Rebecka Martinsson llegó a casa a las seis de la tarde. El cielo se había vuelto a nublar y estaba oscureciendo. Justo cuando bajó del coche frente a la casa de fibrocemento gris empezaron a caer los copos de nieve, estrellas ligeras como plumas que resplandecían cuando atravesaban el haz de luz de la lámpara que colgaba de la pared del establo y el del farolillo de la escalinata.

Se quedó quieta y sacó la lengua, los brazos abiertos en cruz, la cara hacia arriba y los ojos cerrados, sintiendo los copos aterrizándole sobre las cejas y en la lengua. Pero no era la misma sensación que cuando era pequeña. Igual que hacer ángeles en la nieve, también era una de esas cosas tan fantásticas de hacer cuando eres pequeño, pero si lo intentabas de mayor se te metía la nieve por el cuello del abrigo.

«No es para mí», pensó abriendo los ojos y mirando el río, encamado en su propia oscuridad.

Al otro lado de la cala brillaban las luces de unas pocas casas.

«Él no piensa en mí. Que me escriba un e-mail no significa nada».

Al mediodía le había escrito como mínimo veinte respuestas a Måns Wenngren, pero las iba borrando todas. No tenía que parecer tan ansiosa.

«Olvídalo —intentaba decirse a sí misma—. No está interesado».

Pero el corazón le protestaba testarudo.

«Anda que no», le decía mientras le iba sacando imágenes para que las viera. Måns y Rebecka en la barca. Ella está remando, él deja la mano muerta en el agua. Lleva la camisa blanca arremangada, tiene la cara relajada y suave. Después: Rebecka en el suelo de la habitación delante del hogar encendido. Måns entre sus piernas.

Cuando se desnudó para quitarse el traje del trabajo y ponerse unos téjanos y un jersey, aprovechó para mirarse en el espejo. Pálida y delgada. Los pechos, demasiado pequeños. ¿Y no tenían una forma extraña? No eran dos montículos, sino más bien dos cucuruchos de helado puestos del revés. De repente se sintió molesta y ajena ante aquel cuerpo que nadie quería y en el que ninguna criatura había terminado de crecer. Se puso la ropa a toda prisa.

Se sirvió un whisky y se sentó a la vieja mesa abatible que su abuela tenía en la cocina. Se tomó la copa con tragos más largos que de costumbre. A medida que le iban cayendo calientes dentro del estómago los pensamientos dejaron de importunarle en la cabeza.

La última vez que estuvo enamorada de verdad… fue de Thomas Söderberg, y eso debería decir algo sobre su capacidad de escoger a los hombres. Mejor no pensar en ello.

Después tuvo algún que otro novio suelto, todos ellos estudiantes de Derecho en la universidad. Ninguno que ella hubiera escogido por voluntad propia, sino que, simplemente, se había dejado invitar a cenar, se había dejado besar y se había dejado caer en alguna cama. Triste y predecible desde el principio y el desprecio había estado presente todo el tiempo. Los había repudiado a todos porque eran puros niños de papá, chicos de clase media-alta, todos convencidos de que sacarían mejores notas que ella tan sólo con que estudiaran un poco. Rebecka despreciaba sus patéticas rebeliones contra los padres que consistían en un consumo moderado de drogas y un consumo un tanto mayor de alcohol. Incluso aborrecía el desprecio de todos hacia la vida burguesa antes de que ellos mismos se pusieran a trabajar y se casaran y se convirtieran también en pequeños burgueses.

Y ahora Måns. Pon un poco de internado, buen arte, arrogancia, alcohol y perspicacia jurídica en un cuerpo de hombre y agítalo.

«Seguro que papá no era consciente de la suerte que tuvo cuando mamá lo escogió». Así es como iba a decirlo. Su madre escogió a su padre como quien coge una fruta del árbol.

De repente a Rebecka le invadieron las ganas de ver fotos de su madre. Pero, tras la muerte de su abuela, ella misma había arrancado todas las imágenes de los álbumes en las que aparecía.

Se calzó las botas y cruzó la calle corriendo hasta la puerta de Sivving.

En el cuarto de la caldera había un suave aroma a salchicha de Falun asada. En el escurridor había un plato, un vaso y una olla de aluminio recién fregados y al lado, sobre una paño de cocina de cuadros rojos, una sartén bocabajo. Sivving estaba tumbado encima de la cama dormitando con el diario sensacionalista Aftonbladet tapándole la cara. En uno de los calcetines de lana tenía un tomate de considerables proporciones. Rebecka quedó curiosamente conmovida cuando lo vio así.

Bella se incorporó con tal alegría por la visita que a punto estuvo de volcar la silla. Rebecka la acarició y el golpeteo rítmico de la cola del animal contra la mesa de la cocina y sus gemidos contentos terminaron por despertar a Sivving.

—Rebecka —dijo con alegría—. ¿Has tomado café?

Aceptó la invitación y mientras él preparaba la cafetera le explicó el motivo de la visita.

Sivving subió las escaleras y regresó al cabo de un rato con dos álbumes bajo el brazo.

—Hay varias fotos de tu madre —dijo—. Pero la mayoría son de Maj-Lis y los niños, claro.

Rebecka fue pasando las hojas con las imágenes de su madre. En una salían ella y Maj-Lis sentadas sobre una piel de reno en la nieve a finales de invierno. Estaban riendo a la cámara y la miraban con los ojos entreabiertos.

—Nos parecemos —dijo Rebecka.

—Sí —reconoció Sivving.

—¿Cómo se conocieron ella y mi padre?

—No lo sé. Sería en algún baile. La verdad es que tu padre era buen bailarín, siempre y cuando se atreviera.

Rebecka trató de imaginarse la escena: su madre en brazos de su padre en la pista de baile. Él, con la seguridad que le daba el alcohol, le pasaba la mano por la espalda.

Las fotos la llenaron de una antigua sensación, una mezcla extraña de vergüenza y rabia. La ira en respuesta a la compasión altanera de la gente del pueblo.

A Rebecka la llamaban pobre niña sin que ella lo oyera. Piik riepu. Menos mal que tenía a su abuela, decían. Pero ¿cuánto aguantaría Theresia Martinsson? Ésa era la cuestión. Problemas y carencias los tenía todo el mundo, pero no poder cuidar de su propia hija…

Sivving la observaba a un lado.

—A Maj-Lis le gustaba mucho tu madre —le dijo.

—¿Ah, sí?

Rebecka se dio cuenta de que la voz le había salido como un mero susurro.

—Siempre tenían un montón de cosas de las que hablar; se pasaban las horas sentadas en la cocina riendo.

«Cierto —pensó Rebecka—. Yo también me acuerdo de aquella faceta de mi madre». Buscó alguna foto en la que su madre no apareciera posando, en la que no se girara en el ángulo más elegante para mirar a la cámara y sonreír.

Toda una estrella de cine, para el rasero de Kurravaara.

Dos recuerdos:

El primero. Rebecka se despierta por la mañana en su pequeño apartamento del centro. Se han mudado de Kurravaara. Su padre se ha quedado en la planta baja de la casa de la abuela. Dicen que lo más práctico es que Rebecka se quede con su madre en la ciudad. Cerca de la escuela y todo eso. Se despierta y huele a limpieza. Todo está que reluce de limpio. Además, su madre ha cambiado de sitio todos los muebles del piso. La mesa está con el desayuno puesto, panecillos scones recién hechos. Su madre está fumando en el balcón y parece contenta.

Debe de haberse tirado toda la noche arrastrando muebles y limpiando. ¿Qué van a pensar los vecinos?

Rebecka baja las escaleras sigilosa como un gato con la mirada fija en el suelo. Si Laila, la vecina de abajo, abre la puerta se morirá de vergüenza.

El segundo. La señorita dice: Poneos por parejas.

Petra: No quiero sentarme al lado de Rebecka.

La señorita: ¿Qué tonterías son ésas?

La clase escucha. Rebecka clava la mirada en el pupitre.

Petra: Huele a pis.

Es porque no tienen electricidad en el piso. Se la han cortado. Es septiembre, así que no pasan frío, pero no pueden lavar la ropa en la lavadora.

Cuando Rebecka llega a casa llorando su madre se enfurece. Se la lleva a rastras a la oficina de la Dirección Nacional de Telecomunicaciones y le echa la bronca al personal. No sirve de nada que intenten hacerle comprender que tiene que dirigirse a la compañía eléctrica, que no son lo mismo.

Rebecka se quedó mirando la foto de su madre. Le llamó la atención que tuviera más o menos la misma edad que ella.

«Lo hizo lo mejor que pudo, supongo», pensó.

Se quedó observando a la mujer sonriente de la piel de reno y sintió que la atravesaba un sentimiento de reconciliación. Era como si algo alcanzara un estado de paz en su interior. Quizá fue por tomar conciencia de que su madre no era tan mayor.

«¿Qué tal lo habría hecho yo si hubiese decidido tener a mi hijo, tal como hizo mi madre? —pensó—. ¡Dios mío!».

«Y después, cuando me dejaba en casa de la abuela porque no le quedaban fuerzas, era como si igualmente estuviera poniendo orden. Los veranos también me los pasaba aquí, en Kurra».

«Y aquí todos los niños iban guarros. Seguro que olían a pis ellos también».

Sivving interrumpió sus pensamientos.

—Oye, a lo mejor podrías ayudarme… —comenzó diciendo.

Siempre procuraba darle tareas que hacer. Rebecka sospechaba que no era porque necesitara ayuda, sino porque pensaba que ella lo necesitaba. Un poco de trabajo físico como remedio contra las cavilaciones.

Ahora la quería subir al tejado para quitar la nieve de un saliente.

—Es que se va a derrumbar cualquier día de estos y no quiero que le caiga encima a Bella. O a mí, si me olvido.

Se subió al tejado de Sivving en la oscuridad de la tarde. La luz exterior del jardín no era de gran ayuda. Estaba nevando y la nieve de debajo del saliente estaba dura y resbaladiza. Cuerda a la cintura, pala en mano y arriba. Sivving también tenía una pala, pero para apoyarse. Le señalaba, le gritaba consejos y le daba órdenes. Rebecka lo hacía a su manera, lo cual lo irritaba, porque la manera de él era la mejor. Siempre solía ser así entre ellos. Cuando Rebecka bajó estaba sudada de pies a cabeza.

Pero no le sirvió de mucho. Cuando se metió en la ducha volvió a pensar en Måns. Miró el reloj. Sólo eran las nueve.

Necesitaba más trabajo para ocupar la cabeza. Lo mejor sería ponerse con el ordenador a investigar un poco más sobre Inna Wattrang.

A las diez menos cuarto llamaron a la puerta y se oyó la voz de Anna-Maria Mella desde el recibidor:

—¡Hola! ¿Hay alguien en casa?

Rebecka abrió la puerta del pasillo del piso de arriba y gritó:

—¡Aquí arriba!

—Santa Claus existe —dijo Anna-Maria con un suspiro cuando llegó al final de la escalera.

Cargaba una caja de cartón de esas en las que se embalan los plátanos. Rebecka se acordó de la broma que le había hecho por la mañana y se rió.

—He sido muy buena —aseguró.

Anna-Maria también se rió. Con Rebecka las cosas fluían muy bien ahora que trabajaban juntas en el caso del asesinato de Inna Wattrang.

—Son documentos y más cosas sacados del ordenador de Örjan Bylund —dijo Anna-Maria un poco más tarde haciendo un gesto hacia la caja.

Se sentó a la mesa de la cocina y le habló del periodista muerto mientras Rebecka preparaba café.

—Le dijo a un amigo que tenía algo en marcha sobre Kallis Mining. Un mes y medio después, apareció muerto.

Rebecka se dio la vuelta para mirarla.

—¿Cómo?

—Se ahorcó en su casa, en el despacho. Aunque no estoy del todo segura de que fuera así. He pedido permiso para exhumar el cuerpo y hacerle la autopsia. Espero que la administración provincial se decida rápido. Mira esto.

Le dejó un pen-drive sobre la mesa.

—El contenido del ordenador de Örjan Bylund. El disco duro estaba formateado, pero Fred Olsson lo ha apañado.

Anna-Maria miró a su alrededor. Era una cocina muy acogedora. Muebles rústicos sencillos mezclados con algo de los años cuarenta y cincuenta. Una docena de bandejas sujetas a una cinta bordada. Todo muy pulcro y con un aire anticuado. A Anna-Maria le recordó a la casa de su propia abuela.

—Qué bonito lo tienes todo —dijo.

Rebecka le sirvió un café y respondió:

—Gracias. Tendrás que tomártelo solo.

Rebecka paseó la mirada por su cocina. A ella también le gustaba cómo la tenía. No era un mausoleo a la memoria de su abuela, pero había procurado conservar la mayoría de las cosas. Cuando se mudó, tuvo una sensación muy clara de que así era como lo quería. Cuando le dieron el alta de la clínica psiquiátrica, un día se quedó mirando su apartamento de Estocolmo. Las sillas de diseño, las lámparas Paul Henningsen, el sofá italiano de Asplund que se regaló a sí misma cuando la aceptaron en el colegio de abogados. «Ésta no soy yo», pensó. Y lo vendió todo junto con el piso.

—Hay un pago efectuado a Inna Wattrang que voy a mirar —le dijo Rebecka a Anna-Maria—. Alguien le ha hecho un ingreso en efectivo de doscientas mil coronas a su cuenta privada.

—Sí, gracias —dijo Anna-Maria—. ¿Mañana?

Rebecka asintió con la cabeza.

«Qué bien», pensó Anna-Maria. Eran justo todas esas pequeñas cosas para las que nunca se tiene tiempo. Le podría decir a Rebecka que se apuntara la noche de la bolera. Así ella y Sven-Erik podrían hablar de gatos.

—En realidad soy demasiado vieja para estas cosas —comentó Anna-Maria echándole una mirada a la taza—. Ahora, si tomo café a última hora de la tarde, me despierto a medianoche y le empiezo a dar vueltas a las cosas.

Hizo un círculo con el dedo para indicar el giro eterno de los pensamientos.

—Yo también —reconoció Rebecka.

Se rieron, conscientes de que, a pesar de todo, las dos se habían tomado una taza, sólo para acercarse la una a la otra.

Fuera la nieve seguía cayendo.