Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke aparcaron el Passat delante del par de verjas del camino que llevaba a Regla. Eran las diez de la mañana. Habían tomado un vuelo unas horas antes en Kiruna y habían alquilado el coche en el aeropuerto de Arlanda, en Estocolmo.
—Vaya fuerte —dijo Anna-Maria echando un vistazo por entre la verja, desde la cual se veía la otra y el muro que rodeaba la casa solariega—. ¿Cómo va esto?
Estudió el interfono unos instantes y después pulsó el botón que tenía dibujado un teléfono. Al cabo de un momento se oyó una voz que les preguntaba quiénes eran y qué querían.
Anna-Maria Mella se presentó a ella y a Sven-Erik y expuso sus intenciones: querían hablar con Diddi Wattrang o con Mauri Kallis.
La voz del interfono les pidió que esperaran un momento, y estuvieron allí un cuarto de hora.
—¿Qué están haciendo? —resopló Anna-Maria pulsando el botón como una enloquecida, pero ya no respondía nadie.
Sven-Erik se apartó un poco para «cambiarle el agua al canario».
«Qué sitio tan bonito», pensó.
Encinas retorcidas y árboles cuyos nombres desconocía. No había nieve. Había anémonas de bosque y escilas que empezaban a brotar por entre el manto marrón de hojas del año anterior. Olía a primavera. El sol brillaba. Pensó en su gatita. En la gatita y en Airi, que le había dicho que se podía ocupar de la boxeadora cuando hiciera falta, pero en esta ocasión Rebecka Martinsson había sido muy rápida en ofrecerse. Y casi que mejor así. ¿Qué pensaría Airi si se llevara la gata y de pronto volviera el mismo día para pedirle que le hiciera de canguro?
Anna-Maria lo llamó desde la verja.
—¡Viene alguien!
Un Mercedes se acercaba a la verja. Mikael Wiik, el jefe de seguridad de Mauri Kallis, se bajó del vehículo.
Al lado de la verja grande había otra más pequeña para cruzar a pie. Mikael Wiik saludó amablemente a Anna-Maria Mella y a Sven-Erik Stålnacke, pero no abrió ninguna de las dos puertas.
—Tendríamos que hablar con Diddi Wattrang —le pidió Anna-Maria.
—Lo lamento, pero es imposible —dijo Mikael Wiik—. Diddi Wattrang está en Toronto.
—¿Y Mauri Kallis?
—Lo lamento. Tiene los próximos días totalmente ocupados. ¿Hay algo en lo que os pueda ayudar?
—Sí —dijo Anna-Maria impaciente—. Puedes ayudarnos a hablar con Diddi Wattrang o con Mauri Kallis.
—Te puedo dar el número de la secretaria de Kallis. Ella te podrá concertar una cita.
—Vamos, hombre, déjalo ya —dijo Anna-Maria—. Déjanos entrar. ¿No ves que estamos investigando un asesinato?
La expresión de Mikael Wiik se hizo un tanto más dura.
—Ya habéis hablado tanto con Kallis como con Wattrang. Tenéis que entender que son personas muy ocupadas. Puedo conseguir una cita con Kallis el lunes y, normalmente, sólo eso ya es imposible. Cuándo vuelve Wattrang, no lo sé.
Le pasó a Anna-Maria una tarjeta de visita por entre los barrotes.
—Éste es el número directo de la secretaria de Kallis. ¿Hay algo más que pueda hacer por vosotros? Ahora tengo que…
No le dio tiempo a decir nada más. Un vehículo apareció por la avenida que subía a Regla, una furgoneta Chevrolet con cristales tintados. El vehículo se detuvo detrás del coche de alquiler en el que iban Anna-Maria y Sven-Erik y un hombre se bajó. Iba vestido con traje oscuro y polo negro.
Anna-Maria le miró el calzado: botas de gore-tex fuertes pero ligeras.
En el coche había otro hombre sentado en el sitio del copiloto. Llevaba el pelo rapado y una chaqueta oscura. También le dio tiempo a vislumbrar a por lo menos otros dos hombres en el asiento de atrás antes de que la puerta se cerrara. ¿Quiénes eran ésos?
El hombre que se había bajado no pronunció palabra, ni siquiera para presentarse, sólo saludó escueto con la cabeza a Mikael Wiik, que le respondió al saludo de la misma manera y de forma casi imperceptible.
—Si no hay nada más… —les dijo Mikael Wiik a Anna-Maria y a Sven-Erik.
Anna-Maria se sorprendió de su propia frustración pero no se le ocurría nada para hacer frente a su recelo de dejarles entrar.
Sven-Erik le lanzó una mirada que quería decir «Ni idea».
—¿Y vosotros quiénes sois? —le preguntó Anna-Maria al hombre recién aparecido.
—Me apartaré para que podáis salir —fue lo único que él respondió y volvió a meterse en la camioneta Chevrolet.
La visita a Regla terminó antes de ni siquiera haber comenzado. Antes de que Anna-Maria se sentara de nuevo en el coche, se fijó en una chica joven al otro lado del muro. Iba vestida con ropa de correr y estaba quieta en medio de un campo de anémonas de bosque.
—¿Qué hace? —le preguntó a Sven-Erik mientras daba marcha atrás para dar la vuelta.
Sven-Erik oteó a través de la verja.
—Está mirando las flores —respondió Sven-Erik—, pero parece un poco desorientada. Uy, uy, niña, cuidado con la raíz esa.
Esto último se lo dijo a la chica con la ropa de correr, que estaba dando unos pasos hacia atrás sin mirar dónde pisaba.
Ester Kallis estaba mirando al suelo. De repente había flores en la cuesta. Nunca se había dado cuenta. Todas esas flores, ¿estaban ayer aquí? No lo podía decir. Miró a su alrededor por unos segundos sin fijarse en los coches ni en las personas que había junto a la verja.
Después miró el bosque de encinas.
Entonces sintió su presencia. Sabía que estaba allí, quizá a un kilómetro de distancia. Un lobo que se había subido a una encina.
Los observaba a todos a través de sus prismáticos y llevaba la cuenta de cuántos entraban y cuántos salían. Ahora la miraba fijamente a ella.
La chica dio unos pasos hacia atrás y por poco se tropieza con una raíz.
Después emprendió la marcha. Empezó a correr al galope alejándose del bosque y de las flores. Todo esto tiene que quedar pronto atrás.
Están a principios de verano. Ester tiene quince años, acaba de terminar noveno y como regalo de fin de curso le han regalado pinturas y un bloc de acuarela. El monte está floreciendo y ella, tumbada bocabajo sobre la hierba, dibuja a lápiz. Por la tarde se va a casa, devorada por los mosquitos pero satisfecha, y le hace compañía a su madre en el estudio coloreando los dibujos del día. Es agradable tener papel de verdad que acepta los colores sin abultarse. Su madre se toma su tiempo en mirar unas flores que ha encontrado, dríadas de ocho pétalos, bastones del rey Carlos, cerca de Njuotjanjohka, camemoro de hoja fina y botones de oro regordetes. Ester se ha esmerado con los detalles y su madre le elogia las bonitas vetas que ha hecho en los pétalos.
—Son encantadoras —le dice.
Después la anima a que escriba en latín el nombre de las plantas, al lado del lapón.
—A ellos les gusta —asegura.
«Ellos» son los turistas de la estación de esquí. Su madre opina que Ester debería enmarcar los dibujos con un paspartú, «es barato y chulo», y luego venderlos en la estación turística de Abisko. Ester titubea.
—Te podrías comprar tus propios óleos con ese dinero —dice su madre, con lo cual acaba de zanjar el tema.
Ester está sentada en el vestíbulo de la estación turística. Un tren cargado de mineral sube en dirección a Narvik y ella mira por la ventana. Son las diez de la mañana. Fuera hay un grupo de montañistas que están al sol regulando las correas de las mochilas. Hay un perro alegre merodeando por entre sus pies que le recuerda a Musta.
De repente nota la presencia de alguien que está mirando sus pinturas. Vuelve la cabeza y ve a una mujer de mediana edad con un anorak rojo y pantalones de color pastel marca Fjällräven que parecen recién estrenados. «Ellos» compran ropa por miles de coronas para salir de excursión.
La mujer está inclinada sobre las pinturas.
—¿No serás tú la que los ha hecho?
Ester asiente con la cabeza. Sin duda, debería decir algo más, pero la boca se le bloquea, no consigue pronunciar ni una palabra ni tampoco elaborar un solo pensamiento.
A la mujer no parece afectarle mucho su silencio. Ahora ha cogido los cuadros y los estudia con detenimiento. Después se fija en Ester con la misma mirada.
—¿Cuántos años tienes?
—Quince —logra esputar y vuelve a clavar los ojos en el suelo.
La mujer agita un poco la mano en el aire y al instante un hombre de la misma edad aparece a su lado. Saca una cartera y la mujer compra tres cuadros.
—¿Dibujas más cosas, aparte de flores?
Ester asiente y de alguna manera queda decidido «van a ir a visitar el estudio de su madre para echar vistazo».
A media tarde aparecen en un Audi de alquiler. La mujer se ha cambiado de ropa y ahora lleva unos téjanos y chaquetilla de lana que, de tan sencilla, parece cara. El hombre aún lleva los pantalones inmaculados de Fjällräven, camisa y un sombrero de cuero de estilo cowboy. Camina un poco detrás de la mujer, que es quien primero estrecha la mano. Se presenta como Gunilla Petrini, le cuenta a su madre que es asesora de la galería de arte Färgfabriken y que forma parte del consejo de arte del Estado.
Su madre cruza una larga mirada con Ester.
—¿Qué? —le susurra Ester en la cocina mientras Gunilla Petrini repasa la caja con los cuadros de Ester.
—Dijiste que era una turista que quería venir a mirar.
Ester asiente con la cabeza. Son turistas.
Su madre revuelve la despensa y encuentra medio paquete de galletas María para invitar y Ester observa asombrada cómo las coloca con esmero en forma de aro en una fuente.
Gunilla Petrini y su marido echan también un vistazo a los cuadros de su madre con cordial interés, pero revuelve las cajas de los de Ester como una liebre en un campo de cultivo.
Al marido le gustan los dibujos de cuando Ester y su madre estuvieron en el balneario de Kiruna. En ellos aparece una mujer, Siiri Aidanpää, con los ojos cerrados bajo el aire caliente del secador de pelo. Tiene rulos en la cabeza y pendientes de plata que representan símbolos lapones aunque ella no lo sea. Los grandes pechos están sostenidos por un enorme sujetador sin encajes y tanto la barriga como el culo son de tamaño más que notable.
—Qué hermosa es —dice refiriéndose a la mujer de setenta años.
Ester le ha dibujado las bragas de color salmón. Es el único color de todo el cuadro. Ha visto fotografías coloreadas a mano y perseguía darle esa dulzura.
En la otra imagen del balneario aparecen hombres de mediana edad nadando en fila en la piscina y los antiguos vestuarios de principios de los ochenta, de madera oscura con camastro y un pequeño armario, el cartel junto a las duchas con el texto «Lámpara Ultravioleta» escrito con letras plateadas con tipo de letra futurista. El resto de pinturas son del lago Rensjön y de Abisko.
«Qué pequeño es el mundo», piensan Gunilla Petrini y su marido.
—La cuestión es que soy asesora de Färgfabriken —le vuelve a decir Gunilla Petrini a su madre.
Hablan a solas en una habitación. Ester y el marido de Gunilla, fuera, miran los renos de carga que hay en un cercado más allá de las vías del tren.
—Estoy en el consejo de arte del Estado y trabajo de compradora para una serie de grandes empresas. Tengo influencia en el mundo del arte en Suecia.
Su madre asiente. Le parece haber entendido lo que pasa.
—Estoy impresionada con Ester, y normalmente no me impresiono. Ha terminado la básica, ¿qué va a hacer ahora?
—Ester no es ninguna lumbrera, pero ha entrado en el programa de cuidados especiales.
Gunilla Petrini se controla. Se siente como un caballero que aparece en el último momento para salvar a la niña. ¡El programa de cuidados especiales!
—¿Os habéis planteado dejarla estudiar arte? —le pregunta con su tono más suave—. Quizá es demasiado joven para Bellas Artes, pero hay estudios preparatorios, como la Escuela Idun Lovén, por ejemplo. El director y yo somos viejos amigos.
—Estocolmo —dice su madre.
—Es una gran ciudad, pero yo cuidaría de ella, por supuesto.
Gunilla Petrini oye mal. Lo que transmite la voz de la madre no es preocupación porque Ester sea tan joven y se vaya a la capital. Es la angustia, su propio desasosiego de estar atrapada en esta vida con familia e hijos. Son todos los cuadros no pintados que tiene perdidos en el alma.
Por la noche se sientan con su padre en la cocina para explicárselo todo.
—Lo que pasa es que les pareces exótica —dice su madre haciendo ruido con los platos en el fregadero—. Una chica india vestida de lapona que pinta montañas con renos.
—No quiero ir —dice Ester en un intento de amansar a su madre sin acabar de entender por qué.
—Sí que quieres —le responde su madre con determinación.
Su padre no dice nada. Cuando la cosa va en serio, la que manda es su madre.