Sven-Erik Stålnacke fue a ver a Airi Bylund a la hora de comer. Se había ofrecido para hacerlo y Anna-Maria se sintió aliviada de no tener que ir ella. Sentados a la mesa, en la cocina de Airi, Sven-Erik le explicó que su marido no se había suicidado sino que había sido asesinado.
Las manos de Airi Bylund se movieron indecisas, sin saber dónde meterse. Al final empezaron a planchar una arruga inexistente del mantel.
—Así que no se quitó la vida —dijo tras un largo silencio.
Sven-Erik Stålnacke se bajó la cremallera de la chaqueta. Airi acababa de hacer bollos y hacía calor. La gata y los gatitos no habían asomado la cabeza.
—No —respondió.
Los músculos que rodeaban la boca de Airi Bylund empezaron a tensarse. La mujer se puso rápidamente de pie y empezó a preparar la cafetera.
—He pensado tanto en ello —dijo de espaldas a Sven-Erik—. Me preguntaba por qué. Sí que era un hombre que cavilaba mucho, pero que fuera a dejarme así… sin una sola palabra. Y los chicos. Son adultos, pero igualmente… Que nos abandonara, sin más.
Puso unos cuantos bollos en un plato y lo llevó a la mesa.
—También estaba enfadada. Dios, lo enfadada que he estado con él.
—Él no lo hizo —dijo Sven-Erik mirándola a los ojos.
Ella le aguantó la mirada fijamente y en sus ojos se reflejó la ira, la tristeza y el sufrimiento de los últimos meses. Un puño cerrado maldiciendo al cielo, una impotente desesperación bajo un por qué sin respuesta, la búsqueda de la propia culpa.
«Tiene los ojos bonitos», pensó él. Un sol negro con rayos azules en un cielo grisáceo. Ojos y culo bonitos.
Entonces empezó a llorar sin dejar de mirar a Sven-Erik mientras las lágrimas le corrían por la cara.
Sven-Erik se puso de pie y la rodeó con los brazos. Con una mano le sostuvo la nuca, sintiendo el tacto de su pelo suave. La gata llegó del dormitorio dando pasitos y con los cachorros pegados detrás, se paseó por entre los pies de Sven-Erik y Airi Bylund.
—Santo cielo —dijo Airi al final sorbiendo y secándose los ojos con la manga del jersey—. Se enfría el café.
—No importa —aseguró Sven-Erik al tiempo que la mecía despacio—. Lo podemos calentar después en el micro.
Anna-Maria entró en el despacho de Alf Björnfot, el fiscal jefe, a las dos y cuarto.
—Buenas, Anna-Maria —le dijo alegre—. Qué bien que hayas podido venir. ¿Qué tal te va?
—Bastante bien, creo yo —respondió ella.
Se preguntaba por qué la habría llamado y estaba deseando que fuera directamente al grano.
Rebecka Martinsson también estaba presente. Junto a la ventana saludó a Anna-Maria con un leve movimiento de cabeza.
—¿Y Sven-Erik? —preguntó el fiscal—. ¿Dónde lo tienes?
—Lo llamé y le dije que querías vernos. Supongo que está de camino. ¿Puedo preguntar qué…?
El fiscal se inclinó hacia delante y agitó un fax.
—Los del LEC están listos con el análisis de la gabardina que los buzos sacaron del lago Torneträsk —dijo—. La sangre del hombro derecho es de Inna Wattrang. De la parte de dentro del cuello han podido sacar una muestra de ADN y…
Le pasó el fax a Anna-Maria Mella.
—… la policía británica tenía una coincidencia de ese perfil de ADN en su registro penal.
—Morgan Douglas —leyó Anna-Maria.
—Ex paracaidista del ejército británico. A mediados de los noventa atacó a un oficial, fue condenado por agresión grave y lo despidieron. Empezó a trabajar en Blackwater, una compañía que se dedica a la protección de personas y propiedades en distintos focos de disturbios en el mundo. Ha estado en África central y fue de los primeros en llegar a Iraq. Allí, uno de sus compañeros más cercanos fue capturado y ejecutado por un grupo de resistencia islámico hace poco más de un año. Adivina cómo se llamaba.
—¿John McNamara, quizá? —propuso Anna-Maria Mella.
—Bingo. Utilizó el pasaporte de su difunto amigo cuando vino a Suecia y alquiló el coche en el aeropuerto de Kiruna.
—¿Y ahora? ¿Dónde está?
—La policía británica no lo sabía —dijo Rebecka Martinsson—. Dejó Blackwater, eso es seguro, pero no quieren decirnos por qué, aseguran que fue por voluntad propia. Es difícil conseguir que ese tipo de empresas te respondan a las preguntas y colaboren con la policía. No tienen ganas de que se les investigue. Pero el anterior jefe de Morgan Douglas en Blackwater dijo que les parece que empezó a trabajar en otra empresa del sector y que volvió a irse a África.
—Lo hemos estado buscando, evidentemente —comentó Alf Björnfot—. Pero es poco probable que demos con él. Supongo que si regresa a Inglaterra…
—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —le interrumpió Anna-Maria—. ¿Lo vamos a dejar aquí?
—No lo creo —dijo Alf Björnfot—. La clase de tipo que alquila un coche y viaja con un pasaporte falso…
—… cobró por asesinar a Inna Wattrang —irrumpió Anna-Maria—. Así que la pregunta es quién pagó.
Alf Björnfot asintió con la cabeza.
—Había una persona que sabía dónde estaba ella —dijo Anna-Maria—. Y mintió al respecto. Su hermano. Ella lo llamó desde la cabina de la oficina de turismo.
—Tendrás que bajarte en avión mañana por la mañana —le sugirió Alf Björnfot mirando la hora.
Alguien llamó brevemente a la puerta y Sven-Erik entró en el despacho.
—Tienes que ir a casa a preparar la maleta —le dijo Anna-Maria—. O no, igual nos da tiempo de volver con el vuelo de la noche mañana mismo. Si no, ya nos compraremos un cepillo de dientes y… pero… ¿qué llevas ahí?
—Bueno, al final he sido padre —dijo Sven-Erik.
Se le enrojecieron las mejillas. Por la abertura de la chaqueta asomaba una cabeza de gatito.
—¿Es la de Airi Bylund? —le preguntó Anna-Maria—. Sí, sí que lo es. Hola, boxeadora.
—¡Sí, mira! —exclamó Rebecka, que se había acercado a Sven-Erik para saludar—. Vaya ojo te han puesto, pequeñaja.
Acarició la cabeza de la gatita con la mancha oscura alrededor del ojo. El animal no tenía ningún interés en saludar, lo único que quería era salir del abrigo de Sven-Erik y explorar el nuevo entorno. Le trepó por el hombro e hizo equilibrios con arrogancia. Cuando Sven-Erik intentó cogerla para dejarla en el suelo se quedó enganchada con las garras.
—Me puedo ocupar de ella mientras estáis fuera —se ofreció Rebecka.
Alf Björnfot, Anna-Maria y Rebecka tenían un resplandor como si estuvieran mirando al Mesías en el pesebre.
Sven-Erik se reía de la gata, que se empecinaba en agarrarse a la chaqueta y luego seguía trepando hasta la espalda de manera que Sven-Erik tuvo que inclinarse para que no se cayera. Los demás tuvieron que ir quitándole las garras una a una.
La llamaban boxeadora, granuja, flaquita y diablilla.