Mauri Kallis estaba de pie, arriba en su despacho, y observaba el patio desde la ventana.
Ebba, su esposa, apareció caminando por la gravilla blanca con el casco bajo el brazo y el semental árabe nuevo cogido sin demasiada firmeza. La crin negra brillaba de sudor y avanzaba cabizbajo en una postura cansada y satisfecha.
Ulrika Wattrang se acercaba desde el otro lado. No llevaba al chiquillo con ella, probablemente lo había dejado en casa con la canguro.
La cuestión era si Diddi había vuelto a casa o no. A Mauri le daba lo mismo, se las apañaría igual de bien sin él en la reunión con el African Mining Trust. Incluso mejor. Últimamente ya no podía contar mucho con Diddi. Además, Mauri igual podía tener un mono para hacer el trabajo que hacía Diddi. No había que esforzarse mucho para encontrar a un inversor interesado en el proyecto de Mauri. Ahora que habían perdido el trono de las acciones de tecnologías de la información y que parecía imposible satisfacer el hambre de acero que tenía China, estaban haciendo cola para poder participar.
Iba a deshacerse de Diddi. Sólo era una cuestión de tiempo que él, su mujer y su principito recogieran los bártulos y se largaran a freír espárragos.
Ulrika se paró a hablar con Ebba.
Ebba miró de reojo hacia la ventana y Mauri buscó refugio detrás de la cortina, que se movió un poco aunque no tanto como para percibirse desde fuera.
«No me importa», pensó con odio al mirar a Ebba.
Cuando ella le propuso habitaciones separadas lo aceptó sin discusiones. Lo más probable era que se tratara de uno de los últimos intentos de su mujer de provocar un conflicto pero, al contrario, él se sintió de lo más aliviado. Así se libraba de fingir que no se enteraba cuando ella lloraba de espaldas a él.
«Diddi tampoco me importa —pensó—. A decir verdad, no recuerdo qué es lo que me pareció tan fantástico en él».
«Quien me importaba era Inna», pensó luego.
Está nevando. Faltan dos semanas para Navidad. Mauri y Diddi están en tercero de Empresariales. Mauri ya trabaja a tiempo parcial en OMX, la compañía líder de servicios financieros. Ha empezado a seguir el mercado de materias primas con especial interés. Pasarán diecisiete años hasta que aparezca en la portada de Business Week.
El barrio alrededor de la plaza de Stureplan parece un anuncio, o uno de esos juguetes, una bola de plástico en la que nieva cuando la agitas.
Hay mujeres hermosas sentadas en las cafeterías y a su lado tienen bolsas de papel de los almacenes NK llenas de paquetes. Fuera, los copos de nieve descienden revoloteando.
Niños y niñas con abrigos y trencas, como adultos en miniatura, van cogidos de la mano de sus padres bien arreglados y caminan casi de espaldas tratando de que les dé tiempo de ver la decoración navideña de los escaparates. Diddi se lo pasa en grande con las decoraciones del barrio de Östermalm.
—Menudo complejo de Londres que tienen —se ríe.
Van de camino al Riche con una agradable sensación de ligera ebriedad, a pesar de ser sólo las seis y cuarto de la tarde. Pero han decidido hacer una cena de empresa por Navidad.
En el cruce de la calle Birger Jarl con Grev Ture se topan con Inna.
Va cogida del brazo de un hombre mayor que ella. Mucho mayor. Es enjuto de aquella manera antigua. La muerte se hace notar en su expresión a través del esqueleto, que aprieta la piel desde dentro y dice: dentro de poco sólo quedaré yo. La piel tampoco tiene demasiada capacidad para oponerse: se tensa sin elasticidad sobre la frente donde destaca el cráneo. Los pómulos sobresalen por encima de las mejillas caídas. Los huesos también se le marcan en las muñecas.
Mauri no reparará hasta un poco más tarde en que Diddi está a punto de pasar de largo sin saludar, pero Mauri se detiene, por supuesto, y se hace necesaria una presentación.
Inna no parece importunada lo más mínimo. Mauri la mira y piensa en si ella ya es un regalo de Navidad. Su sonrisa y sus ojos siempre parecen contener una alegre sorpresa.
—Os presento a Ecke —dice ella abrazándosele cariñosa.
Todos esos apodos de la clase alta y la nobleza. Mauri nunca deja de asombrarse. Noppe, Bobbo y Guggu. Inna se llama en realidad Honorine. Y un William nunca pasa a ser Wille mientras que Walter siempre acaba siendo Walle.
El hombre saca de su abrigo de lana, caro pero un tanto descuidado, una mano huesuda llena de manchitas marrones de la edad. A Mauri le despierta cierto asco y tiene que reprimir un impulso de olerse después su propia mano para ver si huele a sucio.
—No lo entiendo —le dice a Diddi después de despedirse de Inna y su acompañante—. ¿Ése es Ecke?
Inna lo ha nombrado algunas veces. No puede acompañarlos porque se va al campo con Ecke, ella y Ecke han visto tal y cual película. Mauri se imagina un chico de la clase alta con pelo rubio repeinado hacia atrás. A veces piensa que quizá esté casado, dado que nunca tienen la ocasión de conocerlo. Inna es muy reservada pero siempre lo es con sus novios. Mauri también ha pensado que sus parejas le sacan algunos años y que a Inna no le gusta que tengan nada en común con su hermano y Mauri, chavalitos que todavía van a la facultad. Pero ¡no que les sacaran tantos!
Al ver que Diddi no responde, Mauri continúa:
—¡Es un viejo! ¿Qué le encuentra?
Entonces Diddi dice gracioso, aunque Mauri puede notar cómo se aferra a su desenfado, cómo está a punto de escurrírsele de las manos aunque se agarre a él, que es lo único a lo que se puede coger:
—Eres realmente ingenuo.
Se quedan de pie en la acera delante del Riche, completando la imagen de postal navideña. Diddi dispara su cigarro a la nieve y mira intensamente a Mauri.
«Me va a besar», piensa Mauri sin que le dé tiempo a decidir si eso le asusta o no hasta que el instante ha pasado.
En otra ocasión, también en invierno y también nevando. Inna tiene un buen amigo, como ella los llama. Pero éste es otro, lo de Ecke se terminó hace mucho tiempo. Va a ir a la cena de los Nobel con el hombre en cuestión y Diddi decide que él y Mauri tienen que ir a su pisito de la calle Linné con una botella de champagne a ayudarla a subirse la cremallera del vestido.
Está radiante cuando les abre la puerta: vestido largo de color rojo amapola y labios húmedos del mismo tono.
—¿Bien? —les pregunta.
Pero Mauri no puede responder. Acaba de aprender lo que significa quedarse sin aliento.
Menea la botella de champagne y se escabulle a la minúscula cocina para ocultar sus emociones y buscar unas copas.
Al volver, ella está sentada a la mesa poniéndose más sombra de ojos. Diddi está detrás, inclinado sobre su hermana y apoyándose con una mano sobre la mesa. La otra se le ha deslizado por debajo del vestido y le acaricia los pechos.
Los dos se quedan mirando a Mauri a la espera de su reacción. Diddi levanta ligeramente una ceja, pero no aparta la mano.
Mauri no se mueve del sitio. Se queda inexpresivo durante tres segundos, manteniendo un control total sobre toda la red de finas fibras musculares que le cubre la cara. Cuando han pasado esos segundos levanta las cejas con soltura en un gesto de Oscar Wilde indescriptiblemente decadente y dice:
—Muchacho, cuando tengas una mano libre, tengo una copa para ti. ¡Salud!
Sonríen. Sin duda, es uno de ellos.
Y beben de sus copas de champán heredadas.
Ebba Kallis y Ulrika Wattrang se encontraron en el patio delantero de Regla. Ebba miró hacia la ventana de Mauri. La cortina se movió ligeramente.
—¿Sabes algo de Diddi? —preguntó Ebba.
Ulrika Wattrang negó con la cabeza.
—Estoy tan preocupada —dijo—. No puedo dormir. Ayer me tomé una pastilla, pero no me gusta porque estoy dando el pecho.
Echnaton, impaciente, pegó un tirón a las riendas. Quería volver al establo para que le quitaran la silla y se ocuparan de él.
—Pronto te llamará —dijo Ebba mecánicamente.
Una lágrima apareció por debajo del mechón tupido que le caía por la cara a Ulrika. Negó desconfiada con la cabeza.
«Uf, qué cansada estoy de todo esto —pensó Ebba—. Estoy harta de sus lloros».
—Tienes que recordar que para él es un periodo muy duro ahora mismo —le dijo con condolencia en la voz.
«Como para todos», pensó con fuerza.
En el último medio año Ulrika había ido varias veces a su casa para llorar. «No hace más que rechazarme, está completamente ausente, ni siquiera sé qué se ha tomado, trato de preguntarle si por lo menos Philip es importante para él, pero no hace más que…». Solía abrazar tan fuerte al bebé que a veces lo despertaba y se ponía a llorar desconsolado. Entonces a Ebba le tocaba cogerlo en brazos y pasearlo hasta que se calmaba.
Echnaton acercó el hocico a la cabeza de Ebba y resopló de manera que se le agitó todo el pelo. Ulrika se rió entre las lágrimas.
—Está loco por ti —dijo.
«Sí que lo está —pensó Ebba mirando de nuevo la ventana de Mauri—. Los caballos me quieren».
Este semental en concreto se lo había apropiado por una miseria teniendo en cuenta su pedigrí. Sólo porque era una auténtica pesadilla montarlo. Ebba recordó su expectativa cuando lo bajaron del remolque. Los ollares dilatados y los ojos dibujando círculos en esa divina cabeza negra. Tenía sujetas las patas de atrás y había que andar con cuidado. Aquella vez lo bajaron entre tres hombres.
—Suerte —le deseó el hombre entre risas cuando por fin lograron meterlo en la cuadra y ya podían marcharse para seguir celebrando la Navidad. El semental se quedó allí dentro con los ojos desorbitados.
Ebba no lo llevó al cercado con fusta y atado corto, sino que lo montó para quitarle el diablo del cuerpo. Lo dejó correr y saltar, largo y alto. Se puso el chaleco protector y le dio gas en lugar de frenarlo. Al volver estaban cubiertos de barro. Una de las chicas del establo que solía ayudar a Ebba los vio y se echó a reír. Echnaton se quedó quieto en el pasillo del establo con las piernas temblando por el cansancio. Ebba lo limpió a manguerazos con agua tibia. Él resopló satisfecho y de pronto apoyó la frente contra la de ella.
Ebba tenía en la actualidad una docena de caballos. Compraba potros y casos perdidos y los domaba. En breve empezaría a criarlos ella misma. Mauri se solía reír diciendo que compraba más de los que vendía, y ella le seguía amablemente el juego de esposa que tenía dos hobbies caros: caballos de raza y perros callejeros.
—Regla es tuya —le dijo Mauri cuando se casaron.
Para darle seguridad económica y compensar que Kallis Mining era propiedad exclusivamente de él.
Pero él había comprado y reformado Regla con dinero prestado sin llegar nunca a liquidar el préstamo.
Si Ebba dejaba a Mauri tendría que renunciar también a Regla, los caballos, los perros, el personal de servicio, los… Toda su vida estaba allí.
Ella tomó la decisión que quiso. Sonreía cuando Mauri estaba con ella y con sus hijos como si estuviera de visita, mantenía al día a su marido sobre cómo le iba el colegio a los niños y lo que les gustaba hacer en su tiempo libre. Se encargó del funeral de Inna sin rechistar.
«Yo también me parezco a él —pensó Ebba mirando al caballo—. Estamos esclavizados, la libertad es imposible. Si consigues permanecer agotada te libras de volverte loca».
Justo cuando le pasó esa idea por la cabeza, apareció Ester corriendo a zancadas por el jardín.