Ebba Kallis se despertó a la una y media de la mañana porque alguien estaba llamando al timbre. Fuera estaba Ulrika Wattrang, en pijama debajo de una bata y tiritando.
—Lo siento —empezó con voz desesperada—, pero ¿tienes tres mil coronas? Diddi ha vuelto en taxi desde Estocolmo y el taxista está hecho una furia porque Diddi ha perdido la cartera y yo no tengo tanto dinero en la cuenta.
Mauri apareció en la escalera.
—Diddi ha vuelto —le dijo Ebba sin mirarlo—. En taxi. Y no tiene para pagarlo.
A Mauri se le escapó un sonido de resignación y se fue al dormitorio para coger la cartera.
Los tres se apresuraron a cruzar el patio hacia la casa de Diddi y Ulrika.
Diddi estaba fuera del taxi con el taxista.
—No —dijo el conductor—. Ella no se vuelve conmigo. Os quedáis los dos aquí. Y págame la carrera.
—Pero no sé quién es —se defendió Diddi—. Me voy a dormir.
—Tú no vas a ninguna parte —contestó el taxista agarrando a Diddi de la manga—. Primero, paga.
—Bueno, bueno —dijo Mauri acercándose—. ¿Tres mil? ¿Seguro que has visto bien?
Le pasó la American Express al conductor.
—Oye, me he paseado por medio Estocolmo dejando a gente y ha sido un lío de narices. Si quieres ver la carrera, no hay problema.
Mauri negó con la cabeza y el taxista pasó la tarjeta. Mientras tanto, Diddi se quedó dormido apoyado en el coche.
—Y ella, ¿qué? —dijo el conductor después de que Mauri hubiera firmado el recibo.
Hizo un gesto hacia el interior del coche.
Mauri, Ulrika y Ebba miraron dentro.
Había una mujer de unos veinticinco años dormida. Tenía el pelo largo y teñido de rubio. A pesar de que el interior del coche estaba bastante oscuro se podía ver que iba muy maquillada y que tenía pestañas postizas y pintalabios de color rosa bebé. Llevaba medias con dibujos y botas blancas de tacón alto. La falda era mínima.
Ulrika se tapó la cara con las manos.
—No lo puedo aguantar —gimió.
—No vive aquí —dijo Mauri fríamente.
—Si la tengo que llevar a casa, cuesta dinero —dijo el taxista—. Lo mismo. Se me ha acabado el turno de trabajo.
Mauri le volvió a dar la tarjeta sin decir nada.
El taxista entró en el coche y la pasó otra vez por el lector. Salió al cabo de un momento para que le firmara el segundo recibo. Nadie dijo nada.
—¿Abrís la verja? —dijo el conductor metiéndose en el coche.
Cuando arrancó el motor y emprendió la marcha Diddi se cayó de bruces en la cuesta.
Ulrika soltó un grito.
Mauri se le acercó y lo puso de pie. Lo giraron de espaldas a la luz exterior y le examinaron la cabeza.
—Le sale un poco de sangre —dijo Ebba—. Pero no es nada grave.
—La verja —exclamó Ulrika y se fue corriendo a la casa para abrirla con el control remoto.
Diddi cogió a Mauri por los brazos.
—Creo que he hecho una estupidez de verdad —dijo.
—¿Sabes qué? Tendrás que confesarte a otra persona —dijo Mauri con dureza y se soltó de un tirón—. Venir aquí con una puta barata. ¿La has invitado al funeral?
Diddi se tambaleó.
—A la mierda —dijo después—. Que te jodan, Mauri.
Mauri dio media vuelta y se dirigió a su casa a paso rápido. Ebba se apresuró a seguirlo.
Diddi abrió la boca como para gritarles algo, pero Ulrika ya estaba a su lado.
—Vamos —le dijo rodeándolo con el brazo—. Ya basta.