajada de Copenhague. Que aterricen allí y vayan hasta Suecia en ferry. Esa frontera no tiene riesgo ninguno.

Se levanta con una ligera inclinación.

—Tengo cosas que hacer, así que si me disculpáis…

Saluda a lo militar y el presidente asiente con la cabeza pensativo.

Y el general abandona la sala.

Diddi llega a la cena de la Heredad Regla en medio de los postres. De pronto está allí, en el quicio de la puerta que da al comedor. Lleva la corbata alrededor del cuello como si fuera un trapo, la camisa medio por fuera de la cintura y la americana le cuelga del dedo índice. Quizá había pensado ponérsela pero se olvidó y ahora la lleva arrastrando como si fuera un rabo herido. Los presentes quedan en silencio observándolo.

—Excuse me —dice—. Perdón.

Mauri se levanta. Está furioso pero se controla.

—Quiero que te vayas de aquí inmediatamente —le dice en sueco con un tono de voz aparentemente amable.

Diddi se queda en el quicio de la puerta como un niño que se ha despertado de una pesadilla y molesta a los padres en mitad de la cena. Es conmovedor verlo cuando con un inglés de lo más cultivado pide poder hablar con su esposa un momento.

Después añade en sueco con el mismo delicado tono de voz:

—Si no, la armo aquí, Mauri. Y el nombre de Inna será pronunciado. ¿Lo entiendes?

Con un corto gesto Mauri le indica a Ulrika que vaya con su marido. Ella se disculpa y abandona la mesa. Ebba la mira rápidamente con una sonrisa de complicidad.

—Domestic problems —explica Mauri a los comensales alrededor de la mesa.

Los caballeros sonríen. Pasa en todas partes.

—Por lo menos déjame que me cambie los zapatos —se queja Ulrika cuando Diddi se la lleva a través el patio.

Nota que la humedad va subiendo a través de sus brillantes sandalias de cintas de Jimmy Choo.

Después se echa a llorar. Le da lo mismo si Mikael Wiik, que está sentado en la veranda delantera de la casa, la oye. Diddi la lleva lejos del patio, lejos de las luces que hay en el exterior.

Llora porque Diddi está destruyendo su vida en común, pero no dice nada. No vale la pena. Ha dejado de intentarlo. Mauri lo va a despedir de las empresas del grupo. Entonces no tendrán de qué vivir, ni dónde.

«Tengo que abandonarlo», piensa. Y llora aún más porque todavía lo quiere de verdad pero aquello no puede seguir, es imposible. ¿Y qué es lo que le pasa ahora?

—Tenemos que irnos de aquí —le dice Diddi cuando se han apartado un poco de la casa.

—Por favor, Diddi —le suplica Ulrika intentando rehacerse—. Hablaremos mañana. Vuelvo a la cena y…

—No. Es que no lo entiendes —dice cogiéndola de las muñecas—. Lo que quiero decir es que nos tenemos que ir a vivir a otro sitio. Quiero decir que nos tenemos que ir de aquí. ¡Ahora!

Ulrika ha visto a Diddi paranoico antes, pero esta vez la está asustando.

—No te lo puedo explicar —le dice con tanta desesperación que ella se echa a llorar de nuevo.

Aquella vida era tan perfecta. Ella adora Regla. Adora su bonita casa. Ella y Ebba se han hecho muy amigas. Conocen a un montón de gente agradable y hacen cosas divertidas las dos juntas. Ulrika fue la que hizo sentar la cabeza a Diddi Wattrang y Dios sabe cuántas lo intentaron antes que ella. Fue como ganar una medalla de oro en las olimpiadas. Y ahora él lo cambia todo, lo destruye todo.

Él le susurra algo junto a su pelo. La coge entre los brazos.

—Por favor, por favor —le suplica—. Confía en mí. Nos vamos de aquí ahora y dormimos en un hotel. Mañana me preguntas por qué.

Mira a su alrededor. Oscuro por todas partes pero la intranquilidad le va subiendo por el cuerpo.

—Tienes que buscar ayuda —le dice ella entre sollozos.

Él le promete que lo hará pero tiene que irse con él ahora. Deprisa. Irán a buscar al niño y después cogerán el coche y se irán de allí.

Ulrika no tiene fuerzas para oponerse. Hará lo que él dice y mañana igual se pueda hablar con él. De todas maneras la cena ya está malograda. Así además no tiene que aguantar la mirada de Mauri al volver a la cena susurrando excusas.

Diez minutos más tarde están sentados en el nuevo Hummer camino de la verja de entrada. Ulrika conduce. El principito duerme en la sillita a su lado. Se tardan dos minutos en llegar hasta la verja pero cuando Ulrika presiona el mando a distancia para las verjas exteriores, no se abren.

—Ya se han vuelto a estropear —le dice a Diddi y para el coche a unos metros de distancia.

Diddi sale fuera. Va hacia la verja. Entra en la luz de los focos del coche. Ulrika le ve la espalda y entonces cae de cabeza hacia delante.

Ulrika suspira para sí. Está tan cansada de todo esto. Está cansada de sus borracheras, de sus curdas, sus resacas y de su angustia. De su arrepentimiento, de sus miserias, de sus diarreas y estreñimientos. De sus excesos sexuales y de su impotencia. Está cansada de que se caiga, de que no pueda estar de pie. Está harta de quitarle la ropa y los zapatos. Y está cansada de todas las veces que no puede acostarse, de sus periodos de obsesión por estar despierto.

Espera a que se ponga de pie. Pero no. Entonces le invade una ira tremenda. Manda cojones. Piensa que debería pasar por encima de él. Adelante y atrás. Varias veces.

Después suspira y sale del coche. Los remordimientos de conciencia superan los malos pensamientos que acaba de tener y hacen que su voz sea dulce y considerada.

—Hola, amiguito. ¿Cómo ha ido eso?

Pero él no responde. Ulrika se intranquiliza. Da unos rápidos pasos hacia él.

—Diddi, Diddi, ¿qué te pasa?

Se inclina hacia él, le pone la mano entre los omoplatos y lo zarandea un poco. Siente la mano mojada.

No lo entiende. No le da tiempo a entenderlo.

Un sonido. Un sonido o algo hace que mire hacia arriba y gire la cabeza. A contraluz ve una silueta. Antes de que le dé tiempo de levantar la mano para no quedar deslumbrada, ya está muerta.

El hombre que le ha disparado susurra en su pinganillo.

—Male and female out. Car. Engine running.

Dirige la luz de una linterna hacia el coche.

—There’s an infant in the car.

Al otro lado de la línea dice el jefe del grupo:

—Mission as before: Everybody. Shut the engine and advance.

Ulrika está muerta sobre la gravilla. No necesita vivir aquello.

Y en la oscuridad Ester está junto a la ventana y piensa:

«Aún no. Aún no. Aún no. ¡Ahora!».