Estuvo nevando toda la noche del miércoles, pero por la mañana paró y el sol lució en un cielo despejado. Sólo hacía tres grados bajo cero. A las nueve de la mañana desenterraron el ataúd de Örjan Bylund. La tarde anterior, los trabajadores del cementerio habían estado quitando la nieve y colocaron un aparato encima de la tumba para calentarla.
Anna-Maria se había peleado con los encargados.
—Se necesita el permiso de la administración —le decían.
—Para sacar el cuerpo —dijo Anna-Maria—. Pero yo sólo quiero que pongáis la unidad de calor ahora para que lo podáis sacar más rápido cuando el permiso llegue.
Ya habían eliminado la capa de tierra helada y estaban cavando con el pequeño Kubota propiedad del cementerio.
Había una decena de fotógrafos en el lugar a los que Anna-Maria miraba sin poder evitar sentir cierta culpabilidad cuando pensaba en Airi Bylund.
«Pero estoy investigando un caso de asesinato, así que no hay otra —se justificaba—. Ésos lo único que quieren son fotos para las páginas centrales».
Y se las llevaron: el hoyo sucio, la tierra, los restos lúgubres de rosas, el ataúd negro… Y, envolviéndolo todo, el resplandor de la luz característica del paso del invierno a la primavera, nieve recién caída del cielo y el brillo del sol.
El forense Lars Pohjanen y su asistenta, Anna Granlund, estaban esperando en el hospital para recibir el cuerpo.
Anna-Maria Mella miró el reloj.
—Media hora —le dijo a Sven-Erik—. Después, lo llamamos para ver cuánto ha avanzado.
En el mismo instante empezó a vibrarle el teléfono en el bolsillo. Era Rebecka Martinsson.
—He investigado un poco el ingreso aquel en la cuenta de Inna Wattrang —dijo—. Y hay algo: el 15 de enero alguien entró en una pequeña sucursal del banco SEB que está en la calle Hantverkar en Estocolmo e ingresó 200000 coronas. En el aviso del pago la persona escribió «No por tu silencio».
—No por tu silencio —repitió Anna-Maria—. Quiero ver ese aviso.
—Les he pedido que lo escaneen y me lo manden por e-mail. Échale un ojo a tu correo cuando puedas —le dijo Rebecka.
—Deja la fiscalía y vente a trabajar con nosotros —exclamó Anna-Maria—. El dinero no lo es todo.
Rebecka se rió al otro lado.
—Tengo que irme —dijo después—. Tengo una causa penal ahora.
—¿Hoy también? ¿No tenías una el lunes y otra el martes?
—Humm —asintió Rebecka—. Es Gudrun Haapalahti, de la secretaría del tribunal. Ya no nos envía a nadie.
—Deberías quejarte —le propuso Anna-Maria en un intento de ayudar.
—Prefiero la muerte, la verdad —se rió Rebecka—. Nos vemos.
Anna-Maria miró a Sven-Erik.
—¡Vas a ver! —gritó.
Llamó a Tommy Rantakyrö.
—Oye, ¿me puedes mirar una cosa? —empezó diciendo y, sin esperar respuesta, continuó—: Entérate de si alguna de las personas con las que Inna Wattrang habló por alguno de sus dos teléfonos vive o trabaja en las proximidades de la oficina de SEB en la calle Hantverkar de Estocolmo.
—¿Cómo es que me ha tocado a mí este infierno telefónico? —se lamentó Tommy Rantakyrö—. ¿Desde cuándo quieres que mire? ¿Seis meses?
Se oyó un suspiro al otro lado.
—Pues empieza en enero. El ingreso en su cuenta se hizo el 15.
—Por cierto, te iba a llamar justo ahora —dijo Tommy Rantakyrö antes de que Anna-Maria colgara.
—¿Sí?
—Alguien, y tiene que haber sido ella, llamó a casa de Diddi Wattrang, su hermano, el jueves por la noche, bastante tarde.
—Él me dijo que no sabía dónde estaba Inna —comentó Anna-Maria.
—La conversación duró exactamente cuatro minutos y veintitrés segundos. Creo que miente, ¿qué opinas?