Mauri Kallis vio que Ester se acercaba por el jardín haciendo footing. Saludó a Ulrika y a Ebba con la cabeza y siguió corriendo en dirección al bosquecillo que quedaba entre el embarcadero nuevo y el antiguo. Solía hacer esa ruta por el sendero que baja al embarcadero viejo, donde el ingeniero de montes de Mauri tenía atracada su lancha fueraborda.
No dejaba de sorprender esa obsesión suya con el entrenamiento. Parecía que hubiera sustituido a su afición por la pintura. Leía textos sobre proteínas y musculación, hacía pesas y salía a correr.
Y cuando corría parecía que cerrara los ojos. Era una práctica especial que hacía: intentaba correr sin chocar contra los árboles, simplemente dejando que los pies siguieran el sendero aunque ella no lo mirara.
Mauri recordó una cena que tuvieron hacía no mucho tiempo. Los primos de Ebba de Escania, Inna, Diddi y su mujer y el principito. Ester se acababa de instalar en el desván e Inna la había convencido para que bajara a cenar con ellos. Ester intentó escabullirse.
—Tengo que entrenar —le dijo con la mirada clavada en el suelo.
—Si no comes, por mucho que te entrenes no te servirá de nada —le contestó Inna—. Vete a correr y cuando hayas acabado ven a cenar con nosotros. Después te puedes ir cuando hayas terminado. Nadie se dará cuenta si te escapas un poco antes.
Ester se sentó a la mesa en mitad de la cena. Una mesa con mantel de lino blanco, candelabros, cubiertos de plata y toda la parafernalia. Llevaba el pelo mojado y tenía la cara llena de arañazos. Incluso le salía sangre en dos sitios.
Ebba la presentó a los demás, pálida e incómoda bajo la sonrisa, con palabras como «escuela de arte» y «exposición que ha despertado mucho interés en la Galería Lars Zanton».
A Inna le costó aguantarse la risa.
Ester cenó concentrada y en silencio con sangre en la cara, metiéndose bocados demasiado grandes y sin tocar la servilleta, que permaneció al lado del plato.
Cuando salieron a fumar al porche después de la cena, Diddi comentó:
—La he visto correr a través del bosquecillo del embarcadero viejo con los ojos vendados. Así es como se hace eso…
Terminó la frase encorvando los dedos en forma de garra y simulando arañarse y herirse la cara.
—¿Por qué? —preguntaron los primos de Ebba.
—¿Porque está loca? —sugirió Diddi.
—¡Sí! —asintió Inna feliz—. Supongo que os dais cuenta de que tenemos que hacer que vuelva a pintar otra vez.
Ester atajó por el césped arrollando casi a Ulrika, a Ebba y al caballo negro. Antes habría visto su cabecita grácil, sus líneas y sus ojos grandes y hermosos. Líneas y líneas. Las oscilaciones de su lomo cuando Ebba lo montaba y lo hacía girar en el cercado. Las curvaturas de todo su cuerpo: el cuello, el lomo, las patas, los cascos. Las líneas de Ebba, espalda recta, cuello recto, nariz recta y las riendas rectas y tirantes en las manos.
Pero ahora Ester ya no se fijaba en esas cosas. Ahora observaba los músculos del caballo.
Saludó a Ulrika y a Ebba con la cabeza y se imaginó que era una yegua árabe.
«Ligera es mi carga», pensó mientras se acercaba a la arboleda que había entre el jardín y la ría Málaren. Empezaba a conocerse el camino. Pronto podría recorrerlo entero con los ojos vendados sin chocar contra ni un solo árbol.
Los primeros en darse cuenta de que su madre estaba enferma fueron los perros, pues ella se lo ocultaba a Ester, a Antte y a su padre.
«No me enteraba de nada —pensó Ester mientras corría con los ojos vendados por el sendero que atravesaba el bosquecillo tupido de maleza hacia el viejo embarcadero de la Heredad Regla—. Mira que es raro. A menudo el tiempo y el espacio no son paredes impenetrables sino de cristal que me dejan ver a su través. Puedes saber cosas de la gente, grandes y pequeñas, pero de ella no podía ver nada. Estaba demasiado ocupada con la pintura, demasiado contenta de poder pintar al óleo como para comprender lo que pasaba. Ni tampoco quería entender por qué de repente me dejaba coger el pincel».
Aceleró los pasos. De vez en cuando alguna rama le arañaba la cara, pero no pasaba nada, era casi como un alivio.
—Oye —le dice su madre—. Tú siempre has querido saber pintar al óleo, ¿quieres aprender ahora?
Me deja tensar el lienzo y cuando hago fuerza lo hago con tanto ahínco para que quede bien, que me da dolor de cabeza. Estiro, doblo y pongo las grapas. Mi padre ha hecho el marco porque no quiere que mi madre compre de los baratos de madera seca porque se agrietan.
Mi madre no dice nada y entiendo que lo he tensado perfecto. Ella suele comprar lienzo barato para ahorrar dinero, pero entonces hay que darle una base con témpera. Me toca hacerlo a mí. Después me marca unas líneas de ayuda con carboncillo y yo me quedo al lado observando. Pienso, rebelde, que, cuando pueda pintar yo sola, cuando haga mis propios cuadros, no tiraré ni una sola línea con el carboncillo. Me pondré directamente con el pincel y ya montaré las estructuras en mi cabeza con umbra quemada o caput mortuum.
Mi madre instruye y yo relleno con color los espacios en blanco. La nieve, con blanco para mezcla y amarillo cadmio. La sombra de la montaña, con azul cerúleo. Y la roca, tirando hacia el violeta oscuro.
A mi madre le cuesta no sostener ella el pincel y en varias ocasiones me lo quita de la mano.
—Trazos grandes con el pincel, no estés dudando de esa manera y temblando como un corderito. Más color, no seas tan cobarde. Más, más amarillo. No cojas el pincel así, o crees que es un bolígrafo.
Al principio lo aguanto, porque ella sabe lo que hace. Cuando los colores quedan así de estridentes e inquietos, como ella los quiere, los cuadros se hacen difíciles de vender. Ya ha pasado antes que mi padre mira el cuadro recién pintado por la noche y dice: «Así no». Y entonces ella lo cambia. El contraste de colores tiene que ser más ameno. En esos momentos yo le decía para consolarla:
—El cuadro de verdad está ahí debajo. Nosotras lo hemos visto.
Mi madre continuaba pintando pacientemente, pero aplastaba el pincel contra el lienzo.
—No sirve de nada —decía—. Son todos una panda de idiotas.
«Se volvió más y más impaciente —pensó Ester a medida que avanzaba por entre los árboles—. Yo no lo entendía. Sólo los perros sabían lo que pasaba».
Mi madre ha preparado un guiso de carne y coloca la gran olla sobre la mesa de la cocina para que se enfríe un poco. Después lo repartirá en tupperwares y lo congelará. Mientras se enfría se mete un rato en el estudio a moldear perdices de cerámica.
Oye un ruido en la cocina y se seca la arcilla de los dedos para ir a ver. Se encuentra a Musta subida a la mesa. Ha empujado la tapa de la olla y está pescando los huesos del guiso. Se quema el hocico al tocar el líquido caliente, pero no puede dejar de intentarlo una y otra vez. Se quema y ladra enfadada como si la sopa lo hubiera hecho adrede y necesitara un poco de disciplina.
—Me cago en la leche —dice mi madre agitando el brazo en el aire para bajar a Musta de la mesa y, si puede, soltarle un guantazo.
Musta arremete como un rayo. Intenta atraparle la mano y levanta el labio superior enseñándole los dientes al mismo tiempo que gruñe amenazadora.
Mi madre retira estupefacta la mano. Ningún perro se ha atrevido jamás a hacerle nada por el estilo. Coge la escoba que hay en la esquina y trata de hacerla bajar de la mesa.
Entonces Musta se vuelve de verdad. El guiso de carne es suyo y nadie se lo va a quitar.
Mi madre se retira de la cocina caminando de espaldas y justo en ese momento llego yo de la escuela, subo las escaleras y casi choco con ella en el pasillo de arriba. Mi madre se vuelve con la cara pálida y la mano ensangrentada apretada contra el pecho. A su espalda veo a Musta subida a la mesa de la cocina como un demonio negro con colmillos, el pelo erizado y las orejas hacia atrás. Me quedo mirando a la perra y después a mi madre.
—Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado aquí?
—Llama a tu padre y que venga a casa —me ordena mamá con voz áspera.
Un cuarto de hora más tarde, mi padre sube con el Volvo la rampa del jardín. No dice gran cosa. Va directo a coger la escopeta y la tira en el portaequipajes. Después va a buscar a Musta, a la que no le da tiempo de bajarse de la mesa cuando lo ve entrar. Gimotea de dolor y sumisión cuando mi padre la agarra del pescuezo y de la cola. La lleva hasta el coche y la mete dentro. La perra se tumba encima de la funda de la escopeta.
El coche significa trabajo agradable al aire libre, por lo que no comprende lo que va a pasar. Es la última vez que la vemos. Mi padre vuelve a casa por la tarde sin la perra y no hablamos del tema.
Musta era una líder nata. Probablemente, a mi padre le supo muy mal perder una compañera de trabajo para el monte como ella. Podía salir corriendo en mitad de la montaña tras algo que se movía y volver con la pieza al cabo de dos horas.
Se dio cuenta de lo que le estaba pasando a mi madre. Que se estaba debilitando. Y, evidentemente, Musta trató de quitarle el liderazgo.
Aquella tarde mi madre se quedó sentada en la cocina ensimismada. Me reprendía para que me mantuviera alejada y yo entendí que estaba avergonzada por haberle tenido miedo a la perra. Musta estaba muerta por culpa de su miedo y su debilidad.